Después de dos semanas, el entusiasmo por la persecución de un barco fantasma, que aparentemente no existía, estaba empezando a desvanecerse, y esa sensación de desgana se dejaba percibir en Washington.
¿Cuánto tiempo, problemas y dinero podía suponer un confuso garabato en una tarjeta de desembarque metida en una bolsa de submarinismo en una isla de la que nadie había oído hablar? Marek Gumienny había viajado a Londres para entrevistarse con Steve Hill cuando el experto del SIS en terrorismo marítimo, Sam Seymour, recibió una llamada de la sede de Ipswich donde tenían la lista de barcos de Lloyd’s, y eso empeoró las cosas. Había cambiado de opinión. Hill le ordenó viajar a Londres para dar explicaciones.
—En retrospectiva —dijo Seymour—, la opción de que al-Qaida quisiera utilizar un barco gigantesco como obstáculo y así bloquear una ruta marítima vital para hundir el comercio global fue la que siempre pareció más probable. Pero jamás ha sido la única.
—¿Por qué crees que esa es ahora la opción incorrecta? —preguntó Marek Gumienny.
—Porque, señor, ya hemos registrado todos los barcos del mundo lo bastante grandes como para servir de obstáculo. Están todos limpios. Eso nos deja las otras dos opciones, que son casi idénticas, pero con objetivos diferentes. Creo que ahora deberíamos considerar la opción número tres: el asesinato en masa en una ciudad costera. El hecho de que Bin Laden haya manifestado su preferencia por los objetivos económicos podría haber sido una cortina de humo; o eso, o ha cambiado de opinión.
—Está bien, Sam, convénceme. Tanto Steve como yo tenemos jefes políticos que nos exigen respuestas, si no se las damos, pedirán nuestras cabezas. ¿De qué clase de barco puede tratarse si no es un barco que sirva para bloquear?
—Como amenaza número tres no consideramos tanto el barco como el mercante. No tiene por qué ser de grandes dimensiones mientras sea letal. Lloyd’s cuenta con una peligrosa sección de mercantes; evidentemente eso cambia la prima.
—¿Un destructor? —preguntó Hill—, ¿otra explosión como la del Halifax?
—Según los cerebritos, en la actualidad la artillería ya no explota porque sí. El material de guerra moderno necesita un detonante para estallar en el interior del casco. El resultado sería peor si se produjera una explosión en una fábrica de fuegos artificiales, aunque no merecería el calificativo de «impresionante» como el 11-S. El vertido químico de Bopal fue mucho más terrible, y se trataba de dioxina, un herbicida letal.
—Entonces, ¿podríamos estar hablando de un camión cisterna con una carga de dioxina, en dirección a Park Avenue y que completa el trabajo con Semtex? —sugirió Hill.
—Pero esas sustancias químicas están guardadas bajo llave en el interior del centro donde las fabrican y las almacenan —objetó Gumienny—. ¿Cómo puede alguien hacerse con el cargamento sin que nadie se dé cuenta?
—Además, ha insistido en que un barco sería el vehículo de transporte —apuntó Seymour—. Cualquier secuestro de un mercante de esas características provocaría una represalia inmediata.
—Salvo en algunas partes del Tercer Mundo que son prácticamente anárquicas —dijo Gumienny.
—Pero esas toxinas tan letales ya no se fabrican en esos lugares, ni siquiera para ahorrar en mano de obra, señor.
—Entonces, ¿volvemos a la opción del barco? —preguntó Hill—. ¿Otro petrolero que vuela por los aires?
—El crudo no explota —comentó Seymour—. Cuando el casco del Torrey Canyon se resquebrajó en la costa francesa hizo falta utilizar bombas de fósforo para lograr que el petróleo prendiera y se incendiara. Un petrolero agujereado solo puede provocar un desastre ecológico, no un asesinato en masa. Aunque sí podría hacerlo un camión cisterna bastante pequeño cargado con gas. Gas licuado, concentrado a gran escala para su transporte.
—¿Gas natural, licuado? —preguntó Gumienny. Intentó contar mentalmente cuántos puertos de Estados Unidos importaban concentrados gaseosos como fuente de energía industrial, y la cifra empezó a inquietarlo. Aunque estaba claro que esas instalaciones portuarias estaban a kilómetros de distancia de las grandes concentraciones humanas.
—El gas natural licuado, conocido como GNL, es difícil de prender —respondió Seymour—. Se almacena a 124 grados Celsius en barcos con doble casco. Aunque secuestraran uno de esos buques, el gas tendría que verterse a la atmósfera durante horas antes de volverse combustible. Pero según los cerebritos hay un tipo de gas licuado que les pone los pelos de punta. Se trata del gas licuado de petróleo, o GLP.
—¡Es tan potente como un mercante pequeño, si se prende en diez minutos de ruptura catastrófica, puede alcanzar la potencia de treinta bombas de Hiroshima, la mayor explosión nuclear del planeta!
Se hizo un silencio total en la habitación que daba al Támesis. Steve Hill se levantó, se acercó hasta la ventana y miró hacia el río que discurría bajo el sol de abril.
—Hablando en plata, ¿qué has venido a contarnos, Sam?
—Creo que hemos estado buscando el barco equivocado en el océano equivocado. La única ventaja con la que contamos es que se trata de un mercado reducido y muy especializado. Sin embargo, el importador más importante de GLP es Estados Unidos. Me consta que en Washington creen que todo esto puede ser inútil. En mi opinión, deberíamos quemar hasta el último cartucho. Estados Unidos puede revisar todos los cargueros con GLP que espera recibir en sus aguas, y no solo los procedentes de Extremo Oriente. Y retenerlos hasta que hayan realizado una inspección a bordo. Gracias a la lista de Lloyd’s puedo revisar todos los demás cargueros con GLP del mundo que zarpen desde cualquier punto del mapa.
Marek Gumienny tomó el siguiente vuelo para regresar a Washington. Tenía conferencias que dar y trabajo que hacer. Cuando despegó de Heathrow, el Countess of Richmond doblaba el cabo de Agulhas, en Sudáfrica, y entraba en el Atlántico.
Había alcanzado una velocidad óptima y su navegante, uno de los tres indonesios, calculó que la corriente del Agulhas y de Benguela, que se dirige al norte, les darían un día de ventaja y bastante tiempo para llegar a su destino.
Mucho más lejos del cabo, en alta mar y en pleno Atlántico, otros barcos navegaban por el océano Índico con rumbo a Europa o Norteamérica. Algunos eran mineraleros enormes, otros eran mercantes normales que llevaban el siempre creciente número de productos asiáticos hacia los continentes occidentales y hacia los mercados que «subcontratan» su fabricación en los talleres de bajo coste de Oriente. Había otros que eran enormes cargueros demasiado gigantescos incluso para el canal de Suez, sus ordenadores navegaban dentro de la isóbata de cien brazas de este a oeste mientras sus respectivas tripulaciones jugaban a las cartas.
Los seguían a todos. En lo alto, lejos de cualquier mirada o consideración, los satélites surcaban el espacio, y sus cámaras retransmitían a Washington hasta el último detalle de las armaduras y los nombres en la popa de esos barcos. Es más, gracias a la legislación actual todos llevaban transpondedores que emitían distintivos de llamada a los espejos acústicos. Se verificaron todas las identificaciones, y eso incluía la del Countess of Richmond, suministrada por Lloyd’s y Siebart and Abercrombie, que se identificó como un pequeño mercante registrado en Liverpool que transportaba una carga legal por una ruta prevista desde Surabaya hasta Baltimore. Para Estados Unidos no tenía sentido hacer más comprobaciones, ese barco se encontraba a miles de millas de la costa estadounidense.
Unas pocas horas después del regreso de Marek Gumienny a Washington, Estados Unidos realizó algunos cambios en las precauciones que había tomado. En el Pacífico, el cordón de seguridad tenía un perímetro que llegaba a mil millas mar adentro. Se estableció un cordón similar en el Atlántico desde la península del Labrador hasta Puerto Rico, y por el mar Caribe hasta la península del Yucatán, en México.
Sin armar mucho revuelo y sin avisar a nadie, dejaron de interesarse por los buques cisterna y los mercantes de grandes dimensiones (que a esas alturas ya habían sido revisados en su totalidad), y empezaron a verificar con mucha atención los datos de los buques cisterna que navegaban entre Venezuela y el río San Lorenzo. Todos los aviones espía EP-3 Orion disponibles se vieron obligados a realizar funciones de guardacostas, y sobrevolaron cientos de miles de millas cuadradas de aguas tropicales y subtropicales en busca de buques cisterna pequeños, y sobre todo, de los que transportaban gas.
La industria estadounidense cooperó en todo lo que pudo, y proporcionó hasta el último detalle de todos los cargueros que esperaban, sobre su puerto de origen y su momento de llegada. Los datos de la industria se comparaban con los avistamientos en el mar y todos cuadraban. Los buques cisterna de gas recibían la autorización para llegar a puerto y amarrar, pero solo después de permitir el abordaje de un pelotón de la Armada, de los marines o de la guardia costera estadounidenses, que los escoltaba hasta la costa desde doscientas millas mar adentro.
El Doña María había regresado al Puerto España cuando los dos terroristas que se habían confundido con su tripulación vieron la señal que les habían ordenado aguardar. Y tal como les habían ordenado, al ver la señal actuaron.
La República de Trinidad y Tobago es una importante abastecedora de productos petroquímicos de Estados Unidos. El Doña María atracó en una isla cercana a la costa, el parque de depósitos en el que los buques cisterna grandes y pequeños podían recalar, cargar la mercancía y zarpar sin tener que acercarse a la ciudad.
El Doña María era uno de los buques cisterna más pequeños, componente de esa flota de barcos que abastecen a las islas cuyas instalaciones ni necesitan ni pueden permitirse el amarre de grandes buques. Los grandes barcos suelen transportar el crudo venezolano, que se somete a las diversas «fracciones» de su refinado en una instalación en tierra firme; luego se transporta por un oleoducto hasta la isla para cargarlo en los buques.
Junto con otros dos cargueros pequeños, el Doña María estaba en una zona especialmente remota del parque de depósitos. Al fin y al cabo, su cargamento era gas licuado del petróleo, y a nadie le gustaba estar por allí cerca durante la carga. Era la última hora de la tarde cuando terminó de cargar, y el capitán Montalbán hizo los preparativos para zarpar.
Todavía quedaban dos horas de luz tropical cuando la nave soltó amarras y se alejó del malecón poco a poco. A una milla de la costa, pasó cerca de una plataforma hinchable en la que había cuatro hombres sentados con sus cañas de pescar. Era la señal que esperaban los terroristas.
Los dos indios abandonaron sus puestos, corrieron a sus taquillas y regresaron armados. Uno se dirigió hacia el combés del buque cisterna, donde los imbornales estaban más próximos al agua y por donde embarcaron los hombres.
El otro se dirigió al puente de mando y apuntó con su pistola al capitán Montalbán directamente a la sien.
—No haga nada, por favor, capitán —dijo con gran amabilidad—. No es necesario que aminore la marcha. Mis amigos embarcarán dentro de unos minutos. No intente comunicarse por radio o tendré que disparar.
El capitán estaba demasiado anonadado como para no obedecer. Cuando logró reaccionar, miró la radio que estaba en un lateral del puente, pero el indio se dio cuenta y sacudió la cabeza. Ese gesto bastó para disuadirlo de cualquier acto de resistencia. Pasados unos minutos los cuatro terroristas habían embarcado ya, y resistirse hubiera resultado inútil.
El último hombre que saltó de la plataforma hinchable la rajó con un trinchante y esta se hundió en la estela del barco cuando soltaron amarras. Los otros tres hombres ya habían subido sus bolsas de lona y avanzaron hacia popa saltando sobre el amasijo de tuberías, tubos y escotillas del buque cisterna, que son características de la cubierta de proa de un barco de esa clase.
Unos segundos más tarde ya estaban en el puente. Eran dos argelinos y dos marroquíes, a los que el doctor al-Jatab había encomendado la misión hacía más de un mes. Solo hablaban árabe, pero los dos indios, amables a pesar de las circunstancias, lo tradujeron todo. Los cuatro sudamericanos de la tripulación fueron convocados en la cubierta de proa y se quedaron esperando allí. Iban a calcular una nueva ruta e iban a seguirla.
Una hora después de que cayera la noche, asesinaron a los cuatro tripulantes a sangre fría y los tiraron por la borda tras atarles a los tobillos unas cadenas que había en una taquilla de proa. Si al capitán Montalbán todavía le quedaban ganas de resistirse, eso bastó para que desechara la idea de una vez por todas. Las ejecuciones fueron muy mecánicas; cuando los dos argelinos estaban en su país, pertenecían al GIA, el Grupo Islámico Armado, y habían segado la vida de cientos de fellaghas indefensos, granjeros desterrados cuyo asesinato en masa era sencillamente un medio para enviar un mensaje al gobierno de Argel. Hombres, mujeres, niños, enfermos y ancianos…, habían matado a tantas personas en tantas ocasiones, que acabar con la vida de cuatro hombres de la tripulación era un simple trámite.
Durante la noche, el Doña María navegó con rumbo al norte, aunque ya no seguía su ruta programada con destino a Puerto Rico. A babor tenía la inmensidad de la cuenca caribeña, ininterrumpida hasta México. A estribor, bastante cerca, estaban las dos cadenas llamadas islas de Barlovento y Sotavento, cuyas cálidas aguas se consideran a menudo solo como destino vacacional, pero que también están plagadas de buques y cargueros que proporcionan el avituallamiento necesario para mantener con vida a las turísticas islas.
En ese maremágnum de cargueros costeros e islas, el Doña María desapareció y siguió desaparecido hasta que llegó con retraso a Puerto Rico.
Cuando el Countess of Richmond entró en la zona de la calma chicha ecuatorial, Yusef Ibrahim salió de su camarote. Estaba pálido y agotado por las náuseas, pero sus ojos negros seguían inyectados de odio cuando dio las órdenes. La tripulación sacó del trastero que estaba en la sala de máquinas una lancha motora hinchable de seis metros de eslora. Cuando la tuvieron hinchada, quedó suspendida por ambos pescantes sobre la popa.
Hicieron falta seis hombres, mucho sudor y roncos gritos, para subir el motor fueraborda de cien caballos desde el suelo y colocarlo en la parte trasera de la lancha motora. Luego bajaron la embarcación con un cabestrante hasta el pacífico oleaje de popa. Descargaron los bidones de combustible y los aseguraron en la lancha. Después de intentar arrancar el motor varias veces, la máquina cobró vida. El tripulante indonesio llevaba el timón y condujo la lancha motora describiendo un rápido círculo en torno al Countess.
Al final, los otros seis hombres descendieron por una escalerilla colgada por la borda para unirse al indonesio, y dejaron a Yusef Ibrahim al timón. Estaba claro que se trataba de un ensayo general.
La finalidad del ejercicio era permitir al cámara, Suleiman, que llegara a estar a más de doscientos cincuenta metros del carguero, que se volviera y lo fotografiara con su equipo digital. Tras conectar su portátil al teléfono vía satélite Mini-M, podría enviar las imágenes a una página web al otro lado del mundo para grabarlas y retransmitirlas.
Mike Martin entendió enseguida qué estaba viendo. Para el terrorismo, internet y el ciberespacio se habían convertido en armas propagandísticas indispensables. Todas las atrocidades que podían verse en un telediario estaban bien; pero todas las atrocidades que pueden contemplar millones de jóvenes musulmanes es setenta países son algo impagable. De ahí salen los reclutas: ven la acción y desean emularla.
En el castillo Forbes, Martin había visto los vídeos de Irak, con los terroristas suicidas sonriendo de oreja a oreja a la cámara antes de conducir sus coches bomba. En esos casos, el cámara había sobrevivido; en el caso de la motora que daba vueltas en círculo, estaba claro que el objetivo también tendría que estar en el ángulo de visión, y la fotografía continuaría hasta que el barco y sus siete hombres quedasen borrados del mapa. Por lo visto, solo Ibrahim se quedaría al timón.
Sin embargo, Mike Martin no sabía ni cuándo ni cómo ocurriría todo, ni qué horrores albergaban los contenedores marítimos. Consideró la idea de subir el primero al Countess, soltar el cabo de la motora hinchable para dejarla a la deriva, matar a Ibrahim y tomar el carguero. No tuvo esa oportunidad. La lancha motora era mucho más rápida, y los seis hombres treparon por la borda en cuestión de segundos.
Cuando el ejercicio hubo terminado, soltaron la motora de los pescantes y la depositaron en un lugar donde se confundía con cualquier otra lancha del barco, el maquinista aumentó la potencia y el Countess puso rumbo al noroeste para bordear la costa de Senegal.
Recuperado del mareo, Yusef Ibrahim pasó más tiempo en el puente o en la cámara de oficiales, donde la tripulación comía siempre. La atmósfera ya era muy tensa y su presencia aumentó la tensión.
Los ocho tripulantes habían tomado la decisión de morir como sbahid, como mártires. Sin embargo, eso no evitaba que la espera y el aburrimiento les destrozara los nervios. Solo la oración constante y la lectura compulsiva del sagrado Corán les mantenía tranquilos y convencidos de lo que estaban haciendo.
El técnico de explosivos e Ibrahim eran los únicos que sabían qué había debajo de los contenedores de acero que cubrían la cubierta de proa del Countess of Richmond, desde el lugar situado justo delante del puente hasta el pique de proa. Y, al parecer, Ibrahim era el único que conocía su destino final y el objetivo planeado. Los otros siete hombres debían confiar en las promesas de que alcanzarían la gloria eterna.
Pasadas unas horas de la nueva aparición del comandante de la misión, Martin se dio cuenta de que era objeto constante de la mirada vacía y enloquecida de Ibrahim. No habría sido humano de no haberse sentido desconcertado.
Una serie de preguntas inquietantes empezaron a obsesionarlo. ¿Había visto Ibrahim a Izmat Jan en Afganistán? ¿Le iba a hacer preguntas que sencillamente no podría responder? ¿Había metido la pata, aunque fuera por unas pocas palabras, en el constante recitado de las oraciones? ¿Lo pondría a prueba Ibrahim pidiéndole que recitara pasajes del Corán que no había estudiado?
En realidad, estaba en lo cierto y se equivocaba al mismo tiempo. El psicópata jordano sentado al otro lado de la mesa del comedor jamás había visto a Izmat Jan, aunque sí había escuchado atentamente al legendario guerrero talibán. Y en sus oraciones no había errores. Simplemente odiaba a los pastunes por su destreza en el combate, algo que él jamás había adquirido. De su odio nació el deseo de que el Afgano resultara ser un traidor, para poder desenmascararlo y asesinarlo.
No obstante controló su rabia por una de las razones más antiguas del mundo. Tenía miedo del hombre de la montaña, y a pesar de que llevaba una pistola en una zarabanda debajo de la chilaba y había jurado morir, no podía reprimir su asombro ante el hombre de Tora Bora. Así que lo pensó un poco, se quedó mirando, esperó y guardó silencio.
Por segunda vez la búsqueda de Occidente del barco fantasma, aunque este existiera, había acabado en agua de borrajas. Steve Hill estaba recibiendo una avalancha de solicitudes de información, de cualquier tipo, para apaciguar el sentimiento de frustración que llegó hasta Downing Street.
El director de Oriente Próximo no podía ofrecer una respuesta a las cuatro preguntas con las que lo acuciaban el primer ministro británico y la Administración estadounidense. ¿De verdad existe ese barco? De ser así, ¿qué tipo de barco es, dónde está y qué ciudad es su objetivo? Las entrevistas diarias se estaban convirtiendo en un purgatorio.
La persona que dirigía el SIS, a la que jamás se conoció con otro nombre que «C», era inflexible en sus silencios. Después de lo ocurrido en Peshawar, los altos cargos coincidían en que se estaba preparando un espectáculo terrorista. Sin embargo, el mundo de los artificios no es un lugar compasivo para los que fallan a sus amos políticos.
Desde el descubrimiento en la aduana del mensaje garabateado en la tarjeta de desembarque, Palanca no había dado señales de vida. ¿Estaba vivo o muerto? Nadie lo sabía y algunos habían empezado a dejar de preocuparse. Habían transcurrido casi cuatro semanas, y con el paso de los días lo consideraban cada vez más como un personaje del pasado.
Se rumoreaba que ya había cumplido su misión, que lo habían pillado y lo habían asesinado, pero que había sido la causa de que se abortara la conjura. Hill era el único que aconsejaba actuar con precaución y continuar con la búsqueda de una amenaza que seguía sin ser descubierta. Con cierta melancolía, Hill fue en coche hasta Ipswich para hablar con Sam Seymour y con los dos expertos en la lista de mercantes con cargas peligrosas de Lloyd’s que lo ayudaban a analizar cualquier posibilidad, por extraña que pareciera.
—En Londres dijiste algo bastante espeluznante, Sam. Una bomba treinta veces más potente que la de Hiroshima. ¿Cómo demonios puede ser un pequeño buque cisterna peor que todo el proyecto Manhattan?
Sam Seymour estaba agotado. A los treinta y dos años podía ver cómo una prometedora carrera en el Servicio Secreto británico se convertía en una actividad marginal en los archivos del Registro Central, aunque lo habían cargado con un trabajo que parecía cada día más difícil de realizar.
—Con una bomba atómica, Steve, los estragos llegan en cuatro oleadas. El resplandor es de un brillo tan intenso que puede cauterizarte la córnea a menos que lleves gafas de sol. Luego llega el calor, es tan abrasador que todo lo que se cruza en su camino arde por combustión espontánea. La onda de choque derriba edificios a kilómetros y kilómetros a la redonda, la radiación de rayos gama es de larga duración, y provoca carcinoma y deformaciones. Si se trata de una explosión de GLP ya puedes olvidarte de las tres oleadas, con esa explosión todo es calor.
»Pero es un calor tan abrasador que haría que el acero corriera como la miel y pulverizaría el cemento. ¿Has oído hablar de la bomba de combustible aéreo? Es tan potente que el napalm no es nada en comparación con ella, aunque las dos procedan de lo mismo: el petróleo.
—El SBP, o sodio a baja presión —añadió uno de los expertos—, pesa más que el aire. A diferencia del GNL, o gas natural licuado, no está a una temperatura increíblemente baja durante su transporte; está bajo presión. Eso explica los cascos dobles de los buques cisterna que transportan el GLP. Al resquebrajarse el casco, el GLP se vierte de forma bastante invisible y se mezcla con el aire. Pesa más que este, así que forma remolinos en torno al lugar del que ha salido, y crea una potentísima bomba de combustible aéreo. Si la encendiéramos, el carguero entero se convertiría en una llama, una llama terrible, cuya temperatura subiría a toda prisa hasta los 5.000 grados centígrados. Luego empezaría a rodar…
—No —interrumpió Sam—, generaría su propia corriente de aire. Giraría hacia el exterior desde su punto de origen, produciría el estruendo de una marea de fuego y arrasaría con todo lo que encontrara a su paso hasta que se consumiera. Luego se extinguiría como una vela y moriría.
—¿Hasta dónde llegaría esa bola de fuego giratoria? —Bueno, según mis nuevos amigos, los cerebritos, un pequeño buque cisterna de unas ocho mil toneladas, con toda la carga vertida y en ignición, arrasaría con todo y aniquilaría toda vida humana en un radio de cinco kilómetros. Una última cosa, he dicho que genera su propia corriente de aire. Absorbe el aire de la periferia hasta el centro, para alimentarse, así que incluso los seres humanos refugiados cerca del epicentro morirían asfixiados.
Steve Hill imaginó a los habitantes de una ciudad apelotonados en su embarcadero y puerto comercial si ese horror llegaba a estallar en ella. Ni siquiera los barrios periféricos sobrevivirían.
—¿Se ha revisado esa clase de buques cisterna?
—Todos ellos. Los grandes y los pequeños, hasta el más diminuto. El equipo de Cargas Peligrosas está integrado solo por dos tipos, pero son buenos. De hecho, están revisando el último grupo de buques cisterna cargados con GLP.
—En cuanto a los mercantes normales, las cifras indican que debemos limitarnos a los que estén por debajo de las diez mil toneladas. Eso sin contar los que penetren en las zonas prohibidas de todas las líneas costeras de Estados Unidos. En ese caso, los yanquis los detendrán y harán sus pesquisas.
—Por lo demás, los principales puertos del mundo ya están al corriente de que los servicios secretos occidentales creen en la posible existencia de un barco fantasma secuestrado en alta mar y que deben tomar sus propias precauciones. Pero, sinceramente, creo que ningún puerto que pueda ser objetivo de una matanza perpetrada por al-Qaida estaría en un país occidental y desarrollado; ní en Lagos, ni en Darak; no sería ni musulmán, ni hindú ni budista. Eso reduce nuestra lista de puertos no estadounidenses a menos de trescientos.
Alguien llamó a la puerta y asomó la cabeza. Era el jovencísimo y rubicundo Conrad Phipps.
—Acaba de llegar el último, Sam. Wilhelmina Santos, de Caracas, que lleva GLP a Galveston, confirma que está todo correcto, los estadounidenses se han preparado para su abordaje.
—¿Eso es todo? —preguntó Hill—, ¿todos los buques cisterna con GLP que hay en el mundo?
—El menú es corto, Steve —respondió Seymour.
—Aun así, sigue pareciéndome que la idea del buque cisterna con GLP es un error —comentó Hill. Se levantó y se puso la chaqueta para marcharse y regresar a Londres.
—Hay algo que me preocupa, señor Hill —dijo el sabelotodo sobre mercantes.
—Llámame Steve —dijo Hill—. El SIS siempre ha tenido la tradición de utilizar los nombres de pila, desde los cargos más altos hasta los más bajos, con la única excepción del mismísimo director. La informalidad es la marca del espíritu de equipo.
—Bueno, pues hace tres meses un buque cisterna con GLP se esfumó del mapa.
—¿Y bien?
—En realidad nadie lo vio hundirse. Su capitán retransmitió por radio muy inquieto que se había declarado un incendio catastrófico en la sala de máquinas y que creía que no lograría salvar el barco. Y luego… ya no se supo más. Era el Java Star.
—¿Alguna pista? —preguntó Seymour.
—Bueno… Pistas… Antes de esfumarse en medio de la nada retransmitió su posición exacta. El primero en llegar al lugar fue un barco refrigerador que procedía del sur. Su capitán informó de la presencia de botes autohinchables, chalecos salvavidas y diversos restos flotantes en el lugar. Ni rastro de supervivientes. Desde entonces no se volvió a ver ni al capitán ni a su tripulación.
—¡Qué trágico! Pero ¿qué tiene eso que ver con lo nuestro? —preguntó Hill.
—Fue por el lugar donde ocurrió, señor. Digo… Steve, fue en el mar de Célebes. A doscientas millas de la isla de Labuan.
—¡Oh, mierda! —exclamó Steve Hill, que salió inmediatamente con destino a Londres.
Mientras Steve Hill conducía, el Coantess of Richmond cruzaba el Ecuador. Navegaba con rumbo al norte vía noroeste, y solo su navegante conocía su destino con exactitud. Se dirigía a un lugar situado a ochocientas millas al oeste de las Azores y a doscientas millas al este de la costa estadounidense. Si seguía exactamente hacía el oeste, su rumbo lo llevaría hasta Baltimore, al punto más alto de la superpoblada bahía de Chesapeake.
Algunos de los tripulantes del Countess empezaron a realizar sus primeros preparativos para la entrada en el Paraíso. Lo cual suponía rasurarse todo el vello corporal y redactar los últimos testamentos de fe. Estos se hacían delante de la cámara y cada uno leía su última voluntad en voz alta.
El Afgano también lo hizo, aunque decidió hablar en pastún. Yusef Ibrahim conocía unas cuantas palabras de este idioma por la época que había pasado en Afganistán, e hizo un esfuerzo por entender lo que decía el Afgano, pero aunque Ibrahim hubiera sabido hablarlo bien no habría podido censurar una última voluntad.
El hombre de Tora Bora habló de que un misil estadounidense había acabado con la vida de su familia y de la alegría que pronto sentiría al reunirse con ellos de nuevo y hacer por fin justicia contra el Gran Satán. Mientras hablaba, se dio cuenta de que ninguna de esas declaraciones llegarían a un destino real. Suleiman tendría que retransmitirlo todo antes de que él también desapareciera y su equipo tecnológico con él. Lo que al parecer nadie sabía era cómo morirían ni qué clase de justicia se haría contra Estados Unidos; quienes sí lo sabían eran el experto en explosivos e Ibrahim. Sin embargo, no contaron nada.
Puesto que toda la tripulación sobrevivía a base de conservas frías, nadie se dio cuenta de que el cuchillo con una hoja dentada de diecisiete centímetros había desaparecido de la cocina.
Cuando nadie podía verlo, Martin aprovechaba para afilar la hoja con la chaira que estaba en el cajón de los cuchillos hasta dejarla bien cortante. Pensó en acudir al final de la noche a popa para rajar el bote neumático, pero desechó la idea.
Dormía con otros cuatro hombres en las literas del camarote de la tripulación. Siempre había alguien al timón que estaba junto al punto de acceso para recorrer la popa ayudándose de un cabo. El experto en telecomunicaciones vivía en su diminuta casucha de radiotransmisiones, situada detrás del puente, y el ingeniero estaba siempre en la sala de máquinas, debajo del puente, a popa. Cualquiera de ellos podía asomarse y verlo si intentaba acercarse al bote neumático.
Se darían cuenta enseguida del estropicio y descubrirían de inmediato al saboteador. La pérdida del bote hinchable sería un revés, pero no lo suficientemente grave como para abortar la misión. Además, podrían tener tiempo para repararlo con un parche. Desechó la idea, pero se guardó el cuchillo en la funda de tela que llevaba a la altura de los ríñones. Con cada palabra que le llegaba del puente, intentaba adivinar a qué puerto se dirigían y qué había en las cisternas de agua de lastre para poder destruir la nave y sabotear la misión. No consiguió sacar nada en claro, y el Countess seguía avanzando rumbo al noroeste.
La persecución global cambió de rumbo y estrechó su cerco. Todos los mastodontes marinos, todos los buques cisterna, todos los barcos que transportaban gas habían sido revisados y verificados. Todos los transpondedores de identificación habían cumplido con las transmisiones requeridas; todas las rutas previstas seguían las vías y rumbos correspondientes; tres mil capitanes habían hablado en persona con los directores y agentes de los servicios secretos, y habían dado datos personales sobre su nacimiento y detalles de su pasado, de modo que, aunque estuvieran bajo coacción, ningún secuestrador podía saber si estaban mintiendo o no.
La Armada, los marines y la guardia costera estadounidenses abordaban y escoltaban sin limitaciones de permiso ni tiempo a cualquier mercante que quisiera amarrar en un puerto importante. Esto provocaba perjuicios económicos, aunque nada grave como para afectar a la economía más importante del planeta.
Después del consejo que había llegado desde Ipswich, el origen y la propiedad del Java Star se analizaron con lupa. Como se trataba de una embarcación pequeña, la compañía que la poseía la había ocultado en una empresa «concha» con inversiones en una entidad que resultó ser un «banco de nombre» en un paraíso fiscal de Extremo Oriente. La refinería de Borneo que había suministrado el cargamento era legal, pero sabía muy poco sobre la nave en cuestión. Encontraron a los armadores —había tenido seis propietarios en total— y estos entregaron los planos. Encontraron un barco idéntico, y los estadounidenses lo recorrieron de cabo a rabo con cintas de medición. Generaron una imagen por ordenador y obtuvieron una réplica exacta del Java Star, pero no encontraron al auténtico.
Visitaron al gobierno del país cuya bandera había izado el barco la última vez que fue visto. Sin embargo, se trataba de una república de un atolón de la Polinesia, y los especialistas no tardaron en convencerse de que el buque cisterna con gas jamás había estado allí.
El mundo occidental necesitaba respuestas para tres preguntas: ¿de verdad había desaparecido el barco? Si no era así, ¿dónde estaba? Y ¿cómo se llamaba? Los satélites KH-11 recibieron la orden de estrechar su radio de alcance para buscar algo parecido al Java Star.
Durante la primera semana de abril, la operación conjunta de la base aérea escocesa de Edzell hizo las maletas. Los principales organismos occidentales de acción conjunta no podían hacer nada más, oficialmente hablando.
Michael McDonald regresó con alivio a su Washington natal. Siguió con la búsqueda del barco fantasma, pero fuera de Langley. Una parte de la misión de la CIA consistía en volver a interrogar a cualquier detenido en cualquiera de sus centros de detención encubiertos que pudiera haber oído, antes de ser capturado, algún rumor sobre un proyecto con el nombre de al-Isra. Y recurrieron a todos los informadores que tenían en el sombrío mundo del terrorismo islámico. No obtuvieron respuesta. La simple expresión referida al simbólico viaje en la noche de la Gran Iluminación parecía haber nacido y muerto en el mismo instante en que un egipcio encargado de financiar actos terroristas cayó por un balcón de Peshawar en octubre.
Se lamentó la supuesta desaparición en acto de servicio del coronel Mike Martin. No cabía duda de que había hecho todo lo posible, y si descubrían que el Java Star o cualquier otra bomba flotante se dirigía hacia Estados Unidos, considerarían que había tenido éxito. Sin embargo, nadie esperaba volver a verlo. Sencillamente había pasado demasiado tiempo desde la última vez que había dado «señales de vida» dejando un mensaje en la bolsa de un equipo de submarinismo en la isla de Labuan.
Tres días antes, se había agotado la paciencia de los encargados de la cumbre del G-8 con la búsqueda global promovida por el consejo de los británicos, y justo en el momento culminante. Marek Gumienny, sentado en su escritorio de Langley, llamó a Steve Hill por una línea segura para informarle de las novedades.
—Steve, lo siento. Lo siento por ti, pero sobre todo lo siento por tu hombre, Mike Martin. Pero aquí están todos convencidos de que ha desaparecido y de que, pese a haber conseguido que llevemos a cabo la búsqueda de barcos más importante que se haya realizado en el mundo, puede que se haya equivocado.
—¿Y la teoría de Sam Seymour? —preguntó Hill.
—Pues lo mismo. Ha quedado en nada. Hemos revisado todos los jodidos buques cisterna del planeta, de todas las categorías. Quedan solo unos cincuenta por localizar e identificar, y luego se acabó. Signifique lo que signifique eso de al-Isra, o no lo descubrimos nunca o no significa nada, o hace tiempo que se suspendió. Un momento… me llaman por la otra línea.
Un segundo después, volvió a ponerse.
—Hay un barco que va retrasado. Salió de Trinidad rumbo a Puerto Rico hace cuatro días. Tendría que haber llegado ayer. Pero no se ha presentado. No responde.
—¿Qué clase de barco es? —preguntó Hill.
—Un buque cisterna. De tres mil toneladas. Bueno, puede que se haya hundido. Pero vamos a comprobarlo ahora mismo.
—¿Qué llevaba? —preguntó Hill.
—Gas licuado de petróleo —fue la respuesta.
El satélite espía Keyhole KH-11 fue el que consiguió encontrarlo seis horas después de que la reclamación procedente de Puerto Rico a los propietarios de la refinería de la petrolera, con sede en Houston, se convirtiera en una situación alarmante.
Al realizar un barrido por el Caribe oriental con sus cámaras y sensores de escucha que cubrían un radio de quinientas millas de mar e islas, el Keyhole oyó la señal de un transpondedor procedente del océano, y su ordenador confirmó que se trataba del barco extraviado Doña María.
El descubrimiento llegó de forma simultánea a diversos organismos, y ese fue el motivo por el que interrumpieron la llamada a Londres de Marek Gumienny. Otros afectados fueron la sede del Comando de Operaciones Especiales en Tampa, Florida, la Armada y la guardia costera estadounidenses. Todos recibieron exactamente las mismas coordenadas del barco perdido.
El hecho de que los secuestradores no hubieran apagado el transpondedor indicaba o bien que eran muy idiotas o bien que esperaban tener mucha suerte. Sin embargo, no hacían más que cumplir órdenes. Si su transpondedor seguía emitiendo, darían su nombre y su posición. Si lo hubieran apagado, se habrían convertido de inmediato en un barco sospechoso.
El aterrorizado capitán Montalbán seguía al mando y al timón del pequeño buque cisterna con el cargamento de GLP. Llevaba cuatro días sin dormir, salvo por un par de cabezaditas de las que lo habían despertado de inmediato. El barco había dejado atrás Puerto Rico en la oscuridad, había dejado al oeste las islas Turks y Caicos, y se perdió durante un instante entre el amasijo de las setecientas islas que componen el archipiélago de las Bahamas.
Cuando el Keyhole lo encontró, se dirigía hacia el oeste por el sur de Bimini, la isla más al oeste de todo el archipiélago.
En Tampa se localizó su posición y se calculó el rumbo que seguiría. Navegaba directo hacia la bahía del puerto de Miami, una vía marítima que lleva al corazón de la ciudad.
En cuestión de diez minutos, el pequeño buque cisterna empezó a atraer a otros barcos. Un avión P-3 Orion, especializado en la lucha antisubmarina, que había zarpado de la Estación Aérea Naval de Cayo Hueso lo localizó, descendió unos cientos de metros y empezó a sobrevolarlo en círculo, para filmarlo desde todos los ángulos. La imagen apareció en una pantalla de plasma del tamaño de una pared en la sala de Operaciones Especiales de Tampa, casi a escala real.
—¡Cielo santo, menuda pinta! —murmuró un operador sin dirigirse a nadie en particular.
Mientras tanto, en alta mar, alguien se había dirigido a la popa del buque cisterna con una brocha y pintura blanca para pintarrajear una línea horizontal sobre la letra «i» de María. Lo hacía para rebautizar la nave con el nombre de Doña Marta, pero el tono de blanco era demasiado burdo para engañar a cualquier observador durante más de un par de segundos.
En la costa de Charleston, Carolina del Sur, operaban dos guardacostas, ambos eran del tipo Hamilton y ambos estaban navegando. Se trataba del Mellon 717 del Servicio de Guardacostas de Estados Unidos, y su barco gemelo era el Morgenthau. El Mellon estaba más cerca y viró para seguir al fugitivo secuestrado, pasó de las revoluciones de crucero a avante flanco. Su navegante calculó que interceptaría el barco en noventa minutos, justo antes del ocaso.
La palabra «patrullero» apenas hace justicia al Mellon; puede actuar como un pequeño destructor con su eslora de 150 metros y 3.300 toneladas de peso muerto. Mientras surcaba a toda máquina el oleaje del Atlántico de principios de abril, su tripulación corría a preparar el armamento, por si acaso. El buque cisterna extraviado ya había entrado en la categoría de «posiblemente hostil».
El armamento del Mellon no es cosa de risa. El más ligero de sus tres sistemas es la ametralladora Gatling de seis cañones del calibre 44 que descarga una ráfaga tal de metralla que se utiliza como arma antimisiles. En teoría, una ráfaga así podría destruir incluso un misil a punto de tocar tierra. Pero el objetivo del Phalanx no tienen por qué ser misiles; puede destruir casi cualquier cosa, aunque debe encontrarse bastante cerca de su objetivo.
El barco también llevaba dos cañones Bushmaster de 25 milímetros, no tan rápidos, pero si más pesados y lo bastante potentes como para amargarle el día a un pequeño buque cisterna. Además, tenía otro cañón montado en cubierta, el Oto Melara de 76 milímetros de fuego graneado. En el momento en que el Doña María era una mancha en el horizonte, los tres sistemas estaban armados y listos para la acción, y los hombres apostados junto a las armas que hasta ese momento solo habían utilizado en sus entrenamientos habrían sido algo más que santurrones si no hubieran albergado el ligero deseo de utilizarlas en la acción real.
Con el Orion sobre sus cabezas, que informaba de todo en directo y transmitía las imágenes a Tampa, el Mellon giró por la popa del buque cisterna y se situó junto a él, y redujo la velocidad para colocarse a justo doscientos metros de la manga. En ese momento, el Mellon llamó al Doña María con su megáfono.
—Buque cisterna no identificado, aquí la nave guardacostas estadounidense Mellon. Detenga sus motores. Repito, detenga sus motores. Vamos a embarcar.
Con unos gemelos potentes se podía ver a la persona que estaba al timón, y a las que tenía a ambos lados. No hubo respuesta. El buque cisterna no redujo la marcha. El mensaje se repitió.
Después de la tercera repetición, el capitán dio la orden de disparar una ráfaga al mar hacia la proa del buque cisterna. Cuando el agua saltó hasta el pique de proa y empapó las lonas con las que alguien había intentado ocultar en vano la red de tubos y cañerías que revelaban el verdadero objetivo de cualquier buque cisterna, los que estaban en el puente del Doña María captaron sin duda el mensaje. A pesar de ello, el barco no redujo la marcha.
En ese momento se asomaron dos personas por la puerta del castillo de popa, justo detrás del puente. Una de ellas llevaba una ametralladora M60 colgada del cuello. Fue un gesto inútil y que marcó el destino del buque cisterna. Sin duda, ese individuo tenía facciones de norteafricano y se lo veía con claridad a la luz del ocaso. Disparó una rápida ráfaga que pasó por encima del Mellon, luego recibió el impacto de una bala de uno de los M-16 que le apuntaban desde la cubierta del guardacostas.
Ese fue el fin de las negociaciones. Cuando el cuerpo del argelino cayó hacia atrás y la puerta de acero por la que había salido se cerró, el capitán del Mellon pidió permiso para hundir al barco fugitivo. Pero no se lo concedieron. El mensaje de la base fue claro.
—Aléjense de ese barco. Aléjense ya y deprisa. Es una bomba flotante. Vuelvan a situarse a una milla del buque cisterna.
El Mellon dio media vuelta con pesar y a toda máquina, y dejó al buque cisterna solo ante el peligro. Los dos F-16 Falcon ya estaban en el aire y a tres minutos de distancia.
Hay un escuadrón en la Base Aérea de Pensacola, en la estrecha faja costera oriental de Florida, preparado las veinticuatro horas para despegar en cuestión de cinco minutos. Su principal ocupación es interceptar narcotraficantes, por aire y a veces por mar, que intentan entrar a Florida y a los estados vecinos por lo general con cargamentos de cocaína.
Aparecieron con el ocaso en un limpio cielo que se oscurecía, se situaron sobre el buque cisterna al oeste de Bimini y armaron sus misiles Maverick. En el visor de cada piloto se vieron las palabras «misiles», «inteligentes», «objetivo» sobre el blanco, y la eliminación del buque fue muy mecánica, muy precisa, carente de emoción.
Se oyó una orden entrecortada del jefe del pelotón y los dos Maverick situaron sus bastidores debajo de los cazas y siguieron sus morros. Unos segundos después, dos cabezas explosivas con 135 kilos de disgustos impactaron contra el buque cisterna.
Aunque su cargamento no tenía la combinación de aire suficiente para provocar explosiones de máxima potencia, el impacto de los Maverick en la masa gelatinosa del petróleo fue espectacular.
Situados a una milla de distancia, los tripulantes del Mellon vieron las llamaradas y quedaron muy impresionados. Sentían el calor en la cara y les llegaba el hedor de la gasolina concentrada del incendio. Fue todo muy rápido. No quedó nada que pudiera arder en la superficie. Los extremos de popa y proa del buque se hundieron como dos fragmentos distintos de desperdicios fundidos. El último resto en llamas de su combustible más pesado parpadeó durante cinco minutos, luego el mar lo reclamó todo.
Así lo había planeado Ali Amin al-Jatab.
Una hora después, el presidente estadounidense fue interrumpido en una cena oficial con un breve mensaje susurrado al oído. Asintió en silencio, exigió un informe oral a las ocho de la mañana siguiente en la sala oval, y siguió cenando.
A las ocho menos cinco, el director de la CIA se presentó en el despacho oval con Marek Gumienny. Este último ya había estado en esa sala dos veces, pero todavía le ponía los pelos de punta. El presidente y los otros cinco o seis cargos más importantes estaban allí.
Las formalidades duraron poco. Ordenaron a Marek Gumienny que informara del proceso y la conclusión de toda la operación de lucha contra el terrorismo conocida como Palanca.
Gumienny fue breve, puesto que era consciente de que los hombres sentados en torno al ventanal circular con su cristal antibalas de dieciséis centímetros de grosor que daba al Rose Garden (el famoso emplazamiento de las conferencias de prensa al aire libre en la Casa Blanca) odiaban las explicaciones largas. La norma era «quince minutos y punto en boca». Marek Gumienny resumió las complejidades de la Operación Palanca en doce puntos.
Todo el mundo se quedó en silencio cuando terminó de hablar.
—¿Así que el consejo de los británicos al final resultó ser acertado? —preguntó el vicepresidente.
—Sí, señor. Debemos suponer que el agente que infiltraron en al-Qaida, un oficial muy valiente al que tuve el privilegio de conocer el pasado otoño, ha muerto. De no ser así, ya habría dado señales de vida. Aunque logró transmitir su mensaje. De hecho, el arma de los terroristas era un barco.
—No tenía ni idea de que se transportaran cargamentos tan peligrosos a diario por todo el mundo —comentó sorprendido el secretario de Estado tras el consiguiente silencio.
—Ni yo —dijo el presidente—. Bueno, en cuanto a la cumbre del G-8, ¿qué me aconseja?
El secretario de Defensa miró al director de la Agencia de Segundad Nacional y asintió con la cabeza. Sin duda alguna tenían previsto autorizarla.
—Señor presidente, tenemos muchas razones para creer que la amenaza terrorista para este país, sobre todo para la ciudad de Miami, fue eliminada anoche. El peligro ya no existe. En cuanto a la cumbre del G-8, durante toda su duración contará con la protección de la Armada estadounidense, y la Armada ha dado su palabra de que usted no sufrirá ningún daño. Por tanto, le aconsejamos que celebre la cumbre con toda tranquilidad.
—Bueno, pues entonces eso es lo que voy a hacer —dijo el presidente.