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Al mismo tiempo que el cerco marítimo estadounidense se estrechaba en la zona de las Filipinas, Borneo y el este de Indonesia, en su trazado que cruzaba el Pacífico hasta la costa de Estados Unidos, el Countess of Richmond salió del mar de Flores por el estrecho de Lombok, entre Bali y Lombok, hasta el océano Índico. Luego viró al oeste, derecho hacia África.

Al menos tres receptores habían captado la llamada de socorro del Eagle moribundo. La base aérea McChord lo tenía todo organizado ya que, de hecho, había permanecido en contacto con la tripulación. La estación aeronaval de Whidbey Island, al norte de McChord, también se mantenía a la escucha por el canal 16, al igual que el Servicio de Guardacostas estadounidense desde Bellingham. Al cabo de pocos segundos de recibir la llamada, ya se habían puesto en contacto para avisarse de que estaban en alerta para triangular la posición de la tripulación del avión derribado.

Atrás quedan los días en que los pilotos cabeceaban en vano a bordo de un bote neumático o yacían en medio del bosque a la espera de ser localizados. Hoy en día, los miembros de la tripulación llevan chalecos salvavidas que incorporan una pequeña pero potente señal luminosa de lo más novedosa y un transmisor que permite la comunicación verbal.

Las señales luminosas fueron captadas de inmediato y los tres puestos de escucha situaron a los hombres a pocos metros de diferencia. El mayor Duval se encontraba en el corazón del parque nacional y el capitán Johns había caído en una explotación forestal. El acceso a ambas zonas estaba prohibido durante el invierno. Las nubes bajas impedían el rescate en helicóptero, el método preferido y más rápido. El encapotamiento obligaba a poner en práctica una operación de rescate a la antigua. Los todoterrenos y los semiorugas permitirían a los equipos llegar por una de las pistas hasta el punto más cercano; de ahí hasta el aviador derribado harían falta músculos y sudor.

El peligro principal era la hipotermia, además del traumatismo en el caso de Johns y su pierna rota. El sheriff del condado de Whatcom llamó por radio para avisar de que tenía ayudantes dispuestos y de que se reunirían a la entrada del bosque, en la pequeña población de Glacier, al cabo de treinta minutos. Se encontraban más cerca del aviador herido, Nicky Johns. Unos cuantos madereros vivían en las inmediaciones del pueblo y conocían todas las rutas forestales. Les comunicaron la posición exacta de Johns, a pocos metros, y hacia allí se dirigieron.

Para levantarle la moral al herido, los de McChord lo pusieron en contacto con el sheriff a través del transmisor del chaleco salvavidas, de manera que pudiera infundirle ánimos a medida que se acercaban.

El Servicio Nacional de Parques de Washington se encargó del mayor Duval. Tenían experiencia sobrada; cada año se las veían con el habitual campista ocasional que resbalaba y caía. Conocían todos los caminos del parque y, cuando llegaban al final de uno de ellos, sabían seguir a campo traviesa. Se desplazaban con motonieves y quads. Como su hombre no estaba herido, con un poco de suerte no les haría falta un equipo de emergencia completo.

Sin embargo, a medida que pasaban los minutos, la temperatura corporal de los aviadores empezó a bajar; en particular, la de Johns, que ya no podía moverse. Y empezó la carrera en busca de guantes, botas, mantas térmicas y sopa muy caliente para evitar que el frío les tomara la delantera.

Nadie les explicó, ya que nadie lo sabía aún, que aquel mismo día otro hombre deambulaba por el monte, y que se trataba de alguien extremadamente peligroso.

Por suerte para el equipo de la CIA que se encontraba en la cabaña destrozada, los aparatos de comunicación se habían salvado del desastre. El jefe de Operaciones solo sabía un número al que recurrir; afortunadamente, era bueno. La llamada fue por una línea segura directamente al despacho del subdirector de Operaciones en Langley, Marek Gumienny, tres zonas horarias al este. Acababan de dar las cuatro de la tarde cuando la recibió.

El hombre escuchó con atención creciente. No despotricó ni dijo barbaridades a pesar de la noticia sobre la gran desgracia que afectaba a la Compañía. Antes de que su subalterno acabara el relato desde las montañas Cascada, ya estaba analizando la catástrofe. Con temperaturas bajo cero, los dos cadáveres tendrían que esperar. Los tres heridos necesitaban evacuación de emergencia, y había que capturar al fugitivo.

—¿Podemos enviar un helicóptero para recogerlos? —preguntó.

—No, señor; las nubes no dejan ver ni la copa de los árboles y pronto habrá otra tormenta de nieve.

—¿Cuál es el pueblo más cercano desde el que se puede acceder a la zona?

—Se llama Mazama. Está fuera de las montañas; desde el pueblo hasta el paso de Hart hay un camino transitable, pero solo cuando hace buen tiempo. El lugar queda a un kilómetro y medio y no hay manera de llegar hasta aquí.

—Están ustedes en una instalación secreta de investigación, ¿lo entiende? Han sufrido un grave accidente y necesitan ayuda urgente. Localice al sheriff de Mazama y haga que acuda en su busca como pueda, que se desplace en semioruga, motonieve o todoterreno hasta llegar lo más cerca posible y que luego utilice esquís, raquetas o un trineo para el último kilómetro y medio. Lleven a esos hombres al hospital. Mientras, ¿pueden mantenerse a cobijo?

—Sí, señor. Dos de las habitaciones han quedado destrozadas pero hay tres intactas. La calefacción central no funciona pero estamos apilando leña para hacer fuego.

—Muy bien, cuando lleguen las fuerzas de rescate, ciérrenlo todo, destruyan los equipos de comunicación, llévense los códigos y salgan con los heridos.

—¿Señor?

—Sí.

—¿Y qué hacemos con el afgano?

—Déjenmelo a mí.

Marek Gumienny pensó en la carta original que John Negroponte le había entregado al comienzo de la Operación Palanca. Le otorgaba plenos poderes, sin límites. Había llegado el momento de que el ejército demostrara su capacidad. Llamó al Pentágono.

Gracias a aquellos años en la Compañía y a la nueva política que invitaba a compartir la información, mantenía estrecho contacto con la Agencia de Inteligencia de Defensa y esta a su vez mantenía buena relación con las Fuerzas Especiales. Veinte minutos más tarde, supo que tal vez acabara de disfrutar del primer respiro de aquel día horroroso.

A no más de siete kilómetros de la base aérea McChord, se encuentra Fort Lewis. Aunque se trata de un enorme campamento militar, hay una pequeña zona de acceso permitido al personal no autorizado que alberga al primer grupo de las Fuerzas Especiales, conocido por sus pocos simpatizantes como el destacamento operacional (OD) Alfa 143. El «3» final se adjudica a las unidades de montaña o equipos «A». El jefe de Operaciones era el capitán Michael Linnett.

Cuando el ayudante de la unidad recibió la llamada del Pentágono no resultó muy clarificador, a pesar de estar hablando con un general de dos estrellas.

—Ahora mismo, señor, no se encuentran en la base. Están ocupados en un ejercicio táctico en el monte Rainier.

El general destinado a Washington nunca había oído hablar de aquella cumbre inhóspita del sur de Tacoma, en el condado de Pierce.

—¿Puede recogerlos en helicóptero, teniente?

—Claro, señor, así lo creo. Las nubes están lo bastante altas.

—¿Puede transportarlos hasta un lugar llamado Mazama, cerca del paso de Hart, en el límite de Wilderness?

—Tengo que preguntarlo, señor. —Reanudó la conversación al cabo de tres minutos; mientras, el general esperó.

—No, señor. Allí la nubosidad cubre las copas de los árboles y se pondrá a nevar de un momento a otro. La única forma de llegar es en camión.

—Muy bien, llévelos hasta allí por el camino más rápido. ¿Dice que están de maniobras?

—Sí, señor.

—¿Llevan consigo todo lo necesario para operar en las montañas de Pasayten?

—Van equipados a prueba de temperaturas bajo cero y terrenos agrestes, general.

—¿Y llevan munición de combate?

—Sí, señor. Simulaban la búsqueda de terroristas en el Parque Nacional del monte Rainier.

—Pues ya no van a simularla, teniente. Lleve a toda la unidad hasta el despacho del sheriff. Confírmelo con Olsen, un agente secreto de la CIA. Manténgase en contacto continuo con Alfa e infórmeme de la evolución.

Para ganar tiempo el capitán Linnett, al que se había informado de una emergencia durante el descenso del monte Rainier, solicitó la recuperación del destacamento por aire. Fort Lewis contaba con un helicóptero Chinook de propiedad para el transporte de tropas; al cabo de treinta minutos, recogió al equipo Alfa al pie de la montaña, en el aparcamiento vacío destinado a las visitas.

El Chinook trasladó al equipo tan al norte como le permitieron las nubes que amenazaban níeve, y los dejó en un pequeño campo de aviación al oeste de Burlington. Al camión le llevó una hora llegar hasta allí; lo consiguieron casi al mismo tiempo.

Desde Burlington, la interestatal 20 cubre el recorrido desolado junto al río Skagit hacia el interior de las montañas Cascada. En invierno, se prohibe el tráfico a todo vehículo que no esté especialmente equipado; el camión de las Fuerzas Especiales estaba preparado para recorrer cualquier terreno existente e incluso algunos de los que quedaban por inventar. Sin embargo, avanzaba muy despacio. Pasaron cuatro horas antes de que el conductor, extenuado, consiguiera que los neumáticos hicieran crujir la grava del pueblecito llamado Mazama.

El equipo de la CIA también estaba agotado, pero al menos los compañeros heridos, a los que habían administrado morfina, se dirigían en ambulancia hacia el sur donde un helicóptero los recogería y los trasladaría hasta su destino final, el Tacoma Memorial.

Olsen le dijo al capitán Linnett lo que consideró imprescindible. Linnett le espetó que estaba autorizado e insistió en saber más.

—Ese fugitivo, ¿lleva ropa y calzado térmicos?

—No. Lleva botas de montaña, pantalones gruesos y una chaqueta algo acolchada.

—¿Y no dispone de esquís ni raquetas de nieve? ¿Va armado?

—No, qué va.

—Ya es de noche. Por lo menos llevará gafas que le permitan ver en la oscuridad, algo que le ayude a proseguir la marcha…

—Para nada. El prisionero estaba incomunicado.

—Está listo —dijo Linnett—. Con estas temperaturas y abriéndose paso por un metro de nieve mientras trata de avanzar sin brújula, lo cogeremos enseguida.

—Solo se le escapa un detalle. Es un hombre de montaña, nació y creció en ella.

—¿Cerca de aquí?

—No. En Tora Bora. Es afgano.

Linnett se quedó sin habla. El había luchado en Tora Bora. Había estado en la primera invasión de Afganistán, cuando las fuerzas especiales de la coalición angloestadounidense se dispersaban por Spin Gahr en busca de un grupo de fugitivos saudíes, uno de los cuales medía un metro noventa y cuatro. Había vuelto para tomar parte en la Operación Anaconda, y tampoco había ido bien. En ella habían caído unos cuantos hombres competentes. Linnett tenía cuentas pendientes con los pastunes a raíz de Tora Bora.

—¡Suba! —gritó, y el jefe de Operaciones volvió a subir al camión que había de llevarlos hasta el paso de Hart. A partir de allí, sus medios de transporte se remontarían a los de tres mil años atrás, hasta los esquís y las raquetas de nieve.

Al partir, la radio del sheriff recogió la noticia de que ambos pilotos habían sido encontrados y rescatados, medio congelados pero vivos. Los dos estaban en un hospital de Seattle. Eran buenas noticias, aunque llegaron demasiado tarde para un hombre llamado Lemuel Wilson.

Los investigadores angloamericanos de la marina mercante al frente de la Operación Palanca seguían centrándose en la amenaza número uno: la idea de que tal vez al-Qaida estuviera planeando la interceptación de una vía mundial de suma importancia en forma de pequeño estrecho.

En esa eventualidad, el tamaño de la embarcación resultaría primordial. La carga era irrelevante, con la excepción de que un vertido de petróleo imposibilitaría casi por completo las tareas del equipo de demoliciones submarinas. En el mundo entero se investigaba para identificar la procedencia de toda embarcación de gran tonelaje.

Cuanto más grande era el tipo de barco, menos de ellos había; además, la mayoría pertenecían a compañías gigantescas de lo más respetable. Los quinientos principales, de los tipos llamados ULCC y VLCC y más conocidos como superpetroleros, fueron supervisados y resultaron no haber sido atacados, así que se pasó a los de tonelaje inferior, bajando de diez mil en diez mil toneladas de capacidad. Cuando se hubieron revisado todos los de al menos cincuenta mil toneladas, el pánico por la interceptación del estrecho empezó a remitir.

Con toda probabilidad, el listado de barcos construidos de la aseguradora Lloyd’s sigue siendo el más completo del mundo, de manera que el equipo de Edzel estableció una línea directa de uso continuo con la compañía. Siguiendo los consejos de esta, se concentraron en las embarcaciones que pedían a gritos la supervisión así como en las que constaban en puertos «clandestinos» y aquellas cuyos propietarios resultaban sospechosos. Tanto Lloyd’s como la sección antiterrorista del Servicio Secreto de Inteligencia de la Marina se unieron a la CIA estadounidense y a los guardacostas para colocar a unas doscientas embarcaciones la etiqueta de «prohibido acercarse a la costa» sin que lo supiera el capitán o el propietario en cuestión. Pero seguían sin encontrar ninguna señal para hacer saltar las alarmas.

El capitán Linnett conocía aquellas montañas y sabía que un hombre sin calzado apropiado que tratara de abrirse paso por la nieve en un terreno que escondía árboles, raíces, grietas, zanjas, barrancos y corrientes de agua podía darse por satisfecho si avanzaba al ritmo descorazonador de ochocientos metros por hora.

Alguien en esas condiciones avanzaría con dificultad por la gruesa capa de nieve y acabaría metido en un riachuelo, de forma que, con los pies mojados, su temperatura corporal bajaría a una velocidad preocupante hasta llegar a sufrir hipotermia y congelación de los dedos de los pies.

En el mensaje de Langley para Olsen no cabían malas interpretaciones: el fugitivo no debía alcanzar Canadá bajo ningún concepto ni llegar a utilizar un teléfono que funcionara. Por si acaso.

Linnett apenas albergaba dudas. Sin brújula, su objetivo no haría más que andar en círculos. Cada dos pasos, tropezaría y se caería. Le sería imposible ver en la más completa oscuridad, bajo las copas de unos árboles que ni la luz de la luna, de no haber estado esta tapada por un frente de nubes heladas de seis mil metros de espesor, sería capaz de penetrar.

Lo cierto era que el hombre les llevaba veinticuatro horas de ventaja; pero incluso en línea recta eso no le supondría más de cinco kilómetros de recorrido. Los hombres de las Fuerzas Especiales que se desplazaban sobre esquís podían triplicar la distancia; incluso si las rocas o los troncos de árbol caídos los obligaban a utilizar las raquetas, la doblarían.

Linnett tenía razón. Tardaron menos de una hora en llegar desde el punto en que se bajaron del camión, al final del camino, hasta la cabaña destrozada de la CIA. Él y sus hombres la examinaron brevemente para ver si el fugitivo había vuelto a saquearla en busca de un equipo mejor. No había rastro de ello. En medio del comedor helado, a salvo de los animales que merodeaban por la zona, amortajaron los dos cuerpos ya rígidos por el frío con las manos sobre el pecho. Tendrían que esperar a que se levantaran las nubes y el helicóptero pudiera aterrizar.

Un equipo «A» se compone de doce hombres. Linnett era el único oficial y su brazo derecho era un suboficial mayor. Los diez restantes llevaban más tiempo en el ejército; el de rango menor era un sargento primero. Había dos ingenieros (encargados de la demolición), dos radiotelegrafistas, dos «médicos», un sargento de equipo (que contaba no con una, sino con dos especialidades), un sargento de inteligencia y dos francotiradores. Mientras Linnett se encontraba en el interior de la cabaña destrozada, el sargento de equipo, rastreador experto, escudriñaba el terreno.

La amenaza de nieve no se había cumplido. La capa que cubría la pista de aterrizaje y la puerta delantera, por donde el equipo de rescate había llegado desde Mazama, era una amalgama de huellas. Sin embargo, desde el muro en ruinas del recinto se distinguía el rastro de unas pisadas que conducían hacia el norte.

Linnett se preguntó si se trataría de una coincidencia; aquella era precisamente la dirección que llevaba a Canadá, a treinta y cinco kilómetros, y que el fugitivo no debía tomar. De todas formas, el afgano necesitaría cuarenta y cuatro horas de recorrido y no conseguiría completarlo aunque avanzara en línea recta. El equipo Alfa lo capturaría a medio camino.

Tardaron una hora en recorrer el siguiente kilómetro y medio con las raquetas, y allí encontraron la otra cabaña. Nadie mencionó las restantes dos o tres de las montañas de Pasayten porque habían sido construidas con anterioridad a que se prohibiera la edificación. Esta en concreto había sido forzada, no cabía duda; los cristales triples hechos añicos y la piedra junto al boquete lo evidenciaban.

El capitán Linnett entró primero, con su arma por delante y el seguro quitado. A ambos lados de la ventanilla rota, dos hombres lo cubrían. Les llevó menos de un minuto estar seguros de que no había nadie más en la cabaña, y tampoco en el almacén de leña ni el garaje adyacentes. No obstante, había señales por todas partes. Trató de encender la luz, pero era obvio que la electricidad procedía de un generador que había detrás del garaje; debía de haber estado en funcionamiento mientras el propietario residía allí, pero ahora había sido apagado definitivamente. Confiaban en que las linternas bastaran.

Junto a la honda chimenea, en la sala principal encontraron una caja de cerillas y varias velas largas, a buen seguro para encender la leña que había en la rejilla, así como un haz de velas adicionales por si el generador fallaba. El intruso había utilizado ambas cosas para alumbrar el camino. El capitán Linnett se volvió para dirigirse a uno de sus hombres.

—Póngase en contacto con el sheriff del condado y averigüe quién es el propietario —dijo.

Empezó a examinar el lugar; no parecía haber nada roto, pero lo habían revuelto todo.

—Es un cirujano de Seattle —explicó el sargento—. Veranea aquí y cierra la cabaña durante la temporada baja.

—Nombre y número de teléfono. Debe de haberlos dejado en el despacho del sheriff.

En cuanto tuvo los datos, al sargento se le ordenó que se pusiera en contacto con Fort Lewis; debía pedir que llamaran al cirujano a su casa de Seattle y que lo pusieran en contacto directo con ellos. Un cirujano era todo un hallazgo; esos profesionales solían tener buscapersonas para las emergencias. Definitivamente, la situación mejoraba.

El barco fantasma no llegó a acercarse a Surabaya. No había ningún envío de exquisitas sedas orientales para cargar, y los aparentes contenedores de agua de lastre de la cubierta de proa del Countess of Richmond estaban en su sitio.

Siguió la ruta hacia el sur de Java, pasó por la isla Christmas y se adentró en el océano índico. Para Mike Martin, las rutinas de a bordo se convirtieron en un ritual.

El psicópata Ibrahim permaneció la mayor parte del tiempo en su camarote; por suerte para Martin, parecía estar muy enfermo. De los siete hombres restantes, el ingeniero se ocupaba de sus máquinas, que funcionaban a la máxima velocidad sin importar el gasto de combustible. El Countess no necesitaría combustible para el viaje de vuelta.

Para Martin, sus preguntas seguían sin respuesta. ¿Adonde iba y qué fuerza explosiva se escondía bajo su cubierta? Nadie parecía saberlo, a excepción quizá del ingeniero químico. Pero este no hablaba nunca y la cuestión no salió a relucir.

El experto en comunicaciones se mantenía a la escucha y con toda seguridad llegó a saber de una investigación marítima que tenía lugar en el Pacífico y en los accesos al estrecho de Ormuz y al canal de Suez. Tal vez se lo hubiera comunicado a Ibrahim, pero no había hecho mención de ello al resto de la tripulación.

Las otras cinco personas se turnaban entre el timón y la cocina, de donde sacaban un plato tras otro de comida enlatada fría. El oficial de navegación fijó el rumbo: siempre al oeste, luego al sur de esa ruta, hacia el cabo de Buena Esperanza.

En cuanto al resto, rezaban cinco veces al día, como mandaban las escrituras, volvían a leer el Corán y miraban al mar.

Martin pensó en tomar el barco. No contaba con más armas que el cuchillo que pudiera robar en la cocina; además, tendría que matar a siete hombres, entre los cuales se encontraba Ibrahim, que tendría una o más armas de fuego. Además estaban repartidos entre la sala de máquinas, el cuarto de comunicaciones, el camarote de la tripulación y la proa. En cuanto se aproximaran a un punto clave de la costa, Martin sabría que no le quedaba otra alternativa. Pero mientras estuvieran en medio del océano índico esperaría.

Se preguntaba si alguien habría encontrado el mensaje que dejó en la bolsa de submarinismo o si, por el contrario, lo habrían abandonado en algún desván, sin que nadie lo hubiera leído; no podía saber que había desencadenado una persecución de barcos a escala mundial.

—El doctor Berenson al aparato. ¿Con quién hablo?

Michael Linnett cogió el aparato que el sargento llevaba en su mochila y mintió por el micrófono.

—Trabajo para el sheriff de Mazama —dijo—, ahora mismo estoy en su cabaña de la montaña. Siento tener que decirle que alguien ha irrumpido en ella.

—¡Vaya! ¿Cómo demonios…? ¿Ha habido desperfectos? —preguntó el hilo de voz desde Seattle.

—Entraron rompiendo el cristal de la ventana principal de la fachada con una piedra, doctor; creo que es el único daño estructural. Voy a comprobar si han robado algo. ¿Guarda aquí alguna arma de fuego?

—No, ninguna. Tengo dos rifles de caza y una pistola de dispersión, pero me los llevo al final de la temporada.

—Muy bien. Pasamos a la ropa. ¿Hay algún armario en el que guarde prendas de abrigo?

—Claro. Hay un vestidor junto a la puerta del dormitorio.

El capitán Linnett le hizo una señal al sargento de equipo, que iluminaba el camino con la linterna. El armario era espacioso y estaba lleno de ropa gruesa.

—Tendría que haber un par de botas de nieve, unos pantalones acolchados y una parka con capucha.

No quedaba nada.

—¿Y tiene esquís o raquetas de nieve, doctor?

—Por supuesto, las dos cosas, y están en el mismo armario.

Tampoco había rastro.

—¿Algún otro tipo de arma? ¿O brújula?

El gran cuchillo Bowie debería haber estado colgado en el armario, junto con el resto, y la brújula y la linterna, dentro de los cajones del escritorio. Se lo habían llevado todo. Por lo demás, el fugitivo había revuelto la cocina, pero era lógico que no hubieran dejado alimentos frescos para que se pudrieran. No obstante, en la encimera había una lata de judías recién abierta y vacía; también estaba el abrelatas junto con dos latas de soda, además de un bote de conserva vacío que había contenido monedas de cuarto de dólar, pero esto último nadie lo sabía.

—Gracias, doctor. Me acercaré hasta allí cuando el tiempo mejore junto con una brigada que cambie la ventana, y presentaré una denuncia por robo.

El jefe de Alfa cortó la comunicación y miró al equipo a su alrededor.

—Vamos —fue todo cuanto dijo. Sabía que la cabaña y todo aquello de lo que el afgano había tomado posesión reducía las probabilidades de que le dieran caza, pero incluso así creía que podían conseguirlo. Calculaba que el fugitivo, que debía haberse pasado por lo menos una hora en la cabaña en comparación con la media hora que habían dedicado ellos, les llevaba dos o tres horas de ventaja, pero ahora sabía que avanzaba mucho más rápido. Esperó unos instantes y volvió a ponerse en contacto con Fort Lewis.

—Dígales a los de McChord que quiero un Spectre y lo quiero ahora. Haga uso de toda su autoridad, llame al Pentágono si es necesario. Lo quiero en las montañas Cascada y en comunicación directa conmigo.

Mientras esperaban al nuevo aliado, los doce miembros del Alfa 243 siguieron adelante con brío, avivando el paso. El sargento experto en rastreo estaba sobre la pista; con la linterna iluminaba las huellas de las raquetas que había dejado el fugitivo en la nieve. Aceleraron el paso, pero llevaban un equipo más pesado que el hombre que los precedía. Linnett calculaba que mantenían la distancia, pero ¿la acortaban? Entonces empezó a nevar, lo que era a la vez una calamidad y una suerte. Al caer los copos en apariencia delicados a través de las coniferas, cubrían las rocas y los tocones, lo cual les permitió, en una breve pausa, cambiarse las raquetas por los esquís y desplazarse más rápido. Pero la nieve también borraba sus huellas.

A Linnett empezaba a hacerle falta ayuda celestial, y llegó justo después de medianoche en forma de un avión de combate Hércules C-130 de Lockheed-Martin que los sobrevolaba a seis mil metros, más o menos a la altura de las nubes pero viendo a través de estas.

Entre los muchos artilugios que las Fuerzas Especiales reciben para entretenerse, el avión de combate Spectre es, desde el punto de vista del enemigo en tierra, de lo más devastador.

El avión de transporte original Hércules fue transformado de cabo a rabo al desguazarlo y reemplazar su interior por un despliegue tecnológico capaz de localizar, fijar como objetivo y dar muerte a un enemigo en tierra. Nada más y nada menos que setenta y dos millones de dólares de presagios adversos.

La primera tarea de localizar al enemigo no depende de la luz del día, del viento, de la lluvia, la nieve o el granizo. El señor Raytheon había sido muy amable al proporcionar un radar de apertura sintética y una cámara térmica de infrarrojos capaz de detectar entre el paisaje cualquier figura que emitiera calor corporal. Y no dibuja un contorno borroso, sino lo bastante perfilado como para diferenciar si se trata de un animal cuadrúpedo o bípedo. Sin embargo, ni una tecnología tan avanzada podía prever la particular idiosincracia del señor Lemuel Wilson.

Él también tenía una cabaña justo fuera del límite de las montañas de Pasayten, en la parte más baja del monte Robinson. A diferencia del cirujano de Seattle, se enorgullecía de pasar el invierno allí, ya que no contaba con una residencia alternativa en la ciudad.

De modo que sobrevivía sin electricidad; entraba en calor gracias a un fuego de leña y utilizaba una lámpara de queroseno para la iluminación. En verano, iba de caza y curaba los despojos secándolos al sol para el invierno. Cortaba él mismo los troncos y recogía forraje para su robusto poni de montaña. Pero tenía otro pasatiempo.

Tenía una emisora, que funcionaba gracias a un pequeño generador, con suficiente potencia para pasarse las horas del invierno captando las frecuencias del sheriff, de los servicios de emergencia y de las compañías de servicios. Así fue como oyó los relatos sobre los dos hombres de la tripulación de un avión estrellado en las montañas y los equipos de rescate que luchaban por abrirse camino en el lugar.

Lemuel Wilson estaba orgulloso de considerarse a sí mismo un ciudadano comprometido, aunque a veces las autoridades preferían el término «entrometido». Para cuando los dos pilotos hubieron comunicado su grave situación y las autoridades localizado su situación exacta, Lemuel Wilson ya había montado y se había puesto en marcha. Tenía intenciones de atravesar la mitad sur de las montañas para llegar al parque nacional y rescatar al mayor Duval.

El equipo de captación de bandas de frecuencia resultaba demasiado aparatoso para llevarlo encima, así que no llegó a saber que los dos aviadores habían sido rescatados. Sin embargo, se encontró frente a frente con otra persona.

No vio llegar al hombre. Arreaba a su caballo por la capa de nieve acumulada durante la ventisca, más gruesa de lo habitual. Al minuto siguiente, se le presentó un montículo de nieve que en realidad era un hombre con un traje plateado de dos piezas propio de la era espacial. Lo que no tenía nada de espacial era el cuchillo Bowie, inventado en tiempos de la batalla del Álamo y de lo más eficaz. Un brazo se aferró a su cuello y lo tiró del caballo; al topar con el suelo, la hoja del cuchillo le entró en las costillas por la espalda y se le clavó en el corazón.

La cámara térmica es útil para detectar el calor corporal, pero el cadáver de Lemuel Wilson, abandonado en una grieta a diez metros del lugar en que murió, perdió el calor enseguida. Cuando media hora más tarde el Spectre C-130 inició la misión de circunvolar a gran altura las montañas Cascada, nada reveló su presencia.

—Spectre Eco Foxtrot llamando al equipo Alfa, ¿me recibe, Alfa?

—Potencia Cinco —indicó el capitán Linnett—. Aquí abajo somos doce con esquís, ¿nos ve?

—Sonrían, voy a hacerles una foto —dijo el operador de la cámara de infrarrojos desde su posición a seis mil metros.

—Deje el ocio para luego —respondió Linnett—. A unos cinco kilómetros hacia el norte hay un fugitivo. Va solo y lleva esquís. ¿Pueden confirmarlo?

Se hizo una pausa larga.

—Negativo. Ninguna imagen parecida —dijo la voz desde las alturas.

—Tiene que estar por ahí —insistió Linnett—. En algún punto por delante de nosotros.

El límite de los arces y los alerces quedaba ya muy por detrás. Salieron del bosque a un pedregal yermo y siguieron ascendiendo hacia el norte; la nieve caía directamente sobre ellos sin ramas que la retuvieran. Atrás, en la oscuridad, quedaban Lake Mountain y Monument Peak. Sus hombres parecían espectros, pálidos zombis en el paisaje blanco. Y si él estaba en apuros, el afgano también. Solo había una explicación posible para que no apareciera en la imagen: que se hubiera refugiado en una cueva o en un hueco en la nieve. Quizá algún saliente evitaba que se viera la emisión de calor. Así que se estaba acercando a él. Gracias a los esquís avanzaban con facilidad por el lomo de la montaña y, más adelante, volvía a haber bosque.

El Spectre fijó su posición en el campo. Diecinueve kilómetros para la frontera canadiense y cinco horas para el amanecer, o lo que podía considerarse amanecer en aquellas tierras llenas de nieve, cumbres, rocas y árboles.

Linnett le dio una hora más. El Spectre daba vueltas y observaba, pero no daba con nada sobre lo que informar.

—Vuelva a mirar —le pidió el capitán Linnett.

Empezaba a pensar que algo iba mal. ¿Quizá el afgano había muerto? Era posible, eso explicaría la ausencia de emisión térmica. ¿Estaría agazapado en alguna cueva? Tal vez, pero si no salía corriendo moriría allí. Y entonces…

Izmat Jan arreaba al caballo, que aunque era batallador estaba demasiado cansado, para que se apartara del pedregal y se adentrara en el bosque; de hecho, había aumentado la distancia. La brújula le indicaba que seguía yendo hacia el norte, y la inclinación del caballo, que estaba ascendiendo.

—Estoy explorando la zona comprendida en un arco de noventa grados con respecto a su posición —dijo el operador de la cámara térmica—. Justo hasta la frontera. Hay ocho animales: cuatro ciervos, dos osos pardos casi imperceptibles porque están hibernando en una profunda guarida, algo que parece un felino salvaje merodeando y un alce solo que se dirige a paso lento hacía el norte. Unos seis kilómetros y medio por delante de su grupo.

La ropa térmica del cirujano era excelente. El caballo sudaba al borde del agotamiento y se distinguía con claridad; sin embargo, el hombre que lo montaba inclinado sobre su crin para estimular al animal iba tan abrigado que se confundía con él.

—Señor —empezó uno de los sargentos ingeniero—, yo soy de Minnesota.

—Cuéntele sus problemas al capellán —le espetó Linnett.

—Lo que quiero decir, señor —prosiguió el hombre de rostro cubierto de nieve que tenía al lado—, es que los alces no suben a las cumbres con este tiempo, bajan hasta el valle para alimentarse de liquen. No puede tratarse de un alce.

Linnett ordenó hacer una parada que fue muy bien recibida. Observó la nieve que caía delante de ellos. No tenía la más mínima idea de cómo se las habría arreglado el fugitivo. Tal vez hubiera dado con otra cabaña aislada, la de algún idiota que pasaba allí el invierno y que tenía un establo. De alguna forma, el afgano se había hecho con un caballo y lo había montado dejándolos atrás.

A seis kilómetros y medio, en las profundidades del bosque, a Izmat Jan le aguardaba un peligro tan grande como el que había acechado a Lemuel Wilson al tenderle él mismo la emboscada. Se trataba de un puma viejo, un poco lento para cazar ciervos pero astuto y muy hambriento. Se lanzó desde un saliente entre dos árboles; el poni lo habría detectado por el olfato de no haber estado agotado.

Lo primero que vio Izmat Jan fue que algo muy veloz y de aspecto felino atacaba al caballo y se alejaba por el costado. El jinete tuvo tiempo de extraer el rifle de Wilson de la funda situada junto a la perilla y volverse a colocar sobre la grupa. Acto seguido, desmontó, se volvió, apuntó y disparó.

Había tenido suerte de que aquel puma salvaje fuera a por el caballo y no lo atacara a él; sin embargo, se había quedado sin medio de transporte. El animal seguía vivo, pero había sufrido un desgarro en el cuello y en el lomo causado por las garras de la fiera llena de furia impulsada por sus sesenta kilos de puro músculo. No podría volver a levantarse. Utilizó la segunda bala para acabar con su sufrimiento. El caballo se desplomó, y rodó unos metros pendiente abajo, de modo que la mitad de su cuerpo cayó encima del puma, sobre el torso y las patas delanteras. El Afgano no le dio importancia.

Desenganchó las raquetas de detrás de la silla, se las colocó en las botas, se echó el rifle al hombro, miró la brújula y se dispuso a avanzar. A unos cien metros, la pared de roca hacía un saliente; Izmat Jan se detuvo justo debajo para concederse un respiro. No lo sabía, pero el saliente ocultaba la emisión de calor procedente de su cuerpo.

—Fíjese en el alce —sugirió el capitán Linnett al oficial del Spectre—. ¿Puede tratarse de una montura con el fugitivo encima?

El oficial examinó la imagen de nuevo.

—Tiene razón —confirmó—. Veo seis patas. Se ha parado a descansar. Pero parece haber descendido.

La función destructiva del Spectre se compone de tres sistemas. El más fuerte es el Howitzer M102 de 105 milímetros, tan potente que resulta excesivo para utilizarlo con un ser humano aislado. Luego está el cañón Bofors de 40 milímetros, derivado hace mucho tiempo del antiaéreo sueco, un arma de repetición capaz de reducir a pequeños fragmentos un edificio o un tanque. La tripulación del Spectre, informada de que su objetivo era un hombre a caballo, preparó el cañón Gatling Gau-12/U. El terrible artilugio dispara mil ochocientas veces por minuto y cada vez lanza una bala de 25 milímetros capaz de hacer pedazos un cuerpo humano. Tan potente es el efecto de los cinco cañones rotativos que, si se utilizara sobre un campo de fútbol durante treinta segundos, solo sobreviviría a los disparos un lirón, y este acabaría muriendo del susto.

La altura máxima desde la que el cañón puede apuntar es de tres mil seiscientos; dando un giro, el Spectre bajó hasta los tres mil metros apuntó y disparó durante diez segundos, consiguiendo que trescientas balas golpearan en el cuerpo del caballo abandonado en el bosque.

—Ya no queda rastro —indicó el operador de la cámara térmica—, ni del hombre ni del animal.

—Gracias Eco Foxtrot —comunicó Linnett—. A partir de aquí, nos encargamos nosotros.

Misión cumplida, el Spectre volvió a la base aérea McChord. Dejó de nevar; los esquís resbalaban con facilidad sobre la capa recién caída y permitieron al equipo Alfa avanzar a un ritmo comparable al de un atleta con buena técnica, por lo que enseguida encontraron los restos del caballo. Había pocos fragmentos de tamaño mayor a un brazo humano, pero se identificaba con claridad que pertenecían a un caballo y no a una persona; todos excepto los restos cubiertos de pelo pardusco.

Durante diez minutos Linnett trató de localizar trozos de prendas de abrigo, unas botas, algún fémur, un cráneo, un cuchillo Bowie, unas raquetas o pelos de barba.

Encontró dos esquís, pero uno estaba roto. El causante había sido el cuerpo del caballo al caer. Vio una funda de piel de carnero, pero el rifle no estaba dentro. Tampoco estaban las raquetas ni el afgano.

Faltaban dos horas para el amanecer; aquello se había convertido en una carrera entre un hombre con raquetas de nieve y doce sobre esquís. Todos estaban agotados y desesperados. El equipo Alfa contaba con un sistema de orientación GPS. Cuando el cielo empezó a iluminarse por el este, el sargento murmuró:

—Ochocientos metros para la frontera. Veinte minutos más tarde llegaban a un peñasco que dominaba un valle; de izquierda a derecha lo recorría una ruta forestal que formaba la frontera con Canadá. Justo enfrente de su posición, sobresalía otro peñasco en el que se distinguía un claro con unas cuantas cabañas de madera; eran para uso de los leñadores canadienses cuando, después de las nieves invernales, les estaba permitido reanudar la actividad.

Linnett se puso en cuclillas, sostuvo los brazos en equilibrio con pulso firme y examinó el paisaje con los prismáticos. No se movía nada. La luz del día iba en aumento.

Espontáneamente, los francotiradores sacaron las armas de las fundas en las que habían permanecido guardadas durante toda la misión; fijaron el objetivo, cada uno introdujo en la suya un cartucho y, cuerpo a tierra, observaron el otro lado del abismo a través de la mira.

Dentro de las normas militares, los francotiradores constituyen una raza particular. Nunca se acercan a sus víctimas, sin embargo, las ven con una claridad y proximidad aparente mayor que ningún otro combatiente hasta la fecha. Al casi haber desaparecido la lucha cuerpo a cuerpo, la mayoría de los hombres no muere a manos de su enemigo, sino por la acción de un programador. Lo que hace que salgan volando por los aires es un misil disparado desde otro continente o incluso desde las profundidades del mar.

Son destruidos por bombas «inteligentes» lanzadas desde un avión a tanta altura que no pueden verlo ni oírlo. Mueren porque alguien a dos condados de distancia lanza un proyectil. Como mucho, la destrucción más cercana procede de la ametralladora de un helicóptero que desciende en picado, y a ojos de sus asesinos las víctimas no son más que figuras borrosas que corren y se esconden mientras tratan de efectuar a su vez algún disparo. Nunca ven a seres humanos.

Pero un francotirador sí. Yace en absoluto silencio, inmóvil por completo, y ve que su objetivo es un hombre con barba de tres días, que se estira y bosteza, que vierte las judías de una lata, que se baja la bragueta o, simplemente, está de pie y mira hacia un lugar a un kilómetro y medio desde el que lo enfoca una lente que él no puede ver. Y, de repente, muere. Los francotiradores son especiales; disparan a la cabeza.

Viven en un mundo aparte, obsesionados por la precisión, penetran en un silencio que solo rompe el sonido de las balas al ser cargadas, la potencia de los diferentes detonadores, el silbido de la bala al cortar el aire, el cálculo de la distancia que alcanzará desde varias posiciones o qué pequeño retoque puede efectuarse al rifle para mejorarlo, si cabe.

Como todos los especialistas, demuestran pasión por alguna pieza en particular de las distintas a su alcance. A algunos les gustan las balas diminutas como la del M700 obtenido a partir del Remington 308; es realmente tan pequeña que, para que salga por el cañón, tiene que ir cubierta por una funda extraíble. Otros prefieren el M21, la versión para francotiradores del clásico rifle de combate M14. Lo más pesado que existe es la Barrett Light Fifty, un monstruo que dispara una bala del tamaño de un dedo desde un kilómetro y medio de distancia a una velocidad y una potencia suficientes para provocar la explosión de un cuerpo humano.

Tendido boca abajo a los pies del capitán Linnett, se encontraba el mejor francotirador, el brigada Peter Bearpaw. Era mestizo; su padre era un sioux de la tribu santee y su madre, hispana. Procedía de los suburbios de Detroit y el ejército era toda su vida. Sus pómulos y sus ojos sobresalían como los de un lobo. Y era el mejor tirador de los Boinas Verdes.

Lo que aferraba mientras vigilaba el valle era un Cheyenne 408 de Cheytac de Idaho. Era un producto de desarrollo más reciente que los otros, pero después de más de tres mil disparos se había convertido en su arma preferida. Era un rifle de cerrojo que apreciaba porque su cierre hermético le producía una pequeña mejora de estabilidad en el momento de la detonación.

Introdujo un único cartucho, muy largo y delgado; había retocado la punta para eliminar la mínima vibración durante la trayectoria. Por encima de la recámara, sobresalía una mira telescópica Jim Leatherwood X24.

—Ya lo tengo, capitán —susurró.

Los prismáticos habían perdido de vista al fugitivo, pero la mira de largo alcance había dado con él. Entre las cabañas del valle, había una cabina con teléfono compuesta por tres paneles de madera y una puerta de cristal.

—¿Alto, pelo greñudo y barba negra muy poblada?

—Sí.

—¿Qué hace?

—Está dentro de una cabina telefónica, señor.

Izmat Jan había tenido poco contacto con los demás prisioneros de Guantánamo, pero uno de ellos, con el cual había compartido meses en un bloque «solitario», era un jordano que había luchado en Bosnia a mediados de los noventa antes de regresar para convertirse en preparador en los campamentos de al-Qaida. Era un extremista.

Durante la época navideña, la vigilancia disminuía un poco, así que se podía hablar de una celda a otra. «Si alguna vez sales de aquí —le había dicho el jordano—, tengo un amigo. Estuvimos juntos en los campamentos. Está a salvo y ayudará a un verdadero creyente. Da mi nombre».

Había un nombre. Y un número de teléfono que Izmat Jan no sabía a qué lugar correspondía. No estaba muy seguro de cómo efectuar una llamada internacional, aunque tenía suficientes monedas; pero no sabía cuál era el prefijo para llamar desde Canadá. Así que echó una moneda y habló con la operadora.

—¿A qué número quiere llamar? —dijo la voz de la telefonista canadiense. Despacio y titubeando en inglés, el hombre pronunció las cifras que había memorizado a conciencia.

—Es un número de Inglaterra —le explicó la operadora—. ¿Está utilizando monedas de cuarto de dólar?

—Sí.

—Son aceptables. Introduzca ocho y lo pondré en contacto. Cuando oiga unos pitidos, introduzca más monedas si desea continuar la conversación.

—¿Ha conseguido apuntarle? —preguntó Linnett.

—Sí, señor.

—Dispare.

—Está en Canadá, señor.

—Dispare, sargento.

Peter Bearpaw tomó aire despacio, con tranquilidad, lo retuvo unos momentos y apretó el gatillo. Según el medidor de distancia, el campo de tiro lo constituían casi dos kilómetros de vacío.

Izmat Jan introducía monedas por la ranura. No miraba hacia arriba. La puerta de cristal se hizo añicos; la bala separó el occipucio del resto de la cabeza.

La operadora hizo acopio de toda su paciencia. En la cabina de la explotación forestal solo habían introducido dos monedas; habían dejado colgando el auricular y, en apariencia, la habían abandonado. Al final, no tuvo más remedio que colgar y cancelar la llamada.

Debido a la delicadeza de la situación —un tiro disparado desde el otro lado de la frontera—, la noticia no llegó a aparecer. El capitán Linnett informó al centro de Operaciones, desde donde le comunicaron las nuevas a Marek Gumienny en Washington. No se volvió a hablar del tema.

El cadáver fue hallado en pleno deshielo, cuando los leñadores volvieron. El auricular estaba desconectado. El forense no tuvo más remedio que hacer constar veredicto abierto. El hombre vestía prendas estadounidenses, pero eso no era nada raro cerca de la frontera. No llevaba encima ningún documento de identificación y nadie lo reconoció.

Extraoficialmente, la mayoría de los empleados de la oficina del forense suponían que se trataba de una víctima del desafortunado tiro errado de algún cazador de ciervos, de algún otro disparo despistado o de una bala perdida. Lo enterraron en una tumba anónima.

Como al sur de la frontera no se quería levantar sospechas, nadie preguntó a qué número había llamado el fugitivo. La simple pesquisa podría destapar el origen del disparo. Así que no se llegó a indagar.

En realidad, el número que quería marcar correspondía al de un pequeño piso cerca del campus de la Universidad Aston de Birmingham. Era la residencia del doctor Ali Aziz al-Jatab, y el teléfono estaba intervenido por el MI5 británico. Esperaban obtener suficientes pruebas para justificar la redada y la detención, y lo consiguieron un mes más tarde. Pero aquella mañana el fugitivo afgano había tratado de ponerse en contacto con el único hombre al oeste de Suez que conocía el nombre del barco fantasma.