Izmat Jan seguía al mando en la región norte, en el frente de Badajshán, cuando empezó la lluvia de bombas en Kabul. Mientras el mundo estudiaba las características de la capital de Afganistán y las tácticas de distracción en el sur, las Fuerzas Especíales estadounidenses entraron en la región de Badajshán para ayudar al general Fahim, que había tomado el mando del ejército de Masud. Era el lugar donde se iba a desarrollar la lucha de verdad; lo demás eran fuegos artificiales para distraer a los medios de comunicación. La clave iba a ser el ejército de tierra de la Alianza del Norte y el poderío aéreo estadounidense.
Sin tan siquiera llegar a despegar, las endebles fuerzas aéreas afganas se volatilizaron. Sus tanques y artillería, al menos los que eran descubiertos por las fuerzas aliadas, eran «eliminados». Convencieron al uzbeko Rashid Dostum, que había pasado varios años en un lugar seguro al otro lado de la frontera, para que regresara y abriera un segundo frente en el noroeste para echar una mano al frente de Fahim, en el nordeste. Y en noviembre empezó la gran ofensiva. La clave era la señalización de objetivos, la tecnología que ha revolucionado silenciosamente el mundo bélico desde la primera guerra del Golfo, en 1991.
Escondidos entre las fuerzas aliadas, los hombres de las fuerzas especiales utilizan prismáticos de largo alcance para identificar las posiciones semienterradas del enemigo, cañones, tanques, depósitos de munición, reservas, provisiones y refugios fortificados de mando. Cada uno es señalado o «pintado» con un punto infrarrojo gracias a un proyector de hombro mientras que, por radio, se organiza el ataque aéreo.
Los encargados de llevar a cabo los ataques para destruir al ejército talibán que se enfrentaba a la Alianza del Norte eran bien los cazas de los portaaviones estadounidenses de la costa, bien los A-10, conocidos como los «cazadores de tanques», que despegaban desde Uzbekistán. Unidad tras unidad, gracias a las bombas y a los misiles, que no podían fallar ya que seguían un rayo infrarrojo, el ejército talibán fue liquidado y los tayikos emprendieron la ofensiva para confirmar el triunfo.
Izmat Jan tuvo que batirse en retirada una y otra vez tras perder todas las posiciones que iba tomando. El ejército talibán del norte había empezado con más de treinta mil soldados, pero sufría mil bajas diarias. No había medicamentos, ni médicos y tampoco hubo evacuación. Los heridos solo podían rezar y caían como moscas. Gritaban «Allabu akbar» y cargaban contra muros de balas.
Hacía tiempo que el ejército talibán se había ido quedando sin los voluntarios originarios. Quedaban pocos. Las brigadas de reclutamiento talibanes habían obligado a decenas de miles de hombres a alistarse, pero muchos no querían luchar. El número de fanáticos de verdad iba menguando. A Izmat Jan no le quedaba más alternativa que retirarse, convencido cada vez más de que si intentaba mantenerse en primera línea de todas las batallas, no duraría mucho. El 18 de noviembre llegó a la ciudad de Kunduz.
Debido a una de esas casualidades de la historia, Kunduz es un pequeño enclave de la etnia galzai, de origen pastún, en medio de un mar de tayikos y hazaras. De modo que el ejercito talibán pudo hallar refugio ahí, hasta que finalmente decidió rendirse.
Para los afganos, una rendición negociada no tiene nada de deshonroso y, en cuanto alcanzan un acuerdo, siempre respetan las condiciones. El ejército talibán entero se rindió al general Fahim, que aceptó la rendición siguiendo los consejos de los asesores estadounidenses.
Entre los talibanes había dos grupos no afganos. Uno de esos grupos estaba formado por seiscientos árabes, todos devotos de Osama bin Laden, que los había enviado allí. Ya habían muerto más de tres mil árabes, y la actitud estadounidense era que no iban a derramar ni una sola lágrima si los demás también iban a hacer compañía a Alá.
Asimismo, había unos dos mil paquistaníes que iban a poner en un claro aprieto a Islamabad si alguien los descubría. Tras el 11-S, al presidente paquistaní, el general Musharraf, no le quedó la más mínima duda de que debía elegir: o se convertía en un aliado entregado de Estados Unidos, con lo que recibiría miles de millones de dólares en ayudas, o seguía apoyando, mediante los ISI, a los talibanes y, por lo tanto, a Bin Laden, y pagaba las consecuencias. Eligió la primera opción.
Sin embargo, los ISI aún tenían un pequeño ejército de agentes dentro de Afganistán, y los voluntarios paquistaníes que luchaban con los talibanes no iban a ocultar que los habían animado a ir hacia el norte. Durante tres noches, un puente aéreo secreto devolvió a la mayoría a Pakistán.
En otro acuerdo secreto, unos cuatro mil prisioneros fueron vendidos por distintas cantidades de dinero, según su importancia, a Estados Unidos y Rusia. Los rusos querían a todos los chechenos y, como favor a Tashkent, a cualquier uzbeko que se hubiera alzado contra el régimen de Urbekistán.
El ejército que se rindió estaba formado por más de catorce mil hombres, pero esta cifra descendía rápidamente. Al final, la Alianza del Norte anunció a los medios de comunicación de todo el mundo que se dirigían en tromba hacia el norte para cubrir la guerra de verdad, que solo tenía ocho mil prisioneros.
Luego se decidió entregar a cinco mil hombres más al comandante uzbeko, el general Dostum, que tenía la intención de llevárselos al oeste, a Sheberghan, dentro de su territorio. Los metieron en contenedores de mercancías de acero sin comida ni agua, tan apretados que solo podían estar de pie y tenían que esforzarse para alcanzar la bolsa de aire que había sobre ellos. En algún momento de su viaje hacia el oeste, alguien decidió hacer agujeros para que les entrara aire. Lo hicieron con unas ametralladoras que no pararon de disparar hasta que dejaron de oírse gritos.
De los aproximadamente tres mil hombres restantes, se seleccionó a los árabes. Provenían de todas las partes del mundo musulmán: había saudíes, yemeníes, marroquíes, argelinos, egipcios, jordanos y sirios. Los uzbekos ultrarradicales quedaron a merced de Tashkent, así como la mayoría de los chechenos, pero unos pocos habían conseguido quedarse. A lo largo de la campaña, los chechenos se habían ganado la reputación de ser los más fieros, crueles y suicidas de todos.
Los otros dos mil cuatrocientos prisioneros quedaron en manos de los tayikos y no se ha vuelto a saber nada de ellos desde entonces. Uno de los encargados de hacer la selección habló en árabe con Izmat Jan y, como respondió en esa misma lengua, lo tomaron por árabe. No llevaba insignias, tenía un aspecto mugriento, desastrado, hambriento y exhausto. Cuando le dieron un empujón para que avanzara en cierta dirección, estaba demasiado cansado para quejarse. Así que acabó siendo uno de los seis afganos del grupo destinado a Mazar-e Sharif, que debía acabar en las manos de Dostum y sus uzbekos. Por aquel entonces, los medios de comunicación occidentales seguían la acción más de cerca y los prisioneros recibieron un salvoconducto de la ONU, cuya delegación acababa de llegar a la zona.
Se buscaron camiones para el transporte, y los seiscientos hombres fueron llevados por un camino lleno de baches hacia Mazar. Pero su destino final no iba a ser la ciudad, sino una inmensa cárcel fortaleza, situada a quince kilómetros al oeste.
De modo que llegaron a la boca del infierno, el fuerte de Qala-i Jangi.
La conquista de Afganistán, si se tiene en cuenta desde la primera bomba hasta la caída de Kabul a manos de la Alianza del Norte, duró unos cincuenta días, pero las fuerzas especiales de los países aliados llevaban operando en Afganistán desde mucho antes. Mike Martin ansiaba ir con ellos, pero la embajada británica de Islamabad se mantuvo firme en su decisión de que lo necesitaba para que hiciera de puente con los mandamases del ejército paquistaní.
No pudo moverse de Islamabad hasta que cayó Bagram. Estaba claro que esta inmensa base aérea ex soviética, situada al norte de Kabul, iba a ser una baza importante para los aliados durante la posible ocupación. Los aviones talibanes que había eran un montón de chatarra y la torre de control estaba en ruinas. Pero tanto la inmensa pista de aterrizaje, como los numerosos hangares y los barracones donde vivió la guarnición soviética podían reconstruirse con tiempo y dinero.
El aeropuerto fue ocupado la tercera semana de noviembre y el escuadrón anfibio especial (SBS) se instaló en él para reclamar su propiedad. Mike Martin utilizó la noticia como excusa para ir al aeródromo de Rawalpindi y pedir a los estadounidenses que lo llevaran a echar un vistazo al lugar, según sus propias palabras.
Era un lugar inhóspito e incómodo, pero el SBS había «liberado» un hangar antes de que los estadounidenses llegaran al lugar, y ya lo habían habilitado para protegerse del gélido viento.
Los soldados poseen un gran talento para lograr crear lo más parecido a un hogar en los lugares más extraños, y las fuerzas especiales son los mejores porque acostumbran a encontrarse en lugares más raros que la mayoría. La unidad del SBS formada por veinte hombres había salido a buscar algo con sus grandes Land Rovers y regresaron con unos contenedores de mercancías de acero que metieron en el hangar.
Con unos cuantos bidones, unas planchas de metal y buenas intenciones crearon su alojamiento, con camas, sofás, mesas, luces eléctricas y, lo que es más importante, un generador eléctrico para enchufar la tetera y poder preparar té.
La mañana del 26 de noviembre el comandante en jefe dio la noticia a sus hombres:
—Parece que está ocurriendo algo en un lugar llamado Qala-i Jangi, al oeste de Mazar. Por lo que se sabe, algunos prisioneros se han sublevado, han cogido las armas de los guardias y están ofreciendo resistencia. Creo que deberíamos ir a echar un vistazo.
Se eligió a seis marines, a los que les asignaron dos Land Rovers cargados de combustible. Cuando estaban a punto de partir, Martin preguntó:
—¿Os importa que os acompañe? Tal vez no os venga mal un intérprete.
El oficial al mando de la pequeña unidad SBS era un capitán de los marines. Martin era un coronel de paracaidistas. No hubo ninguna objeción. Mike subió al segundo vehículo, junto al conductor. Tras él, había dos marines agachados con ametralladoras del calibre 30. El viaje, de unas seis horas, los llevó por el paso de Salang hacia las llanuras del norte, por la ciudad de Mazar hasta llegar al fuerte de Qala-i Jangi.
El motivo concreto que desencadenó la matanza de prisioneros no quedó claro en su momento, y nunca lo quedará. Pero existen pruebas convincentes.
Los medios de comunicación occidentales, que nunca se avergüenzan de tergiversar algunas informaciones, se obstinaron en llamar talibanes a los prisioneros. Eran justo lo contrario. Eran, con la excepción de los seis afganos incluidos por accidente, el ejército derrotado de al-Qaida. Como tal, habían ido a Afganistán para llevar a cabo el yihad: matar y morir. Los que iban metidos en camiones, hacia el oeste de Kunduz, eran los seiscientos hombres más peligrosos de Asia.
Lo que encontraron en Qala fueron cien uzbekos que apenas habían recibido entrenamiento y que estaban a las órdenes de un comandante incompetente. El propio Rashid Dostum había desaparecido; su segundo, Sayid Kamel, era quien estaba al mando.
Entre los seiscientos hombres había unos sesenta que pertenecían a tres categorías no árabes. Había chechenos que, al sospechar en Kunduz que ser incluidos en el envío para los rusos los conduciría a una muerte segura, evitaron la matanza selectiva. Había uzbekos antitayikos que también se habían dado cuenta de que en Uzbekistán solo les aguardaba una muerte miserable, por lo que se escondieron. Y, luego, también había paquistaníes que tomaron la decisión errónea, ya que evitaron que los repatriaran a Pakistán, donde los habrían puesto en libertad.
Los demás eran árabes. Eran, a diferencia de muchos de los talibanes que se habían quedado en Kunduz, voluntarios. Y todos eran ultrafanáticos. Habían sido adiestrados en los campos de entrenamiento de al-Qaida; sabían cómo luchar con fiereza y habilidad. Y no tenían muchas ganas de vivir. Lo único que le pedían a Alá era la oportunidad de llevarse a unos cuantos occidentales, o amigos de occidentales, con ellos para morir como shahid, como mártires.
El fuerte de Qala no está construido como un fuerte occidental. Es un complejo de cuarenta mil metros cuadrados con espacios abiertos, árboles y edificios de una planta. Todo el espacio está rodeado por un muro de quince metros de alto, pero cada lado está construido en pendiente, de modo que cualquiera capaz de trepar puede subir por la rampa y echar un vistazo por encima del parapeto.
Estos anchos muros albergaban un laberinto de cuarteles, almacenes y corredores bajo los que había otro laberinto de túneles y bodegas. Los uzbekos lo habían capturado diez días atrás y parecían no saber que había un almacén de armas talibán y un polvorín en el extremo sur. Ahí fue donde encerraron a los prisioneros.
En Kunduz les habían quitado los fusiles y los lanzagranadas a los presos, pero nadie los cacheó. Si lo hubieran hecho, los captores se habrían dado cuenta de que casi todos los hombres llevaban una granada o dos escondidas entre la ropa. Así llegaron a Qala.
El primer indicio apareció la noche del sábado, a su llegada, lzmat Jan estaba en el quinto camión y oyó la explosión a cien metros de distancia. Uno de los árabes reunió a varios uzbekos a su alrededor e hizo detonar su granada. Estaba anocheciendo. No había luz. A la mañana siguiente, los hombres de Dostum decidieron cachear a los prisioneros. Los metieron en un barracón sin comida ni agua y los dejaron en cuclillas, rodeados por guardias armados pero muy nerviosos.
Al amanecer empezaron los cacheos. Los prisioneros, que aún se mostraban dóciles debido al cansancio que arrastraban de la batalla, dejaron que les ataran las manos a la espalda. Como no tenían cuerdas, los uzbekos usaron los turbantes de los prisioneros. Pero los turbantes no son cuerdas.
Fueron registrándolos uno a uno. Empezaron a salir pistolas, granadas y dinero. A medida que este se iba amontonando, Sayid Kamel y su segundo lo llevaban a una sala contigua. Un soldado uzbeko, que echó un vistazo por la ventana al cabo de un rato, vio que los dos hombres se quedaban con todo. El soldado entró para protestar y le dejaron bien claro que se esfumara. Pero volvió con un fusil.
Hubo dos prisioneros que lo vieron y que ya habían logrado soltarse las manos. Entraron en la sala después del soldado, cogieron el fusil y mataron a culatazos a los tres uzbekos. Como no había habido disparos, nadie se dio cuenta de nada, pero el barracón se estaba convirtiendo en un polvorín.
Los agentes de la CIA, Johnny «Mike» Spann y Dave Tyson, habían entrado en la zona y Spann empezó a realizar una serie de interrogatorios al aire libre. Estaba rodeado por seiscientos fanáticos cuya única ambición antes de reunirse con Alá era matar a un estadounidense. Poco después, un guardia uzbeko vio al árabe armado y dio un grito de alarma. El árabe disparó y lo mató. El polvorín estalló.
lzmat Jan estaba agazapado en el suelo, esperando a que le llegara el turno. Como muchos otros, tenía las manos libres. Mientras el soldado uzbeko caía, otros que estaban apostados en los muros abrieron fuego con sus metralletas. La carnicería acababa de empezar.
Más de cien prisioneros murieron maniatados en el suelo y así los encontraron cuando los observadores de la ONU pudieron entrar. Otros prisioneros desataron a sus vecinos para que pudieran luchar. lzmat Jan encabezó un grupo, en el que también estaban sus cinco compañeros afganos, que se dirigió a toda prisa hacia el lado sur, esquivando a todo el mundo, donde sabía que se encontraba el arsenal gracias a su visita anterior, cuando el fuerte estaba en manos de los talibanes.
Veinte árabes que estaban cerca de Mike Spann se abalanzaron sobre él y lo mataron a puñetazos y patadas. Dave Tyson vació el cargador de su pistola contra la muchedumbre, mató a tres hombres, oyó el sonido del percutor al golpear una recámara vacía y tuvo la suerte de llegar a la puerta principal justo a tiempo.
Al cabo de diez minutos, la zona al aire libre del complejo estaba vacía salvo por los cadáveres y los heridos, que se quedaron tirados en el suelo, llorando, hasta que murieron. Los uzbekos se encontraban fuera del muro, la puerta principal se cerró de golpe y los prisioneros estaban dentro. El asedio había empezado; iba a durar seis días y nadie tenía intención de hacer prisioneros. Cada bando estaba convencido de que el otro había roto los términos de la rendición, pero eso por entonces ya no importaba.
La puerta del arsenal fue derribada fácilmente y repartieron el tesoro. Había suficiente para pertrechar a un pequeño ejército y reabastecer a quinientos hombres. Tenían fusiles, granadas, lanza-granadas y morteros. Después de coger todo lo que pudieron, avanzaron por los túneles y pasillos hasta que lograron hacerse con la fortaleza. Cada vez que uno de los uzbekos del exterior asomaba la cabeza por el parapeto, un árabe le disparaba a través de una rendija desde el otro lado del complejo.
Los hombres de Dostum no tuvieron más opción que pedir ayuda con urgencia, que llegó en forma de cientos de uzbekos enviados por el general Dostum, quien se dirigió a toda prisa a Qala~i Jangi. También estaban de camino un grupo de boinas verdes estadounidenses, cuatro hombres de Fort Campbell, Kentucky, un hombre de las fuerzas aéreas estadounidenses para ayudar en las tareas de coordinación aérea y seis de la 10.ª División de Montaña. Su tarea consistía, fundamentalmente, en observar, informar y organizar ataques aéreos para destruir la resistencia.
A media mañana, y procedentes de la base de Bagram, situada al norte de la capital de Kabul recién capturada, llegaron dos Land Rovers que transportaban a seis británicos del SBS y a un interprete, el teniente coronel Mike Martin del SAS.
El martes empezó a tomar forma el contraataque uzbeko. Protegidos por un sencillo tanque, volvieron a entrar en el complejo y empezaron a bombardear las posiciones rebeldes. Izmat Jan fue reconocido como comandante y lo pusieron al mando de un ala de la cara sur. Cuando el tanque abrió fuego, ordenó a sus hombres que se refugiaran en el sótano hasta que finalizara el bombardeo, momento en que volvieron a salir.
Sabía que solo era cuestión de tiempo. No había ninguna otra salida, ni posibilidad de obtener clemencia. Tampoco la quería. Al final, a la edad de veintinueve años, había encontrado el lugar donde iba a morir, un sitio tan bueno como cualquier otro.
Ese mismo martes también llegó el avión de ataque estadounidense. Los cuatro boinas verdes y el piloto estaban echados en el suelo, fuera del parapeto, sobre la rampa externa, eligiendo objetivos para los bombarderos. Esc día hubo treinta ataques y veintiocho de ellos dieron en el edificio donde se escondían los rebeldes. Cien de ellos murieron debido, en gran parte, al desprendimiento de rocas. Hubo dos bombas que no acertaron.
Mike Martin estaba a unos cien metros de donde se encontraban los boinas verdes cuando la primera bomba falló en su objetivo. Cayó justo en medio del círculo formado por cinco estadounidenses. De haber sido una bomba antipersona, todos habrían volado en pedazos. El hecho de que todos sobrevivieran y solo se les hubiera roto el tímpano y algunos huesos era un milagro.
La bomba era una J-DAM, una cazadora de refugios fortificados, diseñada para horadar cualquier superficie antes de explotar. Penetró doce metros en la gravilla antes de estallar.
La segunda bomba que falló en su objetivo fue aún más desafortunada. Eliminó el tanque uzbeko y el puesto de comando que había detrás.
El miércoles, los medios de comunicación occidentales ya habían llegado y se arremolinaron alrededor del fuerte o, como mínimo, en las cercanías. Tal vez no se dieron cuenta, pero su presencia fue el único factor que, al final, impidió que los uzbekos lograran acabar con todos los rebeldes.
En el transcurso de los seis días, veinte rebeldes decidieron arriesgarse e intentaron escapar al amparo de la noche, con la intención de huir a campo traviesa. Todos fueron capturados y linchados por campesinos hazara, que aún recordaban la carnicería que los talibanes cometieron contra su gente tres años atrás.
Mike Martin se encontraba sobre la rampa, mirando a través del parapeto, hacia las zonas al aire libre del complejo. Los cuerpos de los primeros días seguían en el mismo lugar y el hedor era ya insoportable. Los estadounidenses, con sus gorros negros de lana, iban con la cara descubierta, y las cámaras de televisión ya los habían grabado. Los siete británicos preferían el anonimato. Todos llevaban el shebagh aquella especie de pasamontañas de algodón para proteger de las moscas, la arena, el polvo y los curiosos. El miércoles empezó a cumplir otra función: la de filtro contra el hedor.
Poco antes de la puesta de sol, el único superviviente de la CIA, Dave Tyson, que había regresado después de estar un día en Mazar-e Sharif, fue lo bastante intrépido para entrar en el complejo con un equipo de televisión que estaba desesperado por filmar un reportaje que les permitiera ganar algún premio. Martin los observó mientras se deslizaban por el muro lejano. El marine J. estaba tumbado junto a él. De pronto, un grupo de rebeldes salió por una puerta oculta, agarró a los cuatro occidentales y los metió dentro.
—Alguien debería sacarlos de ahí —comentó el marine J. con un tono de lo más tranquilo. Echó un vistazo alrededor. Seis pares de ojos lo miraban sin decir nada.
Pronunció dos palabras muy sinceras, «Oh, mierda», saltó el muro, bajó por la rampa y recorrió el espacio abierto a toda prisa. Tres hombres del SBS entraron con él. Los otros dos y Martin hicieron de francotiradores para cubrirlos. Los rebeldes estaban recluidos en el muro sur. La estupidez de la acción que acababan de realizar los marines cogió a los rebeldes totalmente por sorpresa. No hubo disparos hasta que llegaron a la puerta de la pared más lejana.
El marine J. fue el primero en entrar. El SAS y el SBS practican el rescate de rehenes una y otra vez hasta que se convierte en algo casi inherente a su naturaleza. En Hereford, el SAS tiene la «casa de la muerte» para practicar; el SBS, por su parte, tiene la misma instalación en su cuartel general de Poole.
Los cuatro miembros del SBS entraron por la puerta sin ningún miramiento, identificaron a los tres rebeldes gracias a la ropa y la barba y dispararon. El procedimiento se llama «doble impacto»; dos balas en toda la cara. Los tres árabes no pudieron hacer ni un disparo ya que, además, miraban en la dirección opuesta. David Tyson y el equipo de la televisión británica prometieron que nunca mencionarían el incidente, y nunca lo han hecho.
El miércoles por la noche, Izmat Jan se dio cuenta de que él y sus hombres no podían quedarse en la superficie durante más tiempo. La artillería había llegado y empezaba a reducir a escombros la cara sur. Los sótanos eran su último recurso. El número de rebeldes supervivientes se había reducido a menos de trescientos.
Algunos de ellos decidieron no bajar: preferían morir bajo el cielo. Iniciaron un contraataque suicida que solo duró unos cien metros, aunque les permitió matar a unos cuantos uzbekos desprevenidos y de reflejos lentos. Pero luego la ametralladora de otro tanque uzbeko abrió fuego e hizo pedazos a los árabes. La mayoría eran yemeníes, aunque había algunos chechenos.
El jueves, y siguiendo consejo estadounidense, los uzbekos cogieron unos cuantos bidones de combustible que habían traído para su tanque y los vertieron por los conductos que llegaban al sótano. Luego le prendieron fuego.
Izmat Jan no estaba en aquella zona del sótano. El hedor de los cuerpos era más fuerte que el del combustible, pero oyó el ruido de la detonación y sintió el calor. Murieron más hombres, y los supervivientes salieron a trompicones de la nube de humo y se dirigieron hacia él. Todos se ahogaban y tenían arcadas. En el último sótano, con unos ciento cincuenta hombres a su alrededor, Izmat Jan cerró de golpe la puerta con pestillo para que no entrara humo. Al otro lado, el golpeteo de los hombres que agonizaban se fue haciendo cada vez más débil hasta que al final cesó. Sobre ellos, los obuses estallaban en las salas vacías.
La última bodega conducía a un pasillo, al final del cual los hombres pudieron respirar, por fin, aire fresco. Intentaron ver si había alguna salida, pero solo era un canalón que llevaba hasta allí el aire del exterior. Esa noche, al nuevo comandante uzbeko Din Muhammad se le ocurrió la idea de desviar una acequia hacia ese canalón. Tras las lluvias de noviembre, la acequia estaba llena y, el agua, helada.
A medianoche, el agua llegaba hasta la cintura de los hombres que quedaban. Debilitados por el hambre y el cansancio, empezaron a dejarse caer en el agua y a morir ahogados.
En la superficie, la delegación de la ONU acababa de tomar el mando de todo; estaba rodeada por los medios de comunicación y sus instrucciones fueron que era el momento de dar una oportunidad a los prisioneros. A través de los escombros de los edificios que se habían derrumbado, los últimos rebeldes podían oír las voces que, por los megáfonos, les decían que salieran desarmados y con las manos en alto. Después de veinte horas, los primeros rebeldes empezaron a dirigirse a trompicones hacia las escaleras. Al cabo de poco, los siguieron otros más. Y, al final, por fin derrotado, Izmat Jan, el último afgano que quedaba vivo, se unió a ellos.
Una vez en la superficie, tropezando con los bloques de piedra rotos que habían formado la cara sur, los últimos seis u ocho rebeldes se encontraron frente a un bosque de metralletas y lanzacohetes que los miraban. Bajo la luz del amanecer del sábado, parecían los espantapájaros de una película de terror. Mugrientos, apestosos, negros por el hollín de la cordita, harapientos, desastrados y con barba de varios días e hipotermia, se dirigieron al exterior tambaleándose; algunos incluso cayeron. Uno de ellos era Izmat Jan.
Al bajar de un montón de rocas, resbaló, estiró el brazo para mantener el equilibrio y se agarró a una roca. Se quedó con un trozo en la mano. Un joven uzbeko pensó que lo iba a atacar y disparó su lanzagranadas.
La granada le rozó la oreja al Afgano y dio contra una roca que tenía detrás. Esta se partió en mil trozos y uno de ellos, del tamaño de una bola de béisbol, le golpeó con una fuerza devastadora en la nuca.
No llevaba turbante, y ni siquiera sabía cuándo lo había perdido. La roca le habría destrozado el cráneo si le hubiera golpeado en un ángulo de noventa grados. Pero rebotó, le rebanó el cuero cabelludo y lo dejó en un estado cercano al coma. Cayó entre los escombros, mientras la sangre manaba a borbotones del corte. Los demás se dirigieron hacia los camiones que esperaban fuera.
Una hora más tarde, siete soldados británicos avanzaban por el complejo y tomaban notas. Mike Martin, como oficial de mayor rango y a pesar de que solo era el intérprete de la unidad, iba a tener que hacer un largo informe. Estaba contando los muertos, aunque sabía que había muchos, tal vez hasta doscientos, que se encontraban aún bajo tierra. Un cuerpo, en concreto, le interesó porque aún sangraba. Los cadáveres no sangran.
Le dio la vuelta al espantapájaros. La vestimenta no encajaba. Era ropa pastún. Se suponía que no debía haber ningún miembro de esa etnia allí. Le quitó el shebagh de la cabeza y le limpió la cara mugrienta. Le resultaba vagamente familiar.
Cuando sacó su machete, un uzbeko que lo observaba sonrió. Si el extranjero quería divertirse, ¿por qué no? Martin cortó la pernera del muslo derecho.
Aún seguía ahí, arrugada a causa de seis puntos, la cicatriz provocada por un fragmento de un proyectil soviético trece años atrás. Por segunda vez en su vida, se echó a Izmat Jan al hombro y se lo llevó. En la puerta principal encontró un Land Rover blanco con el logotipo de las Naciones Unidas.
—Este hombre está vivo pero herido —dijo—. Tiene una herida grave en la cabeza.
Después de cumplir su tarea, se subió al Land Rover del SBS y regresó a Bagram.
El equipo de rastreo estadounidense encontró al Afgano en el hospital de Mazar al cabo de tres días y solicitó permiso para interrogarlo. Lo llevaron en camión a Bagram, a la zona estadounidense de la inmensa base aérea, y fue allí donde, al cabo de dos días, recobró el conocimiento, lentamente y medio atontado, en el suelo de una celda prefabricada, helado y con los grilletes puestos, pero vivo.
El 14 de enero de 2003 llegaron a la bahía de Guantánamo los primeros detenidos, procedentes de Kandahar. Llevaban los ojos vendados, iban encadenados, y estaban hambrientos, sedientos y sucios. Izmat Jan era uno de ellos.
El coronel Mike Martin regresó a Londres la primavera de 2002 para pasar tres años como segundo jefe de Estado Mayor, en el cuartel general de la dirección de las Fuerzas Especiales, que estaba situado en el alcázar del duque de York, en Chelsea. Se retiró en diciembre de 2005 después de una fiesta en la que un grupo de amigos, entre los que se encontraban Jonathan Shaw, Mark Carleton-Smith, Jim Davidson y Mike Jackson, intentaron, sin conseguirlo, obligarlo a beber hasta que estuviera como una cuba. En enero de 2006, se compró un granero catalogado como patrimonio artístico en el valle de Meon, en el condado de Hampshire, y a finales de verano empezó a restaurarlo para convertirlo en una casa de campo.
Posteriormente, los informes de la ONU demostraron que quinientos catorce fanáticos de al-Qaida murieron en Qala-i Jan-gi y otros ochenta y seis sobrevivieron, a pesar de las heridas. Todos fueron trasladados a la bahía de Guantánamo. También murieron sesenta guardias uzbekos. El general Rashid Dostum pasó a ser el ministro de Defensa del nuevo gobierno afgano.