Uno

Tim Archer entró en su camioneta y se dirigió desde Banbury Feed & General Supply Pty. Ltd. hacia la calle principal de la población. El vehículo era un Chevrolet 1946, algo deteriorado por cuatro años de uso continuo, pero amplio y práctico, con un asiento en la cabina y un espacio descubierto en la parte trasera. Allí llevaba Tim un bidón de aceite Diesel de cincuenta y cuatro galones, cuatro carretes de espino artificial, otro bidón de petróleo, un saco de patatas, un rollo de cordel sisal nuevo, un cajón de comestibles y un surtido variado de azadones, fundas y cadenas que raras veces salían de la camioneta. Tim condujo a lo largo de la calle Mayor, sombreada por los árboles, pasó por delante de la oficina del Gobierno, a la que se llegaba por una escalera de madera, y por delante de las espaciosas casas de campo, y se detuvo en la oficina de Correos.

Era un individuo de veintidós años, de rostro ancho e inocente, cabello amarillento, ojos azules y piel clara, pero bronceada. Se mostraba pensativo y se movía muy lentamente. Un descontento de la época victoriana habría visto en aquel joven uno de esos ganaderos que se pasan la vida en la ociosidad. Su padre había huido de la vida pueblerina para ir a Melbourne siendo muy joven y se había hecho abogado. Tim Archer había sido enviado a la Escuela de Gramática de Melbourne, pero a los diecisiete años huyó de la ciudad para aprender el oficio de ganadero en Wodonga, un lugar situado en el Norte del Estado. Trabajaba para Jack Dorman, en una finca llamada Leonora, a doce millas de Banbury, cerca de un pueblo llamado Merrijig. A duras penas podría clasificarse Leonora como estación ganadera, puesto que no tenía más que mil ochocientos acres, y Merrijig tampoco era digno de ser llamado pueblo, ya que no tenía más que una escuela, una taberna en una barcaza de madera y un puente sobre el río. Hacía tres años que Tim estaba en Leonora, y tan larga estancia en el lugar era debida a que se había enamorado, de una manera paciente y resignada, de Angela Dorman, la hija más joven de la casa. El muchacho no la veía mucho porque ella se encontraba en la Universidad de Melbourne haciendo estudios sociales. Le escribía de vez en cuando cartas muy simples y laboriosas, hablando de corderos, inundaciones, incendios de matorrales y caballos. Por cada tres de sus cartas, ella le enviaba una, porque las cosas de la vida rural la desagradaban.

Iba vestido con una camisa a cuadros, con la pechera abierta, unos pantalones sucios de lona azul, descoloridos y desgastados de montar a caballo y unas botas sólidas de campesino. El muchacho entró en la oficina de correos y se dirigió a la joven de la ventanilla:

—Recogeré las cartas que haya para Leonora.

El reparto del correo no se hacía en aquella estación hasta última hora de la tarde.

—Buenos días, Tim —saludó la joven cogiendo un montón de cartas de las que estaban en la mesa colocada a su espalda—. ¿Irás el sábado al baile?

—No. No tengo pareja.

—Por eso no dejes de ir —le animó—. No te hace falta pareja. Habrá más chicas que muchachos.

—¿De dónde salen tantas chicas?

—No lo sé. Precisamente ahora hay muchas en la población. Muchas son recién llegadas a Australia. Hay dos nuevas en el hospital. Creo que son sirvientas lituanas.

—Yo no sé hablar lituano. Me basta con el australiano o el inglés. Ya es bastante para un hombre de veintidós años. Los asuntos continentales no me interesan. Revolvió las cartas, buscando alguna que no estaba.

—¿Son todas? ¿No hay ninguna para mí?

—Si no está entre ésas, no —contestó la joven con simpatía—. Esto es todo lo que ha llegado para Leonora.

—Muy bien.

Calló un rato pensando en variar la conversación.

—Te veré en el baile… aunque no sé si podré ir.

—Ven si puedes. Seguramente habrá alguna australiana entre las recién llegadas.

Él sonrió ligeramente y ella prosiguió:

—Piensan adornarlo todo y hacer gorros y pelotas de papel.

—Veremos lo que dice Jack. Tal vez necesite la camioneta. Bueno, adiós —dijo dando media vuelta.

Subió a la camioneta y salió del pueblo por la carretera de Merrijig que, a través de los campos madereros, sube hasta Lamirra, por las campiñas de Mount Buller. Era octubre y el sol primaveral acaloraba al conductor, pero la hierba tenía aún brillante tono grisáceo y los pastos de las montañas se conservaban frescos y vistosos. Se veían arbustos todavía en flor, grandes espacios salpicados de color amarillo resaltando sobre el fondo más oscuro de los campos de árboles de caucho y los propios árboles de goma cubiertos de hojas de un bermellón oscuro correspondiente a los brotes jóvenes dando al paisaje el aspecto de un bosque inglés en otoño. Tim Archer no comprendía por completo la belleza de la escena, el espléndido brillo de los pastos y de los bosques que emergían entre las azules montañas del sur y el este, porque aquello formaba parte de su vida corriente y era su escenario habitual. Únicamente comprendía que aquella vida era la que le gustaba y la prefería mil veces a la de la ciudad.

A medida que se iba alejando del pueblo se sentía más deprimido porque no había recibido carta de Angela. Más de una vez había experimentado ya aquel abatimiento. El muchacho era lo bastante inteligente para comprender que sus posibilidades de conseguir a Angela eran muy remotas porque a ella le agradaba la vida de la ciudad y detestaba el campo, en tanto que a él le ocurría exactamente lo contrario. Pero lo tranquilizaba pensar que todas las muchachas eran como ella. Hablaban sin cesar de obtener un trabajo en Melbourne, dedicarse a la decoración interior y hacer un viaje de negocios a Inglaterra, pero después la mayoría de ellas volvían a casa, se casaban y fijaban su residencia en el distrito. De todos modos, hasta que aquello ocurriera debía permanecer impasible y permitir que Angie siguiese con sus ilusiones, pero habría de aguantar una larga espera y esta idea lo deprimía.

Leonora, la finca en que él trabajaba, distaba de Merrijig una milla y media aproximadamente. Lindaba a lo largo de una milla con el río Delatite para subir luego a los pies de las colinas del Mount Buller, y después giraba rápidamente hacia el este para llegar nuevamente a la carretera. Era una propiedad buena y bien provista de mil ochocientos acres, y en ella había dos ovejas por acre y algunas reses vacunas. La casa se encontraba a media milla de la carretera y estaba construida de madera, con un tejado acanalado y terrazas en tres de sus lados. Cerca de ella había un espacio que servía de almacén y unos cuantos edificios exteriores. Se llegaba a la casa desde la carretera por un camino rudimentario lleno de baches que daba entrada por tres puertas sucesivas a los prados. Jack Dorman había ocupado la propiedad durante dieciocho años, primero como encargado y más tarde, con el beneplácito del Banco de Nueva Gales del Sur, como propietario.

Aquella mañana estaba montado en su caballo, en la puerta que daba a la carretera, esperando a que Tim Archer volviera de la ciudad con la camioneta. Su montura era una jaca vulgar, de crines largas encrespadas, que vivía siempre en el prado. No estaba nunca bajo techado, no la enjaezaban y apenas se alimentaba. Las propiedades de Jack Dorman medían unas tres millas de longitud y una milla de anchura y aunque era fácil recorrer la mayor parte de aquel terreno en la camioneta, él prefería montar su caballo todas las mañanas. Cuando Tim alcanzó la cresta de una pequeña colina vio a su patrón montado, esperándole a la puerta, y aquello le extrañó bastante. El jinete acercó su jaca a la puerta para abrir y dejar paso al vehículo. Tim detuvo la camioneta en cuanto traspasó el umbral y Jack movió las riendas para unirse a él.

—¿Has recogido las cartas? —preguntó.

—Las traigo aquí, señor Dorman.

Y Tim sacó las cartas que llevaba en la parte trasera de su asiento.

Dorman las cogió y apoyándose en su montura contempló los sobres. Tenía ya cincuenta y ocho años, pero nunca había forzado su vista con una excesiva lectura y todavía podía leer sin usar gafas. Del fajo de cartas sacó una y se la metió en el bolsillo de la camisa caqui. Los días calurosos no llevaba americana. Devolvió las otras a Tim Archer, que se preguntó asombrado de qué trataría la carta que acababa de guardarse su patrón.

—Lleva estas otras a casa —le dijo—. ¿Has hecho todas las compras?

—El aceite para el motor, no. No tienen ningún bidón hasta que reciban el suministro de la semana próxima. Me dijeron que me llevase bidones de un cuarto de galón, pero de esta manera sale más caro. He ido al garaje y he llenado el depósito, pero no ha cabido más que una pinta. ¡Mala suerte!

—Nunca se debe comprar menos de cinco galones —dijo el jinete—. En menos cantidad es un robo manifiesto. Hay otra cosa de la que debes ocuparte. Intentarán convencerte de que necesitas cambiar de aceite cada mil millas. Y en el libro dice que es cada dos mil millas. Interesa que vigiles a esos sinvergüenzas.

—No permitiré que cambien el aceite a menos que usted lo mande.

—Eso está bien. Baja a echar una mano a Mario. Yo voy allá arriba.

El joven se fue en la camioneta y Jack Dorman llevó su jaca colina arriba entre los pastos, hacia la parte más alta, donde los espesos matorrales vírgenes rodeaban sus tierras junto a la ladera de la montaña. No había carneros en los prados que Jack cruzaba porque la mayoría de ellos estaban en los prados cercanos a la casa, donde Mario Ritti, su empleado italiano, alzaba diestramente las ovejas a un alto entarimado, sujetándolas con sus hombros y sus codos mientras esquilaba la sucia lana de sus rabos, las frotaba con un desinfectante y luego las bajaba nuevamente al suelo. Era un trabajo pesado, pero él podía hacerlo en un minuto, o más de prisa si le ayudaba Tim Archer, pero incluso así, aquella tarea llevaba más de quince días de trabajo.

Dorman cabalgó por lo alto del prado donde un saliente peñascoso y unos árboles productores de caucho proporcionaban una sombra agradable. Desde aquel lugar se podía observar todo el valle de Delatite. Desde allí Dorman veía gran parte de su finca, el tortuoso río atravesado por el puente, el hotel Hunt Club y el camino que iba de la carretera a su casa de campo, atravesando sus prados y la pequeña casa de tejado rojo, que aparecía insignificante en medio de aquel inmenso panorama. Se acomodó sobre su caballo, contento, echando una corta ojeada a todo aquello; luego desmontó y ató el caballo a la valla por las riendas, cruzó el espacio rocoso, sentóse a la sombra y abrió la carta.

Era una relación de cuenta de su agente de Melbourne, una larga lista escrita a máquina, repleta de números detallando la cantidad de lotes de lana vendidos y el precio pagado por cada uno. En el sobre había un cheque de liquidación por veintidós mil ciento setenta y ocho libras, ocho chelines y dos peniques.

Dorman sabía de antemano la cantidad aproximada, pues se había enterado de las ventas por los periódicos. El cheque de la lana del año anterior fue de diez mil libras y hacía dos años de unas siete mil, cantidades que en otros tiempos le habrían asombrado. Sin embargo, aquellos cheques significaron poco para en lo que se refería a gastar dinero. Habían ido directamente al Banco para reducir los préstamos que había percibido sobre su propiedad. El dinero le había servido para comprar su seguridad, pero no para satisfacer un capricho. En cambio esta vez era distinto. Aquellas veintidós mil libras eran dinero suyo, para gastarlo o guardarlo a su antojo, después de pagados los impuestos.

Jack Dorman había llegado a Leonora como encargado en 1930, cuando los tiempos eran malos y la lana se vendía a menos de dos chelines la libra. Antes había sido encargado de estaciones en Gippsland y en el distrito de Benalla, y antes, durante los seis años anteriores a la guerra, obrero en maquinarias y fertilizantes agrícolas. En 1932, el padre de su esposa murió en Inglaterra, país natal de ella y en su casa de Sutton Bassett, cerca de Watange, y con su herencia los Dorman intentaron comprar Leonora, contando con la máxima ayuda del Banco. Desde entonces se habían visto atados a aquella deuda. Durante los primeros cuatro años estuvieron a punto de quebrar, ya que el Banco no podía seguir ayudando en un negocio que no era provechoso y no se podían vender las tierras, puesto que aún así hubieran quedado al descubierto. La demanda de lana para uniformes, cuando el rearme empezó a disminuir y a aumentar el precio de la lana, les había salvado, y durante los doce años últimos Jack Dorman pudo ir pagando la deuda. Gradualmente se fue convirtiendo en un hombre rico, pero esto no se notaba en las cuentas. Las tierras y el ganado iban siendo poco a poco suyos y no del Banco, pero todavía seguía levantándose al amanecer, y al acabar cada día la tarea tenía las manos doloridas. Jane Dorman seguía trabajando desde que alboreaba hasta que anochecía en la anticuada cocina de la casa, criando a los cuatro hijos, preparando todas las comidas para los hombres y comiendo con ellos en la larga mesa de la cocina. En todos aquellos años no había tenido ninguna ayuda en la casa y sólo salió de Leonora tres veces para pasar una semana de vacaciones cada vez. Hacía dos años que tenían electricidad gracias a un Diesel que Dorman instaló en la planta baja. Ahora ella estaba cansada y vieja, con cabellos grises y cincuenta y tres años. Todos los hijos, excepto Angela, se habían ido de Leonora y el matrimonio era rico.

Jack Dorman permanecía sentado, dando vueltas entre sus manos al cheque de veintidós mil ciento setenta y ocho libras, ocho chelines y dos peniques. El cheque del año anterior había saldado virtualmente la deuda. Su balance había mejorado mucho. Si él hubiera muerto el año anterior, todo el dinero de la venta de las tierras y del ganado habría pasado a su familia, ochenta o noventa mil libras, según los precios de inflación de la época. Se trataba de un cálculo hipotético, ya que ni él ni Jane deseaban dejar Leonora; habían pasado muchos años en aquel lugar y ya formaban parte de él. Las posibles ochenta mil libras eran para los dos algo completamente irreal. Todo el lugar pertenecía a los hijos y no podían tocar ni una cuarta parte de él, aunque volvieran los malos tiempos. Lo que verdaderamente importaba a Jack Dorman y su esposa era que el cheque del año anterior los había salvado. Sin embargo, por mucho que bajase el precio de la lana, ahora nadie podría echarlos de Leonora. Podrían dormir tranquilos sin que les asaltasen desagradables sueños de quiebras y pérdida de su casa, pesadilla que les había atormentado a través de sus treinta y dos años de matrimonio.

Jack dobló el cheque y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Aquella vez era un cheque verdaderamente suyo. Permaneció un rato sentado, a la sombra, contemplando su propiedad. Era un hombre fuerte de cincuenta y ocho años, que canturreaba una tonadilla. Tenía pocas aficiones musicales, pero le gustaban los programas de radio de música ligera. Solía estar cinco años atrasado con respecto a las canciones que le gustaban y retenía en su memoria. Si Jane le hubiera oído en aquel momento habría sabido que su maduro y vigoroso marido se sentía muy feliz:

Yo no la quiero, puede usted quedarse con ella.

Es demasiado gorda para mí,

es demasiado gorda para mí…

¡Oh, sí!, es demasiado gorda para mí…

Veintidós mil libras y pico. Los corderos y los bueyes equivaldrían a un total de unas veintiséis mil libras. Claro que los gastos y los impuestos… Sacó una punta de lápiz de su bolsillo y empezó a trazar números en el reverso del sobre-cheque de la lana. ¡Palabra de honor que aquel año aumentaría los gastos!… Era preciso que viera sus cuentas para saber si podía realmente aumentarlos. Debía comprar una camioneta nueva, un Mercury o una Armstrong Siddeley. Una finca como la suya necesitaba una Land Rover. Dejaría el viejo vehículo para uso de los muchachos. Y las construcciones… Mario debía tener una casa y hacer venir de Italia a su novia. De este modo quedaría más asentado en el lugar. ¿En una cabaña de madera serían capaces de vivir durante un año, o les parecería despreciable una vivienda semejante? Si aquella cabaña resistiera un año, las contribuciones no ascenderían más que a las tres cuartas partes del costo…

Me quedo perplejo…

Me quedo mudo…

cuando estoy bailando

con mi dul… dul… dulce amor…

Se podían calcular unas veinte mil de impuestos. Jack trazaba números con su lápiz. Le quedarían unas diecisiete mil después de pagar los impuestos. Diecisiete mil libras de dinero propio para gastarlo o ahorrarlo aquel año, y el precio de la lana se mantenía todavía convenientemente alto. Por primera vez en su vida aquel hombre estaba nadando en dinero.

Alguna cosa más se necesitaría en la finca; además de una grúa Land Rover, una camioneta nueva y una vivienda para Mario…

Al poco rato volvió a montar y bajó hacia la casa, entonando la cancioncilla. En la cuadra desensilló al animal, colgando la montura y las bridas junto al pajar, dio una palmada en los cuartos traseros de su caballo y se dirigió hacia el prado que rodeaba la casa. Después entró en la cocina y se sentó a la mesa. Jane estaba asando una pierna de carnero para la cena como tantas veces lo hiciera en su vida matrimonial. Solían matar una oveja cada diez días.

—¿Quieres una taza de té? —preguntó ella.

—No me acordaba —repuso el marido, mientras Jane le servía una taza de la tetera que estaba sobre la mesa.

Luego dijo:

—Tengo el cheque de la lana.

—¿Cuánto es? —inquirió ella, distraída.

—Pasa de las veintidós mil.

La esposa se mostró medianamente interesada:

—Es algo más que el año pasado, ¿no?

—Sí.

—¿Quieres pelarme estas patatas, si no tienes que hacer nada?

—No tenemos por qué hacer nada teniendo un cheque como éste.

A pesar de esta afirmación, se puso a pelar patatas en el fregadero.

—Debes buscar una muchacha que te ayude a hacer estos trabajos.

—¿Y de dónde crees que podría sacar esa chica? ¿Cuánto nos queda para gastar después de pagar los impuestos y los demás gastos?

—He calculado que unas diecisiete mil, aproximadamente —añadió, dejando de mondar las patatas—. Ésta es nuestra ocasión. ¿Qué vamos a hacer con tanto dinero?

Ella paseó la vista alrededor de la cocina.

—Querría un cuaderno como el que ha comprado Bertha Harrison. Uno de esos que se cuelgan en la pared con una lista de todo lo que hay que comprar en la ciudad. Bertha ha comprado el suyo en Melbourne, en la tienda de McEwens.

—Pero eso no vale más que cinco chelines —se lamentó él.

—Ya lo sé, pero me hace falta. ¿Podríamos comprar una estufa nueva, Jack? Ésta está muy estropeada y la plancha de encima muy agrietada.

—Sería mejor que compremos un Aga o un Esse.

—Para eso tendríamos que comprar carbón de coque. Nos convendría más una estufa de madera y sólo nos costará diez libras. Otra como ésta nos servirá.

—Mira, Jack, tenemos bastante dinero para gastar.

Los años de ansiedad habían amargado profundamente a la buena mujer.

—No quiero tirarlo por la ventana —repuso.

—No es tirarlo por la ventana. La cocina está menos caldeada con una estufa de éstas. Ya es hora de gastar un poco. Hemos pasado muchos años sin tener unas vacaciones. ¿Qué te parece si vamos a Melbourne una semana para hacer algunas compras, nos instalamos en el Windsor y vemos algunas funciones de teatro? Hay muchas cosas que me gustaría hacer allí.

—Yo no tengo vestidos para estar en un lugar semejante.

—Los compraremos. Después de todo, tenemos diecisiete mil libras para gastar.

—No las tendremos mucho tiempo si sigues por ese camino.

—Si nos interesaba tener dinero era solamente para los niños, y ellos tuvieron siempre lo necesario. No soñé nunca con dejarles una gran herencia. Nosotros no hemos tenido nunca nada y hemos salido adelante.

La mujer se sirvió una taza de té y fue a sentarse a la mesa junto a Jack.

—Me gustaría ir una semana a Melbourne —dijo, pensativa—, si es que verdaderamente tenemos dinero para eso. ¿Cuándo fuimos allá por última vez?

—Hace dos años. Cuando llevamos a Angie a la Universidad.

—¿Tanto tiempo hace? Sí, claro, seguramente. No quiero ir antes de las exhibiciones.

Las exhibiciones de Banbury se celebraban a mediados de diciembre. Jane siempre competía en la sección de flores y de pasteles caseros y solía recibir un premio en ambos casos.

—Después viene Navidad. Todo el mundo está de vacaciones hasta mediados de enero.

Él asintió y propuso:

—¿Te parece bien que reservemos una habitación por una semana hacia mediados de enero?

—Me gustaría, Jack —respondió la esposa con una sonrisa—. Déjame tiempo para hacer algunos vestidos. No puedo ir al Windsor con los que tengo ahora.

Jack se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y se lo ofreció a ella. Jane cogió uno, su marido se lo encendió y durante un rato los dos permanecieron fumando en silencio.

—Podríamos hacer muchas cosas —comentó él—. Incluso un viaje a casa.

En sus primeros años de dura vida matrimonial, un crucero a Inglaterra fue el mayor deseo de ella, deseo que siempre quedó frustrado por las circunstancias. Jane era inglesa, hija de un almirante, había disfrutado de todo confort y la seguridad de una casa situada en una pequeña población y había estado en un buen colegio. En 1917 se incorporó al cuerpo auxiliar femenino, con un cargo como correspondía a la hija de un veterano oficial naval, y en 1918 se disgustó con sus padres por haberse enamorado de un australiano, lugarteniente de las Fuerzas Armadas inglesas. La familia de Jane nunca comprendió a Jack Dorman e hizo todo lo posible por disuadirla de que se casara con él, impidiéndole que lo hiciera, hasta que, en 1919, ella cumplió su mayoría de edad. La muchacha se casó el mismo día de su cumpleaños. Él era un oficial salido de las filas, lo que entonces le molestaba enormemente; había sido suboficial en Gallipoli y en Francia cerca de tres años. Sólo recientemente le habían dado el despacho de oficial. Era un joven robusto y de mal carácter, aficionado a hablar en un inglés malo y vulgar, que nunca se molestó si algún soldado no le saludaba, pues no daba ninguna importancia al saludo. Solía comer con soldados retirados en cafés y restaurantes e incluso bebía con ellos, y no tenía idea de la disciplina. Todo lo que sabía hacer, unido a otros como él, era ganar batallas.

Treinta y dos años habían transcurrido desde aquellos tristes meses de 1918, pero Jane podía recordar todavía la enfadosa situación surgida cuando se rebeló contra su familia. Era entonces demasiado joven y poco madura para hacer prevalecer en su familia la convicción de que el amor que la unía a aquel hombre era la sustancia para una unión feliz y duradera. Jane lo comprendía y lo sentía profundamente, pero no sabía explicarlo con palabras. Podía recordar como si fuese ayer la fría cortesía de su padre para con el joven y tosco oficial que ella había llevado a casa, el punzante desprecio que mostraba por él en las conversaciones privadas y las fútiles aseveraciones de su madre al decir: «Papá sabe bien lo que hace». Jane se había casado con Jack Dorman en febrero de 1919, en Paddington, una semana antes de zarpar con él para Australia y sus padres acudieron sólo a la ceremonia de la boda. Aparte de ellos, sólo estuvieron presentes alguna antigua amiga de la escuela y tía Ethel.

Tía Ethel, hermana de su padre, era la señora Trehearn, casada con Geoffrey Trehearn, comisario de policía en la India, y en aquella época estacionado en Moulmein. Tía Ethel había vuelto a casa con sus dos hijos para internarlos en una escuela inglesa y permanecía en Inglaterra esperando pasaje para retornar a Birmania. Tía Ethel fue la única, entre todos los familiares de Jane, que se puso de parte de la joven, diciendo a la familia que la novia había hecho una elección inteligente, levantando con ello una helada barrera entre ella y su hermano Tom, lo que, sin duda, la perjudicó. El almirante sir Thomas Foxley tenía poco aprecio por la sagacidad femenina y en aquellos días lejanos la sola mención del voto de las mujeres le hacía el mismo efecto que una capa roja a un toro.

Todas estas cosas pasaron por el cerebro de Jane Dorman mientras estaba sentada, apurando su té en la cocina de su casa, treinta años más tarde. Diecisiete mil libras para gastar, después de pagados los impuestos… Todo aquel dinero se había ganado en un año y de un modo honrado, mucho más del que su padre o cualquier otro miembro de su familia soñó con ganar jamás. Era extraordinario pensar en ello y extraordinario también que después de una existencia tan penosa el dinero significase tan poco para ellos dos. Jack no sabía qué hacer con él y era evidente que ella tampoco.

—No considero que merezca la pena volver a casa —dijo por fin—. No creo que conozca ya a nadie de allí, excepto a tía Ethel, y posiblemente no la reconocería. Por cierto que había una carta suya entre el correo de hoy. Claro que me gustaría ver otra vez a la pobre vieja antes de que se muera, pero es la única por quien siento interés. Ahora ya debe tener los ochenta.

—¿No te gustaría ir a ver tu antigua casa? —sugirió él.

Sabía cuántas veces su mujer había pensado en la casa de la pequeña población, durante los primeros tiempos de vivir en Australia.

—Ahora que está transformada en escuela, no —contestó ella, negando al mismo tiempo con la cabeza—. Todo debe de estar cambiado. Prefiero recordarlo como era antes.

Su padre tenía dos jardineros, un mozo de cuadras y tres criados para la casa. Jane sabía que todo sería diferente de la sencilla y agradable rutina de la casa en donde había vivido hasta entonces.

Su marido no insistió. Si ella no quería volver a Inglaterra, a él le parecía muy bien. Jack recordaba el país como un lugar frío y hostil para él, en el que, debido a su inactividad, se había sentido enfermo. Lo detestaba secretamente. Lo que le hubiera gustado más habría sido volver a Gallipoli, a Francia o a Italia… Sería interesante ver de nuevo aquellos países. Entonces volvió a acordarse de su jornalero italiano.

—Hay otra cosa. Se trata de Mario —explicó a su mujer—. Conviene que traiga a la novia que tiene allí de donde vino. No sé cuánto habrá ahorrado hasta ahora, pero me parece que sería acertado ayudarle a pagar el pasaje de la muchacha. No será gran cosa y podemos incluirlo como gastos de contribución. Después de todo es un asunto que tiene que ver con la finca.

Mario Ritti era un hombre sonriente, de veintiocho años, alto y bien formado, con oscuro cabello rizado, tez morena y ojos brillantes; en resumen, un peligro para todas las jóvenes de los alrededores. Fue hecho prisionero por el Octavo Ejército en Bardía, en 1942, y pasó dos años en Inglaterra como prisionero de guerra, trabajando en una granja de Cumberland donde aprendió a cuidar ovejas. Después de la guerra volvió a su tierra natal, Chieti, ciudad situada en una colina, en las montañas de los Abruzzi, cerca de la costa del Adriático, donde sus padres soportaban una vida mezquina, sosteniéndose gracias a un pequeño retazo de tierra casi estéril. En Italia había más gente de la que la tierra podía mantener y Mario inscribió su nombre en un pasaje exento de gastos para Australia. Había trabajado como jornalero y como camarero en un hotel de Pescara, y también como pintor de paredes, hasta que al cabo de tres años le correspondió el pasaje solicitado y pudo marchar a un país menos poblado. Según las condiciones de su pasaje debía trabajar durante dos años bajo el mando del Departamento de Inmigración de Australia y transcurrido dicho tiempo era libre de elegir él mismo su trabajo como cualquier otro hombre. Jack Dorman obtuvo a su empleado del Departamento de Inmigración y como estaba muy contento con él se mostraba preocupado por el temor de perderlo al cabo de los dos años.

—He pensado que debíamos hacer una casa en la zona de los esquiladores —siguió diciendo a Jane—. Podríamos alargar un poco esa zona hasta los molinos de viento y hacer allí una pequeña construcción de tres habitaciones. Entonces haríamos que viniese la chica, él quedaría ligado y ella podría ayudarte a ti en la casa.

Jane rió brevemente.

—¡Menuda ayuda va a ser una muchacha que no habla una palabra de inglés y que tendrá hijos todos los años! Seré yo quien la ayude a ella y no ella a mí. Sin embargo, si puede encargarse de hacer las comidas no pienso decir que no.

Permaneció unos momentos pensativa.

—¿Cuánto costará el pasaje y cuánto tendrá ahorrado él?

—Envía dinero a Italia para sus padres. Una vez mandó cinco libras en una semana, de manera que no podrá ahorrar mucho. Supongo que el pasaje valdrá unas cincuenta libras. Podríamos pagarlas nosotros y que él emplee en muebles lo que tenga ahorrado.

—Entérate de cuánto tiene —aconsejó ella—. Debe poner todo lo que tenga si hemos de hacer eso por él.

—Es verdad. —Jack retiró su silla de la mesa, preguntando—. ¿Te gustaría ir esta tarde a la ciudad para llevar este cheque al banco?

Jane sonrió. A veces Jack se sentía todavía muy joven.

—¿No confías en el cartero?

—No. Tratándose de veintidós mil libras, no. Una cantidad así debe quedar registrada.

Hizo una pausa para añadir luego:

—De camino podemos echar un trago. Iremos a Buttercup para tomar el té con George y Ann.

—¿Y dejamos el trabajo?

—Claro que sí. Total es un día…

—¿Quién preparará el té para los muchachos si nosotros nos vamos a echar una cana al aire, a Buttercup?

—Esta noche pueden tomarlo frío.

—Muy bien.

Jane buscó un sobre que estaba sobre la mesa.

—¿Quieres leer la carta de tía Ethel?

—¿Dice algo nuevo?

—En realidad, no —le contestó Jane lentamente—. De todos modos, será mejor que la leas.

Le tendió la carta y él la sacó del sobre para leerla. Jane se levantó, miró el reloj, puso a hervir el guiso de patatas y echó dos troncos más en la estufa. Luego se sentó de nuevo, cogió las cuartillas que ya había leído Jack y las leyó otra vez.

Venía de Maymyo, Avenida Ladysmith, Ealing, un suburbio del oeste de Londres que Jane no había visto nunca. Hasta muy recientemente la anciana tía les había escrito por vía aérea, pero últimamente todas llegaban por correo marítimo, quizá porque ahora no le urgía que llegase pronto ninguna carta.

La letra era muy irregular y enrevesada. Antes su escritura era muy legible, mas desde hacía uno o dos años resultaba cada vez más ininteligible. Aquella carta decía:

Mi querida pequeña:

Hoy ha llegado otro de tus apreciados paquetes, lleno de frutas pasas, sultanas y cerezas en dulce, todas esas cosas tan agradables que nos hacen recordar los tiempos anteriores a la guerra, cuando uno podía comprarlas en las tiendas, sin ninguno de esos estúpidos trocitos de papel, cupones y cosas por el estilo. A veces me muestro muy impaciente cuando voy a comprar alguna de las raciones que me corresponden y supongo que es debido a que me vuelvo vieja, porque, querida, el mes que viene cumplo los setenta y nueve. Me sentí muy desanimada cuando murió Aggie, pero ahora he vuelto a reponerme y el viernes pasado crucé el puente con la señora Morrison, porque ya han pasado tres meses desde su fallecimiento y siempre he creído que tres meses de luto es bastante para cualquiera. Temo que éste va a ser un invierno muy largo y envidio el invierno que pasas tú durante nuestro verano, porque aquí ya hace mucho frío y el señor Atlee dice que no hay carbón porque él lo ha vendido todo a América, Yugoslavia o no sé dónde, así que no queda para nosotros; y ahora los mineros y los empleados de ferrocarril piden aumento de sueldo. Si al menos nuestro querido Winston volviera pronto… Todo el mundo dice que no tardará en estar aquí.

Jane dobló las páginas, mirando aquellos rasgos que la primera vez le costó trabajo descifrar, y que sin duda resultaban enrevesados para Jack. Aggie era la señora Agatha Harding, quien había compartido la casa de Ealing con la tía; fue la esposa de un oficial de la armada. Ahora que ella había muerto, Jane suponía, aunque su tía no lo decía, que la anciana vivía sola. La carta seguía diciendo:

Jennifer vino a pasar un domingo conmigo en agosto y pronto volverá otra vez. Ha crecido y se ha convertido en una muchacha muy guapa de cabello rojo, con la nariz como toda nuestra familia. Cumple veinticuatro este año y hace mucho que debía haber sido presentada a la Corte, pero por lo visto ahora todas las cosas son distintas y Jennifer trabaja en una oficina de Blackheath, creo que en el Ministerio de Pensiones. Le he preguntado si hay algún joven por medio y me ha asegurado que no, pero yo espero que haya alguno y que sea tan simpático como lo era Jack. Muchas veces recuerdo aquellos tiempos en que tú fuiste tan desobediente y te casaste con él, lo indignado que se mostró Tom y lo acertada que tú estuviste. Lo único que yo habría deseado era que no te fueras a vivir tan lejos.

Mientras leía aquello, Jane también deseó no vivir tan lejos. Tal vez valiera la pena hacer aquel largo viaje a Inglaterra para ver de nuevo a aquella adorable anciana que aún pensaba en ella como en una niña.

Resulta raro pensar que ya tienes cincuenta años, que se han ido de tu lado algunos hijos y que prosperáis tanto con la lana. Me alegro mucho por ti. Nuestro Gobierno se muestra completamente estúpido en lo que se refiere a la lana y otras muchas cosas. El otro día fui a Sayers a comprar una chaqueta de abrigo para el invierno, pero los precios son enormemente abusivos, incluso en los géneros más necesarios, y la dependienta me dijo que eso era debido a que se compraba la lana a granel al Gobierno socialista, y yo le repuse que podía decir al señor Atlee que podía quedarse con ella y que yo me arreglaría con lo que tengo. Querida, espero que las cosas te resulten más baratas a ti de lo que están aquí. Claro que es de suponer que puedes hilar y tejer tu propia lana. Mi abuela decía siempre que es mejor hacerse las cosas una misma que tener que comprar en pequeñas cantidades. Querida, te doy nuevamente las gracias por tus paquetes y tus cartas. Te volveré a escribir muy pronto y con todo mi cariño.

Recibe el afecto de tu tía

ETHEL

—Va saliendo adelante, ¿eh? —comentó Jack Dorman.

—Sí. Va saliendo adelante, pero no me gusta pensar que a su edad vive sola.

—¿Ocurre eso desde que murió Aggie?

—Parece que actualmente vive completamente sola —asintió Jane—. Yo desearía que nosotros estuviéramos más cerca de ella.

Él volvió a mirar la carta y preguntó:

—¿Quién es esta Jennifer de la que habla aquí?

—Jennifer Morton, su nieta. Su hija Lucy se casó con Edward Morton, un médico de Leicester.

Jack no sabía dónde estaba Leicester y no le importaba gran cosa saberlo.

—¿Y esa Jennifer trabaja en Londres?

—Creo que en las afueras de Londres. En Blackheath.

—Bueno. ¿Y ella no podría ir a vivir con la pobre vieja?

—No lo sé —replicó Jane—. Pero no creo que nosotros podamos hacer mucho a este respecto.

Jack se dirigió a la cuadra y Jane empezó a preparar la mesa de la cocina para la comida del mediodía. Se sentía vagamente desazonada. Parecía advertirse algo amenazador en todas las noticias que llegaban ahora de Inglaterra, tanto en las cartas de la anciana como en los periódicos. Las cosas más extraordinarias parecían ocurrir en aquel país y, por lo visto, sin ninguna razón. A lo largo de su vida, Jane había tenido etapas muy duras, pero nunca careció de la comida necesaria y prácticamente de ninguna comida o fruta de las que pudieron apetecerle. Podía recordar las grandes reuniones en la mesa de su padre, en Sutton Bassett, durante su infancia, los riñones con tocino del desayuno, con la mermelada fría a un lado, la espesa crema en el centro de la mesa y la mantequilla siempre a discreción. Estas cosas eran tan normales para ella como el sol o el viento. Incluso en las épocas más apremiantes de sus primeros tiempos de casada en Gippsland, tuvo siempre aquellas cosas como algo natural y nunca hubo de preocuparse por ellas. Si actualmente no las usaban tanto era porque Jane era más vieja y le convenía una dieta rigurosa, pero resultaba inconcebible que pudieran faltar aquellas cosas para quienes las deseaban.

Lo mismo opinaba del carbón. Nunca en su vida hubo de ocuparse Jane de economizar el combustible. Después de estar acostumbrada a las ardientes chimeneas y la gran cocina de Sutton Bassett, marchó al país australiano, de clima más dulce, donde todo el mundo cocinaba y caldeaba sus casas con hogueras de madera. Ni en los peores tiempos tuvieron dificultades con el combustible, contando siempre con la madera que necesitaban. Sin duda, en Merrijig, con el ardiente sol y los grandes aguaceros, la dificultad estribaba en evitar que las zonas de bosques se extendiesen hasta los prados. Si se dejaba un rincón sin pastos durante tres años, los arbustos adquirían una altura de cinco pies, y al cabo de diez años se habría transformado en un espeso bosque. Incluso en la ciudad era corriente encargar una tonelada de madera con la misma naturalidad que una libra de mantequilla o un solomillo de ternera.

¿Qué clase de vida estaba llevando tía Ethel, que no podía comprarse una chaqueta para el invierno? ¿Y por qué una chaqueta? ¿Por qué no tres o cuatro? ¿Qué haría cuando la lavase? ¿Es que también tenían que racionarse las ropas? Le pareció recordar que se había impuesto aquella necesidad últimamente en Inglaterra. Interrumpió su tarea de preparar la mesa, sacó la carta del sobre y volvió a leer la parte en que hablaba de la chaqueta. Jane frunció el entrecejo, algo perpleja. Allí no se hablaba para nada de racionamientos; el motivo de que su tía no hubiese comprado la chaqueta era que resultaba demasiado cara. ¡Qué locura cometía no comprándola! Los ancianos tienen que llevar ropas de abrigo, sobre todo para soportar los inviernos de Inglaterra. Era cierto que el precio de las ropas de lana iba en aumento también en Australia, sobre todo después de pasar por los tintes y la confección, pero no parecía posible que tía Ethel estuviera tan mal. Los Foxley tuvieron siempre mucho dinero. Quizá se estaba volviendo algo maniática.

Jane salió para avisar que era la hora de comer haciendo sonar una campanilla colocada en la cancela de la puerta. Cada vez se sentía más apesadumbrada.

Los hombres acudieron en seguida. Jane oyó a Tim y a Mario que se lavaban las manos en el depósito de la cuadra y empezó a servir los platos. Al poco rato entraron los jóvenes con Jack y se sentaron a la mesa. Jane cortó un buen pedazo de carne para cada uno y llenó los platos de legumbres. A Jack le puso menos y en su propio plato echó un trozo más pequeño. La comida acabó con un plato de compota y una taza de té. Mientras descansaba, fumando, después de comer, Tim Archer preguntó:

—¿Necesitará usted la camioneta el sábado por la noche, señor Dorman? Se celebra el baile de la Cruz Roja.

—Yo, no.

Y volviéndose a Jane, inquirió:

—¿Quieres ir el sábado al baile?

Era una proposición que él no le había hecho desde hacía lo menos siete u ocho años y a ella le extrañó oírselo decir. Claro que todas las cosas resultaban extrañas aquel día en que se había recibido el cheque de la lana. Jane se echó a reír al contestar:

—Ya ha pasado mi época de ir a los bailes, pero a los muchachos les gustará ir.

—¿Tú vas a ir, Mario?

El joven de cabello negro y rizoso repuso con los ojos brillantes:

—Sí, señor Dorman[1].

—Habla inglés, como un cristiano —refunfuñó su jefe—. Puedes ir, si lo deseas.

El joven rió más ampliamente.

—Sí —respondió, esta vez en inglés—. Me gustará mucho. Soy muy aficionado al baile.

—Me lo imagino —Jack se dirigió a Tim—. Si tú vas, échale una mirada. No permitas que se busque ninguna complicación ni complique a ninguna chica.

En el distrito se tenían ciertos prejuicios contra los inmigrantes, en parte con fundamento, y con Mario había surgido una vez una riña en el primer baile al que acudió, cuando todavía no estaba acostumbrado al clima social de Australia.

—No lo perderé de vista, señor Dorman.

—De acuerdo. Podéis coger la camioneta. ¿Ya tenéis las entradas? —preguntó después de una pausa.

—Todavía no. Me pareció mejor esperar a saber si podíamos contar con el vehículo.

—Tengo que ir a Banbury después de cenar. Os las traeré si me dais el dinero.

—Gracias, señor Dorman.

Tim vaciló un momento antes de preguntar:

—¿Podría usted pasar por la oficina de Correos?

—Puedo pasar.

—¿Podría usted entrar y decirle a Elsie Peters que iré al baile con Mario?

—Se lo diré —asintió Jack.

Al poco rato se levantaron de la mesa, Tim para descargar la camioneta, Jack para ir a la oficina y Mario para ayudar a Jane a recoger los cacharros de la mesa y lavarlos. Un cuarto de hora más tarde, Jack salió a la galería y vio que Mario y Tim sacaban el bidón de aceite Diesel de la camioneta haciéndolo rodar por una plataforma de madera. Esperó que el bidón estuviera en el suelo y entonces llamó:

—¡Eh, Mario, ven un momento!

El joven anduvo hasta la valla que cercaba el prado y allí se detuvieron él y Jack bajo el ardiente sol.

—Mira, Mario. He estado pensando en la novia que tienes en Italia. ¿Todavía piensas en sacarla de allí y traerla a Australia?

—Sí, señor Dorman. Lo deseo enormemente. Estoy enamorado de Lucía. Nos casaremos cuando ella venga.

—¿Cómo dices que se llama? ¿Lucía?

—Sí. Lucía Tereno.

—Lucía Tereno… ¿Y vive en la ciudad de donde tú viniste? ¿Vive en Chieti?

—Ella es de Orvieto, un lugar muy próximo a Chieti.

—¿Y tú estás ahorrando para sacarla de allí?

—Sí, signore —contestó Mario, en italiano.

—¿Cuánto cuesta el billete?

—Cincuenta y ocho libras.

—Y hasta la fecha, ¿cuánto has ahorrado?

—Veintisiete libras. Yo envío dinero a mi padre.

—¿Envías dinero a tu padre?

—Sí, señor Dorman. E vecchio.

—¿Qué quieres decir?

—Que es viejo, y mi madre también.

El ganadero permaneció silencioso unos momentos, pensando en todo aquello. Por fin, dijo:

—Mira, Mario. He pensado construir una pequeña vivienda para ti y Lucía y pagarte el billete de ella. Las veintisiete libras que tienes ahorradas las empleas en muebles y los que te falten puedes hacerlos por las noches. Si yo hago esto, tú te quedarás conmigo dos años más, después de transcurrido el plazo de los dos primeros años. ¿Te haría esto perder un sueldo mejor en otro sitio?

Mario no comprendió bien lo que se le ofrecía. Hablaron un rato y gradualmente el cerebro del italiano pareció llegar al éxtasis cuando la proposición se le apareció completamente clara.

—Te pagaré el pasaje de ella y te daré una vivienda de tres habitaciones al final del espacio destinado a los carneros. Te quedarás conmigo hasta septiembre de 1953 con el mismo sueldo que ahora más los pluses de carestía. La comida la comprarás en la finca ahorrándote tres peniques por libra y las hortalizas las cogerás de la huerta. ¿Capito?

—Sí, signore.

—¡Habla inglés de una vez, animal! Si hago eso, te quedarás conmigo hasta septiembre de 1953. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, señor Dorman. Y gracias, muchas gracias.

—Te portas muy bien, Mario. Sigue por el camino que llevas ahora y todo irá bien. Es un negocio para los dos. ¿Y ahora, qué quieres hacer? ¿Enviar el dinero para el pasaje de Lucía?

—Sí, señor Dorman. Lucía se sentirá muy feliz cuando reciba mi carta explicándoselo.

—Muy bien, Mario. Pues escribe esa carta en tu endemoniado lenguaje y dile que venga para casarse contigo, que le envías el dinero para el viaje. Ve a escribir ahora. Esta tarde llevaré esa carta a la ciudad y ordenaré que se envíen por vía aérea esas cincuenta libras.

—Muchas gracias, muchas gracias, señor Dorman. Voy a escribir ahora a Lucía.

Y Mario se marchó apresuradamente a su habitación.

Dorman volvió a entrar en la casa para cambiar su indumentaria de trabajo por otra más adecuada para la ciudad. Se puso el traje oscuro de lana que llevaba solamente en las ocasiones importantes y una corbata color púrpura con rayas negras. Se sentó en la cocina y se puso a lustrarse los zapatos de ciudad, mientras Jane cambiaba de ropa, y al poco rato salió al patio a preparar la camioneta. Mario se acercó a él con un sobre en la mano.

—Es para Lucía. No la he franqueado. ¿Quiere hacerme el favor de ponerle el sello? Para correo aéreo.

—Muy bien. ¿Le dices que se le envían las cincuenta y ocho libras?

—Se lo digo, señor Dorman. Se lo digo en italiano y ella vendrá rápidamente.

—Seguro que eres tú quien la advierte que venga con rapidez, sinvergüenza. Piensa mucho y ten la nariz limpia hasta que ella venga. En la ciudad me enteraré de los precios de la madera para tu casa.

—No sé cómo darle las gracias, señor Dorman.

—Bueno. Vete y sigue trabajando.

Aquella tarde, Jack condujo su vehículo camino de la ciudad llevando a Jane a su lado. Aparcaron el coche a la puerta del Banco y entraron juntos. Jane cobró un cheque. Acabó antes que su marido y se encaminó a casa de la costurera, mientras Jack entraba en la oficina del director para tratar del envío de las cincuenta y ocho libras en un cheque a nombre de Lucía Tereno, residente en Chieti, Italia. Después de solucionar aquel asunto sacó el cheque de la lana para ingresarlo en su cuenta corriente.

El director lo cogió echándole una ojeada inexpresiva. Durante la semana anterior había estado recibiendo uno o dos cheques como aquel cada día.

—Ahora le daré el recibo, señor Dorman. ¿Qué quiere hacer con el dinero? ¿Lo ingresa todo en la cuenta corriente?

—Así es.

—Si piensa usted invertir una parte del dinero, puede escribir a nuestra sección de inversiones en nuestra oficina central donde le harán algunas sugerencias. Es una lástima que una suma como esta permanezca inmóvil.

—Lo pensaré —prometió Dorman—. Voy a ir a Melbourne dentro de uno o dos meses. Una gran parte de esta suma tendré que invertirla en contribuciones y además necesito algunas cosas para la finca.

El director sonrió apagadamente. Él también estaba enterado de aquello.

—Espero que compre bien. Bueno, no deje de avisarme si necesita algo.

Dorman abandonó el Banco y entró en la oficina de Correos; compró sellos, con uno de avión para la carta de Mario, y la dio a Elsie Peters para que saliese en seguida.

—Venía a decirle que Tim Archer irá al baile de la Cruz Roja con Mario.

—Muy bien. Tim ha estado aquí esta mañana, pero no sabía si iría.

—Ya. Ahora ya saben que pueden contar con la camioneta. Pero si Mario se mete en algún lío no volveré a dejársela. Les he dicho que les sacaría las entradas. ¿Dónde puedo hacerlo?

—La señora Hayward se las venderá. Tiene usted que subir por Marshall. Si quiere, puedo comprarlas yo, señor Dorman, si usted me da su importe, ya se las enviaré por correo.

El hombre sacó un billete de su cartera.

—Gracias. ¿Hay algo nuevo sobre la ida de usted a su casa?

Ella asintió, con ojos brillantes.

—He reservado pasaje para el cinco de mayo en el Orontes. Es una cosa muy excitante. Me parece que no puedo esperar tanto tiempo. Este año a papá le ha ido bien el negocio con la lana.

—Magnífico. ¿Ya qué parte de Inglaterra va usted?

—Toda la familia de mamá vive en una población llamada Nottingham. Creo que está en el centro de Inglaterra. Primero estaré una temporada con ellos, pero luego quiero encontrar trabajo en Londres.

—Londres es un buen sitio. Yo estuve en Inglaterra cuando servía en el ejército y no creo que haya variado mucho desde entonces. Por lo que he oído, carecen de comida en estos tiempos. Tendremos que encargarnos de enviarle paquetes con alimentos.

—Eso dice mamá —rió la joven—. Pero yo creo que todo irá bien. La gente que ha estado allí dice que hay mucha exageración en eso de que escasea la comida. La cosa no está tan mal como ellos quieren demostrar.

—Sin embargo, no he oído que ninguno devuelva los paquetes de comida que reciben —observó él.

—No creo que reciban demasiados —repuso Elsie, pensativa—. Y además, me parece que les agrada recibir paquetes. Yo me llevaré una buena provisión de latas de conserva… Será un viaje muy agradable. No voy a ser capaz de esperar hasta mayo.

Jack salió de la oficina, tomó su coche y se fue a ver al arquitecto. Estuvo con él un rato hablando de la vivienda de tres habitaciones que deseaba construir para Mario y quedaron en que el arquitecto iría a tomar medidas para la cantidad de madera y los demás materiales necesarios. Aquello le llevó a Jack bastante tiempo, y cuando llegó a casa de la costurera, Jane ya le estaba esperando. Hicieron juntos algunas compras, colocaron los paquetes en el anaquel que había detrás del asiento del conductor y emprendieron la marcha por la carretera de Buttercup.

George y Ann Pearson vivían en una propiedad mucho más pequeña que la suya, de unos cinco mil acres. No tenían el río cerca y obtenían el agua de las reservas de su embalse, o extrayéndola por medio del desagüe de algunos puntos estratégicos de sus tierras. Eran más jóvenes que los Dorman y sus hijos eran pequeños. La menor era Judith, que sólo contaba ocho años, pero resultaba ya lo bastante crecida para montar su caballito todas las mañanas y recorrer las seis millas que la separaban de la escuela, con su cartera de colegial a la espalda. Como ésta era la manera habitual de ir a las clases, la escuela contaba con un buen prado; los niños desmontaban allí, sujetaban las bridas a la empalizada y entraban a dar sus lecciones. A la hora de salir, cada uno buscaba su caballo, la maestra les ayudaba a montar si había alguna dificultad y recorrían de nuevo las seis millas que los separaban de sus casas.

George Pearson había colocado un trampolín y un par de escalones en su cisterna más grande, convirtiéndola en una piscina, y los niños se estaban bañando en ella cuando llegaron los Dorman. Era evidente que los pequeños habían llevado a casa algunos amigos de la escuela, porque se veían tres jacas paciendo junto a la cisterna, con monturas sobre sus lomos. Sauces llorones de diecisiete pies de altura se alzaban, alrededor de la piscina y media docena de cuerpecillos chapoteaban, salpicaban y dejaban escapar chillidos penetrantes, dentro del agua, bajo el sol resplandeciente.

—Me parece que aún hace demasiado frío para bañarse —opinó Jane—. Todavía estamos en octubre.

—El sol calienta —repuso el marido—. Estábamos a dieciocho grados después de comer.

—De todos modos, el agua está fría. George me ha dicho que esa cisterna tiene doce pies de profundidad. Bajo la superficie, el agua estará fría.

—A ellos no se lo parece —concluyó Jack, separando la mirada que había mantenido atenta a la conducción para observar la cisterna—. A menudo he deseado tener también un estanque. Esos niños se divierten mucho.

Detuvo el coche en el patio, cubierto de hierba. Ann Pearson salió a su encuentro. Era australiana y hablaba con un marcado acento del país, en contraste con su marido, que había salido de una granja inglesa en 1930 y conservaba la pronunciación propia de Somerset.

—¿No han visto ustedes a George? —preguntó Ann, después de saludarles—. Ha ido a la piscina con los niños.

—No nos hemos detenido allí —contestó Jane—. Seguramente estaría con ellos.

—Nos hemos dejado ver sólo para saber si George ha recibido su cheque de la lana —bromeó Jack.

—Desde luego —fue la simple respuesta de Ann, que, por lo visto, no deseaba hacer ningún otro comentario.

Jack se volvió hacia Jane y comentó:

—Ya ves. Tiene bastante dinero para invitarnos a tomar el té.

—En este condado se da té a todo el mundo —replicó Ann—. ¿Cómo van las cosas, Jack? Le aseguro que nosotros a veces estamos asustados. Las cosas no pueden continuar así, ¿verdad que no?

—Habrá una baja el año que viene. No será una gran cosa, pero bajarán a un nivel razonable, creo yo. Después, quizá se produzca algún alboroto.

Jack y Jane salieron de la camioneta y siguieron a Ann hasta la amplia galería, donde se sentaron.

—Es lo mismo que piensa George. Yo me contentaría con que bajara un poco la vida. Las cosas no están bien ahora. Tampoco es bueno para los niños ver que el dinero se adquiere con tanta facilidad.

Luego Ann les explicó que ella y su marido saldrían para Inglaterra en el P. O. «Strathomre», en abril. Los niños se quedarían con su abuela en Nagamble.

—George reservó los camarotes hace seis meses, pero la verdad es que yo nunca creí que llegara el momento de hacer ese viaje. Ahora ya es una cosa definitiva. El padre y la madre de George viven todavía en ese lugar que se llama Shepton Mallet, de donde él vino. Nunca creí que llegaría a conocerlos, pero ahora parece que lo conseguiré.

Después de decir esto se dirigió a Jane para hacerle unas preguntas sobre algo que la había estado preocupando notoriamente. ¿Qué traje hay que ponerse por la noche cuando se viaja en uno de esos barcos P. O.? ¿Hay que ponerse vestido de noche, o ese vestido se reserva para los bailes? No tardó en aparecer George Pearson con seis pequeños hambrientos y se sentaron a tomar el té en la larga mesa de la cocina. Eran once a la mesa, incluyendo el jornalero, un polaco procedente de Slonim que hablaba muy poco inglés. Se comieron la mayor parte de dos cuartos traseros de carnero asado y una gran fuente de patatas como la cosa más natural, acabando con pan y mermelada, dos pudines y abundantes tazas de té. Luego los hombres salieron al patio y montaron en sus caballitos a los niños que estaban de visita, vigilando que siguieran el camino de sus casas para que llegaran antes del anochecer, cosa que en Australia acontece muy temprano.

Los dos ganaderos permanecieron un rato en la galería, hablando reposadamente mientras sus esposas lavaban las vasijas sucias.

—Nos ha dicho Ann que vais a casa —comentó Dorman.

—Sí.

George aspiró una bocanada de humo guardando un rato de silencio.

—Veré a los viejos una vez más. No sé cómo están las cosas allí ahora.

—Yo he preguntado a Jane si la gustaría volver a su tierra, pero me ha dicho que no. Cree que todo estará muy cambiado.

—Sí. Quiero ver a mi hermano y saber si se quiere marchar. Todavía hay tierra aquí si se busca.

—A noventa libras el acre. —Los dos hombres rieron—. Y a cincuenta y cinco o cincuenta si se busca mucho.

—Eso será lo que le den por la tierra que tiene en mi patria —aseguró George.

—Todo irá bien mientras siga el alza de la lana.

—Quiero ver cómo están los asuntos en mi tierra —insistió Pearson—. No pueden ser tan malos como se asegura en los escritos.

—Seguramente lo son —opinó Dorman—. He leído en el periódico que se puede tener un coche nuevo si se posee alguno desde la guerra y que ahora venden ardillas en las carnicerías. ¿Qué es una ardilla? ¿Viene a ser como un zorro?

—Es más pequeño. Tiene el tamaño de una rata, pero se alimentan con cosas decentes. Supongo que las ardillas son comestibles. En mi tierra las comían los gitanos.

Hubo un silencio pesado y embarazoso.

—No sé qué tendría que ocurrir en el mundo para que yo comiera una cosa parecida.

Las noticias extranjeras de los periódicos interesaban aquellos días. Los asesinatos o los retratos de muchachas en traje de baño eran cosas tangibles y corrientes que podían comprender, pero la implacable hostilidad de los rusos les parecía un enigma. Afortunadamente ellos se encontraban a siete u ocho mil millas de allí, y no les atañía demasiado. Corea y la China constituían otro enigma. Los muchachos australianos estaban combatiendo allí por razones que no estaban nada claras; habían ido únicamente porque en la reunión de las Naciones Unidas, a nueve mil millas de Buttercup, se había acordado que lo hicieran así. El señor Menzies les hizo algunos discursos diciéndoles que aquello era muy importante para los australianos y acabó por convencerlos. Lo único que realmente interesaba a los ganaderos era la escasez de comestibles de Inglaterra. No comprendían a qué se debía, pero enviaban abundantes paquetes de comida para sus familiares; sentíanse intrigados ante aquella crítica situación de los suyos. No podían comprender por qué los habitantes de Inglaterra no inmigraban a aquel magnífico país que tan bien los había tratado.

Las dos esposas salieron a la galería a reunirse con sus maridos.

—Ann me ha dicho que Peter Loring se ha caído del caballo, Jack —dijo Jane—. ¿Has oído algo de esto?

Su marido movió la cabeza, preguntando:

—¿Es uno de los Loring, de Balaclava?

—Sí —asintió Jane—. El pequeño. Tiene once o doce años. Cuéntaselo, Ann.

—Ha sido un accidente casual, Jack. El viernes a las nueve, fui a la ciudad. Subía por la carretera principal… Iba sola en la camioneta y vi un caballo con la montura y bridas, paciendo a un lado del camino y a Peter Loring, manando sangre de varias heridas, sentado en la hierba. Naturalmente, paré y fui a preguntarle qué le ocurría, y me dijo que se había caído del caballo cuando iba camino de la escuela. Le pregunté qué le dolía y me dijo que sentía dolor al hablar y al tocarse… Me encontraba allí completamente sola y no sabía si llevarlo a casa o hacer cualquier otra cosa. Y precisamente entonces llegó un camión con dos individuos del campo maderero.

—¿Del campo de Lamirra? —se interesó Jack Dorman.

—Eso es. Bueno, el camión se detuvo, salieron los dos hombres y uno de ellos me preguntó qué ocurría. Era un inmigrante alemán o algo parecido. Tenía un acento extranjero muy marcado. Le expliqué lo sucedido y se puso a examinar al chico detenidamente. El otro me dijo que aquel hombre era médico en su país, pero en Australia no. Era un individuo alto y delgado, de piel oscura y cabellos negros. De modo que me acerqué a preguntarle si había conmoción. Pensaba proponerle que trajéramos aquí al muchacho, ya que quedaba más cerca. Él no contestó en seguida. De momento se mostró un poco perplejo. Después hizo abrir la boca a Peter para mirarle la garganta y le encontró algo que provenía del oído. Luego me dijo: «No hay conmoción y las heridas no tienen importancia. Pero tiene un oído enfermo y le ha subido la fiebre. Debe ir en seguida al hospital de Banbury». ¡Fijaos! Con tantas cosas como podía haber tenido el chiquillo y aquel hombre averiguó en seguida lo que le pasaba. Yo toqué entonces la frente del niño y noté que ardía, así que pregunté al que conducía el camión si podía volver a Balaclava para avisar a la madre, y yo llevé a aquel médico y a Peter al hospital de la ciudad. Allí estaba el doctor Jennings que dijo que se trataba de una especie de mastoide. Otitis o algo así.

—Fue un encuentro afortunado —opinó Jack.

—El doctor Jennings conocía todo lo referente a aquel individuo —terció George Pearson—. Es checo, no alemán. Trabajaba en el campo maderero, cumpliendo los dos años acostumbrados.

—¿Cómo se llama?

—Me lo dijo, pero se me ha olvidado. Tiene uno de esos nombres extranjeros como Cylinder o algo así. No, no es eso, pero se parece. Ann le llevó luego hasta Lamirra.

—Era demasiado tranquilo y bien educado para ser un inmigrante —opinó su mujer—. Me parece que le resultó muy sencillo averiguar cuál era la enfermedad.

—Fue una suerte que apareciese precisamente entonces —dijo Jack.

—Desde luego —contestó vivamente Ann—. De no haber llegado él, seguramente yo habría metido a Peter en la camioneta y lo habría traído hacia aquí porque quedaba mucho más cerca que Balaclava. Y yo no habría sabido qué hacer con esa mastoide.

Los Dorman se despidieron poco después, dirigiéndose hacia Leonora. La vida siguió su curso normal en la finca y el sábado por la noche Tim Archer condujo la camioneta a Banbury llevando a Mario en ella para acudir al baile de la Cruz Roja. A pesar de sus diferentes orígenes, Tim se llevaba bien con Mario, pero en el baile siempre surgían conflictos con el italiano. Había una barrera entre aquel extranjero y las muchachas australianas: el lenguaje y las costumbres. Él se mostraba demasiado atrevido con ellas y las muchachas no deseaban que se las viera bailar con él más de un baile para no traspasar las barreras sociales. Hasta hacía poco una muchacha italiana de uno de los hoteles solía bailar con Mario la mayor parte de las veces. Pero ahora se había ido a Melbourne a ganar ocho libras semanales en un café y en consecuencia Tim se sentía algo preocupado por Mario.

Habría unas ochenta mil libras de valor en coches nuevos aparcados aquella noche ante el Shire Hall porque las ventas de lana habían sido buenas un par de años. Los jóvenes detuvieron el Chevrolet y entraron en el vestíbulo, muy pulcros con sus trajes azules y el grasiento cabello cuidadosamente cepillado. Estuvieron un rato con unos muchachos, cerca de la puerta, mientras las chicas se sentaban en sillas colocadas en hilera junto a las paredes, para esperar que las pidieran salir a bailar. Solamente bailaban dos o tres parejas. La sala estaba todavía muy fría. Tim observó a las muchachas. Elsie Peters estaba hablando con Joan McFarlane. De haber estado solo, Tim habría ido a pedir a una de las dos que bailase con él, más eso suponía dejar allí a Mario solo y aburrido. Su obligación con el italiano era conseguir que por lo menos bailara una vez antes de marcharse con sus amigas, y no sabía lo que Elsie o Joan podrían pensar si él las embarcaba con un individuo que hablaba un mal inglés y al que le sobraba atractivo personal.

Observó la hilera de muchachas sentadas y advirtió dos de cabello negro que estaban juntas. Tenían el cutis moreno y llevaban oscuros vestidos de lana de corte poco elegante. Eran forasteras, pues Tim no las había visto hasta entonces. Serían inmigrantes.

—¿Qué te parecen esas dos? —preguntó dando un codazo a Mario—. ¿No serán italianas?

—No lo creo —respondió el aludido—. A mí me parecen austríacas o polacas. Nunca las he visto hasta ahora.

—Ni yo. Vamos a sacarlas a bailar.

Tim esperaba que cuando Mario empezara a tratar con las muchachas él podría dejarlo y bailar a sus anchas.

Cruzaron la estancia en dirección a las extranjeras y Tim, dirigiéndose a la más próxima, preguntó:

—¿Quiere usted bailar conmigo? Me llamo Tim Archer.

Mario se inclinó, reverencioso, ante la otra como si fuera a besarle la mano, y dijo simplemente:

—Mario Ritti.

Las dos muchachas sonrieron y se pusieron de pie. La pareja de Tim aparentaba unos veinticinco años y era una morena muy bien parecida. Seguramente sabía afrontar la vida con valentía. Bailaba el pasodoble aceptablemente y mientras danzaban preguntó con un extraño acento:

—¿Teem Archer?

—Esto es. Tim.

—¿Tim? —repitió, intentando aprender a pronunciarlo.

—Eso es —asintió Tim de nuevo—. Es diminutivo de Timoteo.

—¡Ah, comprendo! Timoteo.

—¿Cuál es su nombre?

—Soy Tamara Perediak —contestó ella sonriendo.

—¿Cómo?

—Tamara Perediak.

—¿Tamara? Nunca he oído ese nombre.

—Es propio de mi tierra. Donde yo nací muchas chicas se llaman Tamara.

—¿Es usted polaca?

La joven movió la cabeza.

—Nací en Ucrania.

Tim no sabía dónde estaba aquel país, pero no le pareció oportuno demostrar su ignorancia.

—Ahora he venido a Australia desde Mulheim, en la zona americana.

Pronunció «Owstrahlia» para nombrar el país de Tim.

—Trabajo aquí, en el hospital.

—¿Acaba de llegar?

—He estado tres semanas en el campo, pero no hace más que tres días que estoy aquí.

—¿Tres días? Vaya. Entonces es usted nueva. ¿Qué le parece Australia?

—Me ha gustado mucho todo lo que he visto.

—¿Es usted enfermera?

—Creo que ustedes nos llaman doncellas. Soy la encargada de llevar las bandejas, fregar los platos y lavar la ropa.

—¿Conoce usted a alguien en Australia?

—Tengo buenos amigos de los que conocí en el barco, pero se han ido a Mildura y tengo a Natacha que viene conmigo. Es la que está bailando con su amigo. También procede de Ucrania y estuvimos juntas en Mulheim, trabajando en la misma cantina.

—¿Natacha?

—Es otro nombre ucraniano —sonrió ella—. Resultan muy difíciles nuestros nombres.

—Ya lo creo.

—Y dígame, ¿su amigo es también australiano?

—No, es italiano. Se llama Mario Ritti.

—¡Ah, italiano!… Ya me parecía que no era australiano.

—No lo es. Trabaja en Leonora, como yo. Esta noche está en la cumbre de la felicidad porque tiene novia en Italia y el jefe le ha dicho que le paga el pasaje de ella, y así Mario podrá casarse.

Tim hubo de repetir alguno de los detalles una o dos veces para que ella lo entendiera.

—¿Así que le pagará el billete de Italia a Australia? —comentó, asombrada—. Debe de ser un hombre muy rico.

—Le va muy bien con la lana. Pero no es un hombre verdaderamente rico.

—Su amigo ha tenido mucha suerte al trabajar con un hombre así. ¿Vendrá pronto su novia?

—Tan pronto como pueda coger un barco. Tenía miedo de que Mario le dejara cuando pasasen los años requeridos. Por eso ha querido tenerle sujeto en sus tierras, con una casa, esposa y familia.

La joven fijó en Tim sus ojos asombrados.

—¿También piensa hacerle una casa?

También. Una especie de cabaña, ya sabe usted…

Lila permaneció un momento silenciosa pensando en todo aquello.

—Yo también tengo que trabajar durante dos años —dijo luego—. Estoy en el hospital con Natacha.

—¿Le gusta?

—He estado trabajando así en la cantina de Mulheim cinco años —explicó encogiéndose de hombros—. Hubo un tiempo en que deseé ser maestra de escuela, pero la guerra me lo impidió.

—¿Dónde estaba usted durante la guerra?

—En Dresde. Cuando yo era pequeña mis padres se marcharon de Odesa porque no eran miembros del partido y la vida allí no se presentaba muy grata. Por eso se fueron a vivir a Dresde. Allí mi padre era maestro y enseñaba a los niños rusos. Antes de la guerra y durante la guerra vivimos en Dresde. Un día los ingleses bombardearon la ciudad y mi padre y mi madre murieron juntos. Nuestra casa quedó destruida. Yo no estaba con ellos porque trabajaba de noche en una fábrica situada en las afueras de la ciudad que no fue bombardeada. Pero cuando volví por la mañana, nuestra casa y toda la calle habían quedado destruidas y mis padres estaban muertos. La guerra no tardó en llegar a Dresde y yo me marché, primero a Leipzig y luego, cuando se aproximaban los rusos, a Kassel. Allí conocí a Natacha y marchamos juntas a Mulheim con el fin de trabajar en la cantina.

—Conoce usted países extranjeros muy importantes —comentó Tim—. Me parece que Banbury le parecerá un lugar vulgar.

—Me parece que me conviene estar en un lugar vulgar y vivir vulgarmente algún tiempo. ¡Han sucedido tantas cosas desde que yo era niña…!

Aquel baile acabó poco después y ella volvió a su asiento. Inmediatamente Mario le pidió que bailara con él y Tim huyó discretamente para ir a bailar con Joan McFarlane.

A la misma hora, en Leonora, Jane estaba con Jack sentada ante la estufa de la cocina, en un sillón de madera con cojines. Solían sentarse allí por la noche, en vez de hacerlo en la sala, una habitación de más etiqueta donde no tenían nada a mano. Jack estaba leyendo su «Leader», un periódico semanal dedicado al cultivo, que era su preferido. Jane estaba sentada, muy preocupada, con la carta de tía Ethel entre las manos.

—Escribiré a Myers enviándole un cheque —dijo—. Han enviado una lista de los precios de los paquetes. Son siete libras, dieciocho chelines y seis peniques. Les diré que se encarguen ellos mismos de mandar uno cada mes.

—¿Qué le envías ahora? —preguntó el marido con un gruñido, sin levantar la vista.

—He encargado que le manden frutas secas. Eso parece que le gusta —repuso Jane jugueteando con la carta—. ¡Es tan difícil saberlo!… Nunca pide ni dice lo que necesita. De todos modos, parece que le gustan las frutas secas.

—Yo pensaba que sería mejor un paquete de otros alimentos. Según he oído andan muy escasos de todo.

—Una anciana no come mucho. Podrá hacer pasteles de fruta cuando tenga invitados para el té.

Dio la vuelta a la carta, leyéndola por décima vez.

—Podría hacerle esa chaqueta —comentó preocupada—. Parece que da a entender que no va muy bien de dinero, ¿no crees?

—Puede ser.

Jack dejó el «Leader» y miró a su esposa. Todavía veía en ella a la joven que se llevó de Inglaterra, tan enamorada de él que riñó con sus padres. La única que aprobó a su marido fue la tía a la que ahora enviaba aquellos paquetes.

—¿Quieres enviarle algo? —preguntó el marido.

—Serviría para que se comprara la chaqueta ella misma.

Jane permaneció un rato en silencio.

—No podemos enviarle una cantidad pequeña, Jack. O no hacemos nada o le enviamos una cantidad respetable. Ha de ser lo bastante para tener la seguridad de que no lo tomará a mal. Lo suficiente para que pueda mantenerse un par de años, si es que verdaderamente está en mala situación.

—Bueno, tenemos bastante dinero. Podemos hacerlo, si te parece oportuno.

Hubo una pausa.

—Yo me siento como si estuviéramos obligados con ella —dijo Jane al fin—. Como si hubiéramos de mirar por ella si está mal. A nosotros no nos ha ido mal. Y nuestro matrimonio nunca habría sido una realidad si ella no nos hubiera apoyado.

—Ya lo sé. Es lo mismo que creo yo.

Ella contempló la carta que tenía entre sus manos y dijo:

—No estoy contenta de estas noticias, Jack. No me gusta lo que creo adivinar. Si tenemos bastante dinero me gustaría enviarle quinientas libras.