La primera tarea de la Operación Palanca consistía en elegir su tapadera para que ni tan siquiera los que trabajaban dentro pudieran saber nada sobre Mike Martin, ni tampoco sobre que la operación consistía en infiltrar a un doble en al-Qaida.
La «leyenda» elegida fue que se trataba de una empresa conjunta angloestadounidense destinada a combatir la amenaza de un cada vez mayor tráfico de opio de amapolas de Afganistán, con destino a las refinerías o «cocinas» de Oriente Próximo. Desde ahí, la heroína se introducía en Occidente para destruir vidas y generar fondos para financiar el terrorismo.
El «guión» proseguía afirmando que los esfuerzos occidentales para cortar el suministro de fondos desde los bancos mundiales había empujado a los fanáticos a traficar con drogas: un método criminal en el que se trabaja con dinero en efectivo.
Y, finalmente, a pesar de que Occidente ya tenía agencias poderosas que luchaban contra el tráfico de estupefacientes, como la DEA estadounidense y las aduanas británicas, ambos gobiernos habían convenido que la Operación Palanca tendría un único objetivo y que estaría preparada para emprender acciones encubiertas fuera de los límites de las sutilezas de la cortesía diplomática para atacar y destruir toda fábrica que se hallara en cualquier país extranjero que hiciera la vista gorda con el tráfico.
El modus operandi, que se comunicaría a los participantes en la operación a medida que fueran reclutados, implicaba el uso de la tecnología más avanzada para escuchar y ver al enemigo, con la finalidad de identificar a los criminales más importantes, las rutas, los almacenes, las refinerías, los barcos y los aviones. Ninguno de los nuevos miembros lo puso en duda.
Todo esto no era más que la tapadera que se iba a emplear hasta que ya no fuera necesario. Sin embargo, tras la conferencia de Fort Meade quedó muy claro que los servicios de inteligencia occidentales no iban a jugárselo todo a la carta de la Operación Palanca. Se seguirían dedicando todos los esfuerzos posibles, aunque con la mayor de las cautelas, para descubrir a qué podía referirse el término al-Isra.
A pesar de todo, las agencias de inteligencia se encontraban ante un dilema. Todas tenían informadores dentro del mundo del fundamentalismo islámico, algunos obedientes y otros que actuaban bajo coacción. La pregunta era: ¿hasta dónde podemos llegar antes de que los dirigentes de verdad se den cuenta de que sabemos lo de al-Isra? Hacer creer a al-Qaida que no se había obtenido ninguna información del ordenador portátil del banquero muerto en Peshawar tenía claras ventajas.
Esto quedó confirmado cuando, tras mencionar la frase en conversaciones casuales con estudiosos coránicos que se sabía que simpatizaban con el extremismo, solo se obtuvieron respuestas educadas pero perplejas.
Saltaba a la vista que al-Qaida había reducido el número de personas que conocían el significado de la frase a un círculo estrechísimo, que no incluía a informadores occidentales. De modo que la decisión se tomó con el mismo secreto. La contramedida occidental sería Palanca y solo Palanca.
La segunda tarea del proyecto consistía en encontrar y crear un cuartel general distante. Tanto Marek Gumienny como Steve Híll estaban de acuerdo en que debían mantenerse alejados de Londres y Washington. Su segunda decisión fue que la sede de Palanca estaría en algún lugar de las islas Británicas.
Tras un análisis de las necesidades en lo referente a tamaño, alojamiento, espacio y acceso, se optó de mutuo acuerdo por una base aérea que estaba fuera de servicio. Tales lugares suelen estar alejados de las ciudades, tienen comedores, cantinas, cocinas y capacidad de alojamiento de sobra. A todo eso hay que añadir hangares que pueden hacer las veces de almacén, y una pista de aterrizaje y despegue de visitantes cuya identidad debía mantenerse en secreto. A menos que estuviera fuera de servicio desde hacía demasiado tiempo, la división de mantenimiento de las fuerzas aéreas podría encargarse de las reformas para volver a ponerla en marcha rápidamente.
Cuando hubo que elegir la base, se optó por un antiguo aeródromo estadounidense construido en suelo británico durante la guerra fría, período en el que se levantaron vanas docenas más. Se hizo una lista de quince que habían sido examinados, entre los que se incluían: Chicksands, Alconbury, Lakenheath, Fairford, Molesworth, Bentwaters, Upper Heyford y Greenham Common. Todos fueron vetados.
Algunas bases estaban aún operativas y todavía tenían personal de servicio. Otras estaban en manos de promotores inmobiliarios; en algunas se había destruido la pista de aterrizaje para que el terreno pudiera usarse de nuevo con fines agrícolas. Dos aún se usan como campamentos de entrenamiento para los servicios de inteligencia. Palanca requería de un lugar virgen sin actividades a su alrededor. Phillips y McDonald se decidieron por la base de la RAF de Edzell y obtuvieron la aprobación de sus respectivos superiores.
Aunque la RAF no había perdido nunca la propiedad de la base, durante años se la había alquilado a la marina de Estados Unidos, a pesar de que la zona se encuentra a varios kilómetros del mar. De hecho, está situada en el condado escocés de Angus, al norte de Brechin y al noroeste de Montrose, en el límite sur de las Highlands.
La base se encuentra situada junto a la autopista A90, que va de Forfar a Stonehaven. El pueblo en sí está formado por varias casas esparcidas por una gran área de bosque y brezo, por donde cruza el North Esk.
La base, cuando los dos segundos comandantes fueron a visitarla, era adecuada para todos sus fines. Se encontraba tan alejada de las miradas curiosas como cabía desear; disponía de dos buenas pistas de aterrizaje con torre de control y de todos los edificios necesarios para alojar al personal. Tan solo había que añadirle las cúpulas blancas con forma de pelota de golf donde se esconderían las antenas con capacidad para oír el rumor de un escarabajo que se encontrara en la otra punta del mundo, y había que convertir el antiguo edificio de operaciones de la marina estadounidense en el nuevo centro de comunicaciones.
Este complejo tendría enlaces con el GCHQ de Cheltenham y la NSA de Maryland, y líneas directas y seguras con Vauxhall Cross y Langley para permitir acceso instantáneo a Marek Gumienny y Steve Hill; además, recibiría información permanente de ocho agencias de ambas naciones que se dedican a la recogida de información, principalmente de los satélites espaciales estadounidenses, dirigidos por la oficina de reconocimiento nacional, situada en Washington.
Una vez que se obtuvieron todos los permisos, los «obreros» de las fuerzas aéreas británicas iniciaron la «campaña» de puesta a punto para que Edzell pudiera entrar de nuevo en servicio. La buena gente de Edzell se percató de que estaba ocurriendo algo, pero entre guiños y golpecitos con el dedo en la nariz, aceptaron que todo iba a ser ultrasecreto, como en los viejos tiempos. El dueño del pub se proveyó de unas cuantas cajas más de lo habitual de cerveza y whisky, con la esperanza de que también volvieran las viejas costumbres de la base. Por lo demás, nadie dijo nada.
Mientras los pintores deslizaban sus brochas por los muros de los edificios de una base aérea escocesa, la oficina de Siebart and Abercrombie, situada en una modesta calle del centro financiero de Londres llamada Crutched Friars, recibía una visita.
El señor Ahmad Lampong había concertado una cita tras un intercambio de mensajes de correo electrónico entre Londres y Yakarta, y fue conducido al despacho del señor Siebart, hijo del fundador. El agente marítimo londinense no sabía que Lampong es el nombre de uno de los idiomas menores de la isla de Sumatra, de la que era originario su visitante indonesio. Y se trataba de un alias, a pesar de que su pasaporte confirmaba el nombre y de que el pasaporte estaba en regla.
Su inglés también lo era y, en respuesta a los cumplidos de Alex Siebart, admitió que lo había perfeccionado mientras estudiaba un máster en la London School of Economics. Era un hombre educado, encantador y desenvuelto; es más, prometía muy buenas posibilidades de negocio. Nada indicaba que era un miembro fanático de la organización terrorista islamista Jemaat Islamiya, responsable de una oleada de atentados en Bali.
Sus credenciales como socio principal de Sumatra Trading International eran correctas, así como sus referencias bancarias. Cuando el visitante pidió permiso para explicar su problema, el señor Siebart fue todo oídos. Como preámbulo, Ahmad Lampong dejó con toda solemnidad una hoja de papel frente al agente marítimo británico.
En la hoja había una larga lista. Empezaba con Alderney, una de las islas británicas del Canal, y continuaba con Anguilla, Antigua y Aruba. Y esas solo eran las «A». Había cuarenta y tres nombres más, que acababan con Uruguay y Vanuatu.
—Son paraísos fiscales, señor Siebart —dijo el indonesio— y todos practican el secreto bancario. Le guste o no, algunos negocios muy turbios, incluidas empresas criminales, protegen sus secretos en lugares como estos. Y estos otros… —sacó una segunda hoja— son turbios a su manera. Son pabellones comerciales de conveniencia.
Antigua volvía a aparecer al principio de la lista, seguida de Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Bermudas, Birmania y Bolivia. Había veintisiete nombres en la lista, que acababa con St. Vincent, Sri Lanka, Tonga y Vanuatu.
Había infiernos africanos como Guinea Ecuatorial, cagaditas de mosca en un mapamundi como Santo Tomé y Príncipe, las Comores y el atolón de coral de Vanuatu. Había lugares más encantadores como Luxemburgo, Mongolia y Camboya, que no tienen costa. El señor Siebart estaba perplejo a pesar de que no había visto nada que no supiera.
—Junte las dos listas y… ¿qué le sale? —preguntó el señor Lampong triunfalmente—. Fraude, señor, fraude a una escala inmensa y cada vez mayor. Y sobre todo en la parte del mundo con la que mis socios y yo hacemos negocios. Por eso hemos decidido que, en el futuro, solo mantendremos relaciones comerciales con instituciones que sean famosas por su integridad. La City de Londres.
—Es muy amable por su parte —murmuró el señor Siebart—. ¿Café?
—Robo de cargamento, señor Siebart. De forma constante y creciente. Gracias, pero no, acabo de desayunar. Se asignan cargamentos, valiosos, y luego se esfuman. No queda rastro del barco, de los fletadores, de los intermediarios, de la tripulación, del cargamento y, menos aún, de los propietarios. Todos se esconden tras un bosque de distintos pabellones y bancos. Y hay demasiada corrupción.
—Es terrible —admitió Siebart—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Mis socios y yo estamos hartos. Es cierto, nos costará un poco más. Pero en el futuro solo queremos negociar con barcos de la flota mercante británica con la Enseña Roja, que zarpen de puertos británicos, con capitán británico y del que responda un agente británico.
—Fantástico —exclamó Siebart con una sonrisa—. Se trata de una decisión sabia y, por supuesto, no podemos olvidar la cobertura total del seguro por el barco y el cargamento, mediante Lloyds de Londres. ¿Qué cargas desea transportar?
Encontrar un carguero para un cargamento, y cargamento para un carguero es lo que hace un agente marítimo, y Siebart and Abercrombie eran uno de los pilares más antiguos de la antigua sociedad de la City londinense, la Baltic Exchange.
—He investigado por mi parte —dijo el señor Lampong mientras sacaba más cartas de recomendación—. Hemos negociado con esta compañía; importadores de limusinas y coches deportivos británicos de gran valor a Singapur. Nosotros, enviamos madera para muebles de lujo, como el palisandro, el tulipero y la teca desde Indonesia a Estados Unidos. Esto viene del norte de Borneo, pero formaría parte de un cargamento parcial ya que el resto de contenedores irían en cubierta con sedas bordadas de Surabaya, Java, también con destino a Estados Unidos. Aquí… —sacó una última carta— están los detalles de nuestros amigos de Surabaya. Todos estamos de acuerdo en que queremos comerciar con británicos. Está claro que seria un viaje triangular para cualquier carguero británico. ¿Podría encontrarnos alguno para esta tarea? Tengo en mente que se trate de una asociación duradera.
Alex Siebart estaba bastante seguro de que podría encontrar una docena de buques con pabellón británico que estarían disponibles para ser fletados. Necesitaba saber el tamaño del buque, el precio y las fechas deseadas.
Al final acordaron que le proporcionaría al señor Lampong una lista de buques del tonelaje necesario para la doble carga y el precio del fletamiento. El indonesio, cuando lo hubiera consultado con sus socios, proporcionaría las fechas de recogida deseadas en los dos puertos del Extremo Oriente y el puerto de entrega estadounidense. Se despidieron con expresiones mutuas de confianza y buena voluntad.
—Es agradable —dijo el padre de Alex Siebart entre suspiros cuando este le contó lo sucedido mientras comían en Rules— hacer negocios de forma tradicional y civilizada.
Si había un lugar en el que Mike Martin no podía mostrar su rostro era en la base aérea de Edzell. Steve Hill era capaz de sacar a relucir esa lista de contactos que existe en todos los negocios y que se llama la «red de viejos amigos».
—No estaré en casa durante gran parte de este invierno —dijo su invitado a comer en el club de las Fuerzas Especiales—. Voy a intentar ver un poco más de sol caribeño. Supongo que podría prestarte mi casa.
—Pagaré el alquiler, por supuesto —dijo Hill—. Dentro de los límites que me permita mi modesto presupuesto.
—Esperamos quedarnos allí como mucho hasta mediados de febrero. Solo es para hacer unos seminarios de instrucción. Habrá un constante ir y venir de tutores, ya sabes a lo que me refiero. Nada… físico.
Martin voló de Londres a Aberdeen, donde lo esperaba un antiguo sargento del SAS al que conocía bien. Era un duro escocés que había querido regresar a los brezos de su tierra después de jubilarse.
—¿Qué tal está, jefe? —le preguntó el sargento, utilizando la antigua jerga de los hombres del SAS cuando se dirigían a un oficial. Echó el petate de Martin en la parte trasera del coche y salieron del aparcamiento del aeropuerto. Al llegar a las afueras de Aberdeen, se dirigió hacia el norte y tomó la A96 en dirección a Inverness. Las montañas de las Highlands escocesas los rodeaban a unos kilómetros de distancia. Cinco kilómetros después de cambiar de dirección, tomó un desvío a la izquierda de la carretera principal.
El cartel tan solo decía: KEMNAY. Atravesaron el pueblo de Monymusk y llegaron a la carretera Aberdeen-Alford. Cinco kilómetros después el Land Rover torció a la derecha, pasó por Whitehouse y se dirigió hacia Keig. Había un río junto a la carretera; Martin se preguntó si habría salmones o truchas… o ninguno de los dos.
Justo antes de Keig, el todoterreno cruzó el río y recorrió un camino particular largo y sinuoso. Después de pasar dos curvas vieron la mole de piedra de un antiguo castillo, asentada en un promontorio desde el que había una vista sensacional de las colinas y las cañadas.
Dos hombres salieron por la entrada principal, se acercaron y se presentaron.
—Gordon Phillips. Michael McDonald. Bienvenidos al castillo Forbes, residencia de lord Forbes. ¿Ha tenido un buen viaje, coronel?
—Llámame Mike. ¿Me estabais esperando? Angus no ha hecho ninguna llamada de teléfono.
—Bueno, de hecho teníamos a un hombre en el avión. Solo para asegurarnos —dijo Phillips.
Mike Martin gruñó. No se había dado cuenta de que lo seguían. Estaba desentrenado.
—No pasa nada, Mike —dijo McDonald, el hombre de la CIA—. Estás aquí. Ahora tienes a una serie de tutores que te van a prestar toda su atención durante dieciocho semanas. Ve a refrescarte y después de comer empezaremos con la primera sesión informativa.
Durante la guerra fría, la CIA mantuvo una cadena de «pisos francos» por todo Estados Unidos. En algunos casos eran apartamentos dentro de ciudades para celebrar conferencias discretas cuyos participantes no debían dejarse ver por las oficinas centrales. Otras eran refugios rurales, como por ejemplo granjas restauradas, donde los agentes que acababan de regresar de una misión estresante podían relajarse mientras daban parte detallado de las operaciones que habían llevado a cabo en el extranjero.
También había algunos lugares que se habían elegido por encontrarse en un lugar recóndito. Eran sitios en los que se podía retener bajo amable vigilancia a cualquier desertor soviético mientras se comprobaba la verosimilitud de sus intenciones, y donde el vengativo KGB, que tenía agentes en las embajadas o consulados soviéticos, no podía llegar hasta él.
Los veteranos de la Agencia aún se estremecen al recordar al coronel Yurchenko, que desertó en Roma y al que, por sorprendente que parezca, se le permitió cenar con su oficial superior en Georgetown. Fue al baño un momento y no regresó. El KGB había conseguido contactar con él y le recordó que aún tenía familia en Moscú. Presa de los remordimientos, fue tan estúpido como para tragarse las promesas de amnistía y desertó de nuevo. No se volvió a oír hablar de él.
Marek Gumienny, que se encontraba en la pequeña oficina de Langley desde donde se dirigen y mantienen todos los pisos francos, hizo una pregunta muy sencilla:
—¿Cuál es el refugio más remoto, perdido y en el que resulta más difícil entrar o salir?
Su colega promotor inmobiliario no tardó ni un segundo en responder.
—Lo llamamos la Cabaña. Es un lugar casi inaccesible que está perdido en la zona de Pasayten, cerca de la cordillera de las Cascadas.
Gumienny pidió toda la información y las fotografías disponibles. Al cabo de treinta minutos de recibir el expediente, tomó la decisión y dio las órdenes pertinentes.
Al este de Seattle, en unas tierras casi vírgenes del estado de Washington, se alzan unas montañas altas, cubiertas de bosques y de nieve en invierno, conocidas como las Cascadas. Dentro de los límites de las Cascadas hay tres zonas: el Parque Nacional, el área de explotación forestal y Pasayten. Las dos primeras tienen carreteras de acceso y alojamiento.
Cientos de miles de personas visitan el parque cada año mientras está abierto; una zona llena de caminos y senderos, unos adaptados para excursionistas y caballos, y otros para vehículos especiales. Los guardabosques conocen cada rincón como la palma de su mano.
La zona de explotación forestal se encuentra fuera de los límites públicos por motivos de seguridad, pero también tiene una red de caminos por los que los camiones suelen transportar los árboles talados hasta los puntos de entrega para los aserraderos. En la época más dura del invierno hay que cerrarlos todos porque la nieve imposibilita el paso a casi cualquier tipo de vehículo.
Sin embargo, al este de ambas zonas se extendía una densa área boscosa que llegaba hasta la frontera con Canadá. Es un lugar en el que no hay caminos, solo uno o dos senderos; en el extremo sur hay unas cuantas cabañas de madera, cerca del paso de Hart.
En invierno y en verano el parque natural rebosa de vida salvaje y caza; los pocos propietarios de cabañas de la zona acostumbran a veranear en el parque, pero al final de la estación lo cierran todo y regresan a sus mansiones urbanas. A buen seguro no hay ningún lugar en Estados Unidos tan inhóspito o apartado en invierno salvo, quizá, el área que queda al norte de Vermont y que se conoce como «el Reino»; un lugar en el que puede desaparecer un hombre y no ser localizado hasta que empieza el deshielo, en primavera.
Unos años atrás, se puso a la venta una cabaña de madera y la CIA se hizo con ella. Fue una compra impulsiva de la que se arrepintió más tarde, a pesar de que algunos altos cargos de la Agencia la usaron para pasar las vacaciones de verano. En octubre, cuando Marek Gumienny pidió información al respecto, estaba cerrada a cal y canto. A pesar de que se acercaba el invierno y de los costes que supondría, exigió que la abrieran y que se iniciara la reconstrucción.
—Si es lo que quiere… —dijo el jefe de la oficina inmobiliaria—. ¿Por qué no usa el Centro de Detención del Noroeste de Seattle?
A pesar de que estaba hablando con un colega, a Gumienny no le quedó más remedio que mentir.
—No es solo cuestión de mantener a uno de los activos más importantes alejado de las miradas curiosas, ni de evitar que escape. Debo tener en cuenta su integridad. Incluso en cárceles de máxima seguridad ha habido muertes.
El jefe de pisos francos captó el mensaje. Como mínimo, eso es lo que creyó. Tenía que ser un lugar totalmente invisible y a prueba de fugas. Y que pudiera ser autosuficiente durante un período mínimo de seis meses. No era su especialidad. Hizo entrar al equipo que había diseñado el sistema de vigilancia de la temible prisión de máxima segundad de bahía Pelican.
Para empezar, la cabaña era casi inaccesible. Una carretera en estado muy precario se adentraba unos cuantos kilómetros al norte del pequeño pueblo de Mazama y luego se acababa, cuando aún faltaban más de quince kilómetros para llegar hasta la casa. La única solución consistía en usar helicópteros. Gracias al poder que le habían conferido, Marek Gumienny se apropió de un helicóptero Chinook para cargas pesadas de la base de las Fuerzas Aéreas McChord, situada al sur de Seattle, con la intención de usarlo como caballo de tiro.
El equipo de construcción estaba formado por miembros del cuerpo de ingenieros; los materiales los compraron en la zona, aconsejados por la policía estatal. Todo el mundo recibía el mínimo de información necesaria para llevar a cabo su tarea y corría la leyenda de que estaban convirtiendo la cabaña en un centro de investigación de altísima seguridad. La verdad es que iba a convertirse en una cárcel para un solo hombre.
En el castillo Forbes, los preparativos se iniciaron con una intensidad que fue aumentando con el paso de los días. Mike Martin tuvo que cambiar su ropa occidental por unas vestiduras y un turbante pastún. Además, tenía que dejar que el pelo y la barba le crecieran tanto como fuera posible.
Al ama de llaves le permitieron quedarse; al igual que Héctor, el jardinero, no tenía el menor interés por los invitados del terrateniente. El tercer residente era Angus, el antiguo sargento del SAS que se había convertido en el administrador inmobiliario, o factor, de lord Forbes. Si un intruso hubiera intentado entrar en la propiedad, habría sido una decisión muy imprudente, dado que Angus merodeaba por el lugar.
Por lo demás, los «invitados» iban y venían, excepto dos que debían permanecer siempre allí. Uno era Nayib Qureshi, afgano de nacimiento; había sido maestro en Kandahar y había pedido asilo en Gran Bretaña; poco después consiguió la nacionalidad británica, y se convirtió en traductor del GCHQ, en Cheltenham. Lo habían liberado de sus tareas para trasladarlo al castillo Forbes. Era el profesor de lengua y de todas las formas de comportamiento que cabría esperar en un pastún. Mike empezó a recibir lecciones de lenguaje corporal, expresividad, de cómo ponerse en cuclillas, comer, andar y de las posturas para rezar.
El otro «invitado» era la doctora Tamian Godfrey; tenía sesenta y pocos años, y llevaba el pelo canoso recogido en un moño; había estado casada durante años con un oficial de alto rango del servicio de seguridad, el MI5, hasta su muerte, dos años atrás. Puesto que era «una de los nuestros», como decía Steve Hill, conocía los procedimientos de seguridad, sabía que no debía informar nunca más de lo necesario, y no tenía la más mínima intención de mencionar a nadie su presencia en Escocia.
Es más, sin que tuvieran que decirle nada, entendió que el hombre al que estaba instruyendo iba a embarcarse en una peligrosa misión, por lo que Tamian se concienció para que no cometiera jamás un error por culpa de algo que ella hubiera podido olvidar. Era una experta en el Corán; poseía un conocimiento enciclopédico sobre el libro sagrado y su dominio del árabe era impecable.
—¿Has oído hablar de Muhammad Asad? —le preguntó a Martin, que admitió no conocerlo—. Entonces empezaremos con él. Su nombre de nacimiento era Leopold Weiss, se trata de un judío alemán que se convirtió al islam y llegó a ser uno de sus mayores eruditos. Escribió el que, a buen seguro, es uno de los mejores comentarios sobre al-Isra, el viaje de Arabia a Jerusalén y, de ahí, al cielo. Esta fue la experiencia que instituyó las cinco plegarias diarias, piedra angular de la fe. De niño, habrías estudiado esto en la madrasa, y tu imam, al ser wahabí, te habría enseñado que se trató de un viaje real y físico, no de una visión en un sueño. Así que tú crees lo mismo. Y, ahora, las plegarias diarias. Repite conmigo…
Nayib Qureshi quedó impresionado. «Sabe más sobre el Corán que yo mismo», pensó.
Para hacer ejercicio se equiparon bien y se fueron a caminar por la montaña, seguidos por Angus, que llevaba su fusil de caza.
A pesar de que sabía árabe, Mike Martin se percató de lo mucho que le quedaba por aprender. Nayib Qureshi le enseñó a hablarlo con acento pastún, ayudándose de las grabaciones que se habían hecho de Izmat Jan hablando en árabe con los otros prisioneros de Camp Delta con la intención de averiguar lo que sabía. No revelaron nada de interés, pero para el señor Qureshi ese acento era de gran valor porque podía enseñar a su pupilo a imitarlo.
Aunque Mike Martin había pasado seis meses con los muyahidin en las montañas durante la ocupación soviética, aquello había ocurrido diecisiete años atrás y había olvidado gran parte de lo aprendido. Qureshi le hablaba en pastún, aunque estuvieron de acuerdo desde el principio en que Martin nunca podría hacerse pasar por pastún entre miembros de esa etnia.
Lo que había que tener en cuenta eran los dos aspectos más importantes: las plegarias y lo que le había ocurrido en la bahía de Guantánamo. La CIA fue el principal suministrador de interrogadores en Camp Delta; Marek Gumienny había dado con tres o cuatro que habían estado relacionados con Izmat Jan desde el momento de su llegada.
Michael McDonald regresó en avión a Langley con la intención de pasar varios días con estos hombres, sonsacarles todos los detalles que pudieran recordar y hacerse con las notas y cintas que habían grabado. La tapadera que prepararon fue que se estaba meditando la posibilidad de liberar a Izmat Jan al considerar que ya no representaba ningún peligro, y Langley quería asegurarse de ello.
Todos los interrogadores afirmaron categóricamente que el guerrero pastún de las montañas y comandante talibán era el hombre más duro de todos los detenidos. Había confesado pocas cosas, no se había quejado de nada, había cooperado lo imprescindible y había aceptado todas las privaciones y castigos con estoicismo. Sin embargo, todos estaban de acuerdo en que, cuando miraban aquellos ojos negros, sabían que se moría de ganas de arrancarles la cabeza.
Cuando obtuvo todo lo que quería, regresó volando con el Grumman de la CIA y aterrizó en la base aérea de Edzell. Ahí lo recogió un coche y lo llevó al castillo de Forbes, donde informó de todo a Mike Martin.
Tamian Godfrey y Nayib Qureshi se concentraron en las oraciones diarias. Martin tendría que pronunciarlas delante de otras personas, y más le valía hacerlo bien. Según Nayib, había un rayo de esperanza. No era árabe de nacimiento; el Corán solo estaba en árabe clásico y en ningún idioma más. Si se equivocaba en una palabra podría considerarse un error de pronunciación. Pero para un niño que se había pasado siete años en una madrasa, una frase entera era demasiado. De modo que, mientras Nayib se alzaba e inclinaba hacia delante, con la cabeza pegada a la alfombra, y Tamian Godfrey se mantenía sentada en una silla (debido a su artrosis), recitaban una y otra vez las plegarias.
En la base aérea de Edzell también se hacían progresos, ya que un equipo técnico angloestadounidense estaba llevando a cabo la interconexión de todos los servicios de inteligencia de Gran Bretaña y Estados Unidos para formar una sola red. El alojamiento y las instalaciones estaban listas y ya funcionaban. Cuando la Armada estadounidense la ocupaba, la base había tenido, además de las viviendas y las oficinas, una bolera, un salón de belleza, una charcutería, una oficina de correos, un campo de béisbol, un gimnasio y un cine. Gordon Phillips, consciente del presupuesto que tenía y de que Steve Hill iba a vigilarlo de cerca, dejó todas esas frivolidades en el estado de abandono en que las encontró.
La RAF envió a personal para que se encargara de las comidas y a un regimiento para que se ocupara de las cuestiones de seguridad. Nadie dudaba de que la base se estaba convirtiendo en un puesto de seguimiento de traficantes de opio.
De Estados Unidos partieron aviones Galaxy y Starlifter con unos sistemas de escucha que cubrían todo el mundo. No fue necesario reclutar a traductores de árabe, ya que esa tarea se realizaría en el GCHQ de Cheltenham y en Fort Meade. Ambos lugares estarían en contacto permanente y seguro con Palanca, el nombre en clave que había recibido el nuevo puesto de escucha.
Antes de Navidad, los doce ordenadores de las estaciones de trabajo ya estaban conectados. Constituirían el centro neurálgico, y seis operadores los controlarían día y noche.
El Centro Palanca nunca fue diseñado como una agencia de inteligencia nueva, sino como la base de una operación a corto plazo y «de dedicación exclusiva» (es decir, con un único objetivo), con la que cooperarían todas las agencias británicas y estadounidenses sin restricciones ni retrasos, gracias a la autoridad de John Negroponte.
Para cumplir con sus objetivos, los ordenadores de Palanca estaban equipados con líneas BRENT ISDN ultraseguras, con dos claves BRENT para cada estación. Cada uno tenía su propio disco duro extraíble, que se quitaría cuando no fuera usado y se almacenaría en un lugar seguro.
Los ordenadores de Palanca estaban conectados directamente con el sistema de comunicaciones de la Oficina Central, tal era la expresión usada para referirse al cuartel general del SIS de Vauxhall Cross, y con Grosvenor, el término empleado para referirse al puesto de la CIA de la embajada estadounidense de Londres, situada en la plaza Grosvenor.
Para evitar toda interferencia no deseada, la dirección de comunicaciones de Palanca estaba encriptada bajo un código de acceso STRAP3 con una lista Bigot limitada, en la que solo había algunos oficiales de alto rango, y en número muy reducido.
La estación Palanca empezó a escuchar todo lo que se decía en Oriente Próximo, en árabe y en el mundo del islam. Solo hacía lo que ya estaban haciendo otros, pero había que mantener las apariencias.
Cuando Palanca entró en funcionamiento asumió otra misión. Aparte del sonido, también estaba interesada en la visión. A la recóndita base aérea escocesa también llegaban las imágenes que la Oficina de Reconocimiento Nacional recogía gracias a sus satélites Keyhole KH-11 en el mundo árabe, y gracias a los aviones de espionaje Predator, cada vez más utilizados, cuyas imágenes de alta definición tomadas a seis mil metros de altura llegaban al centro de mando del ejército estadounidense, o CENTCOM; su cuartel general estaba situado en Tampa, Florida.
Algunas de las mentes más perspicaces de Edzell se dieron cuenta de que Palanca ya estaba lista y esperaba algo, pero no sabían a ciencia cierta qué.
Poco antes de la Navidad de 2006, el señor Alex Siebart, de Siebart and Abercrombie, volvió a ponerse en contacto con el señor Lampong en el despacho de su compañía indonesia, con la intención de proponerle uno de los dos cargueros registrados en Liverpool y que consideraba adecuados para sus propósitos. Por casualidad, ambos eran propiedad de la misma pequeña compañía de transporte y la empresa de Siebart and Abercrombie los había fletado anteriormente en nombre de unos clientes que habían quedado muy satisfechos. McKendrick Shipping era un negocio familiar; llevaba un siglo en la marina mercante. El jefe de la compañía era el patriarca, Liam McKendrick, que capitaneaba el Countess of Richmond; su hijo Sean, capitaneaba el otro.
El Countess of Richmond era un carguero de ocho mil toneladas, enarbolaba la Enseña Roja, tenía un precio razonable y estaría disponible para zarpar de un puerto británico el 1 de marzo.
Lo que Alex Siebart no dijo fue que había recomendado encarecidamente el contrato a Liam McKendrick si se ajustaba a sus planes, y el viejo capitán estuvo de acuerdo. Si Siebart and Abercrombie podía encontrarle otro cargamento para transportar de Estados Unidos al Reino Unido, sería una travesía muy agradable y rentable que acabaría en primavera.
Sin que Siebart ni McKendrick lo supieran, el señor Lampong se puso en contacto con uno de sus enlaces de la ciudad británica de Birmingham, un académico de la Universidad de Aston, que fue en coche hasta Liverpool. Con unos prismáticos de alta potencia examinó al Countess of Richmond con todo detalle, y tomó más de cien fotografías desde distintos ángulos gracias a un objetivo de largo alcance. Una semana más tarde, el señor Lampong mandó un mensaje de correo electrónico al señor Siebart. Le pidió disculpas por el retraso y le explicó que había estado en el interior, examinando sus aserraderos, pero le dijo que el Countess of Richmond le parecía un carguero adecuado. Sus amigos de Singapur le informarían de los detalles del cargamento de limusinas que debían transportar del Reino Unido a Extremo Oriente.
En realidad, los amigos de Singapur no eran chinos, sino malaisios; y no eran unos simples musulmanes, sino unos islamistas ultrafanáticos. Habían extraído los fondos de una cuenta abierta en Bermudas por el difunto Tawfik al-Qur, que había depositado el dinero original antes de hacer una transferencia con un pequeño banco privado de Viena que no sospechaba nada. Ni tan siquiera tenían intención de perder dinero con las limusinas, ya que recuperarían la inversión cuando las vendieran, una vez que hubieran cumplido con su objetivo.
La explicación de Marek Gumienny a los interrogadores de la CIA de que Izmat Jan iba a comparecer para ser juzgado no era falsa. Tenía intención de organizar ese juicio y de conseguir la absolución y su puesta en libertad.
En 2005, un tribunal de apelación estadounidense había decretado que los derechos de los prisioneros de guerra no incluían a los miembros de al-Qaida. El tribunal federal había confirmado la intención del presidente Bush de poner en marcha tribunales militares especiales para los sospechosos de terrorismo. Por primera vez en cuatro años, eso les dio la oportunidad a los detenidos de tener abogado defensor. Gumienny pretendía que la defensa de Izmat Jan esgrimiera el argumento de que nunca había pertenecido a al-Qaida, sino que había servido como oficial del ejército afgano, aunque en realidad era talibán, y que no tuvo nada que ver con los atentados del 11-S ni con el terrorismo islamista. Y tenía intención de que el tribunal lo aceptara.
Todo aquello exigiría que John Negroponte, como director de la Inteligencia Nacional, le pidiera a su colega Donald Rumsfeld, como secretario de Defensa, que «tuviera una charla» con los jueces militares del caso.
La pierna de Mike Martin se estaba curando como estaba previsto. Cuando leyó el pequeño dossier sobre Izmat Jan, tras la charla en el huerto, se dio cuenta de que el pastún nunca había descrito cómo se había hecho la cicatriz del muslo derecho. Martin no vio ningún motivo para mencionarlo. Pero cuando Michael McDonald regresó de Langley con información más detallada sobre los varios interrogatorios de Izmat Jan, le preocupó que los interrogadores hubieran presionado al afgano para que les diera una explicación sobre la cicatriz y nunca lo hubiera hecho. Si, por casualidad, cualquier miembro de al-Qaida conocía la existencia de la cicatriz y Mike Martin no la llevaba, la habría «pifiado».
Martin no planteó ninguna objeción cuando se le comentó que tendría que ser intervenido: ya lo había imaginado. Un cirujano viajó en avión de Londres a Edzell y, de ahí, uno de los helicópteros recién adquiridos, un Bell Jetranger, lo transportó hasta los jardines del castillo de Forbes. Era el cirujano de la calle Harley, que tenía todos los permisos de seguridad y en quien podían confiar para que extrajera alguna bala de vez en cuando sin contarle nada a nadie.
Se hizo todo con anestesia local. La incisión fue sencilla, ya que no había ninguna bala ni fragmento que extraer. El problema era lograr que sanara en pocas semanas y que no pareciera una cicatriz reciente.
El cirujano, James Newton, extirpó una pequeña cantidad de tejido subcutáneo alrededor de la incisión para que fuera más profunda, como si le hubieran sacado algo, y le dejó una concavidad. La sutura se hizo con puntos grandes, torpes y torcidos, de modo que juntaran los bordes de la herida para que se arrugara a medida que se curaba. Intentó que pareciera un trabajo hecho en un hospital de campaña de una cueva, y puso seis puntos.
—Tienes que entenderlo —dijo cuando se iba—. Si un cirujano ve eso, seguramente se dará cuenta de que no puede tener quince años. Pero una persona sin experiencia quirúrgica no sospechará. Necesitará doce semanas para cicatrizar por completo.
Estaban a principios de noviembre. En Navidad, la naturaleza y el cuerpo de un hombre de cuarenta y cuatro años que estaba en una excelente forma habían hecho un magnífico trabajo. Ya no estaba hinchada y el hematoma había desaparecido.