14

El antiguo Java Star salió de la recóndita ensenada filipina doce horas después de la desaparición del Countess of Richmond. Dejaron atrás el golfo del Moro y pusieron rumbo hacia el mar de Célebes, sur cuarta al sudoeste, para unirse a la ruta marítima que el Countess habría tomado a través del estrecho de Macasar.

El piloto indonesio estaba al timón, pero a su lado se encontraba el adolescente anglopaquistaní y el Afgano, a quienes instruía acerca de cómo mantener un rumbo recto en el mar.

Aunque ninguno de sus pupilos podía saberlo, hace años que las agencias contraterroristas que actúan en el ámbito de la marina mercante conocen casos, cuya frecuencia no deja de sorprenderlos, de barcos asaltados en esas aguas que se han pasado horas dando vueltas en círculos, con la tripulación en el compartimiento de las cadenas, hasta acabar siendo abandonados.

La razón era sencilla. Igual que los secuestradores del 11-S habían adquirido práctica en escuelas de aviación estadounidenses, los piratas de Extremo Oriente han estado practicando el gobierno de un buque en el mar. El indonesio al timón del nuevo Countess era uno de ellos.

El ingeniero del fondo había sido ingeniero naval antes de que el barco en que trabajaba hubiera sido secuestrado por Abu Say-yaf. En vez de morir, había accedido a unirse a los terroristas y a convertirse en uno de ellos.

El tercer indonesio había aprendido todo lo que sabía acerca de las comunicaciones radiofónicas barco a tierra mientras trabajaba en la oficina del capitán de un puerto comercial del norte de Borneo, hasta que lo atrapó el islamismo más radical y lo aceptaron en las filas de Yamaa Islamiya. Más adelante ayudó a poner las bombas de la discoteca de Bali.

Estos eran los únicos tres miembros del total de ocho que necesitaban tener conocimientos técnicos sobre navíos. El químico árabe estaría a cargo de la detonación de la carga; el hombre de los Emiratos Árabes Unidos, Suleiman, tomaría las imágenes que conmocionarían al mundo; el joven paquistaní imitaría, en caso de que fuera necesario, el acento del norte del capitán McKendrick, y el Afgano «haría» de piloto durante los días de navegación que les quedaban por delante.

A finales de marzo, la primavera ni siquiera se había atrevido a rozar la cordillera de las Cascadas. Seguía haciendo un frío glacial y la nieve se amontonaba en el bosque, al otro lado de las paredes de la cabaña.

Dentro se estaba cómodo y caliente. El enemigo, a pesar de la televisión funcionando a todas horas, las películas de DVD, la música y los juegos de mesa, era el aburrimiento. Igual que los fareros, no tenía mucho que hacer, y seis meses en esas condiciones ponían a prueba la capacidad de cualquier hombre para soportar la soledad.

Sin embargo, los miembros del destacamento podían calzarse los esquís o las raquetas y salir a caminar por la nieve para mantenerse en forma y romper con la rutina del barracón, el restaurante y la sala de juegos. Para el prisionero, insensible a la confraternización, la carga era mucho mayor.

Izmat Jan había oído decir al presidente del tribunal militar de Guantánamo que podía irse y estaba convencido de que en la prisión de Pul-i Sharki no lo habrían retenido más de un año. Cuando lo llevaron a ese páramo solitario, por lo que él sabía para siempre, le fue difícil disimular la rabia contenida.

Así que se ponía la chaqueta forrada de algodón que le habían entregado, salía fuera y paseaba arriba y abajo por el recinto cerrado. Diez pasos de largo, cinco pasos de ancho. Podía hacerlo con los ojos cerrados sin chocar con las paredes de cemento. Lo único que cambiaba era el cielo de vez en cuando.

Casi siempre estaba oculto por nubarrones grises que lo dejaban todo cubierto de nieve. Aunque antes, durante esa época en que los cristianos decoraban árboles y cantaban canciones, el cielo había sido gélido, pero azul.

Entonces había visto águilas y cuervos volando sobre su cabeza. Los pajarillos revoloteaban hasta lo alto de los muros y lo miraban, tal vez preguntándose por qué no podía salir y unirse a ellos en plena libertad. Aunque lo que más le gustaba mirar era el paso de los aviones.

Sabía que algunos eran aviones militares, aunque nunca había oído hablar ni de la cordillera de las Cascadas, donde se encontraba, ni de la base de las fuerzas aéreas de McChord, situada a ochenta kilómetros al oeste. No obstante sí había visto aviones de combate estadounidenses realizando bombardeos sobre el norte de Afganistán y sabía que eran los mismos.

También estaban los aviones de pasajeros. Tenían colores distintos y el diseño de la aleta de cola variaba, pero sabía lo suficiente para distinguirlos por lo que eran, logotipos de compañías y no emblemas nacionales. Menos los de la hoja de arce. Algunos siempre llevaban esa hoja en la cola; eran los que siempre ganaban altura y los que siempre procedían del norte.

El norte era fácil de localizar. El sol se ponía por el oeste y él rezaba en la dirección opuesta, hacia La Meca, tan lejos, hacia el este. Sospechaba que estaba en Estados Unidos porque las voces de los guardias eran claramente estadounidenses. De modo que, ¿por qué los vuelos civiles con un emblema nacional diferente procedían del norte? Solo podía deberse a que hubiera otra tierra por allí arriba, una tierra donde la gente rezara a una hoja roja sobre un fondo blanco. De modo que paseaba arriba y abajo, sin descanso, y se preguntaba sobre la tierra de la hoja roja. De hecho, lo que veía eran los aviones de Air Canadá que despegaban de Vancouver.

En un sórdido bar junto al muelle en Puerto España, Trinidad, dos marineros mercantes fueron asaltados y asesinados por una banda del lugar. Las puñaladas se las habían asestado manos expertas.

Cuando llegó la policía, los testigos se vieron súbitamente aquejados de amnesia y solo recordaban que cinco asaltantes habían provocado la pelea en el bar y que estos eran isleños. La policía nunca investigaría más allá y no se llevaría a cabo ninguna detención.

En realidad, los asesinos eran delincuentes del hampa y no tenían nada que ver con el terrorismo islamista; sin embargo, el hombre que les había pagado era un importante miembro terrorista de Yamaat al-Muslimin, el principal grupo de Trinidad partidario de al-Qaida.

A pesar de su escasa difusión en los medios de comunicación occidentales, Yamaat al-Muslimin ha ido creciendo de forma constante durante años, igual que otros grupos por todo el Caribe. En una zona conocida por su estricto culto cristiano, el islam ha ido creciendo calladamente con la inmigración a gran escala procedente de Oriente Próximo, Asia central y el subcontinente indio.

El dinero que Yamaat al-Muslimin había pagado por los asesinatos procedía de una línea de crédito abierta por el difunto señor Tawfik al-Qur, y las órdenes específicas habían procedido de un emisario del doctor al-Jatab, quien todavía seguía en la isla.

No habían tratado de robar las carteras de los hombres muertos, así que la policía de Puerto España los pudo identificar de inmediato: eran ciudadanos venezolanos y miembros de la tripulación de un barco del mismo país, que seguía en el puerto.

El capitán, Pablo Montalbán, se quedó conmocionado y entristecido cuando le informaron de la pérdida de ambos miembros de su tripulación, pero no podía quedarse demasiado tiempo en el puerto.

Los detalles del envío de los cuerpos de vuelta a Caracas recayeron sobre la embajada y el consulado venezolanos, mientras el capitán Montalbán se ponía en contacto con su agente local para sustituir a los marineros. El hombre fue dando voces y tuvo suerte. Encontró a dos jóvenes y educados indios de Kerala ansiosos por embarcar que se habían pagado una travesía alrededor del mundo con su trabajo y que, aunque carecieran de la carta de ciudadanía, tenían billetes de buenos marineros perfectamente válidos.

Embarcaron, se unieron a los otros cuatro marineros que componían la tripulación y el Doña María zarpó tan solo un día después de lo previsto.

El capitán Montalbán sabía vagamente que la mayor parte de la población de la India es hindú, pero no tenía ni la más remota idea de que también hay ciento cincuenta millones de musulmanes. Desconocía que la radicalización de los indios musulmanes ha sido tan virulenta como en Pakistán, y tampoco sabía que Kerala, en su día semillero del comunismo, ha sido un territorio particularmente permeable al extremismo islamista.

Era cierto que los dos nuevos miembros de la tripulación se habían pagado el billete desde la India trabajando de marineros, pero siguiendo órdenes y para adquirir experiencia. Además, lo que el venezolano también ignoraba era que, aunque ninguno de los dos contemplaba el suicidio, trabajaban con y para Yamaat al-Muslimin. Los dos desgraciados del bar habían sido asesinados precisamente para subir a bordo a los dos marineros indios.

Marek Gumienny prefirió cruzar el Atlántico cuando oyó el informe procedente de Extremo Oriente, aunque se llevó con él a un especialista en una disciplina diferente.

—Los expertos árabes ya han hecho su trabajo, Steve —le dijo a Hill antes de despegar—, ahora necesitamos gente que conozca el mundo de la marina mercante.

El hombre que se llevó consigo era de la Oficina de Protección de Aduanas y Fronteras estadounidense, de la división de la marina mercante. Steve Hill salió de Londres en dirección norte acompañado de otro de sus colegas. Este procedía de la oficina antiterronsta del SIS, sección marítima.

Los dos hombres se conocieron en Edzell: Chuck Hemingway, de Nueva York, y Sam Seymour, de Londres. Ambos habían oído hablar del otro a través de los informes internos de la comunidad antiterrorista occidental. Les anunciaron que tenían doce horas para debatir entre ellos, elaborar una evaluación de la amenaza y decidir la estrategia más adecuada para contrarrestarla. Cuando se dirigieron a Gumienny, Hill, Phillips y McDonald, Chuck Hemingway fue el primero en hablar.

—No se trata de una simple búsqueda, se trata de encontrar una aguja en un pajar. Cuando se busca algo, se conoce lo buscado, pero lo único que nosotros tenemos es algo que flota… Tal vez. Permítanme que vaya al grano.

»En estos momentos hay 46.000 barcos mercantes navegando arriba y abajo por los océanos del mundo. La mitad de ellos ondean banderas de conveniencia que pueden cambiar casi a capricho del capitán.

»El ochenta y cinco por ciento de la superficie terrestre está cubierta de agua, lo que nos deja un área tan extensa que literalmente hay miles de barcos que a cada momento se pierden de vista desde tierra o desde cualquier otra embarcación.

»El ochenta por ciento del comercio mundial sigue haciéndose por mar y eso viene a representar unos seis billones de toneladas por lo bajo. Sin olvidar los cuatro mil puertos mercantes repartidos por todo el mundo.

»El caso es que quieren encontrar un barco, pero ignoran el tipo de barco de que se trata, el tamaño, el tonelaje, el modelo, la edad, el propietario, la bandera que enarbola, el capitán y el nombre. Para tener una mínima esperanza de poder encontrar ese barco, nosotros los llamamos buques fantasma, necesitaremos algo más o muchísima suerte. ¿Pueden ofrecernos alguna de las dos cosas?

Se hizo un lúgubre silencio.

—Esto es deprimente —respondió Marek Gumienny—. Sam, ¿no puedes ofrecernos ni un rayo de esperanza?

—Chuck y yo estamos de acuerdo en que podría haber una posibilidad si lográramos identificar el tipo de posible objetivo en el punto de mira de los terroristas; de ese modo podríamos investigar cualquier nave que se dirigiera hacia dicho objetivo y solicitar una inspección a punta de pistola del barco y la carga —contestó Seymour.

—Interesante —intervino Hill—, ¿hacia qué tipo de objetivo podrían estar apuntando?

—La gente que se dedica a lo nuestro lleva años preocupada redactando informes. Los mares son el lugar favorito de los terroristas. El hecho de que al-Qaida escogiera para su primera actuación espectacular un ataque desde el aire fue algo totalmente ilógico. Lo único que esperaban era hacer desaparecer cuatro plantas de las torres del Trade Center, y eso si tenían suerte. Durante todo ese tiempo el mar ha estado llamándolos.

—La seguridad en los puertos se ha estrechado de modo espectacular —replicó Marek Gumienny—, lo sé porque he visto los presupuestos.

—Con todos mis respetos, señor, no lo suficiente. Sabemos que el asalto de navíos en aguas indonesias, es decir, de naves que se dirigían a todas las partes del mundo, ha ido aumentando paulatinamente desde finales del milenio. Algunos secuestros solo se han llevado a cabo para recaudar fondos y llenar las arcas del terrorismo, pero otros sucesos en alta mar desafían toda lógica.

—¿Cómo cuáles?

—Se han dado casos de dacoits que roban remolcadores. Algunos no han podido ser recuperados. No pueden revenderlos porque son muy llamativos y difíciles de camuflar. ¿Para qué los quieren? Creemos que podrían utilizarlos para remolcar un superpetrolero secuestrado y llevarlo directo hacia un bullicioso puerto internacional como Singapur.

—¿Y hacerlo volar por los aires? —preguntó Hill.

—No sería necesario, solo tendrían que hundirlo con las escotillas de carga abiertas. El puerto quedaría cerrado durante una década.

—Muy bien, de modo que objetivo posible número uno —recapituló Marek Gumienny—: hacerse con un superpetrolero y usarlo para cerrar un puerto comercial. ¿Sería algo espectacular? A mí me suena bastante trivial, salvo para el puerto en cuestión… No habría bajas.

—La cosa no queda ahí —aseguró Chuck Hemingway—. Hay otras cosas que pueden destruirse utilizando el bloqueo con un barco y que conllevan daños inconmensurables para la economía mundial. En el vídeo de octubre de 2004, el propio Bin Laden dijo que a partir de entonces perseguiría producir daños económicos.

»La gente que va a los supermercados o a las gasolineras no tiene ni idea de hasta qué punto el comercio internacional depende de las entregas a tiempo. Ya nadie quiere almacenar. La camiseta confeccionada en China y vendida el lunes en Dallas seguramente llegó a los muelles el viernes anterior. Lo mismo ocurre con la gasolina.

»¿Qué me dicen del canal de Panamá? ¿O el de Suez? Ciérrenlos y la economía internacional se sumirá en el caos. Estamos hablando de cientos de miles de millones de dólares en pérdidas. Pues existen otros diez estrechos igual de angostos y fundamentales que pueden quedar cerrados con el hundimiento de un carguero enorme o un petrolero de costado.

—Está bien. —Marek Gumienny se dio por vencido—. Tengo un presidente y otros cinco mandamases a los que informar. Tú, Steve, tienes un primer ministro. No podemos ocultar por más tiempo el mensaje de Palanca ni quedarnos sentados a lamentarnos. Tenemos que proponer medidas concretas. Querrán ponerse manos a la obra, que los vean haciendo algo, así que elaborad una lista con los posibles objetivos y proponed algunas contramedidas. Maldita sea, no será por recursos para defendernos.

Chuck Hemingway sacó un papel en que Seymour y él habían estado trabajando.

—De acuerdo, señor, creemos que la primera posibilidad sea el asalto de un gran navío, un petrolero, un mercante, un transportador de minerales, y hundirlo en un cuello de botella marino de vital importancia. ¿Contramedidas? Identificar todos los estrechos de este tipo y apostar barcos de guerra en ambos extremos. Todas las naves que quieran entrar deben ser abordadas por los marines.

—¡Por Dios, eso sería el caos! —protestó Steve Hill—. Empezarían a decir que actuamos como piratas. ¿Qué pasa con la jurisdicción de esas aguas? ¿Sus dueños no tienen nada que decir?

—Si los terroristas consiguen su objetivo, tanto los otros barcos como los países costeros sufrirán las consecuencias. No tiene por qué haber contratiempos, los marines pueden abordar el barco sin que el carguero tenga que aminorar la velocidad y, francamente, los terroristas a bordo de cualquier buque fantasma no se pueden permitir un abordaje, de modo que responderían, se descubrirían y abortarían la misión antes de llevarla a cabo. Creo que los propietarios de los barcos serán de nuestra opinión.

—¿Segunda posibilidad? —preguntó Steve Hill.

—Estrellar el buque fantasma cargado de explosivos contra unas instalaciones importantes como una isla con oleoductos o una plataforma petrolífera y hacerlas volar por los aires. Cualquiera de las dos opciones produciría daños ecológicos astronómicos y la ruina económica durante años. Sadam Husein lo hizo con Kuwait: fue incendiando todos sus pozos petrolíferos a medida que la Coalición avanzaba, para que tuvieran que vivir de una tierra abrasada. Contramedida: la misma. Identificar e interceptar cualquier embarcación que se acerque mínimamente a las instalaciones. Asegurarnos de que se lleva a cabo una identificación positiva más allá de las diez millas del cordón sanitario.

—No tenemos suficientes barcos de guerra —protestó Steve Hill—. ¿Todas las islas, refinerías situadas en la costa y plataformas petrolíferas?

—Por eso las naciones propietarias tienen que compartir los gastos. Y no tenemos por qué utilizar un barco de guerra. Si cualquier embarcación que intente interceptarlos acaba siendo atacada, el buque fantasma quedará al descubierto y podremos hundirlo desde el aire, señor.

Marek Gumienny se pasó la mano por la frente.

—¿Algo más?

—Hay una tercera posibilidad —confirmó Seymour—: utilizar explosivos para causar una escalofriante matanza. En ese caso, el objetivo podría ser un complejo turístico costero abarrotado de turistas. Es una posibilidad espantosa, recuerden la destrucción de Halifax, en Nueva Escocia, en 1917, cuando un barco cargado de munición estalló en el centro del puerto interior. Borró la ciudad del mapa. Aún hoy día sigue siendo la mayor explosión no nuclear de la historia.

—Tengo que informar, Steve, y no va a ser agradable —dijo mientras se estrechaban la mano ya en la pista de aterrizaje—. Por cierto, si se toman contramedidas, y se tendrán que tomar, no habrá forma de mantener a los medios de comunicación apartados. Podemos inventar la mejor de las historias falsas para que los malos desvíen su atención del coronel Martin, pero, como bien sabes, por mucho que me haya de quitar el sombrero ante él, tienes que aceptar la realidad: lo más probable es que pronto sea historia.

El mayor Larry Duval apartó la mirada de la escuadrilla en dispersión bajo el sol de Arizona y se maravilló como siempre lo hacía ante la visión del F-15 Strike Eagle que lo esperaba. Había pilotado el modelo F-15 durante diez años y sabía que sería el amor de su vida.

A lo largo de su carrera, también había pilotado el F-111 Aardvark y el F-G Wild Weasel, ambas máquinas muy serias, que las fuerzas aéreas estadounidenses le habían hecho el honor de dejarle pilotar, pero el Eagle estaba hecho para él; después de veinte años como aviador de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, consideraba que era el mejor de todos.

El caza de la base de la fuerza aérea de Luke que pilotaría ese día con destino al estado de Washington todavía estaba siendo puesto a punto. Esperaba silencioso entre el enjambre de hombres y mujeres con monos de trabajo que se arrastraban por su amplio fuselaje, indiferente al amor o a la lujuria, al odio o al temor. Larry Duval envidiaba a su Eagle: a pesar de lo complejo que era, no tenía sentimientos, jamás lo atenazaría el miedo.

El avión que estaba siendo preparado para la prueba de vuelo de esa mañana había estado en la base aérea de Luke para ser sometido a la revisión obligatoria y a una puesta a punto completa. Después de pasar por los talleres, las normas establecían que tenía que hacer un vuelo de prueba.

Así que allí estaba, esperando bajo un radiante sol de primavera de una mañana de Arizona; diecinueve metros de largo, cinco y medio de alto y doce de envergadura, con un peso de dieciocho mil kilos cuando estaba completamente vacío y cerca de treinta y siete mil de peso máximo al despegue. Larry Duval se volvió hacia su oficial de armamento, el capitán Nicky Johns, cuando este entraba tan tranquilo tras realizar sus propias comprobaciones del equipo. En el Eagle, el oficial de armamento está dispuesto en tándem detrás del piloto, rodeado de millones de dólares en aviónica. Podría ponerlos todos a prueba durante el largo vuelo hasta la base aérea de McChord.

La camioneta descapotable se acercó hasta ellos y los transportó a lo largo de los ochocientos metros que separaban a los dos miembros de la tripulación del caza que los esperaba. Invirtieron diez minutos en las comprobaciones previas al vuelo, a pesar de que las posibilidades de que al equipo de tierra se le hubiera escapado algo eran mínimas.

Una vez a bordo, se abrocharon los cinturones, avisaron al equipo de tierra con un gesto de cabeza y estos bajaron del aparato, retrocedieron y los dejaron en paz.

Larry Duval encendió los dos potentes motores del F-100, la cubierta transparente de la cabina se deslizó con un silbido y se selló y el Eagle empezó a rodar. Dobló hacia la brisa ligera de la pista de aterrizaje, hizo una pausa, recibió la autorización e inclinó el morro para una última comprobación de frenos. Los dispositivos de poscombustión gemelos vomitaron unas llamaradas de nueve metros y el mayor Duval lo puso a toda potencia.

A kilómetro y medio del inicio de la pista de aterrizaje, a ciento ochenta y cinco nudos, las ruedas se separaron del asfalto y el Eagle despegó. Tren de aterrizaje recogido, alerones arriba, throttles atrás para salir del modo poscombustión de consumo de combustible y pasar al modo de potencia militar. Duval estableció una velocidad de ascensión de cinco mil pies por minuto y, a su espalda, su oficial de armamento le dio un rumbo a destino. A treinta mil pies, en un cielo de un azul puro, el Eagle se enderezó y apuntó el morro hacia el noroeste, en dirección a Seattle. Abajo, las Rocosas cubiertas de nieve los acompañarían todo el camino.

En el Foreign Office se ultimaban los últimos detalles para el traslado de los representantes del gobierno británico y sus consejeros a la cumbre de abril del G-8. Toda la delegación volaría en un avión desde Heathrow a John F. Kennedy, en Nueva York, para encontrarse allí de manera oficial con el secretario de Estado estadounidense.

Las otras delegaciones no estadounidenses volarían desde seis capitales diferentes hasta el mismo aeropuerto internacional.

Todas permanecerían «en la zona de embarque» dentro del aeropuerto, a kilómetro y medio de los manifestantes más próximos fuera del perímetro. El presidente no iba a permitir que esos a los que llamaba «monigotes» gritaran insultos a sus invitados o que los acosaran de cualquier forma. No iban a tolerar que se repitiera lo de Seattle o Génova.

El siguiente traslado desde el John F. Kennedy se haría por puente aéreo mediante helicópteros que depositarían su carga en un segundo emplazamiento totalmente seguro. Desde allí solo tendrían que caminar tranquilamente hasta el recinto donde se celebrarían las conferencias, que durarían cinco días, y quedar aislados del mundo rodeados de lujo y a salvo. Sencillo e intachable.

—A nadie se le había ocurrido antes, pero cuando uno lo piensa, es brillante —comentó uno de los diplomáticos británicos—. Tal vez deberíamos hacerlo nosotros algún día.

—Lo mejor de todo —musitó un colega mayor y más experimentado— es que después de Gleneagles no volverá a tocarnos hasta dentro de unos años. Que se ocupen los demás de los quebraderos de cabeza de la seguridad durante unos cuantos años.

Marek Gumienny no tardó en volverse a encontrar con Steve Hill. El director de su propia Agencia, Porter Goss, lo había acompañado a la Casa Blanca, donde Marek les había explicado a los seis mandamases las conclusiones a las que habían llegado tras la recepción del extraño mensaje desde la inaudita isla de Labuan.

—Han dicho lo mismo de siempre —le informó Gumienny—. Sea lo que sea, esté donde esté, encuéntrelo y destrúyalo.

—Igual que mi gobierno —confirmó Steve Hill—. No repare en medios, destrúyalo en el acto. Y quieren que trabajemos juntos en esto.

—Perfecto, pero, Steve, mi gente está convencida de que Estados Unidos es el probable objetivo, así que la protección de nuestras costas tiene preferencia sobre todo lo demás, sea Oriente Próximo, Asia o Europa. Tenemos prioridad absoluta en el uso de todos nuestros recursos: satélites, barcos de guerra, todo. Si localizamos el buque fantasma, donde sea, pero lejos de nuestras costas, entonces ningún problema: usaremos lo que sea necesario para destruirlo.

El director estadounidense de la CIA, John Negroponte, autorizó a la Agencia a informar a los británicos de modo confidencial de las medidas que Estados Unidos tenía previsto tomar.

La estrategia defensiva se llevaría a cabo en tres fases: vigilancia aérea, identificación del navío y verificación. Cualquier explicación insatisfactoria, cualquier desviación del rumbo sin explicación por parte de un buque daría paso a una interceptación. Cualquier resistencia supondría la destrucción allí mismo.

Con la intención de establecer un perímetro marino, se trazó una línea para crear un círculo alrededor de la isla de Labuan de trescientas millas de radio. Desde la curva septentrional del círculo se trazó otra línea que atravesaba el Pacífico hasta Anchorage, en la costa sur de Alaska. También se dibujó una segunda desde el arco meridional del círculo indonesio, que se dirigía hacia el sudeste y atravesaba el Pacífico hasta la costa de Ecuador.

El área comprendía la mayor parte del océano Pacífico, ya que en esta quedaba circunscrito todo el litoral occidental de Canadá, Estados Unidos y México hasta Ecuador, incluido el canal de Panamá.

La Casa Blanca había decidido que no hacía falta anunciarlo todavía, pero estaba previsto controlar cualquier nave dentro de este triángulo que se dirigiera hacia el este, en dirección a la costa estadounidense, a toda máquina. Cualquier barco que abandonara el triángulo o se dirigiera a Asia sería descartado. Los demás serían identificados y verificados.

Gracias a los años de presión ejercida por varios organismos a los que a menudo se los había tildado de maniáticos, contaban con un aliado. Las principales navieras habían acordado llevar un registro de los planes de destino, igual que las compañías aéreas llevan un registro de los planes de vuelo, como rutina; por tanto, el setenta por ciento de los navíos en la zona de «comprobación» estarían registrados y las navieras podrían ponerse en contacto con sus capitanes. La nueva normativa también establecía que los capitanes siempre habrían de usar cierta palabra, que solo conocerían las navieras, si todo marchaba según lo previsto. No utilizar la palabra acordada podía significar que el capitán estaba en un apuro.

Habían pasado setenta y dos horas desde la reunión en la Casa Blanca cuando el primer satélite Keyhole KH-11 giró sobre sí mismo en el espacio y empezó a fotografiar el círculo indonesio. Los ordenadores habían recibido órdenes de fotografiar cualquier barco mercante, fuera cual fuese el rumbo que seguía, dentro del radio de 300 millas de la isla de Labuan. Los ordenadores obedecen instrucciones, igual que el barco. Cuando el satélite empezó a fotografiar, el Countess of Rickmond, con rumbo sur en dirección al estrecho de Macasar, estaba ya a 310 millas al sur de Labuan. No fue fotografiado.

Desde el punto de vista de Londres, la obsesión de la Casa Blanca por un ataque desde el Pacífico correspondía a una visión parcial del asunto. Las conclusiones a las que se llegó en la reunión de Edzell habían sido enviadas a Gran Bretaña y a Estados Unidos para ser estudiadas con detenimiento, y fueron refrendadas por completo.

Fue necesaria una larga conversación personal por la línea caliente entre Downing Street y la Casa Blanca para llegar a un acuerdo sobre dos de los estrechos más importantes al este de Malta. El acuerdo establecía que la Armada británica, en asociación con los egipcios, controlaría el extremo sur del canal de Suez para interceptar todos los barcos que procedieran de Asia, salvo los muy pequeños.

Los buques de guerra de la Armada estadounidense en el golfo Pérsico, el mar de Omán y el océano Índico patrullarían el estrecho de Ormuz, donde la única amenaza podía proceder de un gran navío que se hundiera en las profundas aguas del canal que atravesaba el estrecho. El tráfico principal de estos mares estaba constituido por superpetroleros que entraban vacíos por el sur y regresaban con la línea de flotación muy baja y llenos de crudo después de cargar en cualquiera de la multitud de islas desperdigadas frente a la costa de Irán, Qatar, Bahrein, Arabia Saudí y Kuwait.

La ventaja con que contaban los estadounidenses era que son muy pocas las compañías que disponen de este tipo de navíos, y todas están dispuestas a cooperar para prevenir un desastre del que ninguna escaparía indemne. Desembarcar un destacamento de marines estadounidenses transportados en un helicóptero Sea Stallion en la cubierta de un superpetrolero con dirección al estrecho, pero todavía a escasas trescientas millas y llevar a cabo un rápido registro en el puente de mando, llevaba poco tiempo y no obligaba a la nave a reducir la velocidad.

En cuanto a la segunda y la tercera amenaza, se avisó a todos los gobiernos europeos con puertos relevantes de la posible existencia de un buque fantasma gobernado por terroristas. Competía a Dinamarca proteger Copenhague, a Suecia encargarse de Estocolmo y Gotemburgo, a Alemania vigilar cualquier nave que entrara en Hamburgo o en Kiel, y se avisó a Francia para que defendiera Brest y Marsella. Los aviones de la Armada británica que despegaron de Gibraltar empezaron a patrullar el estrecho conocido como las Columnas de Hércules, entre el Peñón y Marruecos, para identificar cualquier nave que procediera del Atlántico.

Durante el trayecto sobre las Rocosas, el mayor Duval había puesto a prueba el Eagle y este había respondido a la perfección. Abajo, el tiempo había cambiado.

Los despejados cielos azules de Arizona empezaron a vestirse con los primeros jirones de nubes, que comenzaron a espesarse al salir de Nevada y entrar en Oregón. Cuando cruzó el río Columbia y entró en Washington, la nube bajo el caza era una masa sólida desde la copa de los árboles hasta seis mil metros de altura y bajaba de la frontera canadiense, que se encontraba al norte. A nueve mil metros seguía disfrutando de un cielo azul despejado, pero el descenso implicaría un largo trayecto a través del denso vapor. Cuando se encontraba a trescientos kilómetros, llamó a la base aérea de McChord y solicitó que el descenso fuera controlado desde tierra para efectuar el aterrizaje.

McChord le pidió que se mantuviera al este, que maniobrara para situarse sobre Spokane y que descendiera siguiendo las instrucciones. El Eagle estaba virando a la izquierda hacia McChord cuando lo que estaba a punto de convertirse en la llave inglesa más cara del ejército del aire estadounidense se desprendió del lugar donde había quedado encajada, entre dos conductos hidráulicos del motor de estribor. Cuando el Eagle se enderezó, la llave cayó entre las palas del turboventilador.

La primera consecuencia fue un estruendo espantoso procedente de las tripas del motor de estribor F-100 cuando la pala del compresor, afilada como una cuchilla y girando casi a la velocidad del sonido, empezó a partirse. Las palas desballestadas comenzaron a empotrarse entre las demás. En ambas cabinas se encendió una luz roja para contestar la pregunta a gritos de Nicky Johns de «¿Qué cojones ha sido eso?».

Delante, Larry Duval oía algo en el interior de su cabeza que le gritaba: «¡Ciérralos!».

Tras años de vuelo, los dedos de Duval se pusieron a trabajar casi sin tener que dirigirlos y apagaron un interruptor tras otro, combustible, circuitos eléctricos y conductos hidráulicos. Sin embargo, el motor de estribor estaba en llamas. Los extintores internos se dispararon automáticamente, pero demasiado tarde. El motor de estribor F-100 se estaba haciendo añicos, lo que se conoce como un «fallo irreversible de motor».

Detrás de Duval, el oficial de armamento llamaba a McChord: «¡MAYDAY, MAYDAY, MAYDAY, el motor de estribor está en llamas…!».

Un nuevo rugido a su espalda lo interrumpió. Lejos de apagarse, los fragmentos del motor de estribor se habían abierto paso a través del muro cortafuegos y cargaban contra el motor de babor. Empezaron a encenderse más luces rojas; el segundo motor también estaba en llamas. Con poco combustible, que era la situación, y un solo motor operativo, Larry Duval podría haberlo hecho aterrizar, pero con ambos motores fuera de servicio, un caza moderno no planea como los de antes, simplemente se desploma.

El capitán Johns diría más tarde, durante la investigación, que el piloto mantuvo la calma en todo momento. Había cambiado la radio a «transmitir» para que el controlador aéreo de McChord lo oyera todo en tiempo real y estuviera informado.

—He perdido ambos motores —comunicó el mayor—, listos para eyección.

El oficial de armamento echó un último vistazo a sus instrumentos. Altura: siete mil metros. Caían, caían en picado. Fuera, el sol seguía brillando, pero el banco de nubes borboteaba en su dirección. Miró a su alrededor, a su espalda. El Eagle era una antorcha en llamas del morro a la cola. Volvió a oír la misma voz calmada de su piloto.

—¡Eyección, eyección!

Los dos hombres buscaron la palanca junto al asiento y tiraron de ella. No tenían que hacer nada más. Los asientos eyectores modernos están tan automatizados que se accionan aunque el aviador esté inconsciente.

Ni Larry Duval ni Nicky Johns vieron cómo se estrellaba el avión. Con el tiempo justo, sus cuerpos fueron expulsados a través de la cabina, que se hizo añicos, hacia la gélida estratosfera. El asiento retenía las piernas y los brazos para que no se sacudieran y acabaran desprendiéndose del cuerpo y también protegía el rostro de la explosión, que podría haberles incrustado las mejillas en el cráneo.

Ambos asientos de eyección se estabilizaron gracias a unos diminutos paracaídas de frenado y empezaron a caer en picado hacia el suelo. Segundos después, habían desaparecido en el banco de nubes. Cuando por fin consiguieron atisbar algo a través de los visores, lo único que los dos tripulantes vieron fue la húmeda y gris nube que pasaba a toda velocidad a su alrededor.

Los asientos detectaron que estaban a suficiente distancia del suelo para deshacerse de la carga. Las correas que los retenían se abrieron y los hombres, separados el uno del otro por kilómetro y medio, salieron despedidos del asiento, que desapareció en el paisaje del fondo.

Sus paracaídas también eran automáticos. En este caso también se desplegó primero el pequeño, el de frenado, para estabilizar al hombre en el aire, antes de que se activara el principal. Ambos hombres sintieron el brusco tirón cuando la velocidad terminal se redujo de doscientos a unos veinte kilómetros por hora.

Empezaron a notar el frío intenso a través de los finos trajes de vuelo de nailon y de los trajes antigravedad. Era como estar en un extraño limbo húmedo y gris entre el cielo y el infierno hasta que se estrellaron contra las ramas más altas de pinos y abetos.

En la penumbra, bajo la base de la nube, el mayor aterrizó en una especie de claro. La caída la amortiguaron unas mullidas ramas de conifera que descansaban en el suelo. Al cabo de unos segundos de aturdimiento y desorientación, abrió la hebilla del paracaídas principal sujeto al pecho, se levantó y enseguida empezó a emitir para que los rescatadores pudieran establecer su posición.

Nicky Johns también había ido a caer entre los árboles, pero no en un claro, sino justo en la espesura. A medida que se golpeaba con las ramas su traje iba empapándose al entrar en contacto con la nieve. Esperaba en cualquier momento el impacto contra el suelo, pero este no se produjo. Por encima de él, en la gélida penumbra, vio que el paracaídas había quedado enredado en las ramas. Por debajo distinguió el suelo. Nieve y agujas de pino, pensó, a unos cuatro metros y medio. Respiró hondo, golpeó la hebilla para abrirla y cayó.

Con suerte, habría aterrizado y se habría levantado, pero sintió la limpia fractura de la pierna derecha a la altura de la espinilla cuando esta se le quedó encajada entre dos portentosas ramas, bajo la nieve. Eso quería decir que el frío y la conmoción empezarían a consumir sus reservas sin compasión. Él también desenganchó el transmisor y empezó a emitir.

El Eagle había intentado seguir volando unos segundos después de que su tripulación lo abandonara. Alzó el morro, se bamboleó, se inclinó, reanudó la caída y, cuando ya entraba en el banco de nubes, simplemente explotó. Las llamas habían alcanzado los depósitos de combustible.

Los dos motores se desprendieron durante la desintegración y cayeron. Seis mil metros más abajo, ambos motores, cinco toneladas de metal rugiente y en llamas a ochocientos kilómetros hora, se estrellaron contra los bosques de las Cascadas. Uno destruyó veinte árboles. El otro algo más.

El oficial de Operaciones especiales de la CIA al mando de la guarnición de la Cabaña necesitó dos minutos para recuperar la conciencia y levantarse del suelo del comedor, donde se encontraba almorzando. Estaba desorientado y mareado. Se apoyó contra la pared de la cabaña de madera en medio de las nubes de polvo y llamó a sus compañeros. Le respondieron unos gruñidos. Veinte minutos después había hecho un inventario. Los dos hombres que estaban jugando a billar habían muerto; otros tres habían resultado heridos. Los que habían aprovechado para salir de excursión habían sido afortunados. Se encontraban a unos cien metros cuando el meteorito, o eso creyeron, se estrelló contra la cabaña. Una vez hubieron comprobado que de los doce agentes de la CIA dos habían muerto, tres necesitaban ser hospitalizados con urgencia, dos de los excursionistas estaban bien y los otros cinco bastante conmocionados, confirmaron el estado del prisionero.

Más adelante se los acusaría de haber respondido con lentitud a la situación, pero la investigación al final decidió que estaba justificado que primero se preocuparan de ellos. Un vistazo por la mirilla a la habitación del Afgano reveló que allí dentro había demasiada luz. Cuando irrumpieron en el cuarto, la puerta que daba al patio de ejercicios cercado estaba abierta. La habitación, que era de hormigón, había quedado intacta.

El muro exterior no había corrido la misma suerte. De hormigón o no, el motor F-100 del caza se había llevado por delante metro y medio de pared antes de entrar rebotando en las dependencias de la guarnición. Y el Afgano había desaparecido.