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David Gundlach creía que tenía el mejor trabajo del mundo. El segundo trabajo mejor del mundo, al menos. Tener cuatro galones dorados en las bocamangas o en las charreteras y ser el capitán del barco habría sido incluso mejor, pero se conformaba alegremente con ser primer oficial.

Una noche de abril estaba en la cubierta de estribor de un enorme barco y miró a tierra, hacia la multitud de personas del muelle que se encontraban en la nueva terminal de Brooklyn a sesenta metros más abajo. Los edificios neoyorquinos no lo sobrepasaban, y el primer oficial, a la altura de un vigésimo tercer piso, dominaba casi toda la panorámica. Era su primera travesía tras su licenciatura.

El muelle doce del Buttermilk Channel que iba a inaugurarse esa misma noche no es un embarcadero pequeño, pero el buque lo ocupó todo. Con 345 metros de eslora, 41 metros de manga y un calado de 12 metros, tuvieron que drenar parte del canal para albergarlo; era, con mucho, el buque de pasajeros más grande del momento. Cuanto más lo contemplaba, más magnífico le parecía.

Mucho más abajo, lejos de allí, en dirección a las calles que estaban más allá de los edificios de la terminal, podía imaginar las pancartas de los impotentes y airados manifestantes. La policía de Nueva York había acordonado toda la terminal con gran eficiencia. Los barcos de la policía portuaria pasaban casi rozando la terminal y realizaban constantes virajes para asegurarse de que no se acercara ningún manifestante en barco.

Aunque hubieran podido acercarse por mar, no les habría servido de nada. El casco de acero del barco se elevaba por encima de la línea de flotación, y sus portas más bajas estaban a unos quince metros de altura. Así que las personas que embarcaran esa noche en ese barco podrían hacerlo con intimidad total.

No es que a los manifestantes les importaran esas personas. Hasta ese momento solo habían embarcado los cargos de menos importancia: taquígrafos, secretarios, diplomáticos de segunda, asesores especializados y todo el ejército de hormiguitas humanas con quienes las grandes y buenas potencias del mundo serían incapaces de hablar del hambre, la pobreza, la seguridad, las barreras comerciales, la defensa o las alianzas.

Cuando le vino a la cabeza el concepto de seguridad, David Gundlach frunció el ceño. Había pasado el día con sus compañeros oficiales comprobando los datos de los hombres del Servicio Secreto estadounidense sobre cada centímetro del barco. Todos los agentes parecían iguales; todos tenían el ceño fruncido, todos farfullaban poniendo la cara en la bocamanga de las americanas, que era donde llevaban los micros ocultos, y recibían las respuestas por los auriculares sin los que se habrían sentido desnudos. Al final, Gundlach sacó la conclusión de que se habían dejado llevar por la paranoia de su trabajo, puesto que no habían encontrado nada sospechoso en toda la nave.

Habían investigado y comprobado el pasado de los doscientos miembros de la tripulación, y no habían descubierto ni una sola prueba contra ninguno de ellos. La suite Gran Dúplex preparada para el presidente y la primera dama de Estados Unidos estaba acordonada y vigilada por el Servicio Secreto, tras un registro exhaustivo de las dependencias. Al ver todo eso por primera vez, David Gundlach fue consciente de lo arropado que debía de estar el presidente a todas horas.

Miró el reloj. Quedaban dos horas para que terminaran de embarcar los tres mil pasajeros antes de que los ocho jefes de Estado o presidentes de Gobierno llegaran. Como había sucedido con los diplomáticos de Londres, le admiraba la simplicidad de fletar el barco más grande y lujoso del planeta para albergar la cumbre más importante y prestigiosa del mundo, además del hecho de celebrarla durante una travesía de cinco días por el Atlántico, desde Nueva York a Southampton.

La artimaña confundió a los grupos que suelen generar el caos en la cumbre del G-8 año tras año. El Queen Mary II, con su capacidad para 4.200 personas, era intocable y mejor que cualquier montaña o cualquier isla.

Gundlach estaría junto a su capitán cuando las sirenas Typhoon tocasen su grave nota para despedirse de Nueva York. El primer oficial daría las órdenes requeridas de potencia para los cuatro propulsores Mermaid, y el capitán, gracias a un sencillo y diminuto mando de su consola, lo haría zarpar con suavidad con rumbo al East River y viraría hacia la Estatua de la Libertad y el anhelante Atlántico. La dirección era tan suave y sus dos hélices de popa eran tan versátiles, que giraría los 360 grados que necesitaba para salir de la terminal sin ayuda de remolcadores.

Mucho más al este, el Countess of Richmond pasaba por las islas Canarias, que le quedaban a estribor. No se veía ni rastro de ese destino vacacional para muchos europeos que deseaban abandonar la nieve y las ventiscas de sus inviernos y llegar al sol de diciembre de la costa africana. Sin embargo, podía divisarse con unos gemelos la cumbre del Teide en el horizonte.

Al Countess of Richmond le quedaban dos días para su cita con la historia. El navegante indonesio había dado orden a su compatriota de la sala de máquinas de reducir la potencia hasta «avante lento» y avanzaban con toda calma por el pacífico oleaje de esa noche de abril.

La cumbre del Teide desapareció de la vista, y el timonel viró un par de grados a babor rumbo a la costa estadounidense, situada a unas 1.600 millas de allí. Los satélites volvieron a localizarlo desde el espacio; y una vez más, tras consultar los ordenadores, se identificó su transpondedor, se comprobaron las grabaciones, se tomó nota de su inofensiva posición tan alejada de la costa, y se repitió la autorización; «Buque mercante legal, no hay peligro».

El primer jefe de Estado que llegó fue el primer ministro de Japón y su séquito. Como se había acordado, habían aterrizado en el aeropuerto internacional John F. Kennedy en un vuelo directo desde Tokio. Sin ser visto ni oído por los manifestantes, el grupo había embarcado en una pequeña flota de helicópteros que lo llevó directamente desde la bahía de Jamaica hasta Brooklyn.

El helipuerto se encontraba dentro del perímetro de los grandes patios y galpones que componían el complejo de la nueva terminal. Desde el lugar en que se encontraban los pasajeros japoneses no se veía a los manifestantes que estaban tras las vallas de contención y que movían los labios para gritar sus ensordecidas consignas, fueran las que fuesen. Mientras los rotores del helicóptero giraban cada vez con menos potencia, los oficiales del barco dieron la bienvenida a la delegación y la condujeron por el túnel cubierto hacia la entrada de la borda, y desde allí a las suites reales. Los helicópteros despegaron en dirección al aeropuerto John F. Kennedy para recoger al séquito canadiense, que acababa de llegar. David Gundlach se quedó en el puente de casi cincuenta metros de longitud con la amplia panorámica de las ventanas que daban al mar. Aunque el puente estaba a sesenta metros de altura, los limpiaparabrisas revelaban que, cuando la proa del Queen chocaba contra las olas atlánticas de dieciocho metros de mediados de invierno, las salpicaduras llegaban hasta él.

A pesar de todo, esa travesía, a juzgar por las predicciones, sería tranquila, con marejadilla y vientos suaves. El barco seguiría la ruta del gran Círculo Polar por el sur, mucho más popular entre los pasajeros por sus temperaturas y oleaje más amables. Siguiendo esa ruta, el barco describiría un arco por el Atlántico en su punto más corto y, en el extremo más al sur, justo al norte de las Azores.

Rusos, franceses, alemanes e italianos fueron embarcando uno tras otro, con toda tranquilidad, y ya caía la noche cuando los británicos, propietarios del Queen Mary II, llegaron en los últimos vuelos de la flota de helicópteros.

El presidente de Estados Unidos, que sería el anfitrión de la cena inaugural a las ocho en punto, llegó en su acostumbrado helicóptero blanco y azul oscuro de la Casa Blanca a las seis en punto. Una banda de la Armada tocó en el muelle «Hail to the Chief» cuando entró por la borda y las puertas blindadas se cerraron al mundo exterior. A las seis y media, las últimas amarras se soltaron y el Queen, engalanado de proa a popa e iluminado como una ciudad flotante, zarpó con suavidad hacia el East River.

Las personas que estaban en naves más pequeñas en el río y más allá contemplaban cómo se alejaba y se despedían del pasaje. Muy por encima de ellos, detrás de vidrieras blindadas, los presidentes de Gobierno y jefes de Estado de las ocho naciones más ricas del mundo correspondían al gesto. La iluminadísima Estatua de la Libertad fue alejándose, las islas quedaron atrás y el Queen fue aumentando poco a poco la potencia de sus motores.

A babor y a estribor, los dos cruceros equipados con misiles de la flota del Atlántico de la Armada estadounidense que lo escoltaban tomaron posiciones a varias brazas de distancia y anunciaron su presencia al capitán. A babor estaba el USS Leyte Gulf y a estribor el USS Monterey. De acuerdo con las normas de cortesía marítimas, el capitán autorizó su presencia y la agradeció. Luego salió del puente y fue a cambiarse para la cena. David Gundlach tenía el timón y el mando.

No habría submarino de escolta, puesto que no se trataba de una flota de portaaviones. Además había dos razones fundamentales por las que no era preciso un submarino. En primer lugar, no existía ninguna nación que poseyera la clase de submarino capaz de escapar del sistema de detección y destrucción de un crucero lanzamisiles. Y en segundo lugar, el Queen iba tan rápido que no había submarino que pudiera seguirle.

Cuando la caravana dejó atrás la Estatua de la Libertad y las luces de Long Island empezaron a difuminarse, el primer oficial Gundlach aumentó la potencia hasta velocidad de crucero. Los cuatro propulsores Mermaid, con una potencia total de 157.000 caballos, pondrían al Queen a una velocidad máxima de treinta nudos si era necesario. Su velocidad normal de navegación es de veinticinco nudos, y los cruceros que lo escoltaban tenían que ir a toda máquina para seguir su ritmo.

En el cielo apareció la escolta aérea: un Hawkeye E2C de la Armada estadounidense equipado con radares, capaz de iluminar la superficie del Atlántico en una extensión de quinientas millas a la redonda en torno al convoy, y un Prowler EA-6B capaz de interceptar cualquier sistema armamentístico que osara atacar al convoy y destruir con misiles HARM el lugar desde donde se había producido el lanzamiento.

La cobertura aérea sería aprovisionada en vuelo; la sustituiría al final del turno otra unidad que despegaría de suelo estadounidense y esta a su vez por el relevo que vendría de la base estadounidense de las Azores y continuaría en el aire hasta ser sustituida por una unidad del Reino Unido. Todo estaba previsto.

La cena fue un éxito rotundo. Los jefes de Estado sonreían, sus esposas estaban muy animadas, todos opinaban que la comida había sido deliciosa, y la cristalería resplandecía llena de excelentes vinos.

Siguiendo el ejemplo del presidente estadounidense y más aún teniendo en cuenta que las demás delegaciones habían realizado vuelos de larga duración, los comensales se levantaron pronto de la mesa y se retiraron a sus camarotes.

La cumbre se reunió en pleno a la mañana siguiente. El Royal Court Theatre se había transformado para albergar a las ocho delegaciones y al pequeño ejército de subalternos que al parecer necesitaba cada una de ellas.

La segunda noche fue como la primera, con la salvedad de que el anfitrión era el primer ministro británico en el comedor Queen’s Grill para doscientos comensales. Los personajes menos eminentes se repartieron en el enorme restaurante Britannia o en los diversos bares y salones, donde también se servía comida. Los pasajeros más jóvenes, liberados de sus obligaciones diplomáticas, acudían a la sala de baile del Queen después de cenar o a la discoteca y club nocturno G32.

Muy por encima de sus cabezas, en el puente, se bajó la intensidad de las luces. Allí, David Gundlach permanecía al mando durante el turno de noche. Ante él, justo debajo de las ventanas, estaba el despliegue de pantallas de plasma donde se veían al detalle todos los sistemas del barco.

La pantalla más llamativa era la del radar del barco, que proyectaba su alcance de veinticinco millas a la redonda. Gundlach vio las señales luminosas de los otros dos cruceros que estaban a babor y a estribor y de otros barcos que estaban más allá.

También tenía a su disposición un Sistema Automático de Identificación que leía el transpondedor de cualquier barco a cualquier distancia, y un ordenador de verificaciones conectado a la base de datos de la compañía Lloyd’s, que no solo identificaría al barco, sino que informaría sobre su ruta y sobre qué cargamento llevaba, además de averiguar su frecuencia de radio.

A ambos lados del Queen, también en puentes a oscuras, los operadores de los radares de los dos cruceros estudiaban minuciosamente sus pantallas con el mismo objetivo. Su labor consistía en garantizar que ninguna amenaza, por pequeña que fuera, pudiera acercarse al hercúleo monstruo que rugía entre ellos. Incluso para un barco inofensivo cuya identidad estuviera verificada, el límite de aproximación era de tres kilómetros. La segunda noche no había ninguna nave que estuviera a menos de diez kilómetros del Queen.

El panorama que tenía el Hawkeye E2C era lógicamente más amplio por su altitud. La imagen que se veía era como un gigantesco haz de luz circular que avanzaba por el Atlántico del oeste al este. Sin embargo, la inmensa mayoría de lo que se veía desde el avión estaba a kilómetros de distancia y de ningún modo cerca del convoy. El avión creaba un corredor de diez millas de ancho avanzando a toda prisa entre los barcos, e informaba a los cruceros de lo que tenían por delante. Para ser fieles a la realidad, ese avance llegaba solo hasta cierto límite. El límite era de veinticinco millas o una hora de travesía.

Justo antes de las once de la tercera noche, el Hawkeye retransmitió una alerta de bajo nivel.

—Es un pequeño carguero a veinticinco millas, a dos millas al sur de la ruta marcada. Parece que está quieto.

El Countess of Richmond no estaba exactamente quieto. Tenía los motores «a media potencia» para que las hélices hicieran ondas en el agua. Pero había una corriente de cuatro nudos que le daba impulso suficiente para mantener el morro a reflujo, y eso significaba en dirección al oeste.

La motora hinchable estaba en el agua, amarrada a babor con una escalerilla que iba desde la barandilla hasta el mar. Ya había cuatro hombres a bordo, inclinados en dirección a la corriente junto al casco del carguero.

Los otros cuatro hombres estaban en el puente. Ibrahim estaba al timón, oteando el horizonte, en busca del primer destello de las luces que se aproximaban.

El experto en telecomunicaciones indonesio estaba ajustando el micrófono de transmisión para conseguir mayor volumen y nitidez. Junto a él estaba el adolescente de padres paquistaníes nacido y criado en un barrio de las afueras de Leeds, en el Yorkshire. El cuarto era el Afgano. Cuando el radiotelegrafista estuvo satisfecho, hizo un gesto de asentimiento mirando al chico, que le correspondió y ocupó un taburete junto a la consola del barco para esperar la llamada.

La llamada llegó del crucero que cabeceaba en el mar a setecientas veinte brazas a estribor del Queen. David Gundlach lo oyó alto y claro, como todas las personas de la guardia nocturna. La frecuencia utilizada era la longitud de onda normal de los barcos del Atlántico Norte. La voz tenía acento del sur profundo de Estados Unidos.

Countess of Richmond, Countess of Richmond, aquí el crucero de la Armada estadounidense Monterey. ¿Me recibe?

La voz que respondió se oyó ligeramente distorsionada a causa del anticuado equipo de radiotransmisión del viejo mercante. Y la voz hablaba con el acento típico de Lancashire o puede que de Yorkshire.

—Oh, sí, Monterey, aquí Countess.

—Deténgase y denos sus coordenadas.

Countess of Richmond. Tenemos problemas de recalentamiento… —La comunicación se entrecortaba—… árbol de hélice… estático… Lo repararemos cuanto antes.

Se oyó un breve silencio procedente del puente del crucero. Y a continuación…

—Repita, Countess of Richmond. Repito, vuelva a decirlo.

Llegó la respuesta y el acento se oyó más marcado que nunca. En el puente del Queen, el primer oficial vio la señal luminosa que apareció en la pantalla del radar ligeramente hacia el sur que se cruzaría en su ruta y a cincuenta minutos de travesía. En otra pantalla se veían todos los detalles del Countess of Richmond, que incluían la verificación de que su transpondedor era auténtico y de que su señal era precisa. Se cortó la comunicación por radio.

Monterey, aquí Queen Mary II. Conteste.

David Gundlach había nacido y se había criado en el condado de Wirral, en Cheshire, a menos de ochenta kilómetros de Liverpool. Creyó adivinar que la voz procedente del Countess tenía acento o bien de Yorkshire o de Lancashire, justo al lado de su Cheshire natal.

Countess of Richmond, aquí Queen Mary II. Entiendo que tiene un recalentamiento en el árbol de la hélice y que va a realizar la reparación en el mar. Confírmelo, por favor.

—Sí, eso es. Espero haber acabado dentro de una hora —dijo la voz que se oía por el altavoz.

Countess, denos los detalles de su posición. Puerto de registro, puerto del que ha zarpado, destino y cargamento.

—Sí, Queen Mary. Registrado en el puerto de Liverpool, carguero de ocho mil toneladas procedente de Java con un cargamento de brocados y madera orientales, con destino a Baltimore.

Gundlach recorrió la pantalla en busca de información suministrada por la sede de la compañía naviera McKendrick de Liverpool, los agentes de Siebart and Abercrombie de Londres y la empresa aseguradora Lloyd’s. Los datos eran correctos.

—¿Con quién hablo, por favor? —preguntó.

—Al habla el capitán McKendrick. ¿Y usted quién es?

—Primer oficial David Gundlach.

El Monterey, que seguía la transmisión, volvió a comunicarse con dificultad.

—Aquí Monterey, Queen, ¿quiere variar su rumbo?

Gundlach consultó las imágenes. El ordenador del puente estaba guiando al Queen por la ruta planificada y se adaptaría a cualquier variación de los vientos, las corrientes o el oleaje. Variar el rumbo habría supuesto pasar a navegación manual o volver a reprogramar la ruta, para volver luego al rumbo original. Adelantaría al carguero en cuarenta y un minutos y lo dejaría a dos millas de distancia a estribor.

—No hace falta, Monterey. Lo adelantaremos dentro de cuarenta minutos. Quedaremos separados por más de dos millas de mar.

El Monterey quedaría a una distancia menor; aun así estaría bastante lejos. En el cielo, el Hawkeye y el EA6 rastreaban con sus escáneres el indefenso mercante en busca de cualquier señal de misiles, o de cualquier actividad electrónica. No encontraron nada, pero seguirían vigilando hasta que el Countess hubiera quedado lo suficientemente alejado del convoy. Había otros dos barcos en el pasillo de entrada prohibida, pero estaban mucho más adelante y les pidieron que modificaran el rumbo, a babor y a estribor.

—Recibido —dijo el Monterey.

En el puente del Countess lo habían oído todo. Ibrahim hizo un gesto de asentimiento para que lo dejaran solo. El ingeniero de telecomunicaciones y el joven descendieron por la escalerilla hasta la motora y los seis hombres del bote hinchable esperaron al Afgano.

Todavía convencido de que el demente jordano reajustaría el motor e intentaría embestir a uno de los barcos que se acercaran, Martin sabía que no podía abandonar el Countess of Richmond. Su única esperanza era hacerse con los mandos después de asesinar a los tripulantes.

Bajó por la escalerilla de espaldas. Suleiman estaba en las bancadas preparando su equipo de fotografía digital. Una cuerda colgaba de la barandilla del Countess; uno de los indonesios estaba junto a la proa de la motora, agarrando la cuerda y haciendo fuerza contra la corriente, junto a la borda del barco.

Martin se agarró bien a la escalerilla, se volvió, se agachó e hizo una raja de más de un metro en la resistente lona de color gris. Su actuación fue tan rápida e inesperada que durante dos o tres segundos nadie reaccionó, a excepción del mar. El aire que se escapó produjo un fuerte estruendo, y con seis personas a bordo ese lado de la lancha se hundió y empezó a inundarse.

Martin adelantó más el cuerpo e intentó cortar la cuerda de sujeción. No lo logró, pero le hizo un corte en el antebrazo al indonesio. Los hombres de la lancha reaccionaron, pero el indonesio soltó la cuerda y el mar se los llevó.

Manos con sed de venganza se tendieron hacia Martin, pero la lancha que se hundía volcó por estribor. El peso del gran motor fuera borda la hizo inclinarse hacia atrás y empezó a entrar más y más agua salada. Los restos de la lancha se alejaron de la popa del carguero y desaparecieron en la oscuridad de la noche atlántica. En algún lugar corriente abajo, la lancha se hundió por completo, arrastrada por el peso del motor fueraborda. Bajo el resplandor de las luces de popa del barco, Martin vio manos agitándose en el agua, que también acabaron por desaparecer. Es imposible nadar contra una corriente de cuatro nudos. Martin volvió a subir por la escalerilla. En ese momento, Ibrahim tiró de uno de los tres mandos que el experto en explosivos le había indicado. Cuando Martin subió, se oyó una serie de agudos restallidos que siguieron a la explosión de las cargas de menor potencia.

Cuando el señor Wei había construido la galería que ocultaba los seis contenedores de cubierta del Java Star desde el puente hasta la proa, había fabricado un techo, o «tapa», colocado sobre el espacio vacío de debajo, consistente en una única placa de acero que se aguantaba solo con cuatro contrafuertes.

Para estos explosivos se habían fabricado cargas a medida ensambladas con cables que se alimentaban de los motores del barco. Cuando hicieran explosión, la placa metálica que actuaba como tapa de la caverna que estaba debajo saldría volando a varios metros de distancia. La potencia de las cargas era desigual, de modo que un lado de la placa se levantaría más que el otro.

Martin estaba en el último tramo de la escalerilla, con el cuchillo entre los dientes, cuando las cargas estallaron. Se quedó agachado cuando la enorme placa pasó volando de lado hacia el mar. Guardó el cuchillo y entró en el puente.

El asesino de al-Qaida estaba de pie ante el timón mirando hacia delante por la ventana. En el horizonte, echándoseles encima a cinco nudos, había una ciudad flotante, con diecisiete plantas y 150.000 toneladas de peso entre focos, acero y personas. Justo debajo del puente, la galería quedaba a cielo abierto bajo las estrellas. Martin se dio cuenta por fin del objetivo del barco. No era llevar algo, sino ocultar algo.

Las nubes se retiraron de la media luna, y toda la cubierta de proa del que había sido el Java Star refulgió con su luz. Por primera vez, Martin se dio cuenta de que no se trataba de un mercante normal y corriente cargado de explosivos; era un buque cisterna. Del puente salía la maraña de tuberías, tubos, espitas y mangueras que revelaban su propósito.

Colocados en orden a lo largo de la cubierta, en dirección al pique de proa, había seis discos circulares de acero —las escotillas de ventilación— sobre cada uno de los tanques del mercante que estaban debajo de la cubierta.

—Tendrías que haberte quedado en el bote, Afgano —dijo Ibrahim.

—No había sitio, hermano. Suleiman ha estado a punto de caer por la borda. Me he quedado en la escalerilla. Luego han desaparecido. Ahora moriré aquí contigo, inshallah.

Ibrahim parecía tranquilo. Miró el reloj del barco y tiró de la segunda palanca. Los cables salían del control y llegaban hasta las baterías del barco, tomaban la energía que necesitaban y seguían hasta la galería donde el experto en explosivos, tras entrar por una puerta secreta, había trabajado durante el mes que había pasado en alta mar.

Explotaron seis cargas más. Las seis escotillas salieron volando justo por encima de los tanques. Lo que ocurrió a continuación no pudo apreciarse a simple vista. De haber sido posible, Martin habría visto seis columnas en vertical que ascendían como volcanes de las cúpulas cuando el mercante empezó a descargarse. La nube ascendente de vapor alcanzó los treinta metros de altura, perdió su ímpetu y la fuerza de gravedad pudo con ella. La nube invisible, que se mezclaba a toda velocidad con el aire nocturno, volvió a caer al mar y empezó a rodar hacia fuera, alejándose de su punto origen en todas direcciones.

Martin había fracasado y lo sabía. Había llegado demasiado tarde y eso también lo sabía. Sabía lo suficiente para darse cuenta de que había pilotado una bomba flotante desde las Filipinas, y de que lo que se estaba vertiendo por las seis escotillas abiertas era una muerte invisible e incontrolable.

Siempre había supuesto que el Countess of Richmond, que en ese momento volvía a ser el Java Star, iba a dirigirse hacia algún puerto de interior para hacer explotar lo que quedara bajo su cubierta. Martin había supuesto que iba a estrellarse contra algún objetivo importante en el momento en que explotara. Durante treinta días, había esperado en vano una oportunidad para matar a los siete hombres y hacerse con el timón. Esa oportunidad no se había presentado.

En ese momento, demasiado tarde, se dio cuenta de que el Java Star no iba a descargar ninguna bomba; el mismo barco era la bomba. Y mientras su cargamento se vertía a toda prisa, no necesitaba moverse ni un centímetro. La nave que se aproximaba no tenía más que pasar a tres kilómetros de distancia del barco para consumirse entre llamas.

Había oído el intercambio de mensajes del puente entre el chico paquistaní y el oficial de cubierta del Queen Mary II. Se había enterado demasiado tarde de que el Java Star no encendería los motores. Los cruceros que lo escoltaban jamás lo habrían permitido, aunque eso no hubiera interferido en el objetivo del Java.

Había un tercer mando a la derecha de Ibrahim, un botón que sin duda sería pulsado tarde o temprano. Martin siguió el recorrido de los cables hasta una pistola de bengalas, que estaba montada justo enfrente de la ventana del puente. Una bengala, un único destello…

A través de las ventanas, la ciudad de las luces se veía en el horizonte. Quince millas, treinta minutos de travesía, momento óptimo para la mezcla máxima de combustible y aire.

Martin miró, parpadeando, el altavoz de la radio en la consola. Era la última oportunidad para transmitir la alarma. Se llevó la mano derecha a la abertura de la túnica donde llevaba el cuchillo, atado al muslo.

El jordano se dio cuenta del movimiento. Haber sobrevivido a la época en Afganistán, a una cárcel jordana y a la incesante cacería estadounidense en Irak le había hecho desarrollar ciertos instintos animales.

Algo le decía que pese a la lengua que los hermanaba, el Afgano no era amigo suyo. El odio puro cargaba la atmósfera del diminuto puente con un silencio ensordecedor.

Martin se metió la mano por debajo de la túnica en busca del cuchillo. Ibrahim reaccionó antes; había guardado la pistola bajo el mapa de la mesa donde estaba la carta de navegación. Apuntó a Martin directamente al pecho. La distancia que los separaba era de tres metros y medio. Tres metros de más.

Un soldado está entrenado para calcular sus posibilidades y actuar de inmediato. Martin había pasado gran parte de su vida haciéndolo. En el puente del Countess of Richmond, envuelto en una nube letal, había solo dos opciones: ir a por el hombre o ir a por el botón. Martin moriría de todas formas.

Le vinieron unas palabras a la cabeza, palabras de un tiempo muy lejano, pertenecientes a un verso de un poema escolar; «A todo hombre de esta tierra, le llega la muerte tarde o temprano…». Y recordó las palabras de Ahmad Sha Masud, el León del Panjshir, hablando junto a la hoguera.

—Estamos todos condenados a muerte, inglés. Pero solo un guerrero bendecido por Alá puede escoger cómo morir. El coronel Mike Martin ya había elegido… Ibrahim lo vio acercarse, reconoció el parpadeo de un hombre a punto de morir. El asesino gritó y disparó. El hombre que había cargado contra él recibió el balazo en el pecho y empezó a agonizar. Sin embargo, más allá del dolor y el impacto siempre está la fuerza de la voluntad, suficiente para un segundo de vida.

Al final de ese segundo, una eternidad de color rojizo engulló a ambos hombres y al barco.

David Gundlach se quedó de piedra observando lo ocurrido. A quince millas de distancia, donde llegaría el barco más grande del mundo en cuestión de media hora, la enorme llama de un volcán entró en erupción en el mar. Los otros tres hombres del turno de vigilancia nocturna exclamaron: «Pero ¡¿qué coño es eso?!».

Monterey a Queen Mary II. Vire hacia el puerto, repito, vire hacia el puerto. Estamos investigando lo ocurrido.

A su derecha, Gundlach vio que el crucero estadounidense aceleraba hasta ponerse en velocidad de ataque y se dirigía hacia el fuego. Las llamas empezaron a parpadear y a consumirse sobre la superficie del agua. No cabía duda de que el Countess of Richmond había sufrido un terrible accidente. El trabajo de Gundlach consistía en mantener la ruta despejada; de haber hombres en el agua, el Monterey los encontraría. Con todo, lo sensato era convocar a su capitán. Cuando este se presentó en el puente, su primer oficial le explicó lo que había visto. Ya estaban a dieciocho millas del lugar estimado y se alejaban a toda máquina de allí.

El USS Leyte Gulf permanecía junto a ellos, a babor. El Monterey iba directo hacia la bola de fuego que estaba a unas millas más adelante. El capitán accedió a que, en el caso improbable de que hubiera supervivientes, el Monterey se encargara de su búsqueda.

Mientras los dos hombres observaban el panorama desde la seguridad de su puente, las llamas se extinguieron. Los últimos restos del fuego sobre el mar provenían del combustible del barco hundido. Todo el cargamento hipervolátil se había disipado antes de que el Monterey llegara al lugar de los hechos.

El capitán del Monterey ordenó que los ordenadores retomaran la ruta en dirección a Southampton.