11

Con el viento soplando con fuerza por el sur, el Rasha largó velas, apagó motores y el rugido procedente de la parte inferior se vio reemplazado por los sosegados sonidos del mar: el envite del agua bajo la proa, el suspiro del viento entre las velas y el crujido del aparejo de poleas.

El dhow, seguido desde el aire por el invisible Predator a seis kilómetros, avanzó por la costa del sur de Irán y se adentró en el golfo de Omán. Una vez allí, viró a estribor, orientó la veía cuando el viento sopló a popa y se dirigió al angosto paso entre Irán y Arabia llamado estrecho de Ormuz.

A través de ese angosto brazo de mar, donde la punta de la península de Musandam, en Omán, solo se halla a doce kilómetros de la costa persa, desfilaba un tráfico constante de imponentes petroleros, algunos muy hundidos en el agua, llenos de crudo para un Occidente ávido de energía, y otros más ligeros que se dirigían hacia el Golfo para llenar sus tanques con petróleo saudí o kuwaití.

Las naves más pequeñas como el dhow permanecían más cerca de la costa a fin de permitir que los gigantes gozasen de plena libertad para atravesar el profundo canal. Si algo se interpone en su camino, los superpetroleros, sencillamente, no pueden parar.

Al navegar sin prisas, el Rasha pasó una noche cabeceando entre las islas al este de la base naval de Omani, en Kumzar. Sentado en el elevado castillo de popa, en aquella noche suave y cálida, claramente visible aún en la pantalla de plasma de una base aérea escocesa, Martin vio dos lanchas motoras iluminadas por la luz de la luna y oyó el rugido de sus potentes fuerabordas mientras se alejaban a toda velocidad de las aguas de Omani para realizar la travesía al sur de Irán.

Aquellos eran los contrabandistas de los que tanto había oído hablar; no rendían cuentas a ningún país y sus operadores dirigían el negocio del contrabando. En alguna playa desierta de Irán o Baluchistán, se reunirían al amanecer con los receptores de la mercancía, descargarían su alijo de cigarrillos baratos y subirían a bordo, por asombroso que parezca, cabras de angora, tan valiosas en Omán. Con la mar en calma, sus lanchas de aluminio y perfil estilizado, con la carga amarrada en medio y la tripulación aferrada con fuerza a la cubierta para que su vida peligre lo menos posible, alcanzaban los cincuenta nudos de velocidad gracias a sus dos potentes fuerabordas de 250 caballos de vapor. Es prácticamente imposible darles caza, conocen todas y cada una de las calas y las ensenadas de la costa, y están acostumbrados a navegar sin luces y en absoluta oscuridad cruzándose unas con otras en el camino para encontrar refugio en el otro lado.

Faisal bin Selim esbozó una sonrisa de comprensión. Él también era un contrabandista, pero bastante más digno que aquellos bandoleros del Golfo a quienes oía a lo lejos.

—Y cuando te haya llevado a Arabia, amigo mío, ¿qué vas a hacer? —preguntó con calma. El marinero de Omán estaba en el pique de proa, con el sedal arrojado al otro lado, tratando de pescar una buena pieza para el desayuno. Se había reunido con los otros dos para las oraciones vespertinas, y ahora era el momento de la plácida conversación.

—No lo sé —admitió el Afgano—. Solo sé que soy hombre muerto en mi propio país; Pakistán no es una opción para mí, pues son los lacayos de los yanquis. Espero encontrar a otros verdaderos creyentes y pedirles que me dejen combatir a su lado.

—¿Combatir? Pero si no hay ninguna contienda en los Emiratos Árabes Unidos. Ellos también son aliados de Occidente. En Arabia Saudí te encontrarán inmediatamente y te enviarán de vuelta. Así que…

El Afgano se encogió de hombros.

—Solo pido poder servir a Alá. Ya he vivido mi vida, dejaré mi destino en Sus manos.

—Y dices que estás preparado para morir por Él —dijo el veterano hombre de Qatar.

Mike Martin recordó su infancia y sus años en el colegio privado de Bagdad. La mayoría de los alumnos eran chicos iraquíes, pero eran hijos de la flor y nata de la sociedad y sus padres veían con buenos ojos que supiesen hablar perfectamente en inglés y que llegasen a dirigir grandes empresas con sede en Londres y Nueva York. El programa de estudios era en inglés, y eso incluía el estudio de la poesía inglesa tradicional.

Martin siempre había tenido un poema favorito, la historia de cómo Horacio de Roma defendió el último puente ante el ejército invasor de la Casa de Tarquino mientras los romanos destrozaban el puente a su paso. Sus compañeros y él solían recitar siempre el mismo verso:

A cada hombre sobre la Tierra,

le llega la muerte tarde o temprano.

Y qué mejor manera de morir quisiera

que arrostrando peligros terribles,

por las cenizas de sus antepasados

y los templos de sus Dioses.

—Si puedo morir shahid, al servicio de Su yihad, por supuesto —replicó.

El capitán del dhow se quedó pensativo un momento y cambió de tema.

—Llevas ropas afganas —dijo—. Te descubrirán enseguida; espera.

Bajó y regresó con una dishdasb recién lavada, la bata blanca de algodón que cae de los hombros a los tobillos en línea recta.

—Cámbiate —le ordenó—. Tira el shalwar kamiz y el turbante talibán.

Cuando Martin se hubo cambiado de ropa, Bin Selim le dio un nuevo tocado, la kefía moteada de rojo de un árabe del Golfo y el aro de cordón negro para sujetarla en su sitio.

—Así está mejor —dijo el hombre cuando su huésped hubo completado la transformación—. Pasarás por un árabe del Golfo, excepto cuando hables. Sin embargo, hay una colonia de afganos en la zona de Yidda. Llevan varias generaciones en Arabia Saudí y hablan como tú, di que eres de allí y los desconocidos te creerán. Ahora, vayámonos a dormir. Nos levantaremos al alba para el último día de travesía.

El Predator los vio levar anclas y abandonar las islas; se deslizaron con suavidad alrededor de la punta de al-Ghanam y viraron en dirección sudoeste por la costa de los Emiratos Árabes Unidos.

La federación de los EAU consta de siete emiratos, pero solo los nombres de los mayores y los más ricos, Dubai, Abu Dabi y Sharyah, resultan familiares. Los otros cuatro son mucho más pequeños, mucho más pobres y casi anónimos. Dos de ellos, Ach-man y Um al-Qaiwain, son limítrofes de Dubai, cuya riqueza petrolífera lo ha convertido en el más próspero de los siete.

Fuyairah está situado al otro extremo del territorio peninsular, orientado al este hacia el golfo de Omán. El séptimo es Ras al-Jaima.

Se halla en la misma costa que Dubai pero más arriba, hacia el estrecho de Ormuz. Es inmensamente pobre y muy tradicional, por lo que ha aceptado con entusiasmo todos los regalos que le ha hecho Arabia Saudí, entre los que se incluyen mezquitas y escuelas que han requerido una gran financiación… aunque todas ellas imparten el wahabismo. Ras al-Jaima es la cuna del fundamentalismo y de los simpatizantes de al-Qaida y el yihad. Sería el primer emirato que avistasen desde la portilla del dbow, que proseguía su avance lentamente, y eso ocurrió al atardecer.

—No tienes papeles —le dijo el capitán a su huésped—, y yo no puedo proporcionártelos. Pero no importa, eso siempre ha sido una impertinencia occidental. Es más importante el dinero.

Llévate esto.

Dejó un fajo de dirhams de los EAU en la mano de Martin. Navegaban bajo la luz menguante junto a la ciudad, a una milla de distancia en la costa. Se empezaban a encender las primeras luces en los edificios.

—Te dejaré en tierra un poco más abajo —dijo Bin Selim—. Encontrarás la carretera de la costa y la seguirás a pie. Conozco una pequeña pensión en el barrio antiguo. Es barata, limpia y discreta. Hospédate allí y no salgas. Estarás seguro; tengo allí muchos amigos que pueden ayudarte.

Ya había anochecido cuando Martin vio las luces del hotel y el Rasba se aproximó a la costa. Bin Selim la conocía muy bien: el reconvertido Hamra Fort tenía un club de veraneo para sus huéspedes extranjeros, y el club tenía un embarcadero. Por la noche quedaría desierto.

—Está desembarcando —anunció una voz en el centro de operaciones de la base aérea de Edzell. A pesar de la oscuridad, el dispositivo de imágenes de emisión térmica del Predator a seis mil metros vio cómo la ágil figura saltaba del dhow al embarcadero, y al barco dar marcha atrás con el motor para alejarse de nuevo mar adentro.

—No te preocupes por el barco y sigue a la figura en movimiento —dijo Gordon Phillips, con el cuerpo inclinado por encima del hombro del operador del tablero de instrumentos. Las instrucciones llegaron hasta Thumrait y el Predator recibió órdenes de seguir la imagen de emisión térmica de un hombre que avanzaba por la carretera de la costa en dirección a Ras al-Jaima.

Era un ascenso a pie de ocho kilómetros, pero Martin llegó al barrio antiguo hacia la medianoche. Tuvo que preguntar un par de veces para que le indicaran cómo llegar a la pensión. Estaba a quinientos metros de la casa familiar de al-Shehi, el lugar donde nació Marwan al-Shehi, piloto del avión que se estrelló contra la torre sur del World Trade Center el 11-S. Todavía era un héroe local.

El dueño se mostró hosco y receloso hasta que Martin mencionó a Faisal bin Selim. Eso y un fajo de dirhams relajaron el ambiente. Lo hizo pasar y lo condujo a una habitación individual. Por lo visto, solo había otros dos huéspedes alojados, que ya se habían retirado a sus habitaciones.

Con actitud decidida, el hostelero invitó a Martin a tomar el té con él antes de acostarse. Mientras bebían, Martin tuvo que explicar que era de Yidda, pero de origen pastún.

Con sus rasgos oscuros, la barba larga y negra y las repetidas referencias a Alá del auténtico devoto, Martin convenció a su interlocutor de que era un verdadero creyente. Se despidieron deseándose mutuamente buenas noches.

El capitán del dbow siguió navegando la noche entera. Su destino era el puerto conocido como la Ensenada, en el corazón de Dubai. De ser en otros tiempos precisamente eso, una ensenada fangosa con olor a pescado muerto en el que los hombres remendaban sus redes a pleno sol, ha pasado a convertirse en el último reducto «pintoresco» de la bulliciosa ciudad, frente al zoco del oro, bajo los ventanales de los hoteles-rascacielos occidentales. Allí, los dhows mercantes atracan alineados unos junto a otros, y los turistas acuden para contemplar el último vestigio de «la vieja Arabia».

Bin Selim paró un taxi e indicó al conductor que lo llevara cinco kilómetros hacia el norte por la costa hasta el sultanato de Achman, el más pequeño y el segundo más pobre de los siete. Una vez allí, bajó del taxi, se metió en un zoco cubierto plagado de laberínticos callejones y ruidosos tenderetes y despistó a cualquier posible perseguidor, si es que alguien lo perseguía.

Sin embargo, nadie lo seguía. El Predator estaba concentrado en una pensión en pleno corazón de Ras al-Jaima. El capitán del dbow salió del zoco, entró en una pequeña mezquita y solicitó ver al imam. Un chico salió disparado a través de la ciudad y regresó con un joven que en realidad era alumno de la escuela politécnica local. También se había graduado en el campo de entrenamiento de Darunta, que estaba dirigido y era propiedad de al-Qaida, en las afueras de Jalalabad hasta 2001.

El hombre mayor susurró algo al oído del joven, quien asintió con la cabeza y le dio las gracias. A continuación, el capitán del dhow volvió sobre sus pasos a través del zoco cubierto, salió de él, paró otro taxi y regresó a su barco atracado en la Ensenada. Había hecho todo cuanto estaba en sus manos; ahora dependía de los hombres más jóvenes. Inshallah.

Esa misma mañana, aunque más tarde a causa de la diferencia horaria, el Countess of Richmond salió del estuario del Mersey y se adentró en aguas del mar de Irlanda. El capitán McKendrick iba al timón y dirigió su mercante hacia el sur. Al cabo de un tiempo, dejando Gales a la izquierda, saldría del mar de Irlanda y doblaría el cabo Lizard para adentrarse en el canal de la Mancha y dirigirse al Atlántico. A continuación seguiría rumbo hacia el sur pasando por Portugal, cruzaría el Mediterráneo hacia el canal de Suez y de ahí al océano Índico.

Bajo la cubierta, mientras las frías aguas de marzo trepaban por la proa del Countess, descansaba un cargamento de sedanes Jaguar cuidadosamente guardados y protegidos, con destino a los salones de exposiciones de Singapur.

Pasaron cuatro días antes de que el afgano que se refugiaba en Ras al-Jaima recibiese a sus visitantes. Obedeciendo sus instrucciones, no había salido a la calle, pero sí había tomado el aire en el patio interior de la parte trasera de la casa, protegido de la vista de los transeúntes por puertas dobles de trece metros de altura. Desde esas mismas puertas, iban y venían vanas furgonetas de reparto.

Mientras estaba en el patio, lo veían desde el Predator, y sus controladores de Escocia tomaron nota del cambio de indumentaria.

Cuando llegaron sus visitantes, no lo hicieron para entregar comida, bebidas ni ropa blanca, sino para efectuar una recogida. Aparcaron la furgoneta cerca de la puerta trasera del edificio. El conductor permaneció al volante, mientras que los otros tres hombres entraron en la casa.

Los huéspedes estaban todos fuera, trabajando, y el hostelero, según lo acordado, había salido a comprar. El trío tenía sus instrucciones: se acercó con rapidez a la puerta adecuada y entró sin llamar. La figura sentada, que estaba leyendo su ejemplar del Corán, se levantó y se encontró con una pistola apuntándole a la cara en manos de un hombre entrenado en Afganistán. Los tres iban encapuchados.

Fueron silenciosos y eficientes. Martin conocía lo bastante bien el mundo de los combatientes como para reconocer que sus visitantes sabían lo que hacían. La capucha le tapó la cabeza y le cayó hasta los hombros, las manos se juntaron a la espalda y los brazaletes de plástico se cerraron. A continuación echó a andar, o lo obligaron a echar a andar por la puerta, a avanzar por el pasillo enlosado y a subir a la parte trasera de una furgoneta. Se tumbó de costado, oyó el portazo y notó cómo el vehículo pasaba traqueteando por la puerta y salía a la calle.

El Predator la vio, pero los controladores creyeron que solo se trataba de otra furgoneta de la lavandería. Al cabo de unos minutos, la furgoneta se esfumó. La moderna tecnología del espionaje puede obrar muchos milagros, pero todavía se puede engañar a los controladores y a las máquinas. El escuadrón de secuestradores no tenía ni idea de que había un Predator sobrevolando sus cabezas, pero el hecho de escoger astutamente la franja de media mañana para el secuestro en lugar de la medianoche despistó a los observadores de Edzell.

Tardaron más de tres días en darse cuenta de que su hombre ya no aparecía a diario en el patío para dar «señales de vida». En resumidas cuentas: había desaparecido. Estaban vigilando una casa vacía, y no tenían ni idea de cuál de las furgonetas se lo había llevado.

En realidad, la furgoneta no había ido demasiado lejos. En el interior, tras el puerto y la ciudad de Ras al-Jaima se extiende un desierto salvaje y peñascoso que se eleva hasta las montañas de Rus al-Jibal. No es un lugar apto para la supervivencia más que de las cabras y los lagartos.

Ante la posibilidad de que el hombre que acababan de secuestrar estuviese sometido a vigilancia, lo supiese este o no, los secuestradores no pensaban correr ningún riesgo. Varios senderos subían por las colinas, y tomaron uno de ellos. En la parte de atrás, Martin percibió cómo el vehículo abandonaba el camino asfaltado y empezaba a dar sacudidas en la ascensión por la pista de tierra.

Si los hubiese seguido algún vehículo, este no habría podido evitar ser detectado. Aun permaneciendo oculto, la columna de polvo del desierto elevándose en el aire lo habría delatado. Un helicóptero de vigilancia habría sido aún más evidente.

La furgoneta se detuvo a ocho kilómetros del sendero, entre las colinas. El cabecilla del grupo, el que llevaba la pistola, sacó unos potentes prismáticos y rastreó el valle y la costa, volviendo sobre sus pasos hasta el barrio antiguo de la ciudad, de donde venían. No los seguía nada ni nadie.

Una vez satisfecho, hizo dar media vuelta a la furgoneta, que volvió a bajar por las colinas. Su verdadero destino era una casa dentro de un complejo vallado en las afueras de la ciudad. Después de que se cerraron de nuevo las verjas del complejo, la furgoneta atravesó marcha atrás una puerta abierta y Martin se vio obligado a bajar y a avanzar por otro pasillo de baldosas.

Le soltaron las ataduras de plástico de las muñecas y sintió cómo un grillete metálico y frío se le cerraba alrededor de la izquierda. Luego vendría una cadena, lo sabía, y un cerrojo en la pared que no podría abrirse. Cuando le quitaron la capucha, eran sus captores quienes iban encapuchados. Se marcharon caminando de espaldas y la puerta se cerró con gran estruendo. Oyó cómo los cerrojos encajaban en su sitio.

La celda no era una celda en sentido estricto, sino la habitación de una planta baja que había sido reformada y fortificada. La ventana estaba tapiada y, aunque Martin no podía verlo, el trampantojo de una ventana adornaba el exterior con el fin de burlar incluso a quienes estuviesen vigilando con prismáticos desde el otro lado del muro del complejo.

Comparado con su experiencia de varios años en el programa de «resistencia a los interrogatorios» de los SAS, el lugar era incluso cómodo. Solo había una bombilla en el techo, protegida por un armazón de alambre para repeler el lanzamiento de objetos. La luz era tenue pero suficiente.

Había un catre y la extensión de su cadena tenía la distancia justa para permitirle tumbarse en él a dormir. La habitación también tenía una silla hasta la que podía llegar y un váter químico. Todo estaba a su alcance, pero en distintas direcciones.

Sin embargo, tenía la muñeca izquierda rodeada por un grillete de acero inoxidable unido a una cadena, sujeta a un soporte en la pared. No podía ni plantearse llegar hasta la puerta por la que entrarían sus interrogadores, en el mejor de los casos, con comida y agua; además, una mirilla en la puerta significaba que podrían vigilar sus movimientos siempre que quisieran, sin que él pudiera oírlos o verlos.

En el castillo Forbes había habido largas y apasionadas discusiones acerca de una sola cuestión: ¿debía llevar algún tipo de localizador consigo?

Ahora hay transmisores localizadores tan diminutos que se pueden inyectar bajo la piel sin cortar la epidermis. Son del tamaño de cabezas de alfiler, y calentados por el torrente sanguíneo, no necesitan ninguna fuente de alimentación. Sin embargo, su alcance es limitado. Peor aún, existen detectores ultrasensibles que pueden descubrirlos.

—Esa gente no es en absoluto estúpida —había insistido Phillips. Su colega de la Sección de Lucha contra el Terrorismo de la CIA estaba de acuerdo.

—Entre los más preparados —informó McDonald—, su dominio de la alta tecnología y especialmente de la informática es espectacular.

Nadie en Forbes dudaba de que si sometían a Martin a un cacheo corporal en busca de dispositivos tecnológicos y descubrían algo, estaría muerto en cuestión de minutos.

Al final decidieron no colocarle ningún localizador ni ningún emisor de señales. Los raptores vinieron a por él una hora más tarde. Volvían a ir encapuchados.

El cacheo fue prolongado y a conciencia. Primero lo despojaron de la ropa hasta dejarlo desnudo y se la llevaron a otra sala para examinarla.

Ni siquiera utilizaron métodos invasivos de búsqueda anal o en la garganta: un escáner se encargó de todo. Centímetro a centímetro, se lo pasaron por todo el cuerpo para ver si emitía el pitido que indicaría que había descubierto alguna sustancia inorgánica. Solo en la boca emitió esa clase de pitido: se la abrieron completamente y examinaron todos los empastes. Por lo demás, no había nada.

Le devolvieron la ropa y se dispusieron a marcharse.

—Me dejé mi Corán en la pensión —dijo el prisionero—. No tengo reloj ni alfombrilla para rezar, pero sin duda debe de ser la hora de la oración.

El líder lo miró a través de los agujeros de los ojos. No dijo nada, pero al cabo de dos minutos regresó con una alfombrilla y un Corán. Martin le dio las gracias con tono solemne.

Traían agua y comida con regularidad. Cada vez lo obligaban a retroceder unos centímetros a punta de pistola mientras depositaban la bandeja en un lugar accesible para él cuando se hubiesen marchado. Saneaban el lavabo químico del mismo modo.

Pasaron tres días antes de que empezase su interrogatorio; para ello le taparon la cara, para que no mirara por las ventanas, y lo condujeron por dos pasillos. Cuando le quitaron la máscara, se quedó perplejo: el hombre que tenía ante sí, sentado tranquilamente tras una mesa tallada de refectorio, habría podido pasar por un empresario cualquiera entrevistando a un posible candidato; era joven, elegante, civilizado, cortés y llevaba el rostro descubierto. Hablaba en perfecto árabe del Golfo.

—No le veo la utilidad a las capuchas —dijo—, ni a los nombres estúpidos. Por cierto, el mío es doctor al-Jatab, sin más misterio. Si me convences de que eres quien dices ser, serás bien recibido entre nosotros, en cuyo caso, no nos traicionarás. Si no, me temo que te mataremos en el acto, así que no vale la pena fingir, señor Izmat Jan. ¿De verdad eres aquel a quien llaman el Afgano?

«Les preocuparán sobre todo dos cosas —le había advertido Gordon Phillips durante uno de sus interminables discursos en Forbes—. ¿Eres realmente Izmat Jan y eres el mismo Izmat Jan que combatió en Qala-i Jangi? ¿O cinco años en Guantánamo te han convertido en otra cosa?».

Martin miró al árabe sonriente. Recordó las advertencias de Tamian Godfrey: «No te preocupes por los fanáticos de barbas pobladas que gritan sin cesar; ten cuidado con el que va bien afeitado, el que fuma y bebe y sale con mujeres, el que se hace pasar por uno de nosotros. Completamente occidentalizado, un camaleón humano que disimula todo su odio: ese es el más peligroso de todos, es mortal. Había una palabra… takafir».

—Hay muchos afganos —respondió—. ¿Quién me llama el Afgano?

—Bueno, llevas cinco años incomunicado. Después de lo de Qala-i Jangi, se empezó a correr la voz sobre ti. Tú no sabes nada de mí, pero yo sí sé muchas cosas de ti. Algunos de los nuestros han sido puestos en libertad de Camp Delta. Hablaban maravillas de ti. Aseguran que nunca hablaste, ¿es eso cierto? —Me preguntaron cosas acerca de mí. Eso lo conté.

—Pero nunca denunciaste a otros. Y jamás mencionaste nombre alguno. Eso es lo que los otros dicen de ti.

—Aniquilaron a mi familia. La mayor parte de mí murió entonces. ¿Cómo se castiga a un hombre muerto?

—Buena respuesta, amigo mío. Bien, hablemos de Guantánamo. Háblame de tu «estancia» allí.

A Martin le habían repetido durante horas todo cuanto le había pasado en la bahía cubana. La llegada el 14 de enero de 2002, hambriento, sediento, sucio de orines, con los ojos vendados y maniatado con tanta fuerza que tuvo las manos entumecidas durante varias semanas. Le afeitaron la barba y la cabeza, lo vistieron con un mono de color naranja, tropezaba y se caía a causa de la oscuridad de la capucha…

El doctor Jatab tomaba nota de todo, escribiendo en un bloc de papel amarillo y con una pluma anticuada. Cuando llegaban a una parte de la que conocía todas las respuestas, se detenía y miraba a su prisionero con sonrisa afable.

A última hora de la tarde, le mostró una fotografía.

—¿Conoces a este hombre? —le preguntó—. ¿Lo has visto alguna vez?

Martin negó con la cabeza. El rostro de la fotografía era el del general Geoffrey D. Miller, sucesor como comandante del campo del general Rick Baccus. Este último estaba presente en los interrogatorios, pero el general Miller los dejaba en manos de los equipos de la CIA.

—Muy bien —dijo Jatab—, él sí te vio a ti, según el testimonio de uno de nuestros amigos liberados, pero tú siempre ibas encapuchado como castigo por tu negativa a cooperar. ¿Y cuándo empezaron a mejorar las condiciones?

Estuvieron hablando hasta el anochecer, y a continuación el árabe se puso en pie.

—Tengo muchas cosas que verificar —explicó—. Si estás diciendo la verdad, seguiremos dentro de unos días. Si no, me temo que tendré que darle a Suleiman las instrucciones pertinentes.

Martin volvió a su celda. El doctor Jatab dio unas rápidas órdenes al equipo de vigilancia y se fue. Se puso al volante de un discreto coche de alquiler y regresó al hotel Hilton en la ciudad de Ras al-Jaima, que dominaba majestuosamente el puerto de aguas profundas de al-Saqr. Pasó allí la noche y se marchó al día siguiente. Para entonces llevaba un elegante traje de verano de color crema. Cuando facturó su equipaje con British Airways en el aeropuerto internacional de Dubai, su inglés era impecable.

Aparentemente, Ali Aziz al-Jatab había nacido en Kuwait, hijo del directivo de un banco. Según los cánones del Golfo, eso significaba que había tenido una educación en toda regla y privilegiada. En 1989 habían destinado a su padre a Londres como subdirector del Banco de Kuwait. Se había llevado a su familia consigo, ahorrándoles de ese modo que tuvieran que ser testigos de la invasión de su país por Sadam Husein en 1990.

Ali Aziz, que ya hablaba inglés con fluidez, se matriculó en una escuela británica a los quince años y se graduó tres años más tarde con un inglés sin acento extranjero y con calificaciones excelentes. Cuando su familia volvió a casa, él decidió quedarse en Inglaterra para estudiar en el Loughborough Technical College. Al cabo de cuatro años, salió con un título de ingeniería química en el bolsillo y siguió haciendo el doctorado.

No fue en el golfo Pérsico sino en Londres donde empezó a acudir a la mezquita dirigida por un clérigo activista lleno de odio hacia Occidente; allí se convirtió en lo que los medios de comunicación daban en llamar «radical». A decir verdad, a los veintiún años le habían lavado el cerebro por completo y se había convertido en un fanático defensor de al-Qaida.

Un «cazatalentos» le dijo que tal vez le gustaría visitar Pakistán; él aceptó y fue, a través del paso de Jyber, a pasar seis meses en un campo de entrenamiento de al-Qaida. Ya lo habían clasificado como «durmiente»; debía tratar de pasar inadvertido en Inglaterra y no llamar nunca la atención de las autoridades.

De vuelta en Londres, hizo lo que hacen todos: informó a su embajada de que había perdido el pasaporte y le habían expedido uno nuevo donde no constaba el sello de entrada en Pakistán. Para cualquiera que mostrase algún interés en saberlo, solo había ido a visitar a su familia y amigos en el Golfo y ni siquiera se había acercado a Pakistán, y por tanto, mucho menos a Afganistán. Obtuvo un puesto de profesor en la Universidad de Aston, Birmingham, en 1999. Dos años más tarde, las fuerzas angloamericanas invadieron Afganistán.

Transcurrieron varias semanas de incertidumbre por si había quedado algún rastro de su visita a los campos de entrenamiento, pero en su caso, el jefe de personal de al-Qaida, Abu Zubaydah, había hecho bien su trabajo: no quedaba ningún indicio de que algún Jatab hubiese estado allí alguna vez, por lo que siguió pasando inadvertido y ascendió hasta convertirse en el jefe de al-Qaida en el Reino Unido.

Mientras despegaba el avión con destino a Londres del doctor Jatab, el Java Star soltaba amarras de su atracadero en el sultanato de Brunei en la costa del norte de Borneo, en Indonesia, y se dirigía a mar abierto.

Su destino era el puerto de Fremantle, en el oeste de Australia, y su capitán noruego, Knut Herrmann, no se imaginaba que aquel viaje fuese a ser distinto de lo habitual, lo que significaba rutina y ninguna novedad.

Sabía que en aquellas latitudes se encontraba en las aguas más peligrosas del mundo, pero no por los bajíos, las corrientes de resaca, las rocas, las tempestades, los arrecifes o los tsunamis: el peligro eran los abordajes de los piratas.

Todos los años, entre los estrechos de Malaca al oeste y el mar de Célebes al este, se producen más de quinientos asaltos de piratas sobre buques mercantes y hasta cien secuestros. Algunas veces, se devuelve la tripulación a los propietarios de los barcos previo pago de un rescate; en otras ocasiones, los matan y nunca más se vuelve a saber de ellos; en esos casos se roba la carga y se vende en el mercado negro.

Si el capitán Herrmann navegaba con sensación de tranquilidad por la ruta habitual hasta Fremantle, era porque estaba convencido de que su carga era inútil para los piratas del mar. Pero en aquella ocasión se equivocaba.

El primer tramo de su ruta conducía hacia el norte, lejos de su destino final. Tardó seis horas en pasar por la ciudad en ruinas de Kudat y en doblar el extremo norte de Sabah y la isla de Borneo. No sería hasta entonces cuando podría virar al este hacia el archipiélago de Sulú.

Tenía intención de navegar por las islas de junglas y coral tomando el estrecho que había entre las islas de Tawitawi y Joló. Al sur de las islas, el camino estaba despejado hasta el mar de Célebes en dirección sur y hasta Australia al final.

Alguien había estado vigilando su partida de Brunei, y ese alguien había hecho una llamada telefónica. Aunque la hubiesen interceptado, la llamada solo hacía referencia a la recuperación de un tío enfermo que saldría del hospital al cabo de doce días. Eso significaba que quedaban doce horas hasta interceptar.

La llamada se recibió en una ensenada de la isla de Jólo, y el hombre que contestó al teléfono habría sido reconocido como el señor Alex Siebart de Crutched Friars, City de Londres. Era el señor Lampong, que había dejado de fingir que era un hombre de negocios de Sumatra.

Los doce hombres a los que dirigía en la aterciopelada noche tropical eran asesinos, pero estaban muy bien pagados y serían obedientes. Dejando aparte la vertiente criminal, también eran extremistas musulmanes. El movimiento de Abu Sayyaf del sur de Filipinas, cuya última península solo dista escasas millas de Indonesia en el mar de Sulú, no solo tiene fama por reclutar a extremistas radicales, sino también porque son sicarios a sueldo. La oferta del señor Lampong les permitía cumplir ambas funciones. Las dos lanchas que ocupaban zarparon al amanecer, tomaron posiciones entre las dos islas y esperaron. Una hora después, el Java Star aparecía ante ellos para pasar del mar de Sulú al de Célebes. El abordaje sería tarea sencilla y los gángsteres tenían mucha experiencia.

El capitán Herrmann había llevado el timón durante toda la noche y, cuando al amanecer dirigió su buque hacia el Pacífico, a su izquierda, se lo cedió a su segundo de a bordo indonesio y se fue abajo. Su tripulación de diez indios también estaba en sus catres en el castillo de proa.

Lo primero que vio el oficial indonesio fue un par de lanchas motoras avanzando por la popa, una a cada lado. Unos hombres de tez oscura, descalzos y ágiles saltaron sin dificultad de las lanchas a la cubierta y corrieron hacia la superestructura y el puente donde estaba él. Tuvo el tiempo justo de pulsar el botón de emergencia del camarote de su capitán cuando los hombres irrumpieron por la puerta desde el puente superior. A continuación, le pusieron un cuchillo en el cuello y se oyó una voz gritar: «Capitán, capitán…».

No había necesidad. Un cansado Knut Herrmann avanzaba por la superestructura para ver qué ocurría. Él y el señor Lampong llegaron al puente al mismo tiempo. Lampong enarbolaba una Uzi pequeña. El noruego sabía que era absurdo tratar de resistirse. El rescate tendría que ser negociado entre los piratas y la sede de la empresa naviera que lo había contratado en Fremantle.

—Capitán Herrmann…

Aquel cabrón sabía su nombre. El asalto había sido planeado.

—¿Tiene la bondad de preguntarle a su segundo de a bordo si, por cualquier motivo, ha realizado alguna transmisión de radio en los últimos cinco minutos?

No había necesidad de que el capitán se lo preguntara, pues Lampong hablaba en inglés. Para el noruego y el oficial indonesio era su lengua de comunicación. El primer oficial respondió a gritos que él no había tocado el botón de la transmisión de radio.

—Excelente —dijo Lampong, y dio una retahila de órdenes en el dialecto local.

El primer oficial lo entendió todo y abrió la boca para gritar. El noruego no entendió una sola palabra, pero lo comprendió todo cuando el pirata que tenía inmovilizado a su segundo de a bordo tiró de la cabeza del marinero hacia atrás y le rebanó el cuello de un solo tajo. El primer oficial trató de zafarse, dio una patada, cayó al suelo y, entre estertores, murió. El capitán Herrmann no se había mareado en sus cuarenta años de lobo de mar, pero se apoyó en el timón y vació el contenido de su estómago.

—Vaya, ahora hay que limpiar dos charcos de porquería —comentó Lampong—. Y ahora, capitán, en cada ocasión que se niegue a obedecer mis órdenes, eso mismo le ocurrirá a cada uno de sus hombres, ¿ha quedado claro?

El noruego fue conducido al minúsculo cuarto de la radio detrás del puente, donde seleccionó la frecuencia dieciséis, el canal de socorro internacional. Lampong extrajo una hoja escrita.

—No lea estas líneas en tono tranquilo, capitán. Cuando pulse «transmitir» y le haga la señal, gritará este mensaje con voz de pánico, o sus hombres morirán uno a uno. ¿Está listo?

El capitán Herrmann asintió. Ni siquiera tendría que actuar para fingir pánico.

Mayday, Mayday, Mayday. Java Star, Java Star… incendio catastrófico en sala de máquinas… No puedo salvar el barco… mi posición…

Sabía que la posición era errónea en el mismo momento en que la leyó en voz alta. Estaba cien millas más al sur en el mar de Cébeles, pero no pensaba discutir. Lampong cortó la transmisión. Llevó al noruego de vuelta al puente de mando a punta de pistola.

Habían puesto a dos de sus tripulantes a trabajar fregando con ahínco la sangre y el vómito del suelo del puente. Vio a los otros ocho hombres reunidos en grupo y aterrorizados sobre las cubiertas de las escotillas, vigilados por seis piratas.

Dos secuestradores más permanecían en el puente, mientras que los otros cuatro estaban arrojando botes salvavidas, flotadores y un par de chaquetas inflables a una de las lanchas. Era la lancha con los tanques de combustible adicionales a bordo.

Cuando estuvieron listos, la lancha se apartó del Java Star y puso rumbo hacia el sur. En aguas tropicales en calma y a una velocidad de quince nudos, llegarían a cien millas al sur en siete horas y estarían de vuelta en sus calas piratas diez horas después.

—Un nuevo rumbo, capitán —dijo Lampong cortésmente. Su tono era cordial, pero el odio implacable de su mirada desmentía cualquier atisbo de humanidad para con el noruego.

El nuevo rumbo era de vuelta hacia el nordeste, fuera del grupúsculo de islas que componían el archipiélago de Sulú, y al otro lado de la línea divisoria con aguas filipinas.

La provincia meridional de la isla de Mindanao es Zamboanga, y partes de ella son áreas donde las fuerzas gubernamentales filipinas no se adentran. Es el territorio de Abu Sayyaf: allí podían reclutar, entrenar y traer su botín a sus anchas. El Java Star sin duda era un botín, aunque invendible. Lampong habló en la jerga local con los cabecillas piratas. El hombre señaló hacia delante a la entrada de una estrecha ensenada flanqueada por una jungla impenetrable.

Lo que les preguntó fue: «¿Pueden vuestros hombres manejar el barco a partir de ahí?». El pirata asintió. Lampong dio sus órdenes al grupo que rodeaba a la tripulación nativa del Java Star, en la proa. Sin ni siquiera responder, empujaron a los marineros hacia la borda y abrieron fuego contra ellos. Los hombres gritaron y cayeron a las aguas cálidas del mar. En algún lugar de las profundidades marinas, el olor de la sangre atrajo a un tiburón. El capitán Herrmann se sorprendió tanto que habría necesitado dos o tres segundos para reaccionar, pero no dispuso de ellos: la bala de Lampong se le alojó en el pecho y él también se tambaleó hacia atrás y cayó al mar desde el puente superior. Media hora más tarde, arrastrado por dos remolcadores robados semanas atrás y no sin grandes esfuerzos, el Java Star se encontraba en su nuevo atracadero junto a un robusto embarcadero de madera de teca.

La selva lo protegía por los laterales y desde arriba. Ocultos permanecían también los dos talleres largos, bajos y de techo de hojalata que albergaban las planchas de acero, los cortadores, las soldadoras, el generador de electricidad y la pintura.

Una docena de embarcaciones habían oído el último grito desesperado de auxilio del Java Star en el canal dieciséis, pero la más cercana a la posición transmitida por radio era un barco frigorífico con fruta fresca y perecedera para el mercado estadounidense, al otro lado del Pacífico. Estaba gobernado por un capitán finlandés que se desvió de inmediato hacia la posición. Una vez allí, encontró los botes salvavidas cabeceantes, unas pequeñas tiendas de campaña hinchables en el océano que se habían abierto e inflado automáticamente, como estaba planeado. Dio una vuelta y vio los salvavidas y dos chaquetas inflables: en todas decía lo mismo: MV Java Star. Obedeciendo las leyes de salvamento marítimo, que respetaba, el capitán Raikkonen paró motores y ordenó bajar un bote para mirar en el interior de las balsas. Estaban vacías, por lo que ordenó que las hundiesen. Había perdido varias horas y ya no podía quedarse más tiempo. No tenía sentido.

Con gran congoja, comunicó por radio que el Java Star había naufragado con toda su tripulación. A muchos kilómetros de allí, en Londres, la aseguradora Lloyds International se hizo eco de la noticia y en Ipswich, Reino Unido, la Lloyds Shipping List registró la pérdida. El Java Star había dejado de existir, simplemente.