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Aunque la partida no podía saber que sus perseguidores se encontraban a apenas unas horas de distancia, su salvación se debió a la suerte.

Si se hubieran desviado hacia la costa de los seis emiratos, seguramente los habrían atrapado. Sin embargo, se dirigieron hacia el este a través del montañoso istmo, hacia el séptimo emirato, Fuchaira, en el golfo de Omán.

No tardaron en dejar atrás la última carretera de grava y tomar caminos llenos de baches que se adentraban en las abrasadoras colinas de Yabal Yibir. Desde lo alto de la cordillera descendieron hacia el pequeño puerto de Diba.

Bastante al sur de esa misma costa, la policía de la ciudad de Fuchaira recibió una petición y una descripción completa desde Dubai, por lo que dispusieron un control a la entrada de la ciudad, en la carretera de la montaña. Detuvieron muchas furgonetas, pero en ninguna encontraron a los cuatro terroristas.

No hay mucho que ver en Diba; unas cuantas casas blancas, una mezquita de cúpula verde, un pequeño puerto para barcos pesqueros y alguna que otra embarcación de recreo para transportar a submarinistas occidentales. Dos calas más allá esperaba varada en la playa de guijarros una lancha motora de aluminio con los enormes motores fuera del agua. El espacio para la carga en el centro de la embarcación estaba ocupado por tanques de gasolina asegurados con cadenas. Sus dos tripulantes se cobijaban a la sombra de la única acacia que había, entre las rocas.

Para los dos jóvenes de la localidad que los acompañaban, aquello era el final del camino. Llevarían la furgoneta robada a lo alto de las colinas, la abandonarían y luego solo tendrían que desvanecerse en las mismas calles de las que había salido Marwan al-Shehi. Suleiman y el Afgano, con las ropas occidentales todavía en las bolsas para protegerlas de las salpicaduras del agua salada, ayudaron a empujar la lancha motora mar adentro hasta que el agua les llegó al pecho.

Una vez hubo embarcado la tripulación y los dos pasajeros, la lancha de contrabando fue avanzando al ralentí, siguiendo la costa, casi hasta la punta de la península de Musandam. Los contrabandistas solo se atrevían a cruzar el estrecho a toda velocidad en la oscuridad.

A veinte minutos de la puesta de sol, el timonel pidió a los pasajeros que se sujetaran fuerte y dio potencia al motor. El contrabandista voló sobre las aguas de abundantes rocas de la última punta de Arabia y se lanzó hacia Irán. Con quinientos caballos a su espalda, el morro se levantó de la superficie y la embarcación casi empezó a planear. Martin calculó que debían de avanzar a unos cincuenta nudos. La más mínima cresta era como golpearse contra un madero y las salpicaduras casi le desollaban la cara. Los cuatro, que se habían cubierto el rostro con las kefías para protegerse del sol, ahora también las sujetaban con fuerza para protegerse del agua.

En menos de treinta minutos, las primeras luces desperdigadas de la costa persa aparecieron a babor, y el contrabandista puso rumbo al este a toda velocidad, hacia Gwadar y Pakistán, la misma ruta que había seguido Martin durante el reposado viaje en barco del Rasba hacía un mes, aunque en esos momentos regresaba a diez veces la velocidad de entonces.

Algún tiempo después la lancha disminuyó su marcha y se detuvo frente a las luces de Gwadar, lo que todos agradecieron. Empujaron los bidones hacia popa y llenaron los depósitos hasta arriba ayudándose de unos embudos y de sus músculos. Dónde fueran a llenarlos para el viaje de vuelta ya era asunto suyo.

Faisal bin Selim le había dicho a Martin que esos contrabandistas podían salir de las aguas de Omán y llegar hasta Gwadar en una sola noche y estar de vuelta al amanecer con una nueva carga. Esta vez era evidente que tendrían que ir más lejos y que, además, tendrían que viajar a la luz de día.

El alba los sorprendió en aguas paquistaníes, pero lo bastante cerca de la costa para que los confundieran con una barca de pesca faenando, a pesar de que ningún pez nada tan rápido. Sin embargo, no había señal de agentes costeros y la dorada costa pelada pasaba a gran velocidad. Al mediodía, Martin cayó en la cuenta de que debían de estar dirigiéndose hacia Karachi. En cuanto al por qué, no tenía ni idea.

Volvieron a repostar en el mar una vez más y, cuando el sol ya se ponía por el oeste, a sus espaldas, los dejaron en un apestoso pueblo pesquero a las afueras del mayor puerto de Pakistán.

Tal vez Suleiman no hubiera estado allí antes, pero las instrucciones que tenía debían de proceder de alguien que hubiera hecho un reconocimiento del lugar. Martin sabía que al-Qaida llevaba a cabo meticulosas investigaciones sin importar el tiempo o el dinero que eso supusiera; era una de las pocas cosas que admiraba.

El árabe del Golfo encontró el único vehículo que alquilaban en el pueblo y negoció un precio. El hecho de que dos extranjeros hubieran bajado de una embarcación de contrabando sin ningún indicio de legalidad no levantó ni la más mínima sospecha. Estaban en Baluchistán; solo los imbéciles seguían las normas de Karachi.

El interior del vehículo apestaba a pescado y a sudor, y el traqueteante motor no daba para ir a más de sesenta kilómetros por hora. Ni las carreteras. No obstante, encontraron la carretera principal y llegaron al aeropuerto con tiempo de sobra.

El Afgano mostraba el desconcierto y la poca desenvoltura adecuados para la ocasión. Solo había viajado en avión un par de veces, y en ambas ocasiones lo había hecho en un Hércules C-130 estadounidense y esposado. No sabía nada de mostradores de facturación, billetes de vuelo o controles de pasaporte. Suleiman lo guiaba con una sonrisa burlona.

En medio de aquella extensa amalgama de humanidad en continuo vaivén que compone la terminal principal del aeropuerto internacional de Karachi, el árabe del Golfo encontró el mostrador de facturación de Malaysian Airlines y compró dos billetes en clase turista con destino a Kuala Lumpur. Hubo que rellenar interminables solicitudes de visado en inglés, de lo que se encargó Suleiman, quien pagó en efectivo con dólares estadounidenses, la habitual moneda mundial de cambio.

Volarían en un Airbus 330 europeo, un vuelo que duraría seis horas, a las que hubo que sumar dos más por el cambio horario. El avión aterrizó a las ocho y media, después de que se sirviera un tentempié a los pasajeros. Una vez más, Martin presentó el nuevo pasaporte de Bahrein y se preguntó si colaría. Coló, era perfecto. Suleiman lo condujo desde las llegadas internacionales hasta las salidas nacionales y compró dos billetes. Martin supo el lugar hacia el que se dirigían únicamente cuando tuvo que presentar la tarjeta de embarque: la isla de Labuan.

Había oído hablar de Labuan, pero vagamente. Estaba situada frente a la costa septentrional de Borneo y pertenecía a Malaisia. Aunque la información turística aseguraba que se trataba de una bulliciosa isla cosmopolita con corales impresionantes en las aguas que la rodeaban, los informes occidentales sobre el mundo del hampa hablaban de otra reputación mucho más oscura.

Antiguamente formó parte del sultanado de Brunei, a treinta kilómetros, en la costa de Borneo. Los británicos la invadieron en 1846 y la conservaron durante ciento quince años, exceptuando los tres que estuvo bajo ocupación japonesa, durante la Segunda Guerra Mundial. Los británicos entregaron Labuan al estado de Sabah en 1963, como parte de la descolonización, y más tarde se incorporó a Malaisia en 1984.

Una de sus peculiaridades es que este territorio oval de ciento treinta kilómetros cuadrados no parece sustentarse de ninguna economía evidente, así que se ha creado una. Gracias a la condición de paraíso fiscal internacional, puerto franco, pabellón de conveniencia y meca del contrabando, Labuan ha conseguido atraer a una clientela de dudosa reputación.

Martin se percató de que volaba al corazón de la más despiadada industria del secuestro de barcos, robo de cargas y asesinato de tripulaciones. Tenía que ponerse en contacto con la base para dar señales de vida, y tenía que pensar cómo. Sin perder tiempo.

Hicieron una breve parada en Kuching, la primera escala en la ísla de Borneo, aunque los viajeros que no desembarcaban no abandonaron el avión.

Cuarenta minutos después despegó hacia el oeste, viró sobre el mar y se dirigió hacia el nordeste, hacia Labuan. A lo lejos, bajo el avión que viraba, el Countess of Richmond avanzaba en lastre a toda máquina hacia Kota Kinabalu para recoger un cargamento de narra y palisandro.

Tras el despegue, la azafata distribuyó las tarjetas de desembarque. Suleiman se hizo con ambas y empezó a rellenarlas, ya que Martin tenía que fingir que ni leía ni comprendía el inglés escrito, y que solo lo hablaba a trompicones. A su alrededor no se hablaba otra cosa. Además, aunque Suleiman y él se habían cambiado en Kuala Lumpur y en esos momentos vestían traje y corbata, no llevaba bolígrafo y no tenía ninguna excusa para pedir que le dejaran uno. En apariencia, eran un ingeniero de Bahrein y un contable de Omán con destino a Labuan contratados por la industria del gas natural, y esos eran los datos con que Suleiman estaba rellenando las tarjetas.

Martin musitó que tenía que ir al baño. Se levantó y se dirigió hacia los lavabos. Uno estaba libre, pero fingió que los dos estaban ocupados, se volvió y siguió adelante. Era lógico. El Boeing 737 tenía lavabos en ambas clases, en la turista y en clase preferente, separadas por una cortina que Martin debía traspasar.

Junto a la puerta del lavabo de la clase preferente, sonrió de oreja a oreja a la azafata que había distribuido las tarjetas de desembarque, musitó una disculpa y sacó una tarjeta nueva y el bolígrafo del bolsillo superior del uniforme de la azafata. La puerta del lavabo hizo un che al abrirse y Martin entró. Solo tuvo tiempo para garabatear un breve mensaje en el reverso de la tarjeta, luego la dobló, se la metió en el bolsillo superior, salió del lavabo y devolvió el bolígrafo. A continuación, volvió al asiento.

Puede que a Suleiman le hubieran dicho que el Afgano era de confianza, pero aun así se le pegaba como una lapa. Quizá quería evitar que la ingenuidad o la inexperiencia de la persona que estaba bajo su responsabilidad le hiciera cometer un error, o posiblemente se tratara de sus años de entrenamiento en el proceder de al-Qaida, pero su vigilancia era constante, incluso durante las oraciones. El aeropuerto de Labuan, pequeño y cuidado, contrastaba con el de Karachi. Martin seguía sin tener la más mínima idea del lugar al que se dirigían, pero sospechaba que en el aeropuerto se le presentaría la última oportunidad de deshacerse del mensaje, por lo que esperó un golpe de suerte.

Fue un momento fugaz y se le presentó en la acera, fuera de la terminal. Las instrucciones de Suleiman eran extraordinariamente precisas, pues el árabe los había llevado a través de medio mundo: estaba claro que era un viajero experimentado. Martin no podía saber que el árabe del Golfo pertenecía a al-Qaida desde hacía diez años y que su trabajo se desarrollaba en Irak y Extremo Oriente, pero sobre todo en Indonesia. Ni tampoco podía saber cuál era la especialidad de Suleiman.

Suleiman paseaba la vista por la calzada de acceso al edificio de la terminal que servía tanto para las llegadas como para las salidas; estaba buscando un taxi cuando apareció uno en su dirección. Iba ocupado, pero estaba a punto de deshacerse de la carga una vez le hubieran pagado.

Se trataba de dos hombres y Martin distinguió el acento inglés de inmediato. Tanto el uno como el otro eran fornidos y vestían pantalones caqui y camisas floreadas. Ambos chorreaban sudor por culpa del sol inclemente y del húmedo calor que anunciaba la llegada de los monzones. Uno de ellos sacó un billete malaisio para pagar al conductor, mientras el otro recogía las maletas del maletero. Eran bolsas de submarinistas. Ambos habían estado buceando frente a los arrecifes de la costa, enviados por la revista británica Sport Diver.

El hombre del maletero no podía con los cuatro bultos, dos bolsas para la ropa y dos para el equipo de submarinismo. Antes de que Suleiman pudiera decir algo, Martin echó una mano al submarinista y subió una de las bolsas a la acera, momento que aprovechó para depositar la tarjeta de desembarque doblada en uno de los múltiples bolsillos laterales de los que llevan todas las bolsas de submarinismo.

—Gracias, tío —dijo el submarinista, y la pareja se encaminó al mostrador de facturación de salidas para buscar el vuelo que los llevaría a Londres con escala en Kuala Lumpur.

En inglés, Suleiman dio la dirección al taxista malayo, una agencia de transporte en medio de los muelles. Por primera vez, alguien los esperaba al final del trayecto. Igual que los recién llegados, el tipo no despertaba ningún interés a pesar de las ostentosas ropas que llevaba o la espesa barba. Como ellos, era un takfiri. Se presentó como el señor Lampong y los llevó a un yate de motor de quince metros de eslora, camuflado como barco de pesca de competición, amarrado al malecón. Minutos después habían zarpado.

El yate adecuó la velocidad a diez nudos y viró hacia el nordeste en dirección a Kudat, el acceso al mar de Joló y a la guarida terrorista de la provincia de Zamboanga, en Filipinas.

Había sido un viaje agotador durante el que solo habían podido dar alguna que otra cabezada de avión en avión. El balanceo del mar era cautivador y la brisa, tras el calor asfixiante de Labuan, refrescante. Ambos pasajeros se quedaron dormidos. El piloto pertenecía al grupo terrorista Abu Sayaf. Conocía el camino, volvía a casa. El sol se puso y la oscuridad tropical le venía a la zaga. El yate siguió avanzando en la noche, pasó las luces de Kudat, cruzó el estrecho de Balabac y se dirigió hacia la frontera invisible de las aguas filipinas.

El señor Wei había acabado su cometido antes de lo previsto y se dirigía a casa, a su China natal. En esos momentos cualquier prisa era poca, pero al menos estaba en una embarcación china y comía buena comida china en vez de esa porquería que los dacoit servían en el campamento de la recóndita ensenada.

Ni sabía ni le importaba lo que había dejado atrás. A diferencia de los asesinos de Abu Sayaf o de los dos o tres fanáticos indonesios que rezaban cinco veces al día de rodillas con la frente en la estera, Wei Wing Li era miembro de una tríada cabeza de serpiente y no rendía culto a nada.

El resultado de su trabajo era una meticulosa réplica del Countess of Richmond creada a partir de un barco de envergadura, tonelaje y dimensiones similares. No sabía cómo se llamaba el barco original ni cómo se llamaría el nuevo, lo único que le interesaba era el abultado fajo de dólares en billetes grandes retirados de un banco de Labuan a cargo de una línea de crédito abierta por el difunto señor Tawfik al-Qur, antes de su llegada a El Cairo, a Peshawar y al depósito de cadáveres.

A diferencia del señor Wei, el capitán McKendrick sí rezaba. No tan a menudo como debiera, ya lo sabía, pero se había educado como un buen católico irlandés de Liverpool. Había una figura de la Virgen María en el puente, justo delante del timón, y un crucifijo en la pared de su camarote. Antes de zarpar, siempre rezaba para tener un buen viaje, y a la vuelta agradecía al Señor que le hubiera permitido regresar sano y salvo.

En esta ocasión no hizo falta que rezara, pues el piloto de Sabah ya estaba aminorando la velocidad del Countess para pasar los bajíos y lo dirigía hacia el atracadero que le habían asignado en el muelle de Kota Kinabalu, antes puerto colonial de Jesselton, en el que los comerciantes británicos que hubieran adquirido mantequilla enlatada se veían obligados, cuando ascendían las temperaturas, en una época en que todavía no se conocían las neveras, a verterla sobre el pan con una tacita.

El capitán McKendrick volvió a pasarse el pañuelo por el cuello empapado y le dio las gracias al práctico. Por fin podría cerrar las puertas y las escotillas y encontrar un poco de alivio en el aire acondicionado. Eso, pensó, y una cerveza fría le sentarían de maravilla. Por la mañana se desharía del lastre e inspeccionaría el cargamento de madera bajo las luces de la dársena. Con una buena tripulación para la carga y la descarga, podría estar de vuelta en el mar ese mismo día por la noche.

Los dos jóvenes submarinistas, tras haber cambiado de avión en Kuala Lumpur, se encontraban en un jet de la British Airways con destino a Londres y, dado que no se trataba de una línea aérea «seca», los buceadores habían consumido suficiente cerveza como para caer en un profundo sueño. El vuelo duraría doce horas, pero ganarían siete por las zonas horarias, así que tomarían tierra en Heathrow al amanecer. Las maletas duras estaban en la bodega, pero las bolsas de submarinismo se encontraban en los compartimientos que había sobre sus cabezas.

En estas llevaban las aletas, las gafas de buceo, los trajes de neopreno y los chalecos de compensación; solo los machetes de submarinismo se habían quedado en las maletas de la bodega. Una de las bolsas de submarinismo también contenía una tarjeta de desembarque malaisia aún por descubrir.

En una ensenada frente a la península de Zamboanga, alumbrado por unos reflectores y colgado de una plataforma en la popa, trabajaba un virtuoso pintor que estaba acabando de añadir la última «D» al nombre del barco amarrado. En el mástil ondeaba sin fuerzas una Enseña Roja. A ambos lados de la proa y alrededor de la popa se leían las palabras Countess of Richmond y debajo, solo en la popa, Liverpool. El pintor bajó de la plataforma y las luces se apagaron. La transformación se había completado.

Al amanecer, una lancha camuflada de barco de pesca deportiva llegó a la ensenada. Traía consigo a los dos últimos miembros de la nueva tripulación del anterior Java Star y los que conducirían el barco en su último viaje, tanto el de la nave como el de ellos.

La carga del Countess of Richmond empezó al alba, cuando el aire todavía era fresco y agradable. En menos de tres horas volvería a hacer el calor asfixiante propio de la estación. Las grúas de la dársena no eran exactamente lo último del mercado, pero los estibadores conocían su oficio. Aseguraron con cadenas los troncos de exóticas maderas y los izaron a bordo. Una vez embarcados, la tripulación las estibaba en la bodega a costa de mucho sudor y trabajo duro.

Hasta la gente de Borneo tuvo que parar al mediodía, por lo que el viejo puerto maderero se echó una siesta de cuatro horas a la sombra que encontrara. Todavía quedaba un mes para que llegara el monzón, pero la humedad, que nunca bajaba del noventa por ciento, rozaba el cien por cien en esos momentos.

El capitán McKendrick habría sido mucho más feliz en el mar, pero la carga y la sustitución de las compuertas de la cubierta acabó con la puesta de sol y el práctico no embarcaría hasta la mañana para guiar al carguero hacia mar abierto. Eso significaba una noche más en el invernadero, así que McKendrick suspiró y de nuevo encontró refugio en el aire acondicionado bajo cubierta.

El representante local subió a bordo lleno de energía con el práctico a las seis de la mañana y acabaron de firmar los últimos trámites burocráticos. Poco después, el Countess zarpaba sin mayores contratiempos hacia el mar de la China Meridional.

Igual que el Java Star antes que él, puso rumbo hacia el nordeste para rodear la punta de Borneo y, a continuación, hacia el sur, a través del archipiélago de Joló en dirección a Java, donde el patrón creía que lo esperaban seis contenedores llenos de sedas orientales, en Surabaya. No tenía por qué saber que no había, ni nunca había habido, sedas en Surabaya.

La lancha dejó a los tres viajeros que llevaba en un embarcadero destartalado a mitad de la ensenada. El señor Lampong abrió la marcha en dirección a una casa comunal levantada en unos pilotes sobre el agua, que hacía las funciones de zona de dormitorios y comedor para los hombres que habrían de partir en la operación que Martin conocía como Raya Venenosa y Lampong como al-Isra. Había otros en la casa comunal, pero estos se quedarían allí. Gracias a su trabajo, el secuestrado Java Star estaba preparado para zarpar.

Entre otros, había indonesios de Yamaa Islamiya, el grupo que había puesto las bombas de Bali y otras a lo largo de la cadena de islas, y filipinos de Abu Sayaf. Las lenguas que hablaban iban del tagalo local al dialecto javanés, con alguno que otro comentario aparte musitado en árabe por los que procedían de algo más al oeste. Uno a uno, Martin identificó a la tripulación y el cometido de cada uno de ellos.

El ingeniero, el oficial de derrota y el operador de radio eran indonesios. Suleiman se reveló como un experto en fotografía. Sucediera lo que sucediese, su trabajo, antes de inmolarse, consistiría en fotografiar el punto culminante con una radiocámara digital y transmitir el material a través del portátil y el teléfono satélite para que se emitiera en la cadena de televisión al-Yazira.

Había un adolescente que parecía paquistaní, aunque Lampong se dirigió a él en inglés. Al responderle, quedó claro que había nacido y se había criado en Gran Bretaña, aunque era de origen paquistaní. Tenía un cerrado acento del norte del país, Martin conjeturó que de la zona de Leeds o Bradford, pero no consiguió imaginar para qué lo querían, como no fuera para hacer de cocinero.

Eso dejaba a tres: el propio Martin, cuya presencia estaba justificada por su calidad de regalo personal de Osama bin Laden, un ingeniero químico seguramente experto en explosivos y el jefe de la misión. Sin embargo, este último no estaba presente, ya que todos se reunirían con él más adelante.

A media mañana, el comandante local Lampong recibió una llamada en su teléfono satélite. Fue breve y concisa, pero más que suficiente. El Countess of Richmond había zarpado de Kota Kinabalu y ya estaba en alta mar, por lo que aparecería entre las islas de Tawitawi y Joló sobre la puesta de sol. La tripulación de las lanchas motoras que lo interceptarían todavía tenían cuatro horas por delante antes de tener que poner el motor en marcha. Suleiman y Martin se habían quitado el atuendo occidental y lo habían cambiado por unos pantalones, unas camisas floreadas y unas sandalias que les habían proporcionado. Les permitieron bajar los peldaños hasta los bajíos de la ensenada para asearse antes de las oraciones; solo después disfrutarían del plato de arroz y pescado que los esperaba.

Lo único que Martin podía hacer era observar, sin comprender apenas nada, y esperar.

Los dos submarinistas tuvieron suerte. La mayoría de sus compañeros de viaje eran malayos que fueron desviados a las colas de pasaportes no británicos, lo que dejó a los pocos ingleses el camino libre hacia el control de inmigración. Fueron de los primeros en recuperar las maletas de la cinta transportadora, así que no tardaron mucho en dirigirse equipaje en mano hacia la oficina de aduanas sin nada que declarar.

Pudo tratarse de las cabezas rapadas, de la barba de tres días o de los brazos morenos que asomaban por las mangas cortas de las camisas floreadas en una espantosa mañana británica de marzo, pero uno de los agentes de aduanas les hizo una señal para que se sentaran en el banco, junto a inspección.

—¿Me permiten sus pasaportes, por favor?

Solo era una formalidad, todo estaba en orden.

—¿De dónde vienen?

—De Malaisia.

—¿Objeto de la visita?

Uno de los jóvenes señaló su bolsa de submarinismo con una expresión que revelaba lo absurda que le parecía la pregunta, dado que las bolsas llevaban el logotipo de una famosa compañía de equipo de submarinismo. Pese a todo, nunca hay que burlarse de un agente de aduanas. Este permaneció impasible, pero durante su larga carrera había interceptado material exótico para fumar o inyectarse procedente de Extremo Oriente. Hizo un gesto hacia una de las bolsas de submarinismo.

En el interior no había nada salvo el equipo habitual de buceo. Mientras cerraba la cremallera, rebuscó en los bolsillos laterales y de uno de ellos sacó una tarjeta doblada. La miró y la leyó.

—¿De dónde ha sacado esto, señor?

El submarinista estaba genuinamente desconcertado.

—No lo sé, es la primera vez que lo veo.

A unos metros de allí, otro aduanero se percató de la tensión que se estaba creando, reflejada en la extrema cortesía, y se acercó a ellos.

—¿Les importaría esperar aquí, por favor? —les pidió el primero, tras lo cual se dirigió hacia una puerta que tenía a su espalda.

Los enormes espejos que hay en la sala de aduanas no están para que los presumidos se arreglen el maquillaje: son espejos falsos, y detrás de ellos se encuentra el turno de guardia de seguridad interna, en el caso de Gran Bretaña, el MI5.

En cuestión de minutos, ambos submarinistas, equipaje incluido, se encontraban en habitaciones separadas para ser interrogados. Los hombres de aduanas revisaron las maletas, aleta por aleta, gafas de buceo por gafas de buceo y camisa por camisa. No había nada ilegal.

El hombre vestido de paisano examinaba la tarjeta desdoblada.

—Alguien debió de ponerla ahí, y no fui yo —protestó el buceador.

Ya eran las nueve y media. Steve Hill estaba en su despacho de Vauxhall Cross cuando sonó su teléfono privado.

—¿Con quién hablo? —preguntó alguien.

A Hill no le gustó aquello.

—Tal vez debería preguntar lo mismo. Creo que se equivoca —contestó.

El agente del MI5 había leído el texto del mensaje que habían colocado en la bolsa del submarinista y decidió creer la versión del buceador. Con lo que…

—Llamo desde Heathrow, Terminal Tres, oficina de seguridad interna. Hemos interceptado a un pasajero procedente de Extremo Oriente en cuyo equipaje alguien ha colocado un mensaje escrito a mano. ¿El término «Palanca» le dice algo?

Fue como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. No se habían equivocado de número, no había habido ningún cruce de líneas. Se identificó, le dijo a qué cuerpo pertenecía y cuál era su rango, pidió que detuvieran a los dos hombres y anunció que se ponía en camino. Al cabo de cinco minutos, su coche salía a toda velocidad del aparcamiento subterráneo, cruzaba Vauxhall Bridge y giraba en Cromwell Road en dirección a Heathrow.

Lástima que los buceadores hubieran perdido toda la mañana, pero tras una hora de interrogatorios, Steve Hill estuvo seguro de que no eran más que un par de primos inocentes. Les encargó un desayuno completo en el comedor del personal y les pidió que se devanaran los sesos para darles una pista sobre quién podría haberles colado la tarjeta doblada en el bolsillo lateral.

Repasaron una a una a todas las personas con las que habían estado desde que hicieron las maletas. Al final, uno de ellos dijo:

—Mark, ¿recuerdas ese tipo con pinta de árabe que te ayudó a descargar el equipaje en el aeropuerto?

—¿Qué tipo con pinta de árabe? —preguntó Hill.

Le describieron al hombre como mejor supieron. Cabello oscuro, barba oscura bien cuidada, ojos oscuros, piel aceitunada, de unos cuarenta y cinco años, en forma, traje oscuro. Hill había recibido las descripciones del barbero y el marinero de Ras al-Jai-ma. Era Palanca. Les dio unas sentidas gracias y les dijo que un chófer los llevaría de vuelta a casa, a Essex.

Cuando llamó a Gordon Phillips, en Edzell, y a Marek Gumienny, que estaba desayunando en Washington, ya les podía revelar el escrito que tenía en la mano y que decía simplemente: SI AMA A SU PAÍS, VUELVA A CASA Y LLAME AL XXXXXXXX. SOLO INFÓRMELES QUE PALANCA DICE QUE SERÁ UN BARCO.

—Utilizad todo lo que esté a vuestro alcance —comunicó a Edzell—, pero peinad todo el mundo en busca de un barco perdido.

Igual que lo había hecho el capitán Herrmann del Java Star, Liam McKendrick prefirió pilotar él mismo el barco por los diferentes cabos y entregar el mando después de salvar el estrecho entre las islas de Tawitawi y Joló. Delante se abría la gran extensión del mar de Célebes, y puso rumbo directo hacia el estrecho de Macasar.

La tripulación se componía de seis personas: cinco indios de Kerala, cristianos, leales y eficientes, y el segundo de a bordo, un gibraltareño. Le había entregado el mando a este último y había bajado a los camarotes cuando las lanchas aparecieron por la popa a toda velocidad. Igual que el Java Star, la tripulación no pudo hacer nada. En cuestión de segundos, diez dacoits asomaron por las barandillas y echaron a correr hacia el puente de mando. El señor Lampong, al mando del secuestro, apareció poco después, sin prisas.

Esta vez no hubo necesidad de ceremonias o amenazas de violencia si no se obedecían las instrucciones; lo único que tenía que hacer el Countess of Richmond era desaparecer, con tripulación incluida, y para siempre. La valiosa carga, la que lo había atraído hacia esas aguas, sería declarada siniestro total; una lástima, pero no había otro remedio.

Acompañaron a la tripulación al coronamiento del barco y la ametrallaron sin más. Los cuerpos, convulsionados ante la injusticia de la muerte, acabaron arrojados por la borda. Ni siquiera se necesitaron pesos o lastres que los enviaran al fondo, Lampong conocía a sus tiburones.

Liam McKendrick fue el último en abandonar el barco, gritando como un poseso a los asesinos y llamando a Lampong cerdo pagano. Al fanático musulmán no le gustó que lo llamaran cerdo y se aseguró de que el marinero de Liverpool fuera acribillado, pero también de que siguiera vivo cuando cayera al agua.

Los piratas de Abu Sayyaf habían hundido suficientes barcos para saber dónde se encontraban las válvulas de llenado de los tanques de lastre. Cuando la sobrequilla empezó a hundirse bajo la carga, los asaltantes abandonaron el Countess y lanzaron al agua varios cables a bastante distancia, hasta que el barco se alzó sobre la popa, con la proa al aire, y empezó a sumergirse, para acabar hundiéndose lentamente en el fondo del mar de Célebes. En cuanto la nave hubo desaparecido, los asesinos dieron media vuelta y pusieron rumbo a casa.

Para el grupo de la casa comunal de la ensenada filipina fue una breve llamada de Lampong, todavía en el mar, a un teléfono satélite la que decidió el momento de partir. Uno a uno fueron embarcando en la lancha amarrada al pie de los escalones. A medida que se alejaban, Martin se dio cuenta de que quienes quedaban atrás no parecían aliviados, sino profundamente nostálgicos.

Durante toda su carrera en las Fuerzas Especiales, nunca había conocido a un terrorista suicida antes de que este llevara a cabo su misión, y en esos momentos estaba rodeado de ellos, se había convertido en uno de ellos.

En el castillo Forbes había leído profusamente acerca del estado de ánimo, de la convicción absoluta de que lo que está a punto de hacerse es por una causa verdaderamente sagrada, que Alá bendecirá automáticamente al autor, que le deparará un pasaje inmediato y asegurado al Paraíso y que eso compensa infinitamente cualquier apego a la vida que pudiera quedar.

También se había percatado de hasta dónde llegaba el odio que había que inculcársele al shahid junto con el amor a Alá. Una cosa sin la otra no servía para nada. El odio tenía que ser un ácido que corroyera el alma y ahora estaba rodeado de ese odio.

Lo había visto en el rostro de los dacoits de Abu Sayyaf, quienes aprovechaban cualquier oportunidad para asesinar a un occidental; lo había intuido en el corazón de los árabes cuando rezaban para que se les presentara la oportunidad de asesinar a cuantos cristianos, judíos y malos musulmanes o árabes laicos fuera posible en su inmolación; sobre todo había visto el odio en los ojos de al-Jatab y Lampong, precisamente porque se mancillaban a sí mismos para poder pasar inadvertidos entre el enemigo.

Estudió a sus compañeros mientras remontaban laboriosa y lentamente la ensenada, y la jungla se cernía sobre ellos a ambas orillas, tapando el cielo sobre sus cabezas. Todos compartían el mismo odio y el mismo fanatismo. Todos se consideraban más elegidos que cualquier otro verdadero creyente sobre la faz de la tierra.

Martin estaba convencido de que los hombres que lo rodeaban sabían tanto como él acerca del sacrificio que tendrían que realizar, del lugar al que iban, de cuál era el objetivo que había que rendir y de con qué iban a llevarlo a cabo.

Lo único que sabían, dado que se habían prestado a morir y habían sido aceptados tras ser cuidadosamente escogidos, era que iban a asestar tal golpe al Gran Satán que pasados los siglos aún se hablaría de ello. Igual que el Profeta mucho tiempo atrás, iban a emprender una largo viaje al cielo, el viaje llamado al-Isra.

Más adelante, la ensenada se bifurcaba. La renqueante lancha tomó el ramal más ancho y una embarcación amarrada apareció al doblar un recodo. Miraba río abajo, preparada para salir a mar abierto. Se suponía que la carga de cubierta se almacenaba en seis contenedores que ocupaban la cubierta de proa. Su nombre: Countess of Richmond.

Martin pensó fugazmente en escapar hacia la jungla. Había pasado varias semanas de entrenamiento de supervivencia en la jungla de Belice, la escuela de entrenamiento de los SAS en el trópico. Sin embargo, tan pronto como se lo planteó supo que sería inútil Sin brújula ni machete no conseguiría avanzar más que un par de kilómetros y, además, sus perseguidores lo atraparían en menos de una hora. A eso le seguirían días de indescriptible agonía mientras le arrancaban los detalles de la misión. No había nada que hacer, tendría que esperar una oportunidad mejor, si es que se le presentaba alguna.

Uno detrás de otro fueron ascendiendo por la escalera hasta la cubierta del mercante: el ingeniero, el oficial de derrota y el radio operador, todos indonesios; el químico y el fotógrafo, ambos árabes; el paquistaní de Gran Bretaña con cerrado acento del norte, por si alguien insistía en hablar con el Countess por radio, y el Afgano, a quien se le podía enseñar a manejar el timón y gobernar la embarcación. A pesar del entrenamiento en Forbes y de las horas de estudio de rostros de sospechosos conocidos, hasta el momento no había reconocido ninguno; sin embargo, cuando alcanzó la cubierta, el hombre que los habría de dirigir en su viaje hacia la gloria eterna estaba allí para recibirlos y él, el antiguo SAS, lo reconoció. Gracias al fichero de delincuentes que le habían enseñado en el castillo Forbes, sabía que estaba mirando directamente a la cara a Yusuf Ibrahim, segundo y mano derecha de al-Zarqawi, el carnicero de Bagdad.

El rostro se encontraba en la «primera división» de la galería que le habían mostrado en el castillo Forbes. El hombre era bajo y fornido como esperaba; su brazo izquierdo, atrofiado, le colgaba a un lado. Había luchado en Afganistán contra los soviéticos y el brazo había detenido varios fragmentos de metralla durante un bombardeo. En vez de someterse a una amputación limpia, prefirió dejar que le quedara colgando e inútil.

Se rumoreaba que había muerto allí mismo. Era falso. En las cuevas le vendaron provisionalmente la herida y luego había pasado a Pakistán de forma clandestina para que le practicaran una intervención quirúrgica un poco más compleja. Después de la evacuación soviética, había desaparecido.

El hombre del brazo izquierdo atrofiado volvió a aparecer tras la invasión de Irak en 2003, después de haber pasado todo ese tiempo como jefe de seguridad en uno de los campamentos de al-Qaida durante el gobierno de los talibanes.

Para Mike Martin era un momento crítico. No sabía si el hombre conocería a Izmat Jan de los días que pasó en Afganistán ni si desearía rememorarlos. No obstante, el jefe de la misión se limitó a devolverle la mirada con sus anodinos ojos negros.

Aquel hombre llevaba veinte años asesinando gente y adoraba ese trabajo. En Irak, como ayudante de Musab al-Zarqawi, había degollado a gente delante de la cámara y le gustaba hacerlo. Le complacía oír sus súplicas y sus alaridos. Martin lo miró directamente a los ojos cegados por la crueldad y el fanatismo, y lo saludó a la manera acostumbrada. Que la paz sea contigo, Yusuf Ibrahim, carnicero de Karbala.