Dos

Jennifer Morton fue a casa a pasar aquel fin de semana. Era la hija de un médico de Leicester, hija única, pues sus dos hermanos habían muerto en la guerra, uno en el Atlántico Norte y el otro en Hamburgo. Tenía veinticuatro años y hacía algunos que trabajaba lejos de su casa, en las oficinas del Ministerio de Pensiones, en Blackheath, un suburbio de Londres. Jennifer se pasaba la mayor parte del tiempo en Blackheath, donde tenía una habitación en una pensión, pero una vez al mes iba a su casa de Leicester a ver a sus padres. Salía de Londres a primeras horas de la mañana del sábado y volvía a últimas horas del domingo.

Con aquellas visitas se limitaba a cumplir un deber. La joven quería a sus padres, pero ahora no tenía intereses ni apenas conocidos en su pueblo. La guerra o el matrimonio habían alejado a sus amistades. Jennifer no tenía nada en contra del Ministerio de Pensiones ni de su trabajo en Blackheath, pero podía haberse quedado en su pueblo y haber trabajado en Leicester si algún propósito útil la hubiera retenido allí. Pero lo cierto era que su padre y su madre se bastaban sobradamente. Su madre, administraba la casa y hacía las comidas del marido; y su padre, un médico de medicina general, atendía a su abundante trabajo. Nunca salía por las noches como no fuera para acudir a alguna reunión de la Asociación Médica Británica, en invierno, o a alguna reunión del Club de Bolos en verano. Aquélla era una buena costumbre, muy oportuna para su madre, que, propensa a los resfriados, prefería salir lo menos posible las noches de invierno. A medida que pasaban los años, sus padres se afianzaban en la rutina de una vida regida por el trabajo y la escasa salud, lo cual proporcionaba un espacio demasiado reducido para las amplias aspiraciones de una hija.

Jennifer iba a Leicester una vez al mes a pasar el fin de semana, pero nunca había allí ningún quehacer para ella. No podía ayudar mucho a su madre sin romper las rutinas con las que la muchacha no estaba familiarizada. Si la jarra de agua no estaba en determinado lugar de la cocina y las cacerolas colocadas en un cierto orden, su madre empezaba a ir de un lado para otro, incapaz de encontrar las cosas y muy pronto proponía a Jennifer que se fuera a sentarse con su padre, que por lo general estaba embebido en la lectura del «Diario Médico Británico», si no estaba atendiendo a algún paciente. Y la joven llegó a comprender que la barrera de las generaciones era allí más alta de lo que suele serlo generalmente, porque su padre y su madre se complementaban el uno al otro. Aceptó la situación filosóficamente y buscó la razón de su vida fuera de su casa.

Aquella razón no era demasiado alarmante. A los veintidós años, poco después de la guerra, se había medio enamorado de un muchacho que marchó a trabajar a Montreal y la correspondencia fue languideciendo gradualmente. Cuando al fin se enteró de que él se había casado, lo aceptó con tranquilidad. Jennifer sostenía relaciones amistosas con algunos hombres, porque era una muchacha atractiva, con unos cabellos rojizos que habían sido completamente rojos en su infancia y los ojos grises haciendo juego, pero ya no se enamoraba porque parecía haber sido vacunada contra aquella posibilidad. Conocía muchos teatros de Londres y había visto muchas películas buenas, incluidas las continentales. Sabía hablar algo el francés y pasó un par de vacaciones de verano en Francia, con dos amigas de la oficina. Ahora estaba planeando un viaje a Italia para las próximas vacaciones, pero aún faltaban nueve meses, puesto que estaban en octubre. Había comprado tres libritos de un tal Hugo, y en ellos estaba aprendiendo, sola, un poco de italiano.

Aquel fin de semana fue igual que los demás. Aunque era octubre, su madre tosía ya como si estuvieran en el mes de enero. Hacía una semana que no salía de casa, pero tenía su administración casera organizada de tal manera que hacía las compras por teléfono y lo que no podía comprar de aquella manera se lo encargaba a la mujer que le hacía la limpieza. Su padre estaba más ahogado de trabajo que nunca. Parecía pasar la mayor parte del tiempo extendiendo certificados para pacientes del servicio de Sanidad nacionalizado, que formaban colas todas las mañanas a la puerta de su consulta. La joven se marchó al anochecer del domingo y volvió a Londres en el tren eléctrico de Charing Cross hasta Blackheath. Llegó a su habitación hacia las diez, se preparó una taza de cacao, lavó unas medias, hizo un ejercicio de Hugo y se acostó.

La mañana siguiente trabajó en su oficina como acostumbraba. Salió a las cinco de la tarde y volvió a la pensión a través de las calles de los suburbios bajo la niebla de octubre. Dentro de poco ya habría oscurecido cada vez que ella saliera del trabajo. Durante los meses del invierno no volvería a casa con luz diurna. Empezaba a temer a aquellos meses. A mediados de invierno siempre sentía una especie de sofocación, una sensación de que nunca volvería a ver el sol ni a respirar aire puro.

Aquella tarde llovía un poco y Jennifer iba con su gabardina azul abotonada hasta el cuello. Había tenido intención de ir al cine con una amiga de la pensión; pero después creyó más conveniente quedarse en casa leyendo una revista y haciendo ejercicios de Hugo. No era muy divertido ir al cine para tener que volver bajo la lluvia.

Subió la escalera de la vieja casa de ladrillo donde tenía su morada. Era una vivienda espaciosa con ocho dormitorios, cuatro salas de recibo y cocinas en los sótanos. Jennifer abría la puerta principal con su propio llavín. Cuando se estaba quitando la gabardina subió la patrona, que estaba en la cocina.

—Ha habido una llamada telefónica para usted hace una hora —dijo—. Una llamada personal. He dicho que usted volvería a las cinco y media.

—¿Sabe quién era? —preguntó Jennifer, sorprendida.

—No me lo ha dicho.

La joven bajó a la cabina telefónica y desde la central la informaron de que había sido una llamada de Leicester. Colgó el receptor, preocupada, deseando que no ocurriera nada desagradable en casa. Subió a su habitación, situada en el primer piso, se cambió los zapatos mojados y se asomó a la ventana, observando las luces parpadeantes de la calle mientras esperaba y escuchaba por si volvían a llamarla. Bajo las luces amarillentas los árboles desnudos mostraban algunas hojas que aún quedaban en sus ramas.

Por fin sonó el teléfono y Jennifer corrió escaleras abajo para contestar. Era su madre que la llamaba desde casa.

—¿Eres tú, Jenny? ¿Cómo estás, querida?

—Muy bien, mamá.

—Jenny, querida, óyeme. Hemos recibido una llamada telefónica de la enfermera del distrito de Ealing. Ha dicho que abuelita está enferma. Por lo visto, se cayó en la calle y la llevaron al hospital, pero no había ninguna cama libre y hubieron de llevarla a su casa y meterla en la cama. La enfermera ha dicho que debía ir alguien allí para atenderla. Jenny, ¿podrías ir a Ealing para ver qué ocurre y telefonearnos?

Jennifer pensó rápidamente. Ealing estaba al otro extremo de Londres. Tardaría una hora en llegar a Charing Cross, si tenía la suerte de coger pronto el tren, otra hora hasta Ealing Broadway y diez minutos de camino a pie. Tal vez aún tuviera tiempo de comprar algo para comer.

—Puedo ir, mamá. No tengo ningún compromiso para esta noche. Llegaré allí después de las ocho y media.

—Lo siento, querida, pero creo que debes ir. Desde luego, ella no debería vivir sola, pero como no quiere dejar su casa… Después buscaremos alguna solución. ¿Crees que podrás volver a Blackheath esta misma noche?

—Creo que sí, mamá —replicó Jennifer, dubitativa—. Si salgo de allí a las nueve y media, tendré tiempo de volver. Aunque me parece que se debía quedar alguien con ella esta noche, ¿no crees?

Hubo un silencio inquietante.

—No sé qué decir —admitió al fin la madre—. Tú tienes que volver al trabajo mañana. ¡Oh, Jenny…!

—¿Se ha enterado de esto papá?

—Todavía está haciendo visitas. No he podido localizarlo.

—No te preocupes, mamá. Yo iré y te telefonearé cuando haya visto a la enfermera. Ya lo arreglaremos entre ella y yo.

—¿Hacia qué hora telefonearás?

—Tal vez sea muy tarde, si no cojo los trenes a tiempo. La abuelita no tiene teléfono. A lo mejor no puedo volver aquí hasta después de la medianoche.

—Muy bien, Jenny. Yo estaré atenta.

—De acuerdo, mamá. Iré en seguida y te telefonearé cuando vuelva, que probablemente será muy tarde.

Y sin cenar, Jennifer se marchó a la estación. Viajó de un extremo a otro de Londres y llegó a la estación de Ealing Broadway unas dos horas más tarde. Allí caía una abundante lluvia azotada por el viento, inundando las calles oscuras. La joven tenía las medias y los zapatos empapados de agua.

La abuela vivía en una casa con cuatro dormitorios, llamada Maymyo, construida de acuerdo con el amplio estilo de cincuenta años antes, con un gran jardín y sin garaje. Su marido la había comprado cuando se marcharon de Birmania en 1924. Hizo la adquisición con prudencia porque parecía tener el presentimiento de que no sobreviviría a su esposa y aquella casa habría de evitarle tener que acogerse a una institución benéfica. Él murió en 1930 con la idea de que la pensión de su esposa como viuda, su renta privada y aquella casa le darían lo suficiente para que ella viviese hasta que fuera a reunirse con él.

Y allí vivía ella, rodeada de los tesoros que habían acumulado durante su vida pasada en el Oriente. Un dorado Buda decoraba el vestíbulo y dos colmillos de elefante pendían de un gran batintín de bronce de los que se utilizaban para anunciar las horas de las comidas. Cajas de cristal guardaban muñecas de la India, y modelos de sampanes y juncos, y mangos de imitación surgían de entre un bosque de escayola y madera llenos de cobras, de terrorífico aspecto, que parecían dispuestas a darle a uno un mordisco en el dedo. Había plata repujada, bandejas y escudillas de latón de Birmania por todas partes y en las paredes se veían pinturas de extraños paisajes con bosques poco precisados, de un color azulado, desconocido para Jennifer, con raras construcciones de colores y gentes también extrañas, vestidas con atuendos estrafalarios. Ethel Trehearn vivía rodeada de aquellos recuerdos de un mundo con más colorido y más realidad para ella que el mundo que vivía detrás de su puerta. Para ella no tenía interés nada de lo que pudiera haber ocurrido desde el día en que tomó un barco en Rangoon Strand, hacía veintiséis años.

Jennifer llegó a la casa bajo la lluvia y el viento de aquella noche. Reinaba la más completa oscuridad, cosa poco corriente, que la sorprendió. Empujó la puerta y atravesó el jardincillo delantero. Entonces pudo ver un tenue resplandor a través de los paneles de cristales de colores de la puerta principal, estilo gótico. Con los zapatos y la gabardina chorreando se detuvo en la puerta y oprimió el timbre.

No oyó nada más que el repiqueteo del agua que desde uno de los canalones caía muy cerca de sus pies.

Esperó un minuto y volvió a oprimir el timbre. Por lo visto, no funcionaba. Golpeó con la aldaba y esperó un par de minutos. Después hizo girar el pomo de la puerta. Estaba abierta. La empujó y penetró en el vestíbulo.

Allí, sobre una mesa, ardía una vela apoyada en un candelabro procedente de Benarés. Jennifer fue a oprimir el conmutador de la luz para iluminar el vestíbulo, pero la luz no se encendió. Pensó que habría habido un corte de energía eléctrica, cosa poco corriente durante las noches, y quedó pensativa. Sea como fuere no había electricidad y no se solucionaba nada preocupándose por ello.

Se detuvo y aguzó el oído. Reinaba un silencio de muerte, sólo interrumpido por el repiqueteo de la lluvia. Levantando la cabeza, Jennifer gritó:

—¡Abuelita, soy yo, Jennifer! ¿Estás arriba?

No hubo respuesta.

Le desagradó aquella apariencia de soledad que ofrecía la casa. Estaba llena de malos presagios. No le gustó la falta de luz ni las sombras largas y movedizas que proyectaba la vela. Sin embargo, era una muchacha juiciosa y procuró no alarmarse. Se quitó la gabardina dejándola sobre una silla, cogió la vela y entró en la sala.

No había nada desacostumbrado en aquella habitación. Estaba limpia y aseada, aunque fría como las piedras. En una noche como aquélla, Jennifer había esperado encontrar una hoguera chisporroteando en el hogar, pero no había fuego. Por lo visto, su abuela no había utilizado la habitación aquel día. Jennifer fue rápidamente al comedor y la cocina; todas las cosas estaban en perfecto orden. Encima de la mesa de la cocina se veía una lata de conserva y una botella de leche medio vacía.

Dio media vuelta y subió a los dormitorios. La puerta del cuarto de la abuela estaba cerrada. Con la vacilante vela en las manos, la joven llamó:

—Abuelita, soy Jennifer. ¿Puedo entrar?

Como no obtuvo respuesta, abrió y entró.

Ethel Trehearn yacía en su cama y a primera vista Jennifer pensó que estaba muerta y tuvo la sensación de que el corazón se le subía a la garganta, pues nunca había visto una persona muerta. Haciendo un esfuerzo la miró atentamente y pudo comprobar que la anciana respiraba acompasadamente, sumida en un profundo sueño. Más tranquila, la joven se sobrepuso. Por unos momentos se sintió mal, pero se recobró en seguida y miró a su alrededor.

Todo parecía estar en orden, aunque los vestidos de la abuela estaban echados de cualquier manera sobre una silla. Era evidente que la anciana estaba bien y dormía. Dormir la haría un gran bien. Parecía que alguien la había atendido, tal vez la enfermera del distrito que telefoneó a la madre de Jennifer. No hubiera sido oportuno despertar a la anciana y Jennifer salió en seguida de la habitación dejando la puerta entreabierta para poder oír cualquier movimiento.

Eran las nueve y Jennifer no había comido nada desde el almuerzo, aparte de una taza de té y un bizcocho en la oficina. Tenía el apetito de una persona joven y sana y comprendió que el momentáneo desvanecimiento que había experimentado en el dormitorio se debía, seguramente, a que tenía hambre, mucha hambre.

Vela en mano bajó a la cocina para prepararse algo de comer.

En pocos minutos hizo el extraordinario descubrimiento de que no había comida en toda la casa. La media botella de leche y la lata de alimento farmacéutico de la mesa de la cocina eran los únicos comestibles, aparte de unas cuantas especias de una alacena. La despensa —la abuela no tenía nevera— estaba vacía. No había más que una pequeña corteza de queso y tres paquetes de frutas secas con calabaza, unas peras y unas guindas secas. Había también una lata de harina, pero estaba vacía, y una cesta de pan que no tenía más que migajas. No había latas de conservas ni verduras.

Jennifer se quedó inmóvil en medio de la cocina, profundamente asombrada, preguntándose qué había comido su abuela últimamente. ¿Habría comido fuera? ¿Había allí algo siniestro que le correspondía averiguar? Jennifer había ido a visitar a su abuela un domingo, hacía un mes, y la anciana sirvió una buena comida y té: un asado de pato con salsa de manzana y patatas y coliflor, un pastel con picadillo de carne y fruta, y para el té una tarta con mantequilla y mermelada y un gran pastel casero de frutas. Pensando en ello mientras permanecía en la cocina, con la vela en la mano, se le hacía la boca agua. ¡Se habría comido tan a gusto un trozo de pato asado…!

Una cosa era evidente. Jennifer tendría que pasar la noche en la casa. No era posible marcharse a Blackheath dejando las cosas tal como estaban. La persona que había encendido la vela y había dejado la puerta abierta lo hizo en espera de que llegase algún familiar, y seguramente aquella persona desconocida volvería por la noche, pues no cabía duda de que su abuela no estaba en condiciones de quedarse sola. Pero si Jennifer tenía que pasar la noche allí debía comer algo. Ealing Broadway estaba a pocas yardas y probablemente allí habría algún bar o quiosco de cafés abierto. Dejando una nota en la mesa del vestíbulo antes de irse, podía salir a tomar un bocado.

Subió nuevamente la escalera para ver a la anciana, que seguía durmiendo profundamente. Pensando encontrar un lugar donde dormir ella, abrió la puerta del cuarto destinado a los huéspedes, pero estaba vacío. Todavía quedaban los cuadros en las paredes, pero no se veía ninguna cama en toda la habitación ni una alfombra en la madera del suelo. La diferencia de color en las paredes señalaba donde habían estado la cama, la cómoda y el lavabo.

Aquello era asombroso porque Jennifer había dormido en aquella habitación apenas hacía un año. Entonces era un cuarto bien amueblado, limpio, de estilo antiguo y muy confortable. ¿Qué se le habría ocurrido hacer a la anciana con los muebles? La joven entró rápidamente en las otras habitaciones y las encontró en condiciones análogas, sin otros muebles que los cuadros de las paredes. No había otra cama en la casa que la que ocupaba su abuela. Si Jennifer quería dormir aquella noche tendría que hacerlo en el sofá del salón, porque no parecía haber en la casa nada más que pudiese servir de cama. El armario de la ropa blanca no tenía más que un par de sábanas limpias, dos toallas, dos manteles y unas servilletas.

Las sombras se cernían sobre Jennifer, mientras permanecía en las oscuras habitaciones sosteniendo la vela de oscilante llama. Parecía increíble, pero su abuela debía haber vendido el mobiliario. Y en la casa no había comida… La oscuridad se acrecentaba. ¿Sería posible que la abuelita no tuviera dinero? Recibía una pensión, Jennifer lo sabía, y había estado siempre bien acomodada. Era más de creer que su cerebro hubiese perdido facultades con la edad y se hubiera imbuido a sí misma la creencia de que era pobre.

Bajó la escalera, buscó un trozo de papel en el escritorio de su abuela y escribió una nota que dejó en la mesa del vestíbulo con la vela. Se puso la gabardina y salió a comer algo. En la calle principal encontró abierto un café donde había empanada de verdura. Estaba dura e insípida, pero se comió dos porciones y un café con dos pastas. Luego compró dos panecillos llenos de una grasienta carne de lata para su almuerzo y volvió a la casa de Ladysmith Avenue.

Allí todo seguía igual. Su nota seguía intacta bajo la palmatoria. Subió a la habitación de la abuela que seguía sumida en el mismo sueño pesado; no se había movido absolutamente. La joven salió de la habitación al oír un ligero ruido en el vestíbulo y vio la luz de una linterna. Bajó con la vela y aquella luz vio a una mujer de mediana edad que permanecía allí, linterna en mano.

—¿Es usted familiar de la señora Trehearn? —preguntó la mujer.

—Soy su nieta —afirmó Jennifer.

—¡Ah, muy bien! Yo soy la enfermera del distrito. ¿Sabe usted que esa señora ha tenido un accidente?

—Únicamente sé que mi madre ha recibido una llamada telefónica pidiendo que viniera alguien. Ella me avisó por teléfono.

La enfermera asintió:

—Telefoneé a su madre a Leicester tan pronto como pude averiguar por la anciana su número. Convendrá que le diga a usted lo que sucede para que usted decida.

Jennifer se acercó de la puerta y murmuró:

—Será mejor que nos vayamos de aquí para no despertarla.

—Después de lo que le ha dado el doctor no se despertará esta noche.

No obstante, fueron al salón donde se alumbraron con una vela.

—Esta mañana se ha caído en la calle, al otro lado del puente de Broadway. No parecía capaz de sostenerse en pie, así que un policía buscó una ambulancia y la condujo al hospital. Allí no había ninguna cama disponible y además el caso no era grave, únicamente debilidad… ya sabe usted… Por lo tanto, como estaba consciente y no había sufrido ninguna lesión, me llamaron para traerla a su casa en la ambulancia. Yo la metí en la cama y avisé al doctor Thompson. Él la ha visitado a las cinco.

—¿Y qué ha dicho?

La enfermera fijó en Jennifer su mirada, y preguntó:

—¿Cuándo había visto usted a su abuela por última vez?

—Hará cosa de un mes.

—¿Y cómo estaba entonces?

—Pues como siempre. No demasiado bien, pero es que ya tiene setenta y nueve años…

—¿Qué acostumbraba a comer?

—La última vez me dio pato asado y pastel de picadillo.

—¿Y ella también comió lo mismo?

—¡Claro…! ¿Porqué?

—Porque ahora presenta síntomas de no haber comido desde hace tiempo —dijo la enfermera simplemente—. Estaba muy extenuada y no había rastro de comida en la casa, aparte de unas frutas secas. En el hospital vomitó tan sólo unos pellejos de pasas. No se puede esperar que digiera ese alimento a su edad.

—La verdad es que no lo comprendo —confesó Jennifer—. Mi abuela tiene bastante dinero.

—¿Está usted segura? —preguntó la enfermera volviendo a fijar en ella una mirada insistente.

—Pues… eso es lo que yo creía.

—Telefoneé a la compañía de electricidad para decirles que faltaba el fluido y que era necesario que enviaran un empleado para arreglar la avería porque tenía un enfermo en casa —prosiguió la enfermera—. Y me contestaron que habían desconectado el fluido porque no se pagaban los recibos. Convendrá que mañana arregle usted eso si es que va a quedarse aquí.

—Será lo primero que haré.

—Fui yo quien trajo esa vela y ahora traigo otra. He buscado carbón para encender un poco de fuego, pero no hay ni una gota. Compré esa lata de alimento y leche y pedí a los vecinos de al lado que me dejasen calentar un poco de leche y agua para llenar unas botellas. Ahora las llenaré otra vez antes de irme. ¿Se quedará aquí esta noche?

—No pensaba quedarme, pero será lo mejor. ¿Usted se queda?

La enfermera sonrió.

—¿Yo? Tengo un nacimiento esta noche, pero como aún falta una o dos horas me he escapado un momento para ver si había venido alguien. Después tendré que dormir un poco. Volveré al mediodía. Dije al doctor que le telefonearía después de verla ahora.

—¿La verá usted? ¿Cree que se halla en peligro?

—No creo que le ocurra nada esta noche. De todos modos, que salga adelante o no depende mucho de su digestión. Cuando se despierte vuelva a darle otra taza de papillas. De eso puede tomar todo lo que quiera. Yo le enseñaré a prepararlo. Pero no la deje tomar ninguna otra cosa antes de que la vea el doctor. Y mantenga las botellas a buena temperatura. No tan calientes que le quemen, pero sí calentitas.

Muy práctica, sensata y eficiente, la mujer cumplió sus deberes enseñando a Jennifer lo que debía hacer y al cabo de un cuarto de hora salía de la casa. La muchacha se quedó sola, entre todas las reliquias de la India y Birmania, con una vela en la mano, sin fuego y sin lugar en donde dormir.

Abandonó la idea de salir bajo la lluvia a las diez de la noche en busca de un teléfono público. Su madre podía esperar hasta la mañana. Volvió a la habitación de su abuela, se quitó los zapatos y las medias mojadas y se secó los pies con una toalla; encontró unas medias de lana de su abuela y se las puso, así como las zapatillas y el abrigo de la anciana. También encontró una manta de viaje y cubriéndose con ella, se preparó a pasar la noche sentada en un sillón al lado de su abuela. Se sentía helada e incómoda y se adormilaba de vez en cuando para despertarse en seguida por el frío. A medianoche, se comió los bocadillos que había comprado para el desayuno.

En el gris amanecer se despertó de uno de sus desapacibles sueños, envarada y helada hasta los huesos. Miró hacia la cama y vio que su abuela estaba despierta. Seguía en la misma postura, pero tenía los ojos abiertos. Jennifer se puso en pie y corrió a su lado. La vieja volvió la cabeza sobre la almohada y dijo con voz débil:

—Jenni, querida. ¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a cuidarte, abuelita. Nos telefonearon diciendo que no estabas bien.

—Lo sé, querida. Me caí en la calle. Fue una cosa tonta. ¿Todavía está aquí la enfermera?

—Volverá por la mañana, abuelita. ¿Necesitas algo?

La anciana pidió lo que deseaba y Jennifer empezó a cumplir con los deberes de una enfermera por primera vez en su vida. Más tarde cogió las botellas de agua y los restos de la leche y fue a la casa de al lado, donde una madre atareada estaba preparando el desayuno para el marido y tres hijos. Cuando la leche estuvo caliente y las botellas de agua llenas, la mujer preguntó a Jennifer.

—¿Cómo está la señora hoy?

—Desde luego está en la cama, pero no se encuentra del todo mal. Creo que pronto se pondrá bien.

—No sabe cuánto lo siento —se lamentó la mujer—. Habría deseado hacer algo más por ella, pero todas las cosas están tan difíciles ahora… Y yo no tenía idea de que estaba enferma. Fue una sorpresa terrible verla llegar ayer en la ambulancia.

Jennifer se mostró muy interesada:

—¿Sale mi abuela todas las mañanas?

—Sí, sí. Todas las mañanas, a las diez. Va a la Biblioteca a leer The Times. Me lo dijo una vez.

Jennifer le dio las gracias por su ayuda y volvió con la taza de leche caliente para preparar el alimento de la abuela. Después lo subió con las botellas calientes al dormitorio. Sostuvo a la anciana incorporada en la cama y la ayudó a beber, pero la abuela no pudo ingerir más que la mitad.

—No quiero más, querida. Creo que estaré mucho mejor sin tomar nada.

La bebida caliente parecía haberla estimulado un tanto.

—Jenny, he estado pensando… ¿No tienes que ir a trabajar?

—Todo está arreglado, abuelita. Tengo que salir un momento a telefonear a mamá para decirle cómo estás y de paso avisaré a la oficina. Me quedaré contigo unos días hasta que te pongas bien.

—No, querida, no es necesario.

—Me gustará quedarme, abuelita. Serán unas vacaciones para mí.

—Pero, Jenny, no puedes quedarte aquí. No tienes dónde dormir. ¿Dónde dormirás esta noche?

—Ya lo arreglaré.

—Pero si no hay luz. No puedes quedarte aquí.

Una lágrima resbaló por sus arrugadas mejillas.

—Todo se arreglará, abuelita. Esta mañana iré a la compañía de electricidad y volverán a conectarnos el contador.

—Se deben diecisiete libras, Jenny. Por eso me quitaron la corriente. Vino un empleado, muy amable, pero tuvo que cumplir con su obligación. Yo me las arreglaba perfectamente bien sin luz.

—Ahora ya no estarás mucho tiempo sin ella, abuelita —repuso firmemente Jenny—. No se puede carecer de luz cuando se está en la cama. —La joven pensó rápidamente. Tenía unas treinta libras en el Banco, pero su talonario se encontraba en Blackheath, al otro extremo de Londres—. Nos darán el fluido. No te preocupes.

—Querida, Jenny, no sé qué será de mí…

La nieta enjugó cariñosamente con su pañuelo las lágrimas que humedecían las mejillas de la anciana.

—¡Animo, abuelita! Todo se arreglará. Dime, ¿es que no tienes dinero?

—Ni un céntimo. He vivido demasiado tiempo.

—No pienses eso. Tienes que vivir muchos años todavía. Pero ¿y tu pensión? ¿No era duradera hasta el día de tu muerte?

—Eso es lo que Geoffrey y yo creíamos. Pero era una pensión de la India, querida, y cuando fueron arrojados del país los socialistas no se reservó ningún dinero para pagar a los servidores civiles de la India. Sólo las viudas fuimos recibiendo algún dinero, pero por lo visto ya se ha acabado.

—Pero ¿no era una pensión del Gobierno?

—Para las viudas, no, querida. La pensión de Geoffrey sí era del Gobierno, pero acabó al morir él. La otra era de una fundación privada que todos nosotros, los servidores civiles de la India, sosteníamos. Hace unos años tuvieron que rebajar a la mitad el importe de las pensiones y el año pasado se suspendieron todas y la fundación desapareció.

—¡Oh, abuelita! ¡Y a pesar de todo me diste una comida tan buena la última vez que vine!

—Naturalmente, querida. Una joven como tú ha de comer bien, aunque resulte difícil con todos estos racionamientos. ¿Has desayunado ya?

—Todavía no. Voy a salir unos minutos y tomaré algo.

—Siento que no haya nada en la casa, Jenny. Lo siento.

—No pienses en eso, abuelita. Cuando salga traeré unas cuantas cosas para casa.

—Sí, tráelas. ¿Quieres acercarme el joyero de tafilete rojo que está en el tocador?

—¿Es éste?

—Sí. Dámelo.

La joven llevó el joyero hasta la cama y lo entregó a la abuela, que lo abrió con dedos tan temblorosos que apenas lograba su deseo. Dentro había una mezcla de cosas, reliquias de una larga vida. Un guardapelo de oro, con una cadena rota, de oro también, guardando un mechón de cabellos; un portarretrato con una pintura de un muchachito vestido al estilo de 1880; la borrosa fotografía de una pareja de recién casados fechada en 1903; una libra esterlina de oro con cadena de reloj, tres sortijas pequeñas de oro y alabastro y un collar de abalorios de azabache. Entre éstas y otras muchas cosas casi inútiles, rebuscó un anillo de oro con cinco diamantes, demasiado recargado para el gusto de ahora.

Ethel dio la sortija a Jennifer, y le dijo:

—Quiero que me hagas un recado cuando salgas, Jenny. En New Broadway, dos puertas más allá de la pastelería de Paul, hay la joyería Evans. Entra, pregunta por el señor Evans, entrégale esto y dile que vas de mi parte. Es un hombre muy simpático y te comprenderá. Te entregará algún dinero a cambio. Temo que no baste para pagar el recibo de la luz, pero sí podrás comprar un poco de carne de vaca y algunas verduras para prepararte una buena comida. Llévate mi cartilla de racionamiento. Está en un rincón del escritorio, en el salón. Compra también un poco de harina, miel y azúcar para que hagamos un pastel. Abajo hay muchas frutas secas de las que Jane me envía de Australia. Sigue portándose bien, después de tantos años. Y si tienes bastante dinero, compra una botella pequeña de vino. Una muchacha joven como tú no debe estar tan pálida.

—No debes vender tu anillo —repuso suavemente la nieta—. De momento llevo bastante dinero encima y además tengo treinta libras en el Banco. Gastaré ese dinero y telefonearé a mamá esta mañana para que nos envíe algo más. Supongo que papá vendrá a verte mañana, al enterarse de lo que te ha pasado.

La abuela movió negativamente la cabeza.

—Tu madre no tiene dinero para dar. Antes tal vez lo tuviera, pero con ese estúpido Servicio Sanitario los médicos ganan menos que los dentistas… Vende el anillo, querida. Ahora no me cabe en el dedo… Ya no voy a necesitarlo más.

—¿Qué es esto, abuelita? —preguntó Jane, mirando las letras grabadas en el interior del anillo—. ¿Quién te lo regaló?

—Geoffrey. Me lo regaló Geoffrey cuando nos casamos. Fuimos juntos a los plateros y joyeros de Regent Street a comprarlo… Era un día magnífico y soleado. Después fuimos a comer a Gatti. Mi anillo hacía un ruido muy curioso al chocar con el tenedor. Yo no tenía costumbre de llevar anillos… Por la tarde alquilamos un cabriolé y paseamos por Rochampton para ver el partido de polo, porque jugaba el capitán Oliver, un amigo de Geoffrey. Yo no pude ver gran cosa del partido porque no hacía más que mirar mi anillo y a Geoffrey. ¡Qué tonta…!

Y la voz de la anciana se desvaneció.

—No puedo venderlo —se negó Jennifer—. ¿Cómo voy a vender tu anillo de matrimonio?

—Querida, no hay otra cosa.

—Sí, hay. Yo tengo treinta libras. Si no te gusta ese anillo, déjamelo en tu testamento.

—Ya te lo había dejado con otras muchas cosas que ya no están porque he tenido que venderlas. Lo siento muchísimo. Había un broche con una esmeralda pequeña y un rubí que Geoffrey compró en Mandalay y unos pendientes de perla procedentes de Mergui. ¡Eran tan bonitos…! Yo deseaba que tú hubieras heredado esas cosas. Pero todo ha ido mal…

La joven volvió a poner el anillo en el joyero.

—Déjalo ahí. Te prometo pedírtelo si es necesario que lo vendamos. Pero no será necesario. Entre todos reuniremos mucho dinero.

Colocó a su abuela en una postura más cómoda y le prometió volver al cabo de hora y media, y salió llevándose una cesta para la compra. Tomó un buen almuerzo a base de potaje y pescado y mientras comía hizo planes sobre lo que debía hacer. No tenía en su monedero más que doce chelines y tres peniques y aquel almuerzo le costaría tres chelines. Antes de gastar más dinero debía ir a Blackheath para recoger su talonario. Trasladarse allí le costaría cuatro chelines y tres peniques. Por lo tanto, no podía contar más que con unos cinco chelines. Tenía que telefonear a su madre, pero quizá pudiera hacerlo cargando los gastos de la llamada a su casa de Leicester. Debía reservar, por lo menos, dos chelines para cualquier contingencia. Si podía cargar la conferencia telefónica en la cuenta de sus padres aún la quedarían tres chelines para comprar algo de comer para la abuela.

Aquella idea y el desayuno que había tomado la estimularon. Se sentía capaz de arreglarlo todo. Salió en busca de un teléfono y llamó a sus padres. Era temprano para una conferencia con un lugar situado a cien millas de allí y le dieron en seguida línea. Fue su padre quien se puso al aparato.

—No tiene nada de dinero, papá. No había comido. Ésta es realmente su enfermedad. Está muy débil y, desde luego, se encuentra en la cama.

Jennifer le explicó todo lo que había dicho la enfermera y también lo ocurrido con la pensión de la anciana.

La conferencia se prolongó bastante.

—¿Puedes dejarme algo de dinero, papá? Iré a Blackheath al mediodía a recoger mi talonario, pero no estoy segura de llegar a tiempo de cobrar el cheque. Tal vez se me haga tarde. De todos modos, volveré a Ealing esta tarde, antes de que anochezca.

—Te enviaré un giro telegráfico de diez libras. Lo recibirás esta tarde. Tu madre y yo saldremos mañana para Ealing y estaremos contigo por la tarde para ver qué se hace. Ha sido una cosa tan repentina…

—Dile a mamá que no se preocupe mucho. Yo creo que todo irá bien. Ahora voy a la compañía de electricidad para que conecten el contador. Será mejor que pueda tener una estufa en la habitación.

Un cuarto de hora después estaba hablando con el director de la agencia de la compañía de electricidad.

—Lo siento, señorita Morton —decía el hombre—, pero nosotros tenemos que obedecer las órdenes que nos dan desde la oficina central. Hace dos años yo podía hacer algo en un caso como éste… Pero ahora las cosas no son como eran. Ya sabe usted que la nacionalización ha impuesto ciertas diferencias. Lo lamento, pero no podemos volver a dar fluido mientras no se pague el recibo.

—Voy a ir a Blackheath a buscar mi talonario del Banco hoy mismo. A primera hora de mañana podré entregarle el cheque por el importe del recibo.

—Muy bien —replicó él, con forzada afabilidad—. Entonces nosotros le devolveremos el fluido.

—¿No puede hacerlo hoy?

—Lo siento, señorita Morton. Por lo que me dice, parece que esa señora estaría mejor en el hospital. ¿No ha pensado usted en ello? Tal vez a quien debiera usted acudir sería al oficial encargado de la Asistencia Social. Está en el Ayuntamiento.

La joven se encolerizó.

—¡Váyase al infierno con su oficial de Asistencia Social! Espero que alguna vez le suceda a usted esto. Que llegue a viejo y esté muriendo de hambre y nadie quiera prestarle ayuda.

Jennifer dio media vuelta y salió de la oficina temblando de ira. Empleó los tres chelines con sumo cuidado, comprando unos bizcochos, dos pintas de leche y un poco de azúcar. Con esto se acabó su dinero. Pensó que podría comprar más alimentos para su abuela y para ella misma de vuelta de Blackheath. Era necesario llegar allí antes de que el Banco cerrara para poder tener dinero. Volvió hacia Ladysmith Avenue; se detuvo un momento para comprar el Times, pensando que con eso proporcionaría a la anciana un entretenimiento mientras estuviera sola y a ella misma le levantaría el ánimo moral durante la tarde.

Entró en la casa y subió a llevar el periódico a la habitación de la abuela. La anciana permanecía en el lecho en idéntica postura en que la dejara Jennifer; tenía los ojos cerrados y aunque respiraba acompasadamente le pareció a la nieta que aquella respiración era ahora más débil que la noche antes, cuando permanecía en la misma postura. Jennifer le habló, pero no obtuvo respuesta. Sin embargo, cuando volvió a entrar en la habitación para cambiar las botellas de agua caliente, la anciana abrió los ojos.

—Voy a cambiarte las botellas, abuelita. También te prepararé otra taza de alimento. He comprado el Times.

—Eres muy amable. Tuve que renunciar a la suscripción del Times, pero todas las mañanas salía a leerlo para enterarme de los nacimientos, las defunciones y los matrimonios. De otro modo es muy fácil ignorar estas cosas y a lo mejor escribes a alguien y resulta que ya está muerto.

—Voy a cambiarte esas botellas y a prepararte una bebida caliente. Volveré dentro de cinco minutos.

Cuando volvió, su abuela estaba leyendo la primera página del Times. Jennifer le puso las botellas calientes y logró que se tomara gran parte de una taza de leche con medio bizcocho. Mientras rogaba a la abuela que se acabara el resto del alimento llamaron a la puerta. Jennifer bajó a abrir. Era el cartero, que llevaba un pesado paquete para Ethel.

La muchacha lo cogió y subió a enseñárselo a su abuela, pensando que todo lo que pudiera estimularla y despertar su interés le era conveniente.

—Mira lo que ha traído el cartero. Almacenes Myer… ¿Qué has comprado?

—Es de mi querida Jane. ¡Qué buena es! Es un paquete de Australia, Jenny. Jane me lo envía todos los meses.

—Está sellado en Inglaterra, abuelita.

—Ya lo sé, querida. Jane envía un giro desde Australia y los comestibles llegan de Inglaterra o cualquier otra parte.

—¿Quieres que lo abra?

—Sí, hazme el favor. Tengo que escribirle dándole las gracias.

El paquete contenía seis cajas de frutas y una lata de manteca. Ahora sabía Jennifer de dónde procedían las frutas que había visto en la despensa. Inquirió:

—¿Quién es tía Jane, abuelita? ¿No es hermana de mamá?

—No, querida. Tu madre no tiene ninguna hermana. Es mi sobrina, hija de mi hermano Tom.

—¿Es la que riñó con la familia por casarse con un australiano?

—Sí. Tom y Margaret estaban muy indignados, pero el matrimonio tuvo éxito. A mí me gustaba él, pero Tom le encontró bebiendo oporto blanco con Jeffries, el criado, a media mañana. Además solía jurar terriblemente y nunca saludaba a nadie. Era muy distinto de nuestros soldados.

—¿Y cómo era tía Jane? —preguntó Jennifer.

—Una muchacha muy buena, pero testaruda. Cuando se decidía a hacer una cosa no había manera de disuadirla. Siempre tenía que salirse con la suya. A veces creo que tú te pareces un poco a ella, Jenny.

El tiempo pasaba y si Jennifer quería sacar el dinero de su Banco no podía retrasarse más.

—Ahora tengo que ir a Blackheath. Compraré algo de comer para la noche, cobraré y traeré algunas cosas que hacen falta. Estaré de vuelta a la hora del té, pero dejaré una nota explicándolo todo a la enfermera. ¿Crees que estarás bien?

—Perfectamente, querida. Seguramente dormiré un rato. No tengas prisa por volver.

Jennifer fue al piso bajo, dejó sobre la mesa del vestíbulo una nota a la enfermera y viajó a través de Londres, camino de sus habitaciones de Blackheath. Llegó allí hacia mediodía, preparó un maletín, fue al Banco y telefoneó a su oficina para decir que en toda la semana no iría porque tenía que atender a su abuela. Hizo una rápida comida en un café y volvió a Ealing.

Cuando llegó a la casa encontró al doctor y a la enfermera con la abuela. Jennifer esperó en el vestíbulo a que salieran de la habitación. Habían llegado unas cartas; dos parecían recibos y otra, de correo aéreo, procedía de Australia. Sería de Jane Dorman, la que se había casado con el australiano que bebía oporto con el criado y no saludaba nunca a nadie, y que aún ahora, después de treinta años, enviaba paquetes de frutas secas para su tía. Las dos debían de haberse querido mucho, cuando su cariño se mantenía hasta entonces.

Jennifer estuvo buscando la vela, pero no pudo encontrarla. Tal vez se la habían llevado el médico y la enfermera. Permaneció en la oscuridad del vestíbulo, esperando.

Al poco rato bajaron los que estaban en la habitación de la abuela y la escalera se iluminó repentinamente cuando la enfermera pulsó el interruptor de la luz. Jennifer fue hacia ellos.

—¡Ya tenemos luz! —exclamó.

—¡Claro! ¿No fue usted a hablar para que diesen el fluido?

—Sí, pero me dijeron que no lo darían hasta que se pagara el recibo pendiente.

—Pues esta tarde ha venido un empleado a conectar el contador.

Y cambiando de conversación, la enfermera dijo:

—Le presento el doctor Thompson.

Era un hombre joven, de cabellos rubios, que no tendría más de treinta años. Parecía cansado.

—¿Es usted la señorita Morton? —preguntó—. Permítame pasar a una de esas habitaciones.

Entraron en el salón, que estaba frío como una tumba, pero por lo menos había luz. Allí, rodeada de reliquias de Birmania, la joven preguntó:

—¿Cómo está mi abuela, doctor?

El joven médico la envolvió con su mirada.

—Está muy enferma, mucho. Ya sabe usted a qué es debido, ¿no?

—No tenía dinero…

—Sí. Desnutrición o inanición, como quiera llamarlo.

Dirigió una mirada al salón observando la alfombra hindú de fina calidad, los muebles de estilo antiguo y confortables, el probador como una mampara y la multitud de adornos y chucherías.

—Supongo que no querrá vender nada de todo esto.

—Está muy encariñada con sus cosas. Le gusta estar rodeada de todo lo suyo.

—Lo comprendo. ¿Piensa usted llevársela de aquí?

—¿Podríamos llevarla a un hospital?

Él movió negativamente la cabeza:

—No creo que sea posible. Me parece que en ningún hospital querrán admitirla. Comprenda que todas las camas se necesitan para casos urgentes. Esta señora puede quedar postrada durante años si logra salir de ésta.

—Ella ha dado mucho dinero para los hospitales. Siempre estaba suscrita a estas obras benéficas.

—Lamento que todo eso no se tenga en cuenta en el Servicio de Sanidad. Ya sabe usted que ahora las cosas son muy distintas.

—Mi padre vendrá mañana de Leicester. Es médico. Él decidirá lo que hemos de hacer. De todos modos, yo estaré con ella esta noche.

—¿Se quedará usted sola aquí?

—Sí.

Jennifer vaciló antes de preguntar:

—¿Cree usted que se morirá?

—Espero que no. ¿Se asustaría mucho si su abuela se muriera estando usted sola?

—Nunca he visto un muerto —fue la sencilla respuesta de ella—. Espero ser capaz de saber hacer lo más adecuado.

—Lo hará usted muy bien… No creo que vaya a morirse hoy. Desgraciadamente, está más débil que cuando la vi ayer… La enfermera se encargará de que duerma esta noche. Yo volveré a verla a las once, antes de que usted se acueste. Entre tanto, lo que tiene que tomar esta señora es…

Y después de darle instrucciones el médico se marchó con la enfermera. Jennifer subió al dormitorio de la abuela. Estaba caldeado por un radiador eléctrico. La anciana volvió la mirada hacia la muchacha.

—Veo que has conseguido un radiador, abuelita. Así se está mucho mejor.

—Ha sido ese empleado tan amable —dijo Ethel con acento apagado—. Oí que alguien subía las escaleras y pensé que serías tú. Luego llamaron a mi puerta y era él. Dijo que esperaba no ser inoportuno, pero que había pensado que me gustaría tener el radiador encendido. Lo puso en marcha y vi que funcionaba perfectamente. Luego me deseó que me pusiera pronto bien.

—¡Qué buena persona!

Ayudó a su abuela en todo lo necesario y salió rápidamente a comprar antes de que cerraran las tiendas. Compró cuanto el médico le había dicho y además algo para su cena.

En el camino de regreso pasó ante la oficina de la compañía de electricidad y aunque la puerta estaba cerrada vio luz por una ventana. Se detuvo y llamó. El mismo director salió a abrir.

La miró a aquella media claridad exterior.

—No es hora de oficina. Tenemos cerrado. Tendrá usted que volver mañana por la mañana.

—Soy Jennifer Morton. Solamente quería darle usted las gracias por habernos devuelto la luz.

Entonces el hombre la reconoció.

—No fue difícil. Telefoneé a la oficina central y me dieron permiso.

La realidad era que el hombre había permanecido con la vista perdida ante el calendario, incapaz de trabajar, y con las palabras de Jennifer zumbando en su cerebro. Por fin telefoneó a su interventor y le repitió las palabras que Jennifer le había dicho. Dijo además que había hablado con la enfermera del distrito y que estaba dispuesto a devolver la conexión a aquel contador. Añadió que ellos hicieran lo que les pareciese mejor, pero que si para asuntos de aquel tipo necesitaba pedir consentimiento, no le interesaba seguir con aquel trabajo. Estaba esperando que estallase la tempestad, veía su futuro incierto y se sentía preocupado y poco deseoso de volver a casa para tener que explicar todo aquello a su esposa.

—Tengo aquí mi talonario de cheques. Puedo pagarle ahora la factura.

Quizá agradaría al supervisor ver que el cheque se había firmado en el mismo día en que se devolvió la corriente. El director la hizo pasar a la oficina y Jennifer extendió el cheque. Él extendió un recibo por la misma cantidad, lo selló y se lo entregó.

—¿Cómo se encuentra esta noche su abuela?

—No demasiado bien. Será más fácil que mejore ahora que tenemos calor en la casa. Siento haberle dicho todo lo que le dije esta mañana. A veces una se deja llevar por los nervios.

—No tiene importancia. ¿Cree que podrá internarla en un hospital?

—Es demasiado vieja. No admiten a las personas que se están muriendo sólo de viejas. La pobre ha perdido su pensión porque Inglaterra se ha quedado sin la India y la fundación de quien ella recibía el dinero agotó los fondos. Ahora no puede solicitar otra pensión de vejez porque según los nuevos planes no ha hecho nada por aquel país desde hace quince años. Ya ha gastado todo su capital y ha vendido muchos de sus muebles y el Banco no le hace ningún préstamo más sobre la casa. En este glorioso nuevo mundo no hay cabida para los viejos.

El hombre apretó los labios sin poder ocultar sus propios temores.

—Lo sé. Las cosas se van poniendo peor cada año. A veces uno llega a pensar que la única solución es romper con todo y marcharse de aquí mientras se es todavía joven. Se puede intentar ir a Canadá o tal vez a África del Sur.

Jennifer lo miró asombrada.

—¿Ésa es su opinión?

—Si estuviera yo solo creo que ya lo habría hecho. Pero tengo hijos y esto dificulta las cosas. Es necesario que los niños tengan una casa…

Jennifer no tenía tiempo para estar hablando, así es que procuró acortar la conversación y volvió apresuradamente a casa. Allí tenía un telegrama de su padre, diciendo que llegaría al día siguiente sin su esposa, porque no se encontraba del todo bien. Incluía un giro telegráfico por valor de diez libras. La joven se guardó el dinero en el bolso y echó una ojeada a las dos facturas, una de la tienda de comestibles y otra de la leche, cada una de ellas con una atenta nota que contenía una amenaza. No convenía preocupar a la abuela con aquello. Se quitó el abrigo y el sombrero y subió la escalera, llevando en la mano la carta de Australia.

En el dormitorio, la anciana yacía casi en idéntica posición. Se despertó, reconoció a Jennifer, pero ahora respiraba de una manera irregular, haciendo tres o cuatro aspiraciones y expiraciones profundas, seguidas de una pausa. Pero Jennifer no podía hacer nada para evitarlo, sino seguir las instrucciones que le diera el médico. Era hora de volver a darle un vaso de leche caliente, esta vez con un poco de coñac.

—Hay una carta para ti —dijo animadamente entregándosela a su abuela—. ¿Quieres que te traiga los lentes?

—Sí, hazme el favor. ¿Has visto de dónde viene?

—De Australia.

La anciana cogió el estuche de sus gafas con manos temblorosas, se las puso con cierta dificultad y contempló la carta.

—Sí —dijo—, es de mi querida Jane. Es muy buena al escribirme y enviarme paquetes. Tenemos que hacer un pastel, Jenny.

Jennifer fue a la cocina y calentó la leche. Al mismo tiempo se preparó una taza de té; mezcló luego una parte de la lata que contenía el alimento de su abuela en la leche, añadiendo coñac y volvió al dormitorio. Encontró a la abuela mirando aturdida un papel que tenía en la mano. El sobre y la carta estaban sobre la colcha.

—Jenny —llamó débilmente— Jenny, acércate un momento. ¿Qué es esto?

La joven cogió el papel. Sin duda se trataba de un documento bancario. Era igual que un cheque, pero de otra manera. Sin embargo, el contenido estaba claro.

—Es una especie de cheque, abuelita. Es de quinientas libras esterlinas pagaderas a tu nombre. No estoy segura de lo que significa esterlina. Está firmado por el Banco Commonwealth de Australia. Parece que el Banco te envía quinientas libras.

—Es de Jane. Me lo dice en su carta. Tenemos que devolvérselo, querida. Es una chiquilla muy buena, pero no es posible que pueda hacer frente a un gasto como éste. No debía haberlo hecho.

—Cuando te lo envía, será porque puede.

—Pero, querida, si no es más que la mujer de un ganadero. Viven pobremente y tiene muchos hijos. ¿De dónde habrá sacado quinientas libras?

—¿Puedo ver esa carta, abuelita?

—Claro que sí, querida.

Era una carta escrita con la letra de escolar que Jane no había perdido con los años. En las primeras cuatro páginas sólo daba noticias de sus tres hijos mayores, noticias de Angela que estudiaba en la Universidad de Melbourne, noticias sobre el reumatismo de Jack y noticias sobre el tiempo primaveral de que gozaban. Seguía diciendo:

Jack y yo estamos muy preocupados debido a tu carta donde dices que no te has comprado una chaqueta nueva y tememos que las subidas de precios te dificulten demasiado las cosas. Por aquí también aumentan los precios, pero los ganaderos estamos ganando tanto dinero que casi no nos damos cuenta. El cheque que Jack ha recibido este año por la lana asciende a veintidós mil libras y aunque una gran parte se empleará en las contribuciones, todavía nos quedarán unas diecisiete mil libras para nosotros, después de pagar todos los gastos.

No sabemos qué hacer con tanto dinero. Claro que las cosas no van a seguir siempre así. Parece que la lana bajará el año próximo y esto es natural. Pero aunque baje una cuarta parte sobre el precio actual, no nos perjudicará. El año pasado acabamos de liquidar nuestra deuda con el Banco y nosotros no hemos gastado nunca mucho. Después de Navidad iremos a pasar una semana o diez días a Melbourne para hacer algunas compras y Jack habla todavía de hacer un viaje a casa, pero la verdad es que yo no creo que vayamos más lejos del Hotel Windsor.

Te enviamos una letra de cambio por quinientas libras con todo nuestro cariño. No representa nada para nosotros, puesto que tenemos más de lo que podemos gastar. Si tú no lo necesitas, ¿querrás darlo para alguna obra de caridad en Inglaterra? La verdad es que nos sentimos muy preocupados por lo que dices de esa chaqueta y Jack y yo te debemos mucho por la ayuda que nos prestaste hace treinta años… Si este dinero puede representarte una pequeña ayuda, ¿querrás aceptarlo con todo nuestro afecto?

Recibe todo el cariño de tu sobrina,

JANE

La muchacha dejó la carta, diciendo, no muy convencida:

—Todo está muy claro, abuelita. Tienen mucho dinero, pues han ganado veintidós mil libras en un año… Al menos eso es lo que parece decir Jane.

—Tonterías, querida —replicó la anciana, débilmente—. No es más que la esposa de un granjero. Ganaderos se llaman, pero no tienen más que una granja grande y con no muy buena tierra. Jane ha cometido una equivocación.

Jennifer arqueó las cejas y miró nuevamente la carta:

—Francamente, yo no creo que se trate de una equivocación. Aquí se explica con mucha claridad y además yo he leído el otro día en el periódico algo relativo a esas ganancias de los australianos debidas a la lana.

Volvió a dejar la carta y aconsejó:

—Tómate la leche antes de que se enfríe.

Incorporó a la anciana con uno de sus brazos y con el otro le llevó la taza hasta los labios. No pudo lograr que bebiera mucho y el esfuerzo debió cansar a la abuela, que se reclinó en las almohadas con los ojos cerrados y sin ganas de hablar. Jennifer puso la carta y el sobre en la mesita y dejó encima la letra del banco, colocando sobre ella un espejo de mano de plata repujada de la India.

Después bajó a prepararse la cena. No tenía carne ni huevos, pero había podido comprar un poco de bacalao, patatas y zanahorias. Puso a hervir el bacalao, porque no quería gastar la escasa ración de grasa de su abuela, y peló algunas patatas y zanahorias para hervirlas también. Esta comida tan insípida era normal en su vida y Jennifer ni siquiera sintió no tener nada mejor. Había comprado también un bote de mermelada, unos bollos y una porción de queso. Mientras se cocía el bacalao subió a ver qué hacía la abuela.

Ethel no se había movido y parecía dormir. Su respiración era muy dificultosa. A Jane, que permanecía inmóvil, mirándola desde la puerta, le pareció que su abuela estaba mucho más consumida. Repentinamente la habitación pareció enfriarse. Con un ligero estremecimiento, Jennifer se acercó para aumentar el calor que producía la estufa, cambiando el conmutador.

Mientras cenaba en la cocina, se preguntó qué sería lo más conveniente para su abuela, ahora que tenía quinientas libras. Su padre llegaría el día siguiente y él sería quien decidiría lo que había que hacer. La joven no estaba muy enterada de las posibilidades que podía haber de ingresar una persona en una clínica o centro de reposo, pero se daba cuenta de que aquellas quinientas libras cambiaban favorablemente las cosas. Tal vez sería posible lograr que su abuela ingresara en alguna clínica. Jennifer sabía que sus padres no tenían dinero. Con muchas dificultades lograban defender su seguro de vida y debían ocuparse de su propia vejez. Probablemente a su padre le había representado un problema enviarle aquel día las diez libras.

Jennifer fue una o dos veces al dormitorio, pero no habló. Era mejor que su abuela estuviera tranquila hasta que fuese la hora de darle la otra taza de alimento con coñac. Dejó transcurrir dos horas y subió a hablar a la anciana.

—Te he preparado otra taza de leche, abuelita. ¿Estás despierta?

—Estoy despierta, Jenny. He estado pensando muchas cosas.

La joven se sentó a su lado, la incorporó, sujetándole los hombros con un brazo y la ayudó a beber un poco de leche.

—¿En qué has estado pensando? —preguntó.

—En mi juventud, querida, y en lo diferente que eran entonces las cosas.

—¿En qué sentido eran diferentes, abuelita? Anda, bebe. La anciana tomó un sorbo y explicó:

—Era todo mucho más fácil. Mi padre, tu bisabuelo, pertenecía al Ministerio de Estado, pero se retiró pronto, cuando yo tenía quince años. Vivíamos en una casa muy grande, en Putney Hill, cerca de donde vivía Swinburne, pero cuando papá se retiró, en 1886, nos trasladamos al campo. Mi padre compró Steep Manor, cerca de Petersfield, con unos treinta acres de terreno. No creo que su pensión y la dote de mi madre, juntas, pasaran de las mil libras anuales, pero se podía hacer mucho, muchísimo, con aquella cantidad.

—Bebe un poco más —aconsejó la nieta—. ¿Qué hacías tú?

—Lo mismo que todas las personas bien acomodadas. Mi padre tenía tres sirvientas, todo el mundo las tenía entonces. Y además teníamos un jardinero y un ayudante de jardinero que también se ocupaba de las cuadras con el mozo. Todo esto era anterior a los días de los coches con motor, naturalmente. Mi madre tenía una hermosa pareja de caballos pardos. Mi padre y Tom tenían cada uno su propio caballo de caza, como nos gustaba llamarles, porque iban de cacería todas las semanas durante el invierno.

La anciana guardó unos minutos de silencio. La nieta, sin moverse, siguió sosteniéndola.

—Yo tenía una yegua castaña que se llamaba «Dolly». Solía atenderla yo misma en las cuadras y «Dolly» siempre me conocía antes de verme llegar, porque yo siempre le llevaba un terrón de azúcar o una manzana. «Dolly» levantaba la cabeza y se ponía a relinchar. Tom la montaba a veces y ella brincaba muy contenta, pero yo nunca monté porque sólo montaba de lado. Nos parecía muy feo que las mujeres montasen a horcajadas y con pantalones, como ahora. La costumbre antigua me parece mucho más bonita.

La joven volvió a acercar de nuevo la taza a los labios de su abuelita.

—¿Y no te aburría vivir en el campo?

—No había tiempo de aburrirse, querida. Siempre teníamos mucho trabajo con los criados, los jardineros, los invernaderos y los caballos. Teníamos además cerdos, y nosotros mismos curábamos nuestros jamones y lacones. Solíamos dar un baile todos los años y nuestros amigos hacían lo mismo, y durante las cacerías nuestros amigos se instalaban en casa. Y además la gente del pueblo… Todo el mundo conocía a los demás y nos ayudábamos. No teníamos tiempo de aburrirnos.

Obligada por Jennifer, tomó otro sorbo de leche y siguió:

—Todos los años pasábamos una semana en Londres. Acostumbrábamos a instalarnos en el hotel Brown, en Dover Street; corrientemente íbamos en mayo o junio. Todas las noches acudíamos a teatros o bailes. En 1892 fui presentada, en la Corte, al príncipe de Gales. La anciana reina apareció unos momentos y todos hicimos una genuflexión al mismo tiempo. Todo estaba resplandeciente de luces, los hombres vestían de escarlata o con uniformes azules y las mujeres trajes de Corte… Creo que nunca he visto nada tan espléndido.

Calló un instante para preguntar luego:

—¿A ti no te han presentado a la Corte, Jenny?

—No, abuelita. No creo que sea muy corriente hacerlo en estos tiempos.

—¡Oh, querida, cuánto habéis perdido las muchachas de hoy! Nosotras teníamos mucho más que vosotras cuando éramos jóvenes.

Jennifer intentó hacerla beber un poco más, pero la anciana rehusó obedecerla.

—Celebrábamos fiestas en el jardín todo el verano y nos servían el té bajo los cedros. Los que lo deseaban, jugaban al tenis, pero lo más corriente era organizar concursos de tiro con arco, que era lo que todos preferían. Nosotros teníamos un trozo de terreno rodeado de hierba que dedicábamos a campo de tiro con arco, los blancos se asentaban en soportes de metal amarillo y estaban formados por círculos de color dorado, rojo, azul y blanco. ¡Qué deporte tan bello, querida, para practicarlo una tarde de sol, llena de aromas de reseda, entre los cedros!

Cerró los ojos. No se podía insistir para que tomase más alimento. La joven retiró la taza dejándola sobre la mesilla y bajó el brazo suavemente para que la cabeza de la abuela descansara sobre las almohadas. La anciana parecía dormida. Jennifer la contempló, pensando que aquello no era nada bueno, pero ella no podía hacer otra cosa que cambiar las botellas de agua.

Fue a la cocina a hacerlo y volvió otra vez al cuarto. A pesar de la mala noche pasada, Jennifer no debía dormir tampoco hoy. No obstante, la urgencia que parecía existir hacía que su fatiga se desvaneciera. Consideró durante unos momentos dónde podría descansar, llegando a la conclusión de que el único sitio posible era el sofá del salón, que estaba demasiado lejos del dormitorio de la anciana. La habitación estaba caliente y además podría apagar la luz. Debía pasar la noche, sentada en el sillón, vigilando a la abuela.

El médico llegó a las once, como había prometido. Jennifer estaba preparando otra taza de leche y se reunió con él en el vestíbulo.

—Buenas noches. ¿Cómo está ahora?

—Sigue casi igual. Si en algo ha cambiado, es en que parecía estar más débil.

—¿Ha tomado algo?

—Sólo media taza de alimento cada vez. No he podido lograr que tome más.

—Subiré a verla. Será mejor que venga usted también.

Jennifer permaneció en el dormitorio mientras el médico examinaba a la enferma. Ella lo reconoció, pero habló muy poco. Él acabó pronto, le deseó que pasara una buena noche y bajó con Jennifer. Una vez en el salón dijo a la joven:

—Siento que la enfermera no pueda estar con usted.

—¿Es que cree usted que se está muriendo?

—No ha hecho ningún progreso. Ya ve usted que cada vez está más débil. Desgraciadamente no veo más que un final, señorita Morton.

—¿Piensa usted que se morirá esta noche?

—No puedo decírselo. Es fácil, pero también puede resistir algunos días y hasta semanas. De todos modos, su corazón está muy mal. Debe estar usted preparada para verla acabar de un momento a otro.

La habló de la casi conveniencia de que ocurriera así, teniendo en cuenta los repetidos esfuerzos que el agotado cuerpo de la anciana tenía que hacer para alimentarse. Luego dijo:

—Hoy he telefoneado al inspector de Beneficencia. Creo que vendrá a verla mañana.

—Es el que socorre con dinero, ¿no?

—En cierto modo, sí. Tiene poderes para proporcionar alivio monetario en los casos apurados que no reciben ayuda por ningún otro concepto. Es un inspector municipal. Yo hubiera podido hacer algo por esta paciente si la hubiese conocido antes. Le habría pedido al inspector que viniera a verla. Pero yo no tenía ni idea de lo que pudiera ocurrirle.

—No creo que mi abuela hubiera querido nada de él.

—¿Por qué no?

Jennifer se encogió de hombros.

—Habría considerado ese dinero como una caridad. Siempre ha estado acostumbrada a dar limosnas, no a recibirlas.

—Es un hombre muy discreto.

—Aunque lo sea… Mi abuela es una dama… antigua.

Hubo una pausa.

—De todos modos, ahora no es necesario —prosiguió Jennifer—. Mi abuela ha recibido hoy quinientas libras que le envía un familiar que vive en Australia. Ahora hay bastante dinero para pagar cualquier cosa que ella deba.

—¡Quinientas libras! Es mucho dinero. ¡Qué lástima que no las haya recibido hace tres meses!

—Ya lo sé. Las cosas suceden muchas veces así.

—¿Quiere que intente ver si puede venir mañana una enfermera a ocuparse de ella? —preguntó el médico, después de una corta meditación.

—Mañana al mediodía llegará mi padre. ¿Le parece bien que hablemos de eso entonces? Yo creo que sería conveniente tener una enfermera.

—Veremos entonces si se puede encontrar una para mañana por la noche. Le hará a usted falta un poco de descanso.

Salieron al vestíbulo, donde él se puso el abrigo. Luego se detuvo, sombrero en mano.

—¿Así que su abuela tiene parientes en Australia? ¿Sabe usted dónde viven?

—Tienen una granja de ovejas, en Victoria, según creo. Aún no lo comprendo… La abuelita creía que eran muy pobres y, sin embargo, hoy ha llegado ese dinero. No cabe duda que deben tener bastante cuando envían esa suma.

—A los ganaderos les van muy bien las cosas ahora. Todo el mundo en aquel país parece estar muy bien.

Vaciló un instante y explicó:

—Yo también voy a marcharme allí.

Jennifer lo miró, sorprendida.

—¿Usted? ¿Piensa dejar Inglaterra?

—Sólo por algún tiempo. Me parece conveniente viajar y además no hay mucho porvenir en el Servicio de Sanidad. También me parece conveniente para los niños y, al fin y al cabo, no es como irse al extranjero. Tengo reservado un pasaje en el Orion para el 18 de abril. Es un poco aventurado lo que hago, pero ya está decidido.

—¿Y a dónde va? ¿A qué parte de Australia?

—A Brisbane. Estuve allí una temporada en 1944, cuando serví en la Marina. Creo que usted podría tener suerte en Queensland.

—Calló y se demostró dubitativo antes de decidirse a pedir: —Le suplico que no hable de esto. Nadie sabe todavía que voy a marcharme.

—No se preocupe. No conozco a nadie en Ealing.

Se marchó y Jennifer volvió a la cocina, quedándose pensativa ante el hornillo eléctrico en el que nuevamente había puesto a calentar la leche. La casa estaba sumida en el más profundo silencio, sin oírse en ella otros ruidos que el rumor del viento y el golpear del agua que caía de alguna gotera. Vertió la leche en la taza, le echó un poco de coñac y subió a llevárselo a Ethel.

—¿Cómo te encuentras, abuelita?

Aunque estaba despierta, pues abrió los ojos al oír a su nieta, la enferma no contestó. Jennifer se sentó a su lado para ayudarla a tomar la leche. Bebió un sorbo y por lo visto el coñac la fortaleció, porque al momento dijo con voz muy débil:

—Jenny, voy a morirme.

—También yo, abuelita, pero no ahora. Y tú tampoco. Bebe un poco más.

—¿Has visto alguna vez un muerto, Jenny?

La joven movió la cabeza negativamente.

—Desearía que hubiera alguien contigo.

Jennifer le acercó la taza a los labios. Era estúpido sentirse asustada y más todavía demostrarlo.

—Intenta beber un poco más —aconsejó—. Esto te conviene.

Como se encontraba demasiado agotada para discutir, la anciana tomó dos sorbos más.

Hubo una larga pausa en la que Ethel intentó reunir todas sus fuerzas para pedir:

—Mi talonario de cheques. Está en el cajón pequeño de la izquierda del escritorio. Y mi pluma.

—¿Vas a extender un cheque, abuelita?

Los ojos de la enferma demostraron asentir y Jenny aconsejó:

—Déjalo para mañana. Ahora bebe un poco más y duerme.

La anciana retiró la taza hacia un lado.

—No. Ahora.

Dejando la taza, Jennifer bajó a buscar lo que se le pedía. Se había dado cuenta de que el médico estaba en lo cierto y que su abuela se moriría aquella noche. No estaba asustada. Su deber era aliviar en lo posible a la anciana y hacer todo cuanto pidiese en aquellas horas postreras. Cuando acercó a la cama la pluma y el talonario, Jennifer estaba tranquila, segura de sí misma.

—¿Es esto lo que quieres, abuelita?

La anciana asintió con la mirada y la nieta arregló las sábanas y las almohadas e incorporó a la enferma hasta dejarla sentada. Después le dio otro poco de leche. Al cabo de un momento Ethel dijo:

—Dame eso.

—¿Qué es «eso»?

Y cogiendo el cheque de Australia que estaba sobre la mesilla, volvió a preguntar:

—¿Esto?

Después de coger el documento del banco, la enferma miró a su alrededor como buscando algo hasta que Jennifer adivinó lo que deseaba y le llevó los lentes. Después de ponérselos, Ethel dijo con toda claridad:

—Qué cheque tan raro. Nunca he visto uno así.

Hizo unas anotaciones al dorso con mano temblorosa y puso una firma apenas legible.

Jennifer le acercó la taza a la boca y ella volvió a beber otro poco. Entonces, con un arranque repentino de energía, cogió el talonario y extendió un cheque completamente legible, por valor de cuatrocientas libras pagaderas a Jennifer Morton.

La joven, que la observaba mientras escribía, exclamó:

—Abuelita, no hagas eso. A mí no me hace falta el dinero y tú lo necesitas para cuando estés buena.

—Tienes que hacerme un favor, Jenny —musitó la anciana—. Escribe ahora unas cartas y unos sobres para enviar esto a mi banco y esto otro al tuyo. Después ve a echarlas al correo.

—Todo eso puedo hacerlo mañana, abuelita. Esta noche no debo dejarte sola.

Haciendo acopio de sus energías, Ethel replicó:

—Ve a escribir esas cartas ahora, querida, y tráemelas para que yo las vea. Después vas a llevarlas al correo.

—Está bien.

Jennifer no podía desobedecer una, petición tan directa y concreta. Mientras escribía en el salón, sobre la mesa escritorio de la abuela, pensó que al día siguiente, cuando estuviera su padre, arreglaría las cosas y devolvería el dinero. Lo importante ahora era dar a su abuela todo lo que deseara y no desobedecerla. Subió a enseñar las cartas y los sobres. La abuela no dijo nada, pero metió las cartas y los cheques en sus respectivos sobres y los selló.

—Ya está todo preparado para enviarlos por correo, abuelita. ¿Puedo hacer eso mañana por la mañana?

Ethel movió ligeramente la cabeza y movió los labios para replicar:

—Ahora.

—Está bien. Estaré de vuelta dentro de diez minutos, abuelita. Tengo que ir hasta Broadway. Volveré lo más de prisa posible.

La anciana asintió y Jennifer bajó a ponerse el abrigo para ir a la estafeta de Correos. La mayor parte del camino de ida y de vuelta lo hizo corriendo. Volvió al dormitorio, respirando trabajosamente. La abuela tenía los ojos cerrados como si durmiera.

Jennifer fue a la cocina a prepararse un poco de té y unas tostadas con mermelada. Después volvió al dormitorio y se sentó en el sillón ante la estufa eléctrica.

Hacia las doce y media la enferma abrió los ojos, inquiriendo:

—Jenny, ¿llevaste las cartas al correo?

—Sí, abuelita.

—Eres una buena muchacha.

La voz de la anciana sonaba muy apagada.

—Yo estaba muy preocupada por ti, pero con Jane estarás muy bien.

La joven abrió los ojos, sorprendida, pero había cosas más importantes de que preocuparse que de pedir explicaciones.

—No hables ahora. Déjame que te cambie el agua de las botellas.

—No, Jenny… Jenny…

La nieta se detuvo sin llegar a sacar las botellas de la cama.

—¿Qué quieres, abuelita?

La anciana dijo algo que su nieta no pudo entender. Luego repuso:

—No es que Geoffrey y yo fuéramos unos despilfarradores… Lo que ha pasado es que ha habido un cambio que nadie podía prever y las cosas fueron poniéndose peor… Pensando en ti he tenido ideas muy tristes imaginando que todo iba a seguir empeorando y que cuando fueras vieja como yo recordarías tus habitaciones de Blackheath y tu oficina de la misma manera que yo recuerdo Steep Manor, y que pensarías con añoranza en lo muy rica que habías sido de joven.

Todo aquello no representaba nada para Jennifer.

—Voy a llenar estas botellas, abuelita. Vuelvo dentro de cinco minutos.

La abuela contestó:

—Yo siempre me llevaba una botella para agua caliente cuando íbamos de caza. El asistente de Geoffrey, el bueno de Moung Bah, solía calentarme el agua en una hoguera y llenaba mi botella, mientras Geoffrey limpiaba su escopeta frente a la tienda. ¡Qué lugares tan lindos…!

La voz de la anciana se sumió en el silencio.

Jennifer cogió las botellas y bajó rápidamente a llenarlas. Luego volvió y las puso alrededor de la enferma, que permanecía con los ojos cerrados. Parecía estar cómoda, pero su respiración era muy dificultosa. Aspiraba y expiraba el aire entre gemidos tres o cuatro veces seguidas y luego se hacía un profundo silencio, pues le faltaba el aliento. Jennifer veía claramente que se estaba aproximando el fin. Se preguntó si debía ir a buscar al médico y hacerle levantar de la cama, pero en seguida pensó que no había nada que él pudiera hacer. Era preferible dejar que descansara reservándose para otros pacientes con más vida por delante. Jennifer se acomodó en el sillón, junto a la cama, y cogió la mano de la abuela, muy apenada por aquella pérdida inminente.

De pronto la anciana volvió a hablar. Las primeras palabras quedaron otra vez en el misterio para Jennifer. Pero después entendió claramente:

—… Veintidós mil al año, es preferible que vivamos en Steep. Dale todo mi cariño cuando la veas, Jenny. Ha sido tan buena enviándome frutas… Ve tranquila y dile lo mucho que nos alegramos por ellos.

Hubo una pausa prolongada y luego volvió a hablar:

—Alégrate de que haya enviado el dinero para tu pasaje. Yo tenía muchísimo más que vosotras, las pobres muchachas de ahora.

Jennifer se había puesto en pie. Había algo que debía aclarar. Apretó la mano de la abuela entre las suyas, jóvenes y cálidas, y preguntó:

—¿Para qué me das ese dinero, abuelita? ¿Qué quieres que haga con cuatrocientas libras? Procura decírmelo.

—Mi querida Jane… —murmuró la anciana—. ¡Qué fruta tan buena…!

La nieta permaneció en pie junto a la cama, esperando. Si había comprendido bien, su abuela le hacía una proposición increíble. Después de todo, el médico también se marchaba del país.

—Intenta explicarme lo que quieres que haga con las cuatrocientas libras, abuelita.

Nuevamente volvió a pronunciar la anciana unas palabras que su nieta no pudo entender y luego:

—… Un caballito para ti y todas las cosas que yo tuve a tu edad.

Quedaba ya muy poco tiempo.

—¡Abuelita! —exclamó Jennifer—. ¿Me has dado las cuatrocientas libras porque quieres que vaya a Australia a visitar a tía Jane? ¿Es eso lo que quieres que haga con el dinero?

Hubo un murmullo tenue e inequívoco de asentimiento. Después, Ethel volvió a cerrar los ojos como si durmiera. La muchacha metió cuidadosamente la mano de la abuela debajo de las sábanas y se sentó otra vez a esperar. Sentía una confusión enorme y esperaba que su padre la ayudara a aclararla.

Serían las dos de la madrugada cuando la enferma volvió a hablar, ahora por última vez. Jennifer se inclinó para acercarse a sus labios y la oyó decir:

—La querida estatua de la reina, en Moulmein… de mármol blanco. ¡Qué gentileza por parte de los birmanos…!

Una hora después, la anciana dejó de existir. Jennifer, de pie junto al lecho, no habría podido precisar con exactitud cuándo ocurrió el fallecimiento.