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—Si vas a ir a donde creo que vas a ir, joven Mike —dijo la señora Godfrey en una de sus caminatas diarias conjuntas—, deberás conocer a la perfección los diversos grados de agresividad y fanatismo que es probable que encuentres. En todos los casos, la esencia es el yihad o guerra santa autoatribuida, pero hay varias facciones que llegan a ella por diferentes caminos y se comportan de distintas maneras. No todos son iguales, ¡ni mucho menos!

—Parece que el wahabismo es el principio de todo —repuso Martin.

—Sí, en cierto modo, pero no hay que olvidar que el wahabismo es la religión estatal de Arabia Saudí, y Osama bin Laden ha declarado la guerra a la clase dirigente saudí por considerarlos herejes. Hay muchos grupos situados en el ala más extremista, más allá de las doctrinas de Muhammad al-Wahab.

»Fue un predicador del siglo XVIII natural de Nejd, la zona más inhóspita y rigurosa del interior saudí. Al marcharse de allí, dejó tras de sí la más severa e intolerante de todas las interpretaciones que jamás se han hecho del Corán. Pero las cosas cambiaron con el tiempo, y los principios que había postulado fueron reinterpretados. El wahabismo saudí no ha declarado la guerra a Occidente ni al cristianismo; tampoco propone el asesinato en masa e indiscriminado, y menos aún de mujeres y niños. Lo que al-Wahab hizo fue abandonar aquel semillero de intolerancia absoluta en el que los maestros del terror podían plantar brotes jóvenes antes de convertirlos en asesinos.

—Entonces, ¿cómo ha llegado el wahabismo más allá de la península Arábiga? —preguntó Martin.

—Porque —intervino Nayib Qureshi— durante treinta años Arabia Saudí ha empleado sus petrodólares para financiar la internacionalización de su credo nacional, lo cual incluye a todos los países musulmanes del mundo, entre ellos el que me vio nacer. No hay motivo para creer que alguno de ellos cayera en la cuenta de que estaban liberando a un monstruo o que eso acabaría derivando hacia el asesinato en masa. De hecho, ahora hay motivos de peso para creer, quizá un poco tarde, que a Arabia Saudí le aterra la criatura a la que ha financiado durante tres décadas.

—En tal caso, ¿por qué al-Qaida declaró la guerra a la fuente de su credo y su financiación?

—Porque han surgido otros profetas que son incluso más intolerantes y extremistas, y que han predicado el credo no solo de la intolerancia hacia todo lo que no sea islámico, sino también el del deber de atacar y destruir. Denuncian al gobierno saudí por negociar con Occidente y por permitir el acceso de tropas estadounidenses a su tierra sagrada. Y esto es extensible a todo gobierno musulmán laico. Para los fanáticos, todos ellos son tan culpables como los cristianos y los judíos.

—¿Con quién crees, pues, que debería establecer contacto en mis viajes, Tamian? —preguntó Martin. La académica encontró una roca del tamaño de una silla y se sentó para relajar las piernas.

—Existen muchos grupos, pero dos son cruciales. ¿Conoces el término «salafí»?

—Lo he oído en alguna ocasión —admitió Martin.

—Se trata de la brigada «retorno al principio». Su verdadero objetivo es reinstaurar la edad de oro del islam, retroceder a los cuatro primeros califatos, más de mil años atrás. Barba desaliñada, sandalias, túnica, el riguroso código legal de la sharía y rechazo a la modernidad y a su portador original: Occidente. Ese paraíso terrenal no existe, por supuesto, pero lo irreal nunca disuadió a los fanáticos. En pos de su sueño maníaco, nazis, comunistas, maoístas y seguidores de Pol Pot exterminaron a centenares de millones de personas, la mitad de ellas amigos y familiares, por no ser lo bastante extremistas. Solo hay que recordar las purgas de Stalin y de Mao: todas sus víctimas fueron correligionarios comunistas que murieron por apóstatas.

—Al describir a los salaries, en realidad has descrito a los talibanes —comentó Martin.

—Entre otros. Estos son terroristas suicidas, meros creyentes; confían en sus maestros, siguen a sus guías espirituales, no son especialmente brillantes pero actúan con obediencia ciega y con la creencia de que su odio desquiciado complacerá al poderoso Alá.

—¿Los hay peores? —preguntó Martin.

—Desde luego —respondió Tamian Godfrey, al tiempo que reanudaba su paseo; volvió a preceder al grupo, pero en esta ocasión encaminó sus pasos de regreso al castillo, cuya torre habían atisbado un par de valles atrás.

—A los ultras, a los verdaderos ultras, los denominaría con una sola palabra: takfir. Fuera cual fuese en los tiempos de Wa-hab, su significado actual ha cambiado. El auténtico salafí no fuma, no juega, no baila, no acepta música en su presencia, no bebe alcohol ni confraterniza con mujeres occidentales. Por su atuendo, su apariencia y su devoción religiosa resulta identificable de inmediato. Desde el punto de vista de la segundad interna, la identificación inmediata supone la mitad de la batalla.

»No obstante, los hay que adoptan todas y cada una de las costumbres occidentales, por mucho que las detesten, para parecer totalmente occidentalizados y, por tanto, inofensivos. Los diecinueve terroristas del 11-S consiguieron infiltrarse por parecer occidentales y comportarse como tales. Lo mismo ocurrió con los cuatro terroristas de Londres, en apariencia jóvenes normales que acudían al gimnasio, jugaban al criquet, eran amables y educados, uno de ellos profesor de estudiantes con necesidades especiales, sonreían en todo momento, pero estaban preparando una matanza. Estos son los que conviene seguir de cerca.

»Muchos son educados y van con el pelo arreglado, afeitados, acicalados y vestidos con traje, tienen estudios. Estos son los esenciales: están preparados para mutar como camaleones contraviniendo su fe si ello les permite perpetrar una matanza. Gracias al cielo, hemos llegado; mis viejas piernas empiezan a fallar. Es la hora de las oraciones del mediodía. Mike, tú te encargarás de la llamada y dirigirás las oraciones. Es probable que te lo pidan, y debes saber que se considera un gran privilegio.

Justo después de Año Nuevo se envió un mensaje por correo electrónico desde el despacho de Siebart and Abercrombie con destino a Yakarta. El Countess of Richmond, con todo un cargamento de sedanes Jaguar embalado y listo para ser fletado a Singapur, zarparía de Liverpool el 1 de marzo. Después de descargar en Singapur, el barco seguiría ruta en lastre hacia la costa norte de Borneo para llenar sus bodegas con un cargamento de madera antes de virar hacia Surabaya y recoger el cargamento de cubierta, compuesto por sedas embaladas.

El personal de construcción que trabajaba en los bosques de Pasayten Wilderness sintió una honda satisfacción cuando, a final de enero, las obras estuvieron concluidas. Para conseguir mantener un ritmo de trabajo constante los hombres habían decidido pernoctar allí mismo, ateridos por el frío extremo, hasta que el sistema de calefacción entró en funcionamiento. No obstante, la prima que iban a recibir era generosa y tentadora. Aceptaron las incomodidades y acabaron en el plazo previsto.

A simple vista, la cabaña parecía la misma, aunque algo más grande. En realidad, había sido transformada. Los dormitorios bastaban para una plantilla compuesta por dos agentes; los ocho guardias de seguridad que trabajarían en un régimen de vigilancia de veinticuatro horas diarias se instalarían en un barracón y un comedor situados cerca de la cabaña.

El espacioso salón se conservó intacto, pero con una extensión adosada: una sala con una mesa de billar, una librería, un televisor de plasma y una extensa selección de DVD. Todo ello se encontraba en el interior de troncos de pino dotados de sistema de aislamiento.

La tercera extensión tenía la apariencia de los habituales troncos rústicos. En realidad, los muros exteriores estaban solo cubiertos por medios troncos; dentro, las paredes eran de hormigón. Se trataba del área penitenciaria, inexpugnable desde el exterior y a prueba de fugas desde el interior. Desde el puesto de vigilancia se accedía a ella por una puerta de acero con trampilla para el servicio de comidas y mirilla. Tras esta puerta, se abría una única pero espaciosa sala que contenía un somier de acero clavado en el suelo de cemento. Habría sido imposible arrancarlo sin herramientas, pero aun así no era tan sólido como la estantería lateral integrada en el hormigón.

Había varias alfombras en distintas partes del suelo; de unas rejillas situadas a la altura del rodapié, y que jamás se habían abierto, manaba calor. En la sala, en la pared situada en el lado opuesto de la puerta con mirilla, había asimismo una puerta que el detenido podía abrir o cerrar a voluntad. Solo daba acceso al patio de ejercicio.

El patio estaba vacío, salvo por un banco de cemento colocado en el centro, lejos de los muros. Estos se alzaban hasta los tres metros y eran lisos como una mesa de billar. Ningún hombre conseguiría encaramarse a ellos; tampoco había nada que pudiese arrancarse o arrojarse contra ellos, ni nada a lo que subirse.

A modo de servicio para la higiene personal se había acondicionado un nicho adyacente en el que había un único agujero abierto en el suelo y una ducha cuyos mandos estaban fuera, en manos de los guardias.

Dado que todos los materiales habían llegado allí en helicóptero, el único cambio apreciable en el exterior era una plataforma de aterrizaje cubierta de nieve. Por lo demás, la cabaña se alzaba en un terreno de doscientas hectáreas de bosque con pinos, alerces y píceas, aunque se habían talado todos los árboles en cien metros a la redonda.

Al llegar, la vigilancia de, con toda probabilidad, la prisión más cara y exclusiva del país estaba en manos de dos agentes de la CIA de grado medio procedentes de Langley, y de ocho empleados de rango inferior que habían superado todas las pruebas psicológicas y físicas en la escuela de adiestramiento de la «Granja», que confiaban en que se les asignara una primera misión emocionante. Lejos de ello, fueron enviados a un bosque nevado e inaccesible, pero todos estaban en forma y ansiosos por causar una excelente impresión.

El juicio militar dio comienzo en la bahía de Guantánamo en los últimos días de enero, y se llevó a cabo en una de las salas más espaciosas del edificio de interrogatorios, engalanada para su nueva función judicial. Cualquiera que esperara ver a un trastornado coronel Jessup o a cualquiera de los personajes histriónicos retratados en Algunos hombres buenos se habría sentido profundamente decepcionado. Los procesos transcurrieron en un tono discreto y en perfecto orden.

Se contemplaba la posibilidad de poner en libertad a ocho detenidos por considerar que ya no suponían «mayor peligro», de los cuales siete defendían a gritos su condición de inocentes. Solo uno guardaba un desdeñoso silencio. La vista de su caso fue la última.

—Prisionero Jan, ¿a qué lengua desea que se traduzcan estos procesos? —preguntó el coronel que presidía el tribunal, flanqueado por un comandante y por una capitán en el estrado situado al fondo de la sala, bajo el emblema de Estados Unidos de América. Los tres pertenecían al cuerpo jurídico de los marines.

El prisionero se hallaba frente a ellos; los marines que lo custodiaban lo habían puesto en pie. Se habían asignado dos escritorios encarados a los respectivos abogados encargados de la acusación y de la defensa, el primero militar y el segundo civil. El prisionero se encogió de hombros lentamente y escrutó a la oficial varios segundos; luego posó la mirada en la pared, por encima de la cabeza de los jueces.

—Este tribunal tiene conocimiento de que el prisionero entiende el árabe, por lo que ese es el idioma que el tribunal elige. ¿Alguna objeción, abogado?

La pregunta iba dirigida al abogado defensor, quien negó con la cabeza. Había sido advertido acerca de su cliente cuando aceptó el caso. Por todo cuanto había oído, estaba seguro de que no tenía ninguna posibilidad. Era una comparecencia basada en el derecho civil y sabía que los marines allí presentes pensaban en los Caballeros Blancos del Movimiento por los Derechos Civiles. Habría preferido un cliente más fácil. Con todo, pensó, al menos la actitud del afgano era diferente de la de los demás prisioneros. Volvió a negar con la cabeza. Ninguna objeción; se emplearía el árabe.

El intérprete se adelantó y se colocó cerca de los marines. Fue una sabia elección; solo había un intérprete de pastún, que además había tenido problemas con el alto mando porque no había conseguido sacar nada de su compatriota afgano. Ya no tenía nada que hacer allí, y atisbo el inminente final de un modus vivendi ciertamente cómodo.

Solo había habido siete pastunes en Gitmo, los siete incluidos erróneamente entre los guerrilleros extranjeros en Kunduz cinco años atrás. Cuatro habían regresado, muchachos granjeros sencillos que habían renunciado a todo extremismo musulmán con considerable entusiasmo; los otros dos habían sufrido crisis nerviosas tan severas que seguían sometidos a terapias psiquiátricas. El comandante talibán era el último.

El fiscal empezó y el terp pronunció un torrente de sibilantes palabras en árabe. La esencia del discurso era que los yanquis iban a enviarlo de vuelta a chirona y a echar la llave, arrogante bazofia talibana. Izmat Jan bajó lentamente la mirada y la clavó en el terp. Sus ojos lo dijeron todo. El estadounidense, libanes de nacimiento, decidió pasar a la traducción literal. No importaba que aquel hombre fuera ataviado con un ridículo mono naranja y que estuviera encadenado de pies y manos: nunca se sabía con aquel cabrón.

El abogado de la acusación no se extendió demasiado. Hizo hincapié en cinco años de silencio casi absoluto, en la negativa a dar el nombre de colaboradores en la guerra de terror contra Estados Unidos y en que Izmat Jan hubiera sido hecho prisionero en un levantamiento en la prisión en la que un estadounidense había sido pateado hasta la muerte. Después se sentó. El abogado no albergaba ninguna duda sobre el resultado final. Aquel hombre seguiría detenido.

El abogado de derechos civiles se extendió algo más. Le complacía que, siendo afgano, el prisionero no tuviera implicación alguna con la atrocidad del 11-S. Había luchado en su momento en la guerra civil exclusivamente entre afganos y no guardaba la menor relación con los árabes de al-Qaida. En cuanto al mulá Omar y al gobierno afgano que acogía a Bin Laden y a sus compinches, informó de que se trataba de una dictadura para la que el señor Jan había trabajado como agente, pero de la que no había formado parte integrante.

—Ciertamente, debo exhortar a este tribunal a admitir la realidad —dijo a modo de conclusión—. Si este hombre es un problema, es en todo caso un problema afgano. En su país hay un nuevo gobierno, elegido democráticamente. Deberíamos enviarlo de regreso allí para que ellos lo juzguen como consideren oportuno.

Los tres jueces se retiraron. Permanecieron ausentes treinta minutos. Cuando regresaron, el rostro de la capitán parecía encendido de ira. No conseguía dar crédito a lo que había oído. Solo el coronel y el comandante, codirectores de Personal, se habían entrevistado con el presidente y conocían sus órdenes.

—Prisionero Jan, póngase en pie. Este tribunal ha sido informado de que el gobierno del presidente Karzai ha convenido en que si es usted devuelto a su tierra natal, será condenado allí a cadena perpetua. Así las cosas, es intención de este tribunal eximir al contribuyente estadounidense de la carga que usted supone. Por consiguiente, se llevarán a cabo los trámites necesarios para enviarlo en barco a Kabul. Regresará del mismo modo que llegó: encadenado. Es todo. Se levanta la sesión.

La oficial no fue la única en quedarse estupefacta. El fiscal se preguntó cómo afectaría aquello a su proyección profesional. El abogado defensor se sentía levemente aturdido. El terp, en un instante de terror, había creído que el demente coronel ordenaría que se desencadenara al detenido, en cuyo caso él, buen hijo de Beirut, habría salido directamente por la ventana.

El Foreign Office británico está ubicado en la King Charles Street, justo enfrente de la sede del gobierno y visible por la ventana al otro lado de Parliament Square, donde fue decapitado el rey Carlos I. Cuando las vacaciones navideñas empezaban a desvanecerse en la memoria, el reducido grupo protocolario que había sido formado el verano anterior reanudó su trabajo. Su función consistía en coordinar junto con los estadounidenses todos los detalles, incluso los más complejos, del congreso del G-8 previsto para 2007. La anterior reunión de los gobiernos de los ocho países más ricos del mundo, celebrada en 2005, se había llevado a cabo en el Gleneagles Hotel de Escocia y, hasta el momento, había supuesto todo un éxito. No obstante, la contrapartida había sido, como de costumbre, las aglomeraciones de manifestantes enardecidos que todos los años ocasionaban problemas cada vez más graves. En Gleneagles, el paisaje de Perthshire tuvo que ser afeado con kilómetros y kilómetros de cadenas a modo de vallas para crear un cordón de seguridad alrededor de la finca. La carretera de acceso también fue cercada y vigilada.

Liderada por dos estrellas decadentes del pop, la convocatoria para marchar por las calles de la cercana Edimburgo había llegado a un millón de manifestantes. Era la brigada antipobreza. Siguiendo la llamada, las cohortes antiglobalización habían arrojado bombas de harina y exhibido pancartas.

—¿Acaso esos memos no se enteran de que el comercio global genera la riqueza necesaria para combatir la pobreza? —preguntó un diplomático enojado. La respuesta era, obviamente, no.

Se recordaba Génova con escalofríos. Ese era el motivo por el que la idea surgida en la Casa Blanca, lugar donde se celebraría el congreso de 2007, fue aclamada: era sencilla, elegante y brillante. Un emplazamiento suntuoso pero, en definitiva, aislado: inmune, inaccesible, seguro y con un control total. Esos eran los detalles que más preocupaban al equipo de protocolo, junto con la proximidad de una fecha clave, a mediados de abril. Algo relacionado con las inminentes elecciones estadounidenses. De modo que el equipo británico aceptó lo que se había acordado y anunciado, y prosiguió con su trabajo administrativo.

Lejos de allí, hacia el sudeste, dos Starlifter de las fuerzas aéreas estadounidenses empezaron a descender hacia el sultanato de Omán. Procedían de la costa Este de Estados Unidos y habían repostado en vuelo, a medio trayecto, con la ayuda de un avión cisterna que había despegado de las Azores. Los dos tráilers aéreos surgieron del ocaso tras las colinas de Dhofar en dirección al este y solicitaban instrucciones de aterrizaje a la base aérea angloestadounidense deThumrait.

Sus inmensos y tenebrosos cascos contenían todo un destacamento militar. Uno transportaba todo el equipo de alojamiento, desde barracones plegables de avanzado montaje, hasta generadores, aire acondicionado, plantas de refrigeración y antenas televisivas e incluso perforadoras para el equipo técnico, compuesto por quince personas.

El otro carguero llevaba lo que se conoce como «línea de combate». Dos aviones de reconocimiento teledirigidos llamados Predator, el equipamiento necesario para guiarlos y captar sus imágenes, y los hombres y las mujeres que sabían manejarlos.

Una semana después, ya estaban instalados. En un extremo de la base aérea, fuera de sus límites, en la zona destinada al personal foráneo, se alzaban los bungalows; los aparatos de aire acondicionado zumbaban, las letrinas estaban excavadas, en la cocina se cocinaba y, bajo sus refugios abovedados, los dos Predator aguardaban a que les llegara su misión. La unidad de vigilancia aérea estaba conectada también con lampa, en Florida, y Edzell, en Escocia. Llegaría el día en que les informarían sobre qué debían vigilar —de día y de noche, con lluvia o con nubes—, fotografiar y comunicar. Hasta entonces, hombres y maquinaria esperaban a merced del calor.

La sesión informativa para Mike Martin se prolongó tres días enteros; su relevancia era más que suficiente para que Marek Gumienny se personara en la agencia Grumman. Steve Hill se acercó desde Londres y los dos jefes de espionaje se reunieron con sus oficiales al cargo, McDonald y Phillips.

En la sala estaban únicamente cuatro de ellos, pues Gordon Phillips se encargaba de llevar a cabo lo que él mismo denominaba «el espectáculo de las diapositivas». Bastante más desarrollado que los modelos antiguos, el proyector emitía imagen tras imagen en una pantalla de plasma de alta definición y a todo color. Un leve toque en el mando a distancia bastaba para aumentar la imagen hasta que algún detalle de interés llenaba la pantalla.

El objetivo de la sesión era mostrar a Mike Martin hasta el último ápice de información que estaba en posesión de todo el espectro de agencias occidentales en relación con los rostros con los que podría cruzarse.

Las fuentes no eran solo las agencias angloestadounidenses: agencias de más de cuarenta estados vertían sus hallazgos en bases de datos centrales. Aparte de los países hostiles, como Irán o Siria, y de aquellos con regímenes débiles y en proceso de desintegración, como Somalia, gobiernos de todo el planeta compartían información sobre los terroristas de credo ultraagresivo islamista. Rabat era de una ayuda inestimable en cuanto al control y el seguimiento de sus ciudadanos; Aden proporcionaba nombres y caras del sur del Yemen; Riad se había tragado el bochorno y había proporcionado columnas enteras de rostros de su propio listado saudí.

Martin las escrutaba a medida que se sucedían. Algunas eran retratos tomados en comisarías; otras se habían hecho con teleobjetivos en la calle o en hoteles. También se mostraban posibles variantes de algunas caras: con barba o sin ella; con atavíos árabes u occidentales; con el pelo largo, corto o afeitado.

Entre los personajes mostrados había mulás e imames procedentes de varias mezquitas extremistas; jóvenes a los que se consideraba simples mensajeros; rostros de aquellos de los que se sabía que colaboraban en diferentes medios: financiación, transporte, pisos francos…

Y allí estaban las estrellas del equipo, los que controlaban las diferentes divisiones repartidas por el planeta y tenían acceso a la mismísima cumbre.

Algunos estaban muertos, como Muhammad Atef, primer director de Operaciones, asesinado por una bomba americana en Afganistán; su sucesor, en cadena perpetua sin libertad condicional; el sucesor de este, también muerto, y el individuo que supuestamente ocupaba el cargo en el presente.

En algún lugar se encontraba también el rostro retocado de Tawfik al-Qur, que se había arrojado por un balcón en Peshawar cinco meses atrás. Vanas caras más allá, en la misma hilera, estaba Saud Hamud al-Utaibi, nuevo dirigente de al-Qaida en Arabia Saudí y, según se creía, aún con vida.

Y también había imágenes más borrosas, el contorno de una cabeza, negro sobre blanco. Entre ellas se contaban la del dirigente de al-Qaida en el sudeste asiático, sucesor de Hanbah y, con toda probabilidad, el hombre que estaba detrás de los últimos atentados cometidos contra complejos turísticos en Extremo Oriente. Y, sorprendentemente, el dirigente de al-Qaida en el Reino Unido.

—Sabíamos quién era hasta hace unos seis meses —comentó Gordon Phillips—. Entonces abandonó justo a tiempo. Ha vuelto a Pakistán y se lo busca de día y de noche. Al final, los ISI lo atraparán…

—Y nos lo devolverán en barco a Bagram —gruñó Marek Gumienny. Todos sabían que en la base estadounidense ubicada al norte de Kabul había ciertas instalaciones en las que todo el mundo acababa «cantando».

—Sin duda buscarás a este —dijo Steve Hill cuando en la pantalla apareció la imagen de un imam de semblante adusto. Era una fotografía robada procedente de Pakistán—. Y a este otro.

Se refería a un anciano de aspecto afable y distinguido; otra fotografía robada, tomada en un muelle, en algún lugar con reluciente agua azul de fondo; provenía de las fuerzas especiales de los Emiratos Árabes Unidos.

Hicieron una pausa, comieron, reanudaron la sesión, durmieron y volvieron a empezar. Phillips solo apagaba el monitor cuando la asistenta entraba en la sala con bandejas de comida. Tamian Godfrey y Nayib Qureshi se quedaban en sus dormitorios o paseaban juntos por las colinas. Por fin acabaron.

—Volamos mañana —informó Marek Gumienny.

La señora Godfrey y el analista afgano se acercaron al helipuerto para verlo marchar. Era lo bastante joven para ser hijo de un experto en el Corán.

—Cuídate, Mike —dijo, y exclamó—: ¡Maldita sea! ¡Qué estúpida soy! Me estoy emocionando. Ve con Dios, muchacho.

—Y si todo lo demás falla, que Alá se apiade de nosotros —añadió Qureshi.

El Jetranger solo tenía capacidad para transportar a los dos expertos pilotos y a Martin. Los dos comandantes segundos regresarían a Edzell en coche y reanudarían allí su misión.

El Bell aterrizó a salvo de la vista de curiosos y los tres ocupantes corrieron hacia el Grumman V de la CIA. Una típica nevada escocesa los obligó a refugiarse bajo impermeables que sostenían sobre sus cabezas, por lo que nadie pudo ver que uno de aquellos hombres no iba ataviado al modo occidental.

La tripulación del Grumman estaba acostumbrada a recibir pasajeros de aspecto extraño y por ello se cuidaron de ni tan siquiera arquear una ceja al ver al barbado afgano a quien escoltaban a través del Atlántico el subdirector de Operaciones junto con un invitado británico.

No volaron a Washington, sino a una península remota de la costa sudoriental de Cuba. El 14 de febrero, justo antes del amanecer, tomaron tierra en Guantánamo y se dirigieron en taxi al hangar, cuyas puertas se cerraron de inmediato.

—Me temo que deberás permanecer en el avión —dijo Marek Gumienny—. Te sacaremos de aquí cuando anochezca.

La noche llega deprisa en el trópico y a las siete de la tarde había anochecido por completo. Fue entonces cuando los cuatro hombres de la CIA, pertenecientes al departamento de «tareas especiales», entraron en la celda de Izmat Jan. Este, percibiendo que algo iba mal, se puso en pie. La guardia permanente había abandonado el corredor al que daba su celda media hora antes. Era algo que nunca hasta entonces había sucedido.

Los cuatro hombres no eran despiadados, pero tampoco aceptaban un no por respuesta. Dos agarraron al afgano, otro le inmovilizó por la espalda con ambos brazos y el cuarto le bloqueó las piernas a la altura de los muslos. La compresa empapada en cloroformo tardó apenas veinte segundos en hacer efecto. Las contorsiones cesaron y el prisionero se quedó flácido.

Lo subieron a una camilla, cubrieron su cuerpo con una sábana de algodón y lo sacaron de la celda. El cajón aguardaba. No había ni un solo guardia en todo el bloque de celdas. Nadie vio nada. Segundos después del secuestro, el afgano estaba ya dentro del cajón.

Tratándose de un cajón, no estaba mal equipado. Desde fuera parecía una simple caja de madera grande, como las que se utilizan para el transporte de mercancías. Incluso el etiquetaje era totalmente auténtico.

Dentro estaba dotado del aislamiento necesario para que no escapara de él el menor sonido. La tapa era en realidad un panel extraíble para renovar el aire, pero que no se quitaría hasta que el cajón estuviera a salvo de posibles miradas indiscretas, ya en pleno vuelo. Había dos cómodos sillones soldados a la base y una bombilla ámbar de bajo consumo.

Se colocó al inconsciente Izmat Jan en uno de los sillones, dotado de correas inmovilizadoras. Se aseguró al prisionero procurando no cortarle la circulación de las extremidades y de modo que pudiera relajarse, pero no ponerse en pie. Seguía dormido.

Finalmente satisfechos, el quinto hombre de la CIA, el que viajaría con él en el cajón, asintió a sus colegas y estos sellaron el cajón. Una carretilla elevadora lo alzó medio metro del suelo y lo transportó por el aeródromo donde el Hércules aguardaba. Era un C-130 Talon de las fuerzas especiales, dotado con depósitos de máxima capacidad y capaz de alcanzar su destino sin problemas.

Los vuelos «injustificados» a y desde Gitmo son regulares como un reloj; la torre devolvió un rápido «pista despejada» en respuesta a la solicitud entrecortada y el Hércules despegó hacia la base McChord, en el estado de Washington.

Una hora después, un coche se acercó al bloque de Camp Echo y otro reducido grupo salió. En la celda vacía, había un hombre ataviado con un mono naranja y pantuflas. Se había fotografiado al afgano, ya inconsciente, antes de taparlo y trasladarlo. Con la ayuda de varias instantáneas tomadas con una Polaroid, se efectuaron algunos recortes en la barba y el pelo del sustituto. Se recogió y guardó hasta el último mechón cortado.

Una vez finalizada la tarea y tras unas toscas palabras de despedida, el grupo cerró con llave la celda y partió. Veinte minutos después, los soldados regresaron, desconcertados pero indiferentes. El poeta Tennyson bien lo había descrito: «Ellos no preguntarían el por qué».

Echaron un vistazo a la figura familiar de su valioso prisionero y esperaron a que amaneciera.

El sol de la mañana asomaba sobre las cumbres de las Cascadas cuando el C-130 empezó a virar hacia su base en McChord. El comandante de la misma había sido informado de que se trataba de una remesa de la CIA, un último envío para sus nuevas instalaciones de investigación, en los bosques de Wildemess. Pese a su rango, no necesitaba saber más, de modo que no preguntó nada. La documentación estaba en orden y el Chinook había llegado.

El afgano volvió en sí en pleno vuelo. Abrieron el panel superior; el aire del casco del Hércules era fresco y estaba perfectamente presurizado. El escolta esbozó una sonrisa alentadora y ofreció comida y bebida a su acompañante. El prisionero se conformó con un refresco, que bebió con una pajita.

Para sorpresa del escolta, el detenido pronunció varias frases en inglés, obviamente aprendidas tras cinco años de oírlas en Guantánamo. Preguntó la hora en solo dos ocasiones a lo largo de la travesía, y en una agachó la cabeza tanto como pudo y musitó sus plegarias. Por lo demás, no pronunció palabra.

Justo antes de aterrizar, se devolvió el panel a su sitio, de modo que el operario de la carretilla elevadora en ningún momentó sospechó que no estaba transportando un cargamento ordinario desde la rampa posterior del Hércules y hacia el interior del Chinook.

Las compuertas de la rampa volvieron a cerrarse. El piloto luminoso instalado dentro del cajón, alimentado con pilas, seguía encendido, aunque era invisible desde fuera, del mismo modo que los sonidos eran inaudibles. Pero el prisionero era, como su escolta informaría más tarde a Marek Gumienny, como un minino. «Ningún problema, señor».

A pesar de estar a mediados de febrero, tuvieron suerte con el tiempo. El cielo estaba despejado, pero el frío era glacial. En el helipuerto, junto a la cabaña, el gran Chinook de doble rotor aterrizó y abrió sus puertas traseras. Pero el cajón permaneció en su interior. Era más fácil desembarcar a los dos pasajeros directamente del cajón a la nieve.

Los dos hombres se estremecieron cuando se desmontó la pared trasera del cajón. El equipo de secuestro de Guantánamo había volado en el Hércules y en la parte delantera del Chinook. Aguardaban a que concluyera la última formalidad.

Se inmovilizaron las manos y los pies del prisionero antes de aflojar las correas. Luego se le indicó que se pusiera en pie y lo condujeron por la rampa, a rastras, hasta la nieve. Los diez componentes del personal residente formaron un semicírculo alrededor del prisionero y le apuntaron con sus armas.

Con una escolta tan férrea, apenas podían franquear las puertas; se condujo al comandante talibán por el helipuerto y por la cabaña hasta su nuevo habitáculo. En cuanto la puerta se cerró y dejó fuera el aire glacial, Izmat Jan dejó de temblar.

Seis guardias se apostaron a su alrededor en la amplia celda y finalmente le quitaron las esposas y los grilletes. Retrocedieron sin volverse y salieron; la puerta se cerró con un ruido sordo. Izmat miró a su alrededor. Aquella celda era mejor, pero seguía siendo una celda. Recordó la sala del juicio. El coronel le había dicho que regresaría a Afganistán. Habían vuelto a mentir.

El sol abrasaba ya el paisaje cubano a media mañana cuando otro Hércules tomó tierra. Este también estaba habilitado para vuelos de larga distancia, pero, a diferencia del Talon, no iba armado hasta los dientes y no pertenecía a las Fuerzas Especiales. Procedía del MATS, la división de transporte de las Fuerzas Aéreas. Su misión era transportar a un único pasajero por todo el globo.

La puerta de la celda se abrió.

—Prisionero Jan, póngase en pie. De cara a la pared. Firme.

El cinturón le quedaba a la altura del diafragma; de él partían cadenas unidas a los grilletes y otras a las esposas que le inmovilizaban las manos al frente, contra la cintura. Aquella posición le permitía caminar arrastrando los pies, pero eso era todo.

Recorrió, acompañado por seis guardias armados, la breve distancia que los separaba del final del edificio. La furgoneta de alta seguridad disponía de peldaños en la parte trasera, una pantalla hecha con malla metálica que separaba a los prisioneros del conductor, y cristales tintados.

El prisionero salió al aeródromo siguiendo órdenes, y la cegadora luz del sol lo deslumbró.

Sacudió su greñuda cabeza y pareció desconcertado. A medida que sus ojos se iban adaptando a la intensa luminosidad, miró a su alrededor y vio el Hércules y a un grupo de agentes estadounidenses que mantenían la mirada clavada en él. Uno de ellos avanzó unos pasos e hizo una seña.

El prisionero lo siguió dócilmente por el abrasador asfalto. Pese a estar encadenado, seis gorilas armados lo rodeaban en todas direcciones. Él se volvió para echar un último vistazo al lugar que lo había albergado durante cinco desgraciados años. Luego subió renqueante al casco del avión.

En una sala situada bajo el departamento de operaciones de la torre de control, dos hombres observaban de pie la operación de traslado.

—Ahí va tu hombre —dijo Marek Gumienny.

—Si llegan a descubrir quién es —comentó Steve Hill—, que Alá se apiade de él.