Lo cierto es que el interrogador tardó una semana entera en volver. Martin permaneció en su celda con el Corán como única compañía. Presentía que no tardaría en hallarse entre el venerado grupo de los que habían memorizado cada una de sus 6.666 aleyas, pero los años de servicio en las Fuerzas Especiales le habían otorgado un don muy raro entre los seres humanos: la capacidad de permanecer inmóvil durante períodos excepcionalmente largos y plantar cara al aburrimiento y a la necesidad de juguetear nervioso con algo.
Así, se mentalizó de nuevo para adaptarse a la vida contemplativa, el único método que puede impedir que un hombre incomunicado se vuelva loco.
Esta habilidad no evitó que en el centro de operaciones de la base aérea de Edzell empezase a respirarse un ambiente muy tenso. Habían perdido a su hombre, y las indagaciones de Marek Gumienny en Langley y de Steve Hill en Londres eran cada vez más inquietantes. El Predator tenía una misión doble: vigilar Ras al-Jaima por si Palanca volvía a aparecer y seguir al dhow Rasha cuando apareciese en el Golfo y atracase en algún lugar de los Emiratos.
El doctor Jatab regresó cuando hubo confirmado hasta el último detalle del relato relacionado con la bahía de Guantánamo. No había sido fácil; no tenía la menor intención de delatarse ante ninguno de los cuatro reclusos británicos a quienes habían enviado a casa. Todos habían declarado en repetidas ocasiones que no eran extremistas y que habían quedado atrapados en el entramado estadounidense por accidente. Pensaran lo que pensasen los estadounidenses, al-Qaida podía confirmar que era cierto.
Para hacerlo aún más difícil, Izmat Jan había pasado tanto tiempo en celdas de aislamiento por su negativa a cooperar que ningún otro detenido había llegado a conocerlo bien. Admitió haber aprendido un inglés rudimentario, pero eso fue durante los interrogatorios interminables cuando escuchaba al hombre de la CIA y luego la traducción del único intérprete de pastún.
Por lo que Jatab había podido descubrir, su prisionero no había cometido un solo error. Lo poco que pudo obtener de Afganistán corroboraba que la fuga del furgón de transporte de prisioneros entre Bagram y la cárcel de Pul-e Sharki había sido auténtica. Lo que no podía saber era que aquel incidente había sido organizado por el mismísimo y muy capaz jefe de la delegación de la oficina del SIS en la embajada británica. El general de brigada Yusuf había escenificado su ira de forma muy convincente, y los agentes de los para entonces renacientes talibanes se habían quedado convencidos. Y eso fue lo que respondieron a las preguntas del hombre de al-Qaida.
—Volvamos a tu juventud en Tora Bora —indicó cuando reanudaron el interrogatorio—. Háblame de tu infancia.
Jatab era un hombre muy listo, pero lo que no podía saber de ninguna manera era que, a pesar de que el hombre que tenía enfrente era un impostor, Martin conocía las montañas de Afganistán mejor que él. Los seis meses del kuwaití en los campos de entrenamiento terrorista habían sido exclusivamente entre paisanos árabes, no con montañeses pastún. Tomó abundantes notas, incluso los nombres de las frutas de los huertos de Maloko-zai. La mano se desplazaba a toda velocidad por el bloc de notas, rellenando una página tras otra.
Al tercer día de la segunda sesión, el relato había llegado al día crucial que representaría un punto de inflexión en la vida de Izmat Jan: el 21 de agosto de 1998, el día en que los misiles de crucero Tomahawk se estrellaron en las montañas.
—Ah, sí, una verdadera tragedia —murmuró—. Y extraña, porque debes de ser el único afgano a quien no le queda vivo ningún miembro de la familia que responda por él. Es una coincidencia asombrosa y, como científico, detesto las coincidencias. ¿Qué efecto tuvo aquello sobre ti?
En realidad, en Guantánamo, Izmat Jan se había negado a explicar el por qué de su intenso odio hacia los estadounidenses, y había sido la información proporcionada por los otros combatientes que habían sobrevivido a Qala-i Jangi y llegado a Camp Delta la que había rellenado las lagunas. En el ejército talibán, Izmat Jan se había convertido en un icono, y los corros alrededor de las hogueras del campamento narraban su historia en susurros: la historia de un hombre inmune al miedo. Los supervivientes habían contado a los otros la historia de la familia aniquilada.
Jatab hizo una pausa y miró a su prisionero de hito en hito. Todavía tenía grandes reservas, pero de una cosa estaba seguro: aquel hombre era realmente Izmat Jan. Ahora bien, sus dudas estaban relacionadas con la segunda pregunta: ¿lo habrían «transformado» los estadounidenses?
—Así que afirmas que declaraste una especie de guerra privada… Un yihad muy personal. ¿Y nunca has transigido? Pero ¿qué has hecho en realidad al respecto?
—Luché contra la Alianza del Norte, los aliados de los estadounidenses.
—Pero no hasta octubre y noviembre de 2001 —señaló Jatab.
—No había estadounidenses hasta entonces en Afganistán —contestó Martin.
—Es cierto. Así que luchaste por Afganistán… y perdiste. Y ahora quieres luchar por Alá.
Martin asintió.
—Como predijo el Sheij —dijo.
Por primera vez, la serenidad del doctor Jatab lo abandonó por completo. Se quedó mirando la cara de barba negra al otro lado de la mesa durante treinta largos segundos, boquiabierto, con la pluma en la mano pero inmóvil. Al final, habló en un hilo de voz:
—Tú… ¿has conocido al Sheij en persona?
En todas sus semanas en el campo de entrenamiento, al-Jatab nunca había llegado a conocer a Osama bin Laden. Solo en una ocasión había visto pasar un Landcruiser con los vidrios tintados, pero el vehículo no había llegado a detenerse. Sin embargo, habría cogido un cuchillo de carnicero y se habría cortado la muñeca izquierda, literalmente, por conocer, y no digamos conversar, con el hombre al que había venerado más que a cualquier otro ser sobre la faz de la tierra. Martin lo miró a los ojos y asintió. Jatab recobró la compostura.
—Empezarás por el principio de ese episodio y describirás exactamente qué sucedió. No te dejes nada, ni el detalle más nimio.
Y así, Martin se lo contó. Le contó cómo había servido en el lashkar de su padre cuando era un adolescente recién salido de la madrasa en las afueras de Peshawar. Le contó cómo salió a patrullar con otros y cómo los habían sorprendido en la ladera de una montaña y solo habían contado con un montículo de piedras donde refugiarse.
No mencionó a ningún oficial británico, ni ningún misil Blowpipe, ni la destrucción del helicóptero de ataque Hind. Solo le habló del rugido de la ametralladora en la nariz del aparato, de los fragmentos de metralla y esquirlas por todas partes hasta que el Hind, alabado sea Alá, se quedó sin munición y se fue.
Le habló de haber sentido una especie de puñetazo o el golpe de un martillo en el muslo y de cómo sus compañeros lo llevaron por los valles hasta que encontraron un hombre con una muía y se hicieron con ella.
Y le habló de cómo lo llevaron hasta unas cuevas en Jaji y de cómo lo dejaron en manos de los saudíes que vivían y trabajaban allí.
—Pero el Sheij, cuéntame lo del Sheij —insistió Jatab. Así que Martin se lo contó. El kuwaití transcribió todo el diálogo, palabra por palabra—. Repite eso, por favor.
—Me dijo: «Llegará un día en que Afganistán podrá prescindir de ti, pero el misericordioso Alá siempre necesitará un guerrero como tú».
—Y luego, ¿qué pasó?
—Me cambiaron el vendaje de la pierna.
—¿El Sheij hizo eso?
—No, el doctor que lo acompañaba. El egipcio.
El doctor Jatab se recostó en su asiento y dejó escapar un largo suspiro. Por supuesto, el doctor, Ayman al-Zawahiri, compañero y confidente, el hombre que había hecho posible que el Yihad Islámico egipcio se uniese al Sheij para crear al-Qaida. Empezó a ordenar sus papeles.
—Tendré que dejarte de nuevo. Tardaré una semana, tal vez más. Deberás permanecer aquí, me temo que encadenado. Has visto demasiadas cosas, sabes demasiado, pero si de veras eres un verdadero creyente y realmente eres el Afgano, te incorporarás a nosotros como soldado con honores. Si no…
Martin estaba de vuelta en su celda cuando el kuwaití se marchó. Esta vez no regresó directamente a Londres, sino que volvió al Hilton y estuvo escribiendo sin pausa y con esmero durante un día y una noche. Cuando hubo terminado, realizó varias llamadas telefónicas con un móvil nuevo y no «fichado» que luego fue a parar al fondo del puerto. En realidad, nadie estaba espiando su conversación, pero si alguien lo hubiese hecho, no habría entendido una sola palabra. Sin embargo, si el doctor Jatab estaba todavía en libertad era precisamente por ser un hombre muy cuidadoso.
Las llamadas que realizó sirvieron para preparar una reunión con Faisal bin Selim, capitán del Rasba, que estaba atracado en Dubai. Esa tarde condujo su coche de alquiler barato hasta Dubai y conversó con el veterano capitán, quien recibió de manos de su interlocutor una larga carta personal que guardó entre sus ropas. El Predator seguía al acecho, sobrevolando en círculos a seis mil metros.
Hasta ahora, los grupos terroristas islámicos ya han perdido demasiados activistas veteranos para no haberse dado cuenta de que para ellos, y por mucho cuidado que tengan, las llamadas por teléfono móvil y por satélite son sumamente peligrosas. La tecnología de interceptación, de escucha y de desciframiento ha avanzado mucho. Su otro punto flaco es la transferencia de sumas de dinero a través del sistema bancario normal.
Para salvar este último escollo, utilizan el sistema bawala que, con algunas variaciones, es tan antiguo como el primer califato. El bawala se basa en el concepto de confianza absoluta, desaconsejado sin duda por cualquier abogado. Sin embargo, funciona; de otro modo cualquier persona que quisiese blanquear dinero y engañase a su cliente se arruinaría de manera fulminante… o algo peor.
El pagador entrega su dinero en metálico al proveedor o ha-waladar del lugar A y pide que su amigo en el lugar B reciba la suma equivalente menos la comisión de aquel.
El bawaladar cuenta con un socio de confianza, por lo general un pariente en el lugar B. Informa a su socio y le da instrucciones para que proporcione la cantidad de dinero pactada, al contado, al amigo del pagador, quien se identificará como tal.
Teniendo en cuenta las decenas de millones de musulmanes que envían dinero a sus familias en su lugar de origen, teniendo en cuenta que no hay ordenadores o ní siquiera resguardos de entrega, y considerando que todas las transacciones son en metálico y que tanto los pagadores como los receptores pueden usar seudónimos, es prácticamente imposible interceptar o rastrear los movimientos de dinero.
Para las comunicaciones, la solución está en esconder los mensajes terroristas en códigos de tres dígitos que pueden enviarse por mensajes de correo electrónico o de texto por todo el mundo. Solo el receptor con la lista de desciframientos de hasta trescientos de dicha clase de grupos de números puede desentrañar el mensaje. Este sistema funciona con instrucciones y avisos breves. A veces, un texto más largo y exacto debe viajar por medio mundo.
Solo Occidente tiene prisa siempre, Oriente tiene paciencia. Si se necesita cierto tiempo, se necesita tiempo. El Rasba zarpó esa noche y regresó a Gwadar, hasta donde había acudido en su motocicleta un emisario leal alertado por un mensaje de texto en Karachi, más abajo en la costa. Tomó la carta y condujo hacia el norte de Pakistán hasta llegar a la pequeña pero fanática ciudad de Miram Shah.
Allí, el hombre que gozaba de la suficiente confianza para atravesar las altas cimas del sur de Waziristán, aguardó alimentándose del tradicional y afamado chai-jana, y el paquete lacrado volvió a cambiar de manos. La respuesta regresó del mismo modo: tardó diez días.
Sin embargo, el doctor Jatab no permaneció en el golfo Pérsico, sino que voló a El Cairo y luego al oeste, a Marruecos. Allí, entrevistó y seleccionó a los cuatro norteafricanos que entrarían a formar parte del segundo equipo. Como todavía no estaba sometido a vigilancia, sus movimientos no aparecieron en ningún radar.
Cuando se repartieron las cartas de la belleza, al señor Wei Wing Li solo le tocaron los doses. Bajito, rechoncho y de aspecto anfibio, coronaba sus hombros una especie de balón de fútbol que tenía por cabeza y con una cara salpicada de viruela. Pero era muy bueno en su trabajo.
Él y su tripulación habían llegado a la cala oculta de la península de Zamboanga dos días antes que el Java Star. Su viaje desde China, donde formaban parte de los bajos fondos criminales de Guangdong, no había sufrido la molestia de los pasaportes o los visados, sino que se habían limitado a subir a bordo de un mercante cuyo capitán había sido recompensado generosamente y habían llegado a la isla de Tolo, donde los habían recogido dos lanchas motoras procedentes de las ocultas ensenadas filipinas.
Allí, Wei había saludado a su anfitrión, el señor Lampong, y al cacique local, Abu Sayyaf, quien lo había recomendado. A continuación había inspeccionado las dependencias donde habrían de habitar los doce miembros de su tripulación, había recibido el cincuenta por ciento de su tarifa «por adelantado» y había solicitado ver los talleres. Tras una inspección muy detallada, contó los tanques de oxígeno y acetileno y se declaró satisfecho. Luego examinó las fotos tomadas en Liverpool. Cuando el Java Star llegó al fin a la ensenada, sabía exactamente qué tenía que hacer y se puso manos a la obra.
La transformación de barcos era su especialidad, y más de cincuenta buques de carga que surcaban los mares del sudeste asiático con nombres y documentación falsos también tenían formas falsas gracias al señor Wei. Había dicho que necesitaba dos semanas y le habían dado tres, pero ni una hora más. En ese tiempo, el Java Star iba a convertirse en el Countess of Richmond. El señor Wei no sabía eso. Ni falta que le hacía.
En las fotos que había examinado, habían borrado con aerógrafo el nombre del barco. Al señor Wei no le importaban los nombres ni los papeles, solo le preocupaba el diseño.
Sería necesario recortar algunas partes del Java Star y eliminar otras. Habría que imitar algunas características con soldaduras de acero, pero lo más importante era que iba a crear seis largos contenedores de acero que ocuparían la cubierta desde debajo del puente hasta el pique de proa en grupos de dos.
Sin embargo, no serían reales. Desde los lados y desde arriba, parecerían auténticos, incluso llevarían las marcas de Hapag-Lloyd, de forma que pudiesen pasar una inspección a escasos metros de distancia. Pero por dentro no dispondrían de separadores, sino que constarían de una larga galería con techo desmontable de bisagras y acceso a través de una nueva puerta que se tendría que abrir en el mamparo de debajo del puente de mando, que luego tendría que ser disimulada para que fuese invisible a los ojos de cualquiera menos de quien supiese de qué iba todo aquello.
De lo que el señor Wei y sus hombres no iban a encargarse era de la pintura: los terroristas filipinos lo harían, y pintarían el nuevo nombre del barco una vez que él ya se hubiese marchado.
El día que encendió sus cortadores de oxiacetileno, el verdadero Countess of Richmond estaba atravesando el canal de Suez.
Cuando Ali Aziz al-Jatab regresó a la casa, era otro hombre. Ordenó que quitasen los grilletes a su prisionero y lo invitó a compartir su mesa en el almuerzo. Sus ojos brillaban de puro entusiasmo.
—He hablado con el Sheij personalmente —susurró. Saltaba a la vista que el honor lo llenaba de orgullo. La respuesta no había sido por escrito, sino que había sido confiada verbalmente al mensajero y este la había memorizado, práctica que también suele ser habitual entre las altas esferas de al-Qaida.
El mensajero había sido enviado hasta el golfo Pérsico, y cuando el Rasba atracó, el mensaje había sido transmitido palabra por palabra al doctor Jatab.
—Solo queda una última formalidad —dijo—. ¿Quieres subirte el dobladillo de la dishdasb hasta la altura del muslo, por favor?
Martin hizo lo que le decía. No sabía nada de la formación científica de Jatab, solo que tenía un doctorado, pero rezó por que no fuese en dermatología. El kuwaití examinó la cicatriz arrugada con sumo detenimiento. Estaba exactamente donde le habían dicho, y tenía los seis puntos suturados dieciocho años atrás en una cueva de Jaji, ante un hombre al que él veneraba.
—Gracias, amigo mío. El Sheij en persona te manda recuerdos. Qué gran honor… El y el doctor recordaban al joven guerrero y las palabras pronunciadas.
»Me ha autorizado a incluirte en una misión que infligirá al Gran Satán un golpe tan duro que hasta la destrucción de las torres parecerá una minucia a su lado.
»Has ofrecido tu vida a Alá, y tu oferta ha sido aceptada. Morirás como un héroe, un auténtico shahid. Durante un millar de años se hablará de ti y de tus compañeros mártires.
Después de tres semanas de tiempo malgastado, al doctor Jatab le entraron las prisas. Se convocó a todos los recursos de al-Qaida en todas las costas. Vino un barbero para cortar la maraña de pelo salvaje y realizar un corte de estilo occidental. También se dispuso a afeitarle la barba, pero Martin protestó: como musulmán y como afgano, quería conservar su barba. Jatab accedió a que le recortara una perilla alrededor de la punta de la barbilla, pero no le permitió llevarla más larga.
El propio Suleiman tomó fotos de frente y, al cabo de veinticuatro horas, apareció con un pasaporte perfecto que demostraba que su dueño era un ingeniero náutico de Bahrein, sultanato conocido por su fervorosa vocación pro occidental.
Vino un sastre a tomar medidas y luego reapareció con zapatos, calcetines, camisa, corbata y un traje gris marengo, junto con una pequeña maleta de mano para guardarlos.
El grupo que iba a viajar se preparó para salir al día siguiente. Suleiman, que resultó ser de Abu Dabi, realizaría el viaje entero, acompañando al Afgano. Los otros dos eran «fuerza bruta», de origen local, reclutados en la zona y prescindibles. La casa ya había cumplido su propósito, por lo que sería limpiada a fondo y abandonada.
Cuando estaba a punto de marcharse, antes que ellos, el doctor Jatab se dirigió a Martin.
—Te envidio, Afgano. No sabes cuánto. Has luchado por Alá, has caído herido en Su nombre, has sufrido dolor y la maldad de los infieles por Él. Y ahora vas a morir por Él. Ojalá pudiese acompañarte.
Tendió la mano al estilo occidental, pero luego recordó que era árabe y abrazó al Afgano. Una vez en la puerta, se volvió por última vez.
—Llegarás al Paraíso antes que yo, Afgano. Guárdame un sitio allí. Inshallah.
Dicho esto, se fue. Siempre aparcaba su coche de alquiler a bastantes metros de distancia y dos esquinas más allá. Una vez fuera de las verjas que custodiaban la villa se agachó, como siempre, para atarse un zapato y así poder mirar arriba y abajo de la calle. No había más que una mocosa a doscientos metros escasos, calle arriba, tratando de arrancar una moto que se negaba a obedecerla, pero era una lugareña, tapada con el yilbab, que le cubría el pelo y parte de la cara. Aun así, le ofendía que una mujer condujese cualquier clase de vehículo motorizado.
Se volvió y echó a andar hacia el coche. La chica del motor perezoso inclinó el cuerpo hacia delante y habló a algo que había en el interior de la cesta delantera. Su inglés entrecortado revelaba varios años de educación en el Cheltenham Ladies College.
—Mangosta Uno, nos movemos —dijo.
Cualquiera que se haya visto implicado alguna vez en lo que Kipling solía llamar «el gran juego» y a lo que James Jesus Angleton de la CIA se refería como al mundo de humo y espejos, sin duda estará de acuerdo en que el mayor enemigo de todos es la MCI.
La Maldita Complicación Imprevista probablemente ha dado al traste con más misiones secretas que la traición o las brillantes tácticas de contraespionaje por parte del otro bando. Estuvo a punto de mandar al garete la Operación Palanca. Y todo empezó porque quienes se habían entusiasmado por el nuevo ambiente de colaboración trataban de resultar útiles.
Las imágenes de los Predator que se «comunicaban» entre sí por encima de los Emiratos y el mar de Arabia iban de Thumrait a la base aérea de Edzell —que sabía exactamente por qué—, y al CENTCOM del ejército estadounidense en Tampa, Florida, que pensaba que los británicos solo habían solicitado una vigilancia aérea rutinaria. Martin había insistido en que no más de doce personas supiesen de su existencia, y la cifra seguía reducida a diez, ninguna de las cuales estaba en Tampa.
Cada vez que los Predator sobrevolaban los Emiratos, sus imágenes recogían una masa ingente de árabes, no árabes, coches, taxis, muelles y casas. Había demasiados para averiguar la identidad de todos. Sin embargo, el dbow llamado Rasha y su veterano capitán eran muy conocidos, así que cuando atracó en el muelle, cualquiera que acudiera a visitarlo era objeto de posible interés.
El problema era que había muchísimos visitantes: había que cargar y descargar la embarcación, llenar el depósito de combustible y llevar a cabo las tareas de avituallamiento. El tripulante de Omán que frotaba el casco para limpiarlo intercambiaba comentarios jocosos con los transeúntes del muelle, los turistas se arremolinaban para contemplar con arrobo un dhow mercante de verdad fabricado con teca tradicional. Los agentes locales y sus amigos personales iban a ver a su capitán a bordo. Cuando un joven árabe del Golfo bien afeitado con dishdasb blanca y tocado de filigrana también blanca fue a hablar con Faisal bin Selim, solo era uno de tantos.
El centro de operaciones de Edzell disponía de un millar de rostros de posibles sospechosos de ser miembros de al-Qaida, miembros ya confirmados y simpatizantes, y cada imagen procedente de los Predator se cotejaba electrónicamente. El doctor al-Jatab no hizo sonar las alarmas porque no era conocido, así que Edzell lo pasó por alto. Estas cosas pasan.
El árabe joven y esbelto que visitó el Rasha tampoco suscitó una atención especial en Tampa, pero el ejército envió las imágenes por cortesía a la Agencia de Seguridad Nacional de Fort Meade, Maryland, y a la Oficina Nacional de Reconocimiento (satélites espía) de Washington. La Agencia de Seguridad Nacional las facilitó como servicio a sus homólogos británicos en el cuartel general de Cheltenham, quienes las examinaron detenidamente, no reconocieron a al-Jatab y enviaron las imágenes al Servicio de Seguridad Británico (contraespionaje), conocido comúnmente como MI5, en Thames House, un poco más abajo del Parlamento.
Allí, un joven en período de prueba, deseoso de impresionar, introdujo los rostros de todos los visitantes del Rasha en la base de datos de Reconocimiento de Caras.
No hace tanto tiempo que el reconocimiento de rostros dependía de agentes que, con mucho talento, trabajaban en la semioscuridad estudiando meticulosamente con lupa unas imágenes de baja resolución para tratar de responder dos preguntas: ¿quién es la mujer o el hombre de esta fotografía? Y ¿los hemos visto antes? Siempre era una labor de búsqueda solitaria y tenían que pasar muchos años para que un entregado escrutador desarrollase el sexto sentido capaz de recordar que el sujeto que aparecía en la foto había estado en un cóctel de la embajada vietnamita en Delhi cinco años atrás, y que por esa razón sin duda era miembro del KGB.
Luego llegaron los ordenadores. Se ideó un software que reducía la cara humana a más de seiscientas diminutas medidas y las almacenaba. Al parecer, todos los rostros humanos del mundo pueden descomponerse a partir de mediciones. Puede ser la distancia exacta (hasta el micrón) entre las pupilas de los ojos, la anchura de la nariz en siete puntos entre las cejas y la punta, veintidós medidas solo para los labios, y las orejas…
Ah, las orejas. A los analistas de rostros les encantan las orejas. Cada arruga y surco, cada curvatura y ondulación, cada pliegue y lóbulo es diferente. Son como las huellas digitales. Hasta las de uno y otro lado de la cabeza no son exactamente iguales. Los cirujanos plásticos hacen caso omiso de ellas, pero si se proporciona a un analista de rostros con experiencia las dos orejas con una buena definición, obtendrá una coincidencia exacta.
El software informático tenía un banco de memoria de más de un millar de rostros almacenado en Edzell. Había recogido como sospechosos a criminales sin filiación política aparente porque hasta ellos pueden trabajar para los terroristas si el precio es lo bastante bueno. Tenía inmigrantes, legales e ilegales, y no necesariamente musulmanes conversos. Contaba con miles y miles de rostros recogidos de diversas manifestaciones, mientras los manifestantes pasaban junto a las cámaras ocultas, enarbolando sus pancartas y coreando sus consignas. Y su base de datos no se limitaba al Reino Unido. En resumen, en ella constaban más de tres millones de caras de personas de todo el mundo.
El ordenador descompuso el rostro del hombre que hablaba con el capitán del Rasba, compensó el ángulo oblicuo de la toma seleccionando la única imagen en que el hombre levantaba la cabeza para mirar a un avión que despegaba del aeropuerto de Abu Dabi, determinó sus seiscientas medidas y empezó a cotejar. Podía incluso seleccionar los parámetros adecuados para detectar si había vello facial afeitado o añadido.
A pesar de la velocidad a la que trabajaba, el ordenador aún tardó una hora. Pero lo encontró.
Era un rostro entre la multitud que jaleaba exaltadamente las palabras del orador ante una mezquita justo después del 11-S. El orador era conocido como Abu Qatada, fanático simpatizante de al-Qaida en Gran Bretaña, y la multitud a la que se dirigía ese día de finales de septiembre de 2001 era de al-Muhayirun, un grupo extremista defensor del yihad.
Después de aislar la imagen del estudiante del archivo, el joven en período de prueba se la llevó a su superior. De allí fue a la extraordinaria mujer que dirigía el MI5, Eliza Manningham-Buller, quien ordenó localizar al hombre. Nadie sabía entonces que el joven analista de rostros acababa de descubrir al jefe de al-Qaida en Gran Bretaña.
El ordenador tardó un poco más, pero halló una nueva coincidencia: estaba recibiendo su título de doctorado en una ceremonia académica. Se llamaba Ali Aziz al-Jatab, un académico completamente occidentalizado con plaza en la Universidad de Aston, Birmingham.
Con la información de la que disponían las autoridades, o bien era un terrorista durmiente con un largo historial de éxitos y habilidad para pasar inadvertido, o bien un insensato que en sus días de juventud había coqueteado con el extremismo radical. Si arrestasen a todos los ciudadanos incluidos en la segunda categoría, habría más detenidos que policías.
Una cosa segura era que, desde ese día fuera de la mezquita, nunca había vuelto a acercarse en público a nadie relacionado con el extremismo. Sin embargo, un chico insensato completamente redimido no acude a hablar con el capitán del Rasba en el puerto de Abu Dabi, así que… Por fuerza tenía que estar en la primera categoría: a partir de ese momento sería considerado un miembro durmiente de al-Qaida hasta que se demostrase lo contrario.
Unas cuantas y discretas pesquisas adicionales revelaron que había vuelto a Gran Bretaña y reanudado su trabajo en el laboratorio en Aston. La pregunta era: ¿había que arrestarlo o vigilarlo? Y el problema era: una fotografía aérea que no podía ser revelada no garantizaba una condena. Se decidió someter al académico a vigilancia, por costoso que resultase.
El dilema quedó resuelto la semana siguiente, cuando el doctor Jatab reservó de nuevo un vuelo al golfo Pérsico. Fue entonces cuando el SRR, una unidad de inteligencia especializada en reconocimiento, apareció en escena.
Durante años, Gran Bretaña ha contado con una de las mejores unidades de «rastreo» del mundo, conocida como el 14.° batallón de Inteligencia, también llamado «el Destacamento» o, simplemente, el Det, Se trataba de un grupo sumamente secreto. A diferencia del SAS y el SBS, no estaba diseñado como unidad de combatientes de élite, sino que sus habilidades eran el sigilo extremo y la capacidad para colocar micrófonos, tomar fotos desde grandes distancias y realizar escuchas y labores de rastreo y vigilancia. Era sobre todo eficaz contra el IRA en Irlanda del Norte. En muchos casos, era la información facilitada por el Det la que permitía a los SAS tender una emboscada a una unidad de terroristas y eliminarlos. A diferencia de las unidades de orientación más combativa, el Det utilizaba a muchas mujeres. Cuando era necesario seguir a alguien, era más probable que pasasen inadvertidas y que no suscitasen temores. Aunque la información que traían consigo sin duda suscitaba toda clase de temores.
En 2005, el gobierno británico decidió ampliar y actualizar el Det, y este se convirtió en el Regimiento Especial de Reconocimiento. Hubo una ceremonia inaugural en la que a todo el mundo, el general que presidía el acto incluido, solo se le fotografió de cintura para abajo. Su cuartel general está en un lugar secreto y si el SAS y el SBS son discretos, el SRR es invisible. Sin embargo, la señora Eliza, distinguida con la Orden del Imperio Británico, solicitó sus servicios y los obtuvo.
Cuando el doctor Jatab embarcó en el avión que iba de Heathrow a Dubai, había seis miembros del SRR a bordo, confundidos entre los más de trescientos pasajeros: invisibles. Uno de ellos era el joven contable en la fila que había detrás del kuwaití.
Puesto que se trataba de una simple labor de vigilancia, no había ningún motivo por el que no se pudiese solicitar la colaboración de las Fuerzas Especiales de los EAU. Desde que se descubriera que Marwan al-Shehi, uno de los terroristas suicidas del atentado contra las Torres Gemelas, era originario de los Emiratos, y más aún, desde que se filtrara que la Casa Blanca se había planteado bombardear la emisora de televisión de al-Yazira en Qatar, los EAU se habían tomado muy en serio el extremismo islámico, sobre todo en Dubai, cuartel general de las Fuerzas Especiales.
Así, cuando el equipo del SRR aterrizó, halló a su disposición dos coches de alquiler y dos motocicletas, por si un vehículo iba a recoger al doctor Jatab. No les pasó inadvertido que solo llevaba equipaje de mano. No tendrían que haberse molestado, porque el kuwaití alquiló un pequeño turismo japonés, lo que les dio el tiempo necesario para tomar posiciones.
En primer lugar, lo siguieron desde el aeropuerto hasta la Ensenada de Dubai donde, una vez más, estaba atracado el Rasha tras su regreso de Gwadar. Esta vez no se acercó al barco, sino que permaneció de pie junto a su coche a cien metros de distancia hasta que Bin Selim lo vio.
Unos minutos más tarde, un chico joven al que nadie había visto antes salió de debajo de la cubierta del Rasba, avanzó entre la multitud y susurró algo al oído del kuwaití. Era el mensaje de respuesta del hombre de las montañas de Waziristán. La cara de al-Jatab expresaba un gran asombro.
A continuación, enfiló la muy transitada carretera de la costa, en dirección norte, y atravesó Achman y Um al-Qaiwain hasta Ras al-Jaima. Allí fue al Hilton a registrarse y a cambiarse. Fue muy considerado por su parte, porque las tres jóvenes del equipo del SRR pudieron utilizar el lavabo de señoras para cambiarse de ropa y ponerse un yilbab que les llegaba hasta los tobillos y volver a sus vehículos.
El doctor Jatab salió con su disbdash blanca y se puso al volante del coche de nuevo. Realizó distintas maniobras con el objetivo de despistar a cualquier posible vehículo que estuviese siguiéndolo, pero le resultó imposible. En el golfo Pérsico, las motocicletas están por todas partes; las conducen personas de ambos sexos, y como la ropa es la misma, un motorista se parece mucho a otro. Desde que les había sido asignada la misión, los miembros del equipo habían estado estudiando mapas de carreteras de los siete emiratos hasta haber memorízado todas y cada una de las rutas. Fue así como lo siguieron hasta la casa.
Aunque hubiese quedado aún alguna duda respecto a si estaba o no llevando a cabo una misión, sus maniobras para despistar a algún posible perseguidor las disiparon todas. Los hombres inocentes no suelen comportarse así. No pasó la noche en la casa, y la mujer del SRR lo siguió de vuelta al Hilton. Los tres hombres tomaron posiciones en lo alto de un cerro que dominaba toda la zona de la casa y montaron guardia toda la noche. Nadie entró ni salió de ella.
El segundo día fue distinto, pues hubo varias visitas. Los vigilantes no podían saberlo, pero fue cuando trajeron el nuevo pasaporte y la ropa nueva. Anotaron las matrículas de los coches, siguieron a uno de los conductores y lo detuvieron más tarde. El tercero era el barbero, a quien también localizaron más tarde.
Al término del segundo día, al-Jatab salió una última vez. Fue entonces cuando Katy Sexton, en simulada pugna con el motor de arranque de su motocicleta, alertó a sus colegas de que el objetivo se movía.
En el Hilton, el kuwaití reveló sus planes cuando, hablando desde su habitación, donde habían colocado micrófonos en su ausencia, reservó un vuelo por la mañana para salir de Dubai con destino a Londres. Fue acompañado durante todo el viaje hasta su casa en Birmingham; no llegó a sospechar nada.
El MI5 había hecho un trabajo excelente y lo sabía. La noticia del golpe llegó, con el timbre de alto secreto, únicamente a cuatro miembros de los servicios de inteligencia británicos. Uno de ellos era Steve Hill, que estuvo a punto de levitar de alegría.
Reasignaron al Predator la vigilancia de la casa de las afueras de Ras al-Jaima, en el desierto, pero era media mañana en Londres, primera hora de la tarde en el Golfo. Lo único que vio el sofisticado aparato fue a los empleados de la limpieza. Y el asalto.
Era demasiado tarde para evitar que las Fuerzas Especiales de los Emiratos enviasen a su escuadrón de combate al mando de un ex oficial británico, Dave Forest. El jefe de la delegación de la oficina del SIS en Dubai, un amigo personal además, le había dado el aviso sin tiempo que perder. De inmediato empezaron a hacer circular el rumor de que el «golpe» había sido posible gracias a la pista anónima de un vecino rencoroso.
Los dos empleados de la limpieza no sabían nada: los había enviado una agencia, les habían pagado por adelantado y les habían dado las llaves de antemano. Sin embargo, todavía no habían terminado, y entre el montón de basura acumulada se distinguía una gran cantidad de pelo negro, evidentemente de una cabellera y de una barba, pues la textura es distinta. Aparte de eso, no había ningún rastro de los hombres que habían vivido allí.
Los vecinos mencionaron una furgoneta cerrada, pero nadie recordaba la matrícula. Al final, la descubrieron abandonada en una carretera, y se supo que había sido robada, pero era demasiado tarde para que resultase útil.
El sastre y el barbero fueron más locuaces. No tuvieron problemas para hablar, pero solo pudieron describir a los cinco hombres de la casa. Jatab ya estaba identificado. Describieron a Suleiman y este fue identificado por las fotos del archivo policial, ya que figuraba en una lista de sospechosos locales. También describieron a los dos subalternos, pero nadie supo reconocerlos.
Fue en el quinto hombre en quien Dave Forest, con su perfecto árabe, se concentró. El jefe de la delegación de la oficina del SIS asistió al interrogatorio. Los dos árabes del Golfo que habían hecho de sastre y de barbero procedían de Achman y eran simples conocedores de su oficio.
Nadie en aquella sala sabía nada de ningún afgano; se limitaron a transcribir una descripción completa y se la pasaron a Londres. Nadie sabía nada de ningún pasaporte, porque Suleiman se había encargado de todo él mismo. Nadie sabía por qué en Londres se estaban poniendo tan histéricos por un hombre corpulento de pelo negro y greñudo y larga barba. Lo único que podían transmitir era que ahora iba pulcramente afeitado y, con toda probabilidad, vestido con un traje oscuro de mohair.
Sin embargo, fue el último fragmento del relato del barbero y el sastre el que hizo las delicias de Steve Hill, Marek Gumienny y el equipo de Edzell.
Los árabes del Golfo habían tratado a su hombre como si fuese un huésped muy honorable. Era evidente que lo habían preparado para salir a escena: no era un cadáver en un suelo enlosado del golfo Pérsico.
En Edzell, Michael McDonald y Gordon Phillips compartieron el mismo alborozo, pero también un enigma. Sabían que su agente había superado todas las pruebas y había sido aceptado como un verdadero yihadí. Tras varías semanas de honda preocupación, habían recibido su segunda «señal de vida».
Sin embargo, ¿había descubierto su agente algo, lo que fuese, sobre el Proyecto Raya Venenosa, el objetivo de toda aquella trama? ¿Adonde había ido? ¿Tenía alguna forma de ponerse en contacto con ellos?
Aunque hubiesen podido hablar con su agente, no podría haberlos ayudado: aún no sabía nada.
Como tampoco sabía nadie que el Countess of Richmond estaba descargando sus Jaguar en Singapur.