EPÍLOGO

Hubo una investigación, por supuesto. Duró casi dos años. Estas cosas nunca duran un par de horas, salvo por televisión.

Un equipo se encargó del auténtico Java Star: desde la cubierta de su quilla hasta el momento en que salió de Brunei cargado con GLP, con destino a Fremantle, en Australia oriental.

Testigos independientes, que no tenían ningún motivo para mentir, confirmaron que el capitán Herrmann estaba al mando y que todo iba bien. Otros dos capitanes que doblaban el extremo noronental de la isla de Borneo vieron el barco poco después. Precisamente por su cargamento, ambos capitanes se dieron cuenta de que se alejaba bastante de ellos, y anotaron su nombre.

La única grabación del último mensaje de auxilio emitido por su capitán se reprodujo en presencia de un psiquiatra noruego que confirmó que la voz era de un compatriota noruego que hablaba bien inglés, pero que estaba hablando bajo presión.

Localizaron y entrevistaron al capitán del barco que llevaba un cargamento de fruta, y que había localizado la posición de la nave investigada y había virado en esa dirección. Contó lo que había visto y oído. Sin embargo, los expertos en incendios de alta mar consideraron que si el fuego en la sala de máquinas del Java Star fue tan catastrófico, el capitán Herrmann no pudo hacer nada por salvarlo, y su cargamento debió acabar incendiándose. Eso explica que no hubiera balsas salvavidas flotando en el mar donde se hundió.

Los comandos filipinos llevaron a cabo una incursión, con la ayuda de helicópteros de combate estadounidenses, de la península de Zamboanga, aparentemente en busca de las bases de Abu Sayyaf. Buscaron y encontraron a dos rastreadores de Haq que vivían en la selva y que de vez en cuando trabajaban para los terroristas, pero que no estaban dispuestos a morir por ellos.

Declararon que habían visto un buque cisterna de tamaño medio en una recóndita ensenada de la selva, y a ocho hombres con sopletes de oxiacetileno trabajando en él.

El equipo del Java Star entregó su informe un año después. Según el informe, el Java Star no se había hundido por un incendio declarado en cubierta, sino que lo habían secuestrado intacto; añadía que habían hecho lo máximo para convencer a las armadas del mundo de que ya no existía cuando en realidad no era así. Se suponía que todos sus tripulantes habían muerto, y eso había que confirmarlo.

Debido a lo delicado del asunto, todos los encargados de la investigación estaban estudiando las diversas fases del proceso sin saber por qué. Les dijeron, y ellos lo creyeron, que se trataba de una investigación para el peritaje del seguro.

Otro equipo se encargó de estudiar la suerte que había corrido el verdadero Countess of Richmond. Los componentes de ese equipo provenían del despacho londinense de Alex Siebart, en Crutched Friars, y fueron a Liverpool para investigar a los familiares y a la tripulación. Confirmaron que todo estaba en orden cuando el Countess descargó sus Jaguar en Singapur. El capitán McKendrick se había topado con un amigo de Liverpool en los muelles y se habían tomado un par de cervezas antes de que zarpara. Entonces había aprovechado para llamar a casa.

Testigos independientes confirmaron que el barco seguía al mando de su leal capitán cuando cargaron su valiosa madera en Kinabalu.

Sin embargo, gracias a una investigación sobre el terreno en Surabaya, Java, descubrieron que la nave en cuestión jamás había estado allí para recoger su segundo cargamento de sedas orientales. Con todo, la compañía londinense Siebart and Abercrombie había recibido la confirmación de los exportadores de que sí lo había recogido. Así pues, se trató de una confirmación falsa.

Hicieron un retrato robot del «señor Lampong» y el Servicio de Seguridad Nacional indonesio reconoció a un sospechoso, cuya culpabilidad nunca llegó a probarse, de financiación del Ya-maat Islamiya. Se montó una partida de búsqueda, pero el terrorista había desaparecido en la marea humana del sudeste asiático.

El equipo llegó a la conclusión de que el Countess of Richmond había sido abordado y secuestrado en el mar de Célebes. Toda su documentación, códigos de identificación de radiotransmisión y transpondedor fueron robados y el barco, con toda seguridad, acabó siendo hundido. Se informó a los parientes más cercanos.

El punto clave de la investigación fue el doctor Ali Amin al-Jatab. Las escuchas telefónicas de sus llamadas revelaron que había hecho una reserva para viajar a Oriente Próximo. Tras una reunión en la Thames House, sede del MI5, se decidió que esa era la gota que colmaba el vaso. La policía de Birmingham y las fuerzas especiales derribaron la puerta del piso del académico kuwaití cuando los agentes encargados de las escuchas confirmaron que estaba en la bañera. Se llevaron al kuwaití envuelto en su albornoz.

No obstante, al-Jatab era un hombre listo. Tras un registro exhaustivo de su piso, su coche y su despacho, su móvil y su portátil, no se descubrió nada que lo incriminara.

Mantuvo una leve sonrisa, y su abogado no dejó de protestar, durante los consabidos veintiocho días otorgados por la policía británica para retener a un sospechoso sin que mediara una acusación formal. Sin embargo, dejó de sonreír cuando, al salir de la prisión de Su Majestad en Belmarsh, volvieron a detenerlo, esta vez con una orden de extradición emitida por el gobierno de los Emiratos Árabes Unidos.

Según su legislación no existía límite de tiempo. Al-Jatab fue directamente a su celda. Esta vez, su abogado presentó una contundente apelación contra la orden de extradición. Como kuwaití, ni siquiera era ciudadano de los Emiratos Árabes Unidos, pero esa no era la cuestión.

El Centro de Lucha Contra el Terrorismo de Dubai se había hecho con cierto fajo de fotos de forma asombrosa. En ellas se veía a al-Jatab hablando muy amigablemente con un conocido correo de al-Qaida, capitán de un dhow que ya estaba bajo vigilancia. En otras se lo veía entrando y saliendo de una casa en Ras al-Jaima, conocida como escondite de los terroristas. El juez de Londres quedó impresionado y ratificó la orden de extradición.

Al-Jatab apeló… pero volvió a perder. Ante la posibilidad de escoger entre los dudosos encantos de la prisión de Beímarsh o el exhaustivo interrogatorio llevado a cabo por las Fuerzas Especiales de los Emiratos Árabes Unidos en su base del desierto en el golfo Pérsico, suplicó quedarse como un invitado de la reina Isabel.

Eso supuso un problema. Los británicos explicaron que no tenían ningún motivo para retenerlo, ni mucho menos para intentar acusarlo. Al-Jatab estaba a medio camino del aeropuerto de Heathrow cuando llegaron a un acuerdo y empezó a hablar.

Abrió la boca y los agentes invitados de la CIA presentes en las sesiones comentaron que eran como observar el desbordamiento de la presa Boulder. Delató a más de cien agentes de al-Qaida que hasta ese momento estaban limpios como patenas y que eran desconocidos para los servicios secretos de Gran Bretaña y Estados Unidos, y dio los datos de veinticuatro cuentas bancarias «durmientes».

Cuando los interrogadores mencionaron el proyecto de al-Qaida con el nombre en clave de al-Isra, el kuwaití se quedó mudo. No tenía ni idea de que hubiera personas informadas de ello. Entonces empezó a hablar de nuevo.

Confirmó todo lo que ya sabían o sospechaban en Londres y en Washington, y luego ofreció más datos. Fue capaz de identificar a los ocho hombres que iban a bordo del Countess of Richmond en su última travesía, salvo los tres indonesios.

Conocía la procedencia y la familia del adolescente de origen paquistaní, nacido y criado en el Yorkshire, que habló por radio haciéndose pasar por el capitán McKendrick y engañó al primer oficial David Gundlach.

Y admitió que el Doña María y los hombres de a bordo habían constituido un sacrificio deliberado, aunque ellos mismos no lo sabían; había sido una mera variación del plan por si el presidente estadounidense decidía no viajar en el Queen Mary II.

Poco a poco, los interrogadores fueron sacando el tema de un afgano del que sabían había sido interrogado por al-Jatab en la casa de los Emiratos Árabes Unidos. En realidad, los interrogadores no sabían nada, no tenían más que sospechas, pero al-Jatab no vaciló ni un segundo.

Confirmó la llegada de un misterioso comandante talibán a Ras al-Jaima tras una huida arriesgada y sangrienta de un centro de detención de Kabul. Declaró que los simpatizantes de al-Qaida en Kabul habían verificado y confirmado esos datos.

Admitió que había recibido órdenes de Ayman al-Zawahiri en persona de ir al golfo Pérsico e interrogar al fugitivo durante el tiempo que hiciera falta. Y confesó que había sido el mismísimo Sheij nada más y nada menos, quien había verificado la identidad del Afgano por una conversación que habían mantenido años antes en una cueva hospital en Tora Bora.

Fue el Sheij quien concedió al Afgano el privilegio de participar en el al-Isra, y él, al-Jatab, había enviado a ese hombre a Malaisia con los demás.

Produjo un gran placer a los interrogadores británicos y estadounidenses destrozarle lo que le quedaba de vida confesándole la verdadera identidad del Afgano.

Como detalle final, un perito calígrafo confirmó que la letra del coronel desaparecido y la del mensaje garabateado y metido en la bolsa de submarinismo en Labuan eran de la misma persona.

La Comisión de la Operación Palanca llegó a la conclusión de que Mike Martin había embarcado en el Countess of Richmond haciéndose pasar todavía por terrorista, en algún puerto posterior a Labuan, y que no había ninguna prueba de que hubiera logrado desembarcar a tiempo.

Las especulaciones de por qué el Countess estalló con cuarenta minutos de antelación quedaron archivadas sin resolver.

En el Reino Unido deben pasar siete años antes de que pueda suponerse oficialmente que una persona desaparecida de la que no hay ni rastro está muerta; solo entonces se emite el correspondiente certificado de defunción.

Sin embargo, cuando el interrogatorio del doctor al-Jatab tocó a su fin, el juez de instrucción del londinense barrio de Westminster fue invitado a una cena muy exclusiva en una sala privada del Brooks’ Club, en St James Street. Solo había otros tres comensales que contaron muchas cosas al juez cuando los camareros los dejaron solos.

La semana siguiente, el juez de instrucción emitió el certificado de defunción del coronel Mike Martin del Regimiento de Paracaidistas, desaparecido sin dejar rastro hacía dieciocho meses, y lo remitió a un académico de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, un tal doctor Terry Martin, hermano del difunto.

En los jardines de la sede del Regimiento del SAS, a las afueras de la ciudad de Hereford, hay una estructura bastante extraña que se conoce con el sencillo nombre de Torre del Reloj. La torre se desmanteló pieza a pieza cuando el regimiento se trasladó hace varios años de su antigua base. La reconstruyeron en las nuevas instalaciones.

Como es de imaginar, la torre está coronada por un reloj, pero lo interesante son las cuatro caras de la torre en las que están inscritos los nombres de todos los hombres del SAS caídos en combate.

Poco después de la emisión del certificado de defunción, se celebró un responso en memoria de Martin a los pies de la torre del reloj. Había una docena de hombres uniformados, diez vestidos de civil, y dos mujeres. Una de ellas era la directora general del MI5, el Servicio de Seguridad británico, y la otra era la ex mujer del difunto.

Costó un poco conseguir la condición de «desaparecido en acto de servicio»; sin embargo, se hizo presión desde las altas esferas, y cuando se entregó un informe detallado de todos los hechos, el director, las Fuerzas Especiales y el comandante del Regimiento llegaron al acuerdo de que el desaparecido merecía ese calificativo. El coronel Mike Martin no era sin duda el primero, ni sería el último hombre del SAS desaparecido en un lugar muy lejano al que jamás encontrarían.

Al otro lado de la frontera oeste, el sol se hundía entre las Montañas Negras de Gales en un día sombrío de febrero en el momento en que se celebraba la corta ceremonia. Al final, el capellán pronunció el acostumbrado versículo del Evangelio según san Juan:

—Nadie tiene un amor más grande, que el que da la vida por sus amigos.

Solo los que estaban reunidos en torno a la torre del reloj sabían que Mike Martin, coronel retirado del Regimiento de Paracaidistas y del SAS, había llevado a cabo su misión por cuatro mil desconocidos que ignoraban su existencia.