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Fue un vuelo largo y tedioso. El avión no estaba dotado del dispositivo que permite el reabastecimiento de combustible en vuelo, pues era demasiado costoso. Ese Hércules era solo una nave prisión que, haciendo a modo de favor lo que tenía que haber hecho el gobierno afgano y que la carencia de un avión le había impedido hacer, regresaba de recoger a su hombre en Cuba.

Hicieron escala en las bases estadounidenses de las Azores y de Ramstein, en Alemania, y se desvanecía ya la tarde del día siguiente cuando el C-130 descendió hacia la gran base aérea de Bagram, en el extremo meridional de la inhóspita llanura Shomali.

Se habían llevado a cabo dos cambios de tripulación, pero la patrulla de escolta seguía siendo la misma y se había dedicado todo el trayecto a leer, jugar a las cartas y echar cabezadas, mientras los cuatro juegos de cuchillas giratorias situados fuera los llevaban hacia el este. El prisionero permanecía encadenado. También durmió cuanto pudo.

El grupo de recepción aguardaba ya mientras el Hércules se dirigía a la pista de estacionamiento que había junto a los inmensos hangares que dominaban la zona estadounidense de la base de Bagram. El comandante que encabezaba el destacamento de escolta se congratuló de ver que los afganos no se arriesgaban. Además del furgón blindado, había allí veinte soldados de las Fuerzas Especiales afganas, lideradas por el general de brigada Yusef.

El comandante descendió por la rampa a grandes zancadas para cumplir los trámites burocráticos antes de efectuar la transferencia de responsabilidades, lo cual le llevó varios segundos. Después asintió en dirección a sus colegas. Estos desencadenaron al afgano de la costilla del fuselaje y lo condujeron, renqueante, hacía el gélido invierno afgano.

Las tropas lo envolvieron, lo arrastraron hasta el furgón y lo arrojaron a su interior. La puerta se cerró de golpe. El comandante estadounidense pensó que por nada querría estar en su piel. Hizo la venia al general de brigada, quien le devolvió el saludo.

—Cuídelo bien, señor —dijo el estadounidense—. Es un hombre muy duro.

—Descuide, comandante —respondió el oficial afgano—. Pasará el resto de sus días en la prisión de Pul-i Charki.

Minutos después, el furgón se alejaba seguido por el camión que transportaba a los soldados de las Fuerzas Especiales. Enfiló la carretera en dirección sur, hacia Kabul. Era ya noche cerrada cuando el furgón y el camión se separaron en lo que más tarde se describiría en los círculos oficiales como un lamentable accidente. El furgón prosiguió en solitario.

Pul-i Charki es un edificio aterrador e inquietante situado al este de Kabul, cerca del desfiladero que remata el extremo oriental de la llanura de la capital afgana. Bajo la ocupación soviética, había sido controlado por la policía secreta del Jad y en él parecían resonar aún los gritos incesantes de los torturados.

Durante la guerra civil, decenas de miles de detenidos no salieron jamás de allí. Las condiciones habían mejorado desde la creación de la nueva República de Afganistán, elegida democráticamente, pero en sus almenas, corredores y mazmorras de piedra parecía resonar aún el eco de los chillidos de sus fantasmas. Afortunadamente, el furgón no llegó a su destino.

Unos quince kilómetros después de perder a su escolta militar, una camioneta surgió de una carretera secundaria y se colocó tras el furgón. Emitió varios destellos de luz, tras lo cual el conductor del furgón se detuvo tras un grupo de árboles raquíticos, en la llana zona que se extendía a ambos lados de la carretera y que ya se había sometido previamente a reconocimiento. Allí se produjo la «fuga».

El prisionero había sido desencadenado en cuanto el furgón hubo franqueado el último control de seguridad, en el perímetro de Bagram. Con el furgón en marcha, se había cambiado de ropa y puesto el shalwar kamiz de lana gris y las botas que le habían proporcionado. Justo antes de ponerse el jersey, se había enrollado alrededor de la cabeza el temido turbante negro de los talibanes.

El general de brigada Yusuf, que había descendido de la cabina del furgón para subir a bordo de la camioneta, tomó el mando. Había cuatro cuerpos en la parte trasera abierta del vehículo.

Todos ellos procedían del depósito de cadáveres. Dos llevaban barba y habían sido ataviados con atuendo talibán. En realidad, eran obreros de la construcción que se encontraban en lo alto de un precario andamiaje cuando este se derrumbó y les arrebató la vida.

Los otros dos provenían de sendos accidentes de tráfico. Las carreteras afganas están tan repletas de baches que la parte más llana para conducir es la franja central. Dado que se considera más bien cobarde detenerse o apartarse porque otro coche se aproxime en dirección contraria, el número de víctimas mortales es imponente. Los dos cuerpos afeitados llevaban el uniforme del Servicio de Prisiones.

Los dos funcionarios serían encontrados con las pistolas desenfundadas, pero muertos; se disparó a los cuerpos de forma indiscriminada. Los talibanes que pretendían tenderles una emboscada quedarían tirados en el arcén, también con balazos de las pistolas de los guardias. Se golpeó con una piqueta y con fiereza la puerta del furgón, y se dejó abierta. Era así como el vehículo sería encontrado en algún momento del día siguiente.

Cuando el escenario estuvo completo, el general de brigada Yusuf se sentó en la parte delantera de la furgoneta, al lado del conductor. El antiguo prisionero subió a la parte trasera, junto con los dos hombres de las Fuerzas Especiales que había llevado consigo. Los tres se taparon el rostro con uno de los extremos del turbante para protegerse del frío.

La furgoneta bordeó la ciudad de Kabul y atajó a campo traviesa hasta encontrarse con la carretera, por la que se dirigieron al sur, a Ghazni y Kandahar. Allí esperaron, como todas las noches, la larga columna de lo que en toda Asia se conoce como los «camiones tintineantes».

Todos ellos parecían haber sido fabricados un siglo atrás. Bramaban y gruñían por todas las carreteras de Oriente Próximo y el Extremo Oriente, y emitían columnas de humo negro asfixiante. Con frecuencia se los ve averiados en los arcenes y a sus conductores preparándose para caminar penosamente un sinfín de kilómetros hasta dar con la pieza que necesitan y comprarla.

Parecen encontrar su camino por pasos de montaña imposibles, por laderas de colinas desnudas, por pistas desmenuzadas. En ocasiones, el esqueleto vacío de alguno de ellos se ve en el desfiladero, a los pies de la carretera. Pero son la savia de un continente, pues transportan una asombrosa cantidad de suministros a todos los asentamientos, incluso al más diminuto y aislado, y a sus habitantes.

Los ingleses los bautizaron como camiones tintineantes hace años por sus adornos. Llevan cuidadosamente pintado hasta el último centímetro de su superficie con escenas religiosas e históricas. Son representaciones del cristianismo, el islam, el hinduísmo, el snismo y el budismo, en ocasiones gloriosamente mezclados. Están decorados y engualdrapados con lazos, espumíllones e incluso campanillas. Por eso tintinean.

La caravana detenida en la carretera de Kabul estaba compuesta por varios centenares de vehículos; sus conductores dormían en las cabinas, aguardando al alba. La camioneta dio media vuelta y se detuvo junto a ellos. Mike Martin saltó de la parte trasera y se acercó a la cabina de uno. La figura encogida en un ovillo tras el volante tenía el rostro cubierto por un shebagh de tela a cuadros.

En el asiento contiguo, el general de brigada Yusuf asintió pero no dijo nada. Fin del camino. Comienzo del viaje, Al volverse, oyó la voz del conductor.

—Buena suerte, jefe.

De nuevo aquella palabra. Solo los miembros del SAS llamaban «jefe» a sus oficiales. Lo que el comandante estadounidense de Bagram no sabía al ceder el puesto no era solo la verdadera identidad de su prisionero, sino también que desde la investidura del presidente Hamid Karzai las Fuerzas Especiales afganas han sido creadas y entrenadas a petición suya por el SAS.

Martin dio media vuelta y echó a andar junto a la hilera de camiones. A su espalda, las luces traseras de la camioneta se desvanecían a medida que se alejaba en dirección a Kabul. Sentado en la parte delantera del vehículo, el sargento del SAS hizo una llamada a Kabul desde un teléfono móvil. Contestó el responsable de la base. El sargento musitó dos palabras y colgó.

El jefe del SIS para todo Afganistán hizo también una llamada por una línea segura. Eran las cuatro de la madrugada en Kabul, las once de la noche en Escocia. Un mensaje electrónico apareció en una de las pantallas. Phillips y McDonald se encontraban ya en la sala, confiando en ver pronto lo que entonces vieron: «La Operación Palanca está en marcha».

En la gélida y maltrecha carretera, Mike Martin se permitió echar un último vistazo atrás. Las luces rojas de la camioneta habían desaparecido. Se volvió y siguió andando. En apenas un centenar de metros, se había convertido en «el Afgano».

Sabía lo que buscaba, pero tuvo que dejar atrás un centenar de camiones hasta que lo encontró. Una matrícula paquistaní, de Karachi. Era poco probable que el conductor de aquel camión fuera pastún, por lo que no percibiría la imperfección de sus palabras y su acento. Posiblemente sería un baluchi de regreso a casa, la provincia paquistaní de Baluchistán.

Era demasiado temprano para que los conductores dieran por concluido su descanso y le pareció poco prudente despertar al conductor del camión elegido; cuando se interrumpe con brusquedad el sueño de un hombre cansado, no se puede esperar que reaccione con gentileza, y Martin necesitaba que aquel individuo se mostrara generoso. Pasó dos horas acurrucado debajo del camión, tintando de frío.

Hacia las seis empezó a oírse movimiento y apareció un despunte rosado en el cielo del este. Alguien encendió una hoguera junto a la carretera y puso un cazo de agua a hervir. En el centro de Asia gran parte de la vida transcurre alrededor de la casa de té, la cahi-jana, que puede improvisarse sencillamente con un fuego, un buen té y un grupo de hombres. Martin se puso en pie, se acercó a la hoguera y se calentó las manos.

El hombre que preparaba el té era pastún pero no dijo una palabra, justo lo que necesitaba Martin. Se había quitado el turbante, lo había desenrollado y lo había guardado en el bolsón que llevaba al hombro. No era aconsejable dar muestras de ser taiibán hasta cerciorarse de la cordialidad de la compañía. Con un puñado de afgam’es compró una taza humeante y sorbió de ella, agradecido. Minutos después, el baluchi bajó de la cabina de su camión con aspecto de no estar aún del todo despierto y se acercó a buscar té.

Amaneció. Algunos de los camiones empezaron a cobrar vida con penachos de humo negro.

—Saludos, hermano.

El baluchi le correspondió, si bien con cierto recelo.

—¿Por casualidad te diriges al sur, a la frontera y Spin Boldak?

Si el hombre se encontraba en el camino de vuelta a Pakistán, la pequeña ciudad fronteriza situada al sur de Kandahar sería el punto por donde cruzaría. Para entonces, Martin sabía ya que habían puesto precio a su cabeza. Tendría que eludir los controles fronterizos a pie.

—Con la ayuda de Alá —contestó el baluchi.

—En tal caso, en nombre del Siempre Misericordioso, ¿dejarías ir contigo a un pobre hombre que solo intenta volver a casa para reunirse con su familia?

El baluchi se quedó pensativo. Su primo solía acompañarlo en los trayectos largos como aquel, hasta Kabul, pero estaba enfermo en Karachi. Había conducido solo en ese viaje y la experiencia había resultado agotadora.

—¿Sabes conducir uno de estos? —preguntó.

—Sí, claro, llevo muchos años haciéndolo.

Pusieron rumbo al sur y condujeron guardando un silencio cordial y con la compañía de la música pop oriental que salía de una radio de plástico apoyada contra el salpicadero. El aparato chirriaba y silbaba, pero Martin no estaba seguro de si el motivo era la electricidad estática o la mala sintonía.

El día se consumía. Cruzaron Ghazm resoplando y prosiguieron hacia Kandahar. Hicieron un alto en el camino para tomar té y comer algo, el habitual arroz con cabrito, y aprovecharon para repostar. Martin pagó parte del combustible con su fajo de afgam’es y el baluchi se tornó mucho más amigable.

Aunque Martin no hablaba urdu ni aquel dialecto baluchi y el hombre de Karachi solo chapurreaba el pastún, con el lenguaje de signos y algo de árabe coránico se entendieron bien.

Pararon una vez más para pernoctar al norte de Kandahar, pues el baluchi era reacio a conducir de noche. Estaban en la provincia de Zabol, una región agreste habitada por hombres agrestes. Era más seguro conducir a la luz del día con centenares de camiones delante y detrás, e incluso más aún en dirección al norte. Los bandidos preferían la noche.

En el extrarradio septentrional de Kandahar, Martin dijo necesitar una cabezada y se acurrucó en el espacio que quedaba detrás de los asientos, que el baluchi utilizaba a modo de cama. Kandahar había sido sede y bastión de los talibanes, y Martin quería que los talibanes no reformados creyeran que se había encontrado con un viejo amigo que pasaba por allí en su camión.

Al sur de Kandahar el baluchi le cedió de nuevo el volante. Era ya media tarde cuando llegaron a Spin Boldak; Martin dijo que vivía al norte, en las afueras, brindó a su huésped unas gratas palabras de despedida y se apeó a varios kilómetros del control fronterizo.

Dado que el baluchi no hablaba pastún, había mantenido sintonizada una emisora de música pop y en ningún momento había oído las noticias. Frunció el ceño cuando, al llegar a la frontera, vio que las colas eran más largas de lo habitual. Finalmente le llegó el turno, le mostraron una fotografía. El rostro de un taiibán con barba negra lo miraba de frente.

Él era baluchi, un hombre honrado y trabajador. Quería llegar a casa y reunirse con su esposa y sus cuatro hijos. La vida era ya lo bastante dura. ¿Por qué pasar días, incluso semanas, en una prisión afgana intentando explicar que él no sabía nada?

—Por el Profeta que jamás le he visto —juró, y lo dejaron marchar.

«Nunca más», pensó mientras avanzaba pesadamente hacia el sur por la carretera de Quetta. Aunque viviera en la ciudad más corrupta de Asia, al menos sabía dónde estaba cuando se encontraba en su ciudad natal. Los afganos no eran su pueblo, ¿por qué implicarse? Se preguntó qué habría hecho el talibán al que había aceptado en su camión.

A Martin se le había advertido que no era posible ocultar el secuestro de un furgón de arresto, el asesinato de sus dos celadores y la fuga de alguien que había sido devuelto de la bahía de Guantánamo. Para empezar, la embajada estadounidense armaría un escándalo.

La escena del «crimen» había sido descubierta por patrullas enviadas a la carretera de Bagram al constatar que el furgón no llegaba a la cárcel. La separación del mismo y de su escolta militar fue catalogada de incompetencia. Pero la liberación del prisionero sin duda era obra de una banda de remanentes talibanes. Para ellos se emitió una orden de busca y captura.

Desafortunadamente, la embajada estadounidense proporcionó al gobierno de Karzai una fotografía que este no podía rechazar. La CIA y los responsables de las delegaciones del SIS intentaron frenar el transcurso de los acontecimientos, pero eso era todo cuanto podían hacer. Cuando todos los puestos fronterizos hubieron recibido la fotografía por fax, Martin se encontraba todavía al norte de Spin Boldak.

Aunque no sabía nada de todo esto, Mike estaba decidido a no arriesgarse en lo más mínimo al cruzar la frontera. Ya en las colinas que se alzaban sobre Spin Boldak, se acuclilló y esperó a que la noche cayera. Desde el punto al que había escalado veía una gran extensión de terreno y la ruta que tomaría en la larga caminata que tenía por delante.

La pequeña ciudad quedaba a unos ocho kilómetros al frente y a unos ochocientos metros más abajo. Alcanzaba a ver la carretera serpenteante y los camiones que circulaban por ella, así como el inmenso y viejo fuerte que en un tiempo había sido bastión del ejército británico.

Sabía que la toma de aquel fuerte en 1919 había sido la última ocasión en que el ejército británico empleó escaleras medievales de asalto. Los soldados se acercaron a hurtadillas de noche y, aparte de los rebuznos de las muías, el resonar de los cucharones contra los calderos y de sus propias maldiciones al tropezar contra las piedras, guardaron un silencio absoluto para no despertar a los defensores del lugar.

Las escaleras eran tres metros demasiado cortas, por lo que acabaron precipitándose al foso seco junto con el centenar de soldados que se habían encaramado a ellas. Afortunadamente, los defensores pastunes, agazapados tras los muros, imaginaron que las fuerzas de ataque eran numerosas y huyeron por los portones traseros en dirección a las colinas. El fuerte cayó sin un solo disparo.

Antes de la medianoche, Martin franqueó con sigilo sus muros, cruzó la ciudad y se internó en Pakistán. El alba lo sorprendió ya a unos quince kilómetros de allí, en la carretera de Quetta. Cerca encontró un chai-jana y esperó a que algún camión de los que aceptaba pasajeros a cambio de dinero pasara por allí y lo llevara hasta Quetta. Al fin el turbante negro talibán, reconocible de inmediato en aquellos lares, dejó de ser un inconveniente para convertirse en una ventaja. Y así fue.

Si Peshawar es una ciudad islámica ciertamente extremista, Quetta lo es aún más, solo superada en la fiereza de su simpatía hacia al-Qaida por Miram Shahr. Las tres se hallan en las provincias de la frontera noroccidental, donde prevalecen las leyes tribales locales. Pese a encontrarse técnicamente al otro lado de la frontera con Afganistán, el pueblo pastún aún predomina allí, como también lo hace la lengua pastún y la devoción extremista al islam ultratradicional. El turbante talibán es un indicativo para tener muy en cuenta al hombre que lo lleve.

Aunque la carretera principal parte de Quetta hacia el sur, en dirección a Karachi, a Martin le habían aconsejado tomar una pequeña pista que se desvía al sudoeste, hasta el maltrecho puerto de Gwadar.

Gwadar se encuentra casi en la frontera iraní, en el extremo occidental de Baluchistán. En un tiempo pueblo de pescadores, aletargado y hediondo, ha ido creciendo y desarrollándose hasta convertirse en un importante puerto y centro de almacenaje y distribución, felizmente consagrado al contrabando, en especial al del opio. El islam denuncia el uso de narcóticos, pero eso solo afecta a los musulmanes. Aunque los pueblos del interior occidental se congratulen de intoxicarse y pagar grandes sumas por tal privilegio, los verdaderos sirvientes y discípulos del Profeta están al margen de esa realidad.

Por ello en Irán, Pakistán y en la práctica totalidad de Afganistán se cultivan amapolas; después se refinan y se extrae de ellas la esencia de morfina, que es transportada clandestinamente hacia tierras más occidentales, donde se convierte en heroína y en muerte. Gwadar forma parte de este comercio sagrado.

En Quetta, tratando de evitar una conversación con pastunes que pudieran desenmascararlo, Martin encontró otro camionero baluchi que se dirigía a Gwadar. Fue en esa ciudad donde supo que el precio de su cabeza se había establecido en cinco millones de afganíes. Pero solo en Afganistán.

En la tercera mañana después de haber oído las palabras «Buena suerte, jefe», se apeó del camión y se sentó agradecido a disfrutar de una dulce taza de té verde en la terraza de un café. Lo esperaban, pero no lugareños.

Los primeros dos Predator habían despegado de Thumrait veinticuatro horas antes. Volando en turnos, los UAV patrullarían día y noche el área de vigilancia que les habían asignado.

Obra de General Atomics, el UAV-RQ 1 L Predator no impresiona a simple vista. De hecho, más bien parece haber salido del cuaderno de bocetos de un aeromodelista.

Tan solo mide unos ocho metros de largo y es muy delgado. Sus afiladas alas de gaviota tienen una envergadura de quince metros. En la parte posterior, un único motor de 113 caballos da vida a las hélices que lo propulsan, y el Rotax toma el combustible directamente del tanque, de cuatrocientos cincuenta litros de capacidad.

Pese a esta insignificante impulsión, puede alcanzar los 117 nudos de velocidad o bien casi planear a 73. Su capacidad máxima de vuelo sin repostar es de cuarenta horas, pero suele emplearse en misiones restringidas a un radio de cuatrocientas millas marinas desde la base, dedicar veinticuatro horas al trabajo y regresar al hangar.

Pese a estar equipado con un motor «impulsor» situado en la parte posterior, sus controles direccionales se encuentran en la cabina del aparato. El controlador puede manejarlos de forma manual o bien conectar el control remoto mediante un programa informático para que haga lo deseado y siga haciéndolo hasta enviarle nuevas instrucciones.

La verdadera genialidad del Predator reside en su morro protuberante, el tanque extraíble de aviónica Skyball.

Todos los dispositivos de comunicación están enfocados hacia arriba para contactar con los satélites en órbita y captar sus mensajes. Reciben las imágenes fotográficas y las conversaciones interceptadas y las transmiten a la base.

Lo que está enfocado hacia abajo es el radar Lynx Synthetic Aperture y la unidad fotográfica L-3 Wescam. Versiones más modernas, como las dos empleadas sobre Omán, pueden someter a la noche, la nubosidad, la lluvia, el granizo y la nieve con su sistema de espectro múltiple.

Tras la invasión de Afganistán, cuando el más apetitoso de los objetivos fue avistado pero no atacado a tiempo, el Predator regresó a manos de sus constructores. Estos elaboraron un modelo similar pero más avanzado, equipado con el misil Hellfire, ofreciendo así una variante armada al «ojo en el cielo».

Dos años después de la invasión, el jefe yemení de al-Qaida abandonó en un Landcruiser junto con cuatro adláteres su invisible complejo residencial del interior. No lo sabía, pero varios pares de ojos estadounidenses lo observaban desde Tampa en un monitor.

Con una simple orden el Hellfire abandonó el vientre del Predator y segundos después el Landcruiser y sus ocupantes desaparecieron. Todo fue atestiguado en una pantalla de plasma a todo color desde Florida.

A los dos Predator de Thuraig no se los dotó de armas. Su misión consistía en patrullar una zona desde seis mil metros aislada e indetectable para los radares y las escuchas, y vigilar la tierra y el mar que se extendía bajo ellos.

Había cuatro mezquitas en Gwadar, pero discretas indagaciones de los ISI paquistaníes concluyeron que la cuarta y más pequeña se empleaba como semillero de agitación fundamentalista. Al igual que la mayoría de las mezquitas más pequeñas del islam, era un lugar de culto con un imam que subsistía con los donativos de los fieles. Esta había sido creada por el imam Abdullah Halabi, quien también la gestionaba.

Conocía bien a su congregación y desde su silla elevada, mientras dirigía las oraciones, era capaz de avistar de inmediato a cualquiera que asistiera por primera vez. Incluso encontrándose al fondo, el turbante negro talibán le llamó la atención.

Más tarde, antes de que el extraño de barba negra pudiera volver a calzarse las sandalias y perderse entre la muchedumbre en la calle, el imam le tiró de una manga.

—Que la gracia de nuestro Señor siempre misericordioso esté contigo —murmuró. Empleó la frase árabe, no la urdu.

—Y contigo, imam —respondió el extraño. Él también empleó el árabe, pero el imam percibió el acento pastún. Sospecha confirmada: el hombre procedía de los territorios tribales.

—Mis amigos y yo vamos a pasar a la madrasa —dijo—. ¿Te apetece tomar el té con nosotros?

El pastún reflexionó unos instantes y luego agachó la cabeza con gravedad. La mayoría de las mezquitas tienen una madrasa adosada, un club privado más relajado para rezar, conversar e impartir estudios religiosos. En Occidente, el adoctrinamiento de adolescentes en el ultraextremismo suele llevarse a cabo en estos lugares.

—Soy el imam Halabi. ¿Tiene nombre nuestro nuevo fiel? —preguntó.

Sin la menor vacilación, Martin pronunció el nombre de pila del presidente afgano y el apellido del general de brigada de las Fuerzas Especiales.

—Soy Hamid Yusuf —respondió.

—Sé bienvenido, Hamid Yusuf —dijo el imam—. He observado que osas llevar el turbante talibán. ¿Eras uno de ellos?

—Desde que me uní al mulá Omar en Kandahar, en 1994.

Había una docena de personas en la madafa, una casucha maltrecha situada detrás de la mezquita. Se sirvió el té. Martin percibió que uno de los hombres lo escrutaba. El mismo hombre, con aire alterado, apartó a un lado al imam y empezó a susurrarle algo al oído con gestos frenéticos. Él jamás, explicó, soñaría con ver la televisión y sus indecentes imágenes, pero había pasado frente al escaparate de una tienda de televisores.

—Estoy seguro de que es él —musitó—. Se fugó de Kabul hace tres días.

Martin no entendía el urdu, y aún menos con acento baluchi, pero sabía que hablaban de él. El imam podía deplorar todo lo occidental y lo moderno, pero, al igual que la mayoría, consideraba los teléfonos móviles condenadamente útiles, aunque fueran fabricados por Nokia, en la cristiana Finlandia. Pidió a tres amigos que dieran conversación al extraño y no lo dejaran marchar. Luego se retiró a sus humildes aposentos e hizo varias llamadas. Volvió muy impresionado.

Habiendo sido talibán desde el principio, habiendo perdido a toda su familia y a su clan en manos de los estadounidenses, habiendo dirigido la mitad del frente septentrional en la invasión yanqui y saqueado el arsenal de Qala-i Jangi, habiendo sobrevivido cinco años en el infierno estadounidense, habiendo escapado a las garras del Kabul refinado y simpatizante de Washington… aquel hombre no era un refugiado: era un héroe.

Aun siendo paquistaní, el imam Halabi había profesado un fervoroso odio al gobierno de Islamabad por su colaboración con Estados Unidos. Todas sus simpatías estaban con al-Qaida. Para ser justos, la recompensa de cinco millones de afganíes que le harían rico de por vida no lo tentaba en lo más mínimo.

Regresó a la sala e hizo señas al hombre para que se acercara.

—Sé quién eres —susurró—, eres aquel a quien llaman el Afgano. Estás a salvo conmigo, pero no en Gwadar. Hay agentes de los ISI por todas partes y tu cabeza tiene precio. ¿Dónde te alojas?

—En ningún sitio. Acabo de llegar del norte —contestó Martin.

—Ya sé de dónde vienes, lo dicen constantemente en los informativos. Debes quedarte aquí, pero no por mucho tiempo. Deberás salir de Gwadar de un modo u otro. Necesitarás documentación, una nueva identidad, una vía de escape segura. Quizá conozca al hombre adecuado.

Envió a un muchacho de la madrasa al puerto. La embarcación que el joven buscaba no estaba anclada allí. Llegó veinticuatro horas después. El muchacho aguardó paciente en el atracadero donde el barco solía fondear.

Faisal bin Selim era qatarí de nacimiento. Había nacido en el seno de una mísera familia de pescadores, en una choza situada en la orilla de un turbio arroyo próximo al pueblo que acabaría siendo la bulliciosa capital de Doha. Pero eso ocurriría tras encontrar petróleo, la creación de los Emiratos Árabes Unidos a partir de los Estados de la Tregua, la salida de los británicos y la llegada de los estadounidenses, y mucho antes de que empezara a llover dinero a raudales.

En su niñez había conocido la pobreza y la deferencia automática para con los arrogantes forasteros de tez blanca. Pero desde muy temprana edad había decidido cómo quería ser. El camino que escogió fue el que conocía: el mar. Se hizo marinero en un carguero de cabotaje y, surcando con su embarcación el litoral desde la isla de Masirah y Sallah, en la provincia de Dhofari, en Omán, hasta los puertos de Kuwait y Bahrain, en la cabeza del golfo Pérsico, su ágil mente le había permitido aprender mucho.

Había aprendido que siempre hay alguien con algo que vender y dispuesto a venderlo a bajo precio. Y que en algún otro lugar hay también alguien dispuesto a comprar y pagar más. Entre los dos hay una institución llamada «aduana». Faisal bin Selim había prosperado gracias al contrabando.

En sus viajes vio muchas cosas que acabó admirando: telas y tapices exquisitos, arte islámico, cultura genuina, antiguos coranes, manuscritos preciosos y la belleza de las grandes mezquitas. Y vio otras que acabó despreciando: occidentales ricos, rostros porcinos y tostados al sol como una langosta, mujeres repugnantes con biquinis diminutos, holgazanes borrachos y todo ese dinero inmerecido.

Tampoco le pasó por alto que los gobernantes de los estados del golfo Pérsico se beneficiaban también del dinero que llegaba en forma de corrientes negras desde las arenas del desierto. Alardeaban de sus costumbres occidentales, bebían alcohol importado, yacían con putas de oro, y él acabó despreciándolos también.

Cuando rondaba los treinta y cinco años de edad, veinte años antes de que un muchacho baluchi lo esperara en el muelle de Gwadar, a Faisal bin Selim le ocurrieron dos cosas.

Había ganado y ahorrado suficiente dinero para encargar, comprar y ser el dueño absoluto de un soberbio dhow de madera con el que comerciar, construido por los mejores artesanos del sur de Omán y que llamó Rasha, «la perla». Y se había convertido en un ferviente wahabí.

Cuando los nuevos profetas surgieron para seguir las doctrinas de Maududi y de Sayid Qutb, declararon el yihad a las fuerzas de la herejía y la degeneración, y él estuvo con ellos. Cuando los jóvenes fueron a Afganistán para luchar contra los impíos soviéticos, sus oraciones fueron con ellos. Cuando otros estrellaron aviones contra las torres del dios occidental del dinero, él se arrodilló y rezó por que todos ellos accedieran al paraíso de Alá.

Para el mundo él siguió siendo el amable, humilde, escrupuloso y devoto capitán y propietario del Rasha. Navegaba y comerciaba por todo el litoral del Golfo y en el mar Arábigo. No se buscaba problemas, pero si un verdadero creyente reclamaba su ayuda, bien en forma de limosna bien con un pasaje hacia la segundad, hacía cuanto estuviera en sus manos.

Había despertado el interés de las fuerzas de seguridad occidentales porque un activista saudí de al-Qaida, que había sido capturado en el Hadramaut y que lo había confesado todo en una celda de Riad, soltó que ciertos mensajes de máxima confidencialidad destinados al mismísimo Bin Laden, tan secretos que solo podían confiarse verbalmente al mensajero, quien los memorizaba de forma literal y estaba dispuesto a quitarse la vida antes de ser capturado, salían en ocasiones de la península saudí por barco. El emisario se apeaba en la costa baluchi y después llevaba consigo el mensaje al norte, a las cuevas ignotas de Waziristán, donde residía el Sheij. La embarcación era el Rasha. Con el acuerdo y la ayuda de los ISI, no fue interceptada, sino solo vigilada.

Faisal bin Selim llegó a Gwadar con un cargamento de electrodomésticos libres de impuestos procedente del centro de almacenaje y distribución de Dubai. Allí, los frigoríficos, las lavadoras, los hornos microondas y los televisores se vendían por una ínfima parte de su precio de venta al público fuera de los almacenes del puerto franco.

Se le había encargado que llevara de vuelta al Golfo un cargamento de alfombras paquistaníes, tejidas por los delgados dedos de niños esclavos y destinadas a los pies de los occidentales ricos que compraban lujosas mansiones en las islas que se «construían» frente a las costas de Dubai y de Qatar.

Escuchó con gravedad al muchacho que transportaba el mensaje, asintió y, dos horas después, con el cargamento ya a salvo tierra adentro, sin molestar a las aduanas paquistaníes, dejó el Rasha a cargo de su marinero omaní y se encaminó pausadamente por las calles de Gwadar en dirección a la mezquita.

Tras años de tratos comerciales con Pakistán, el cortés árabe hablaba bien urdu y fue esta la lengua con la que conversó con el imam. Tomó un sorbo de té, picó algunas galletas y se limpió las manos con un pequeño pañuelo de batista. Mientras, asentía y miraba de soslayo al Afgano. Al oír la noticia de la fuga del furgón de arresto, sonrió en señal de aprobación. Entonces pasó a hablar en árabe.

—¿Y deseas salir de Pakistán, hermano?

—No hay sitio aquí para mí —respondió Martin—. El imam tiene razón. La policía secreta me encontrará y me devolverá a los perros de Kabul. Pondré fin a mi vida antes de que eso ocurra.

—Una lástima —murmuró el qatarí—, con semejante vida… hasta el momento. Y si te llevara a los estados del Golfo, ¿qué harías?

—Intentaría encontrar a otros verdaderos creyentes y ofrecerles lo que pueda.

—¿Y qué sería eso? ¿Qué sabes hacer?

—Sé luchar. Estoy preparado para morir en la guerra santa de Alá.

El afable capitán reflexionó unos instantes.

—Las alfombras se cargarán al amanecer —dijo— y eso llevará varias horas. Tienen que colocarse en lo más hondo de las bodegas para que la espuma del mar no las salpique. Entonces zarparé con las velas arriadas. Navegaré con motor hasta el final del malecón. Si alguien saltara desde allí a la cubierta, nadie lo vería.

Concluido el ritual de saludos de despedida, Faisal bin Selim se marchó. El muchacho condujo a Martin en la oscuridad de la noche hasta el muelle. Allí el Afgano estudió el Rasha para reconocerlo por la mañana. La embarcación llegó al atracadero justo antes de las once. La distancia era de unos dos metros y medio, y Martin la cubrió por apenas unos centímetros tras una breve carrera de impulso. El omaní manejaba el timón. Faisal bin Selim recibió a Martin con una amable sonrisa. Ofreció a su invitado agua potable para lavarse las manos y deliciosos dátiles de las palmeras de Máscate.

A mediodía, el anciano extendió dos esteras sobre el grueso manto de espuma que cubría el cargamento de cubierta. Uno al lado del otro, se arrodillaron para las oraciones del mediodía. Para Martin, aquella era la primera ocasión en que podía rezar con cierta intimidad, lejos de las multitudes en las que una única voz puede quedar ahogada por todas las demás. Sabía las oraciones de memoria.

Cuando un agente está a la intemperie, a merced del frío, llevando a cabo un trabajo «negro» y arriesgado, sus controladores en la base están ávidos de cualquier señal que les informe de que está bien: que sigue con vida, que sigue en libertad, que sigue en activo. Este indicativo puede proceder del mismo agente, por medio de una llamada telefónica, un mensaje en la columna de anuncios por palabras de algún periódico o una marca de tiza en un muro o en un «buzón» previamente acordado. Podría proceder de un observador que no entra en contacto pero que observa e informa. A esto se le denomina «señal de vida». Tras varios días de silencio, los controladores se inquietan sobremanera mientras siguen a la espera de alguna señal de vida.

Era mediodía en Thumrait; temprano en Escocia; entrada la madrugada en Tampa. En la primera y la tercera pudieron ver lo que veía el Predator, pero no se dieron cuenta de su relevancia. Nada sabían de la Operación Palanca. Pero en la base aérea de Edzell sí sabían qué les estaba mostrando el avión.

Claro como el agua, agachando la cabeza y alzando el rostro al cielo alternativamente, el Afgano oraba en la cubierta del Rasha. Se oyó un rumor procedente de la terminal situada en la sala de operaciones. Varios segundos después, Steve Hill recibió una llamada mientras desayunaba y dio a su mujer un beso pasional e inesperado.

Dos minutos más tarde, Marek Gumienny recibió una llamada mientras dormía en Old Alexandria. Se despertó, escuchó, sonrió y murmuró: «Adelante»; poco después regresaba a la cama. El Afgano seguía en activo.