El regimiento de paracaidistas lo readmitió y nadie hizo preguntas porque esas eran las órdenes, pero Martin estaba empezando a adquirir reputación de bicho raro. Dos ausencias del servicio sin justificar, cada una de seis meses y en un período de cuatro años, dan pie a muchas miradas de soslayo durante el desayuno de cualquier unidad militar. En 1992 lo enviaron al Staff College de Camberley, y de ahí de nuevo al ministerio, pero como comandante.
Esta vez lo destinaron a la dirección de Operaciones Militares, como oficial de segundo grado de Estado Mayor del Departamento tres, encargado de los Balcanes. La guerra seguía con toda su crueldad, los serbios de Milosevic dominaban la situación y el mundo sentía asco al conocer las matanzas, conocidas como limpieza étnica. Irritado ante la total falta de acción, se pasó dos años vistiendo trajes oscuros y tomando el tren a diario para trasladarse de las afueras de Londres al centro de la ciudad.
Los oficiales que han servido en el SAS pueden realizar un segundo período de servicio, pero solo mediante invitación previa. Mike Martin recibió su llamada de Hereford a finales de 1994. Fue el regalo de Navidad que tanto había ansiado. Sin embargo, a Lucinda no le gustó demasiado.
No habían tenido hijos y sus carreras tomaban senderos opuestos. A Lucinda le habían ofrecido un importante ascenso; ella lo consideraba la oportunidad que solo se presenta una vez en la vida, pero implicaba irse a trabajar a la región de las Midlands. El matrimonio estaba sometido a una gran presión y Mike Martin había recibido órdenes de comandar el Escuadrón B-22.° de los SAS, y de trasladarse con él a Bosnia para llevar a cabo una serie de operaciones secretas. Al parecer, iban a formar parte de la misión de paz UNPROFOR de la ONU. De hecho, debían buscar y secuestrar a criminales de guerra. No tenía permiso para contarle los detalles a Lucinda, solo podía decirle que tenía que irse de nuevo.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Ella sospechaba que se trataba de un nuevo traslado a Arabia, de modo que le dio un ultimátum: o se quedaba con sus paracaidistas, el SAS y el maldito desierto, o se iba con ella a Birmingham como un matrimonio normal. Él lo meditó y se decantó por «el desierto».
Fuera de los aislados valles altos de las Montañas Blancas, el anciano jefe Yunis Jales murió y el partido Htzb-i Islami quedó bajo el control de Hekmatyar, cuya reputación de hombre cruel detestaba Izmat.
Cuando su hijo nació en febrero de 1994, el presidente Naji-bullah había caído pero seguía vivo, recluido en una casa de huéspedes de Kabul. Se suponía que lo había sucedido el profesor Rabbani, pero como era tayiko los pastunes no lo aceptaban. Fuera de Kabul, solo los señores de la guerra gobernaban sus dominios, pero el verdadero amo y señor era el caos y la anarquía.
Sin embargo estaba ocurriendo algo más. Tras la guerra soviética, miles de jóvenes afganos habían regresado a las madrasas paquistaníes para finalizar su educación. Otros, demasiado jóvenes para entrar en combate, cruzaron la frontera para intentar conseguir alguna educación, la que fuera. Lo que hallaron fueron años de lavado de cerebro wahabí. Ahora regresaban, pero su ideología era muy distinta de la de Izmat Jan.
A pesar de que el anciano Yunis Jales era un gran devoto, albergaba ciertos sentimientos de moderación en su interior, por lo que sus madrasas de los campamentos de refugiados habían enseñado el islam desde un punto de vista moderado. Otros se concentraron solo en los pasajes más agresivos de los versículos de la Espada que se encuentran en el Corán. Y el viejo Nuri Jan, a pesar de que también era devoto, también era humano y no veía ningún mal en cantar, bailar, en practicar deporte y en mostrar tolerancia hacia los demás.
Los que regresaron habían recibido una mala educación a cargo de imames muy poco cultos. No sabían nada de la vida, de las mujeres (la mayoría morían vírgenes), ni siquiera de sus propias culturas tribales, a diferencia de Izmat, cuyo padre le había transmitido esos conocimientos. Aparte del Corán, sólo conocían una cosa más: la guerra. La mayoría provenía del sur más profundo, donde se había adoptado una de las variantes más estrictas del islam de todo Afganistán.
En el verano de 1994, Izmat Jan y un primo abandonaron los valles altos para trasladarse a Jalalabad. Fue una visita corta, pero lo bastante larga para ser testigos de una matanza salvaje perpetrada por los seguidores de Hekmatyar en una aldea que se había negado a pagarle más tributos. Los dos viajeros se encontraron ante un espectáculo desolador: los hombres habían sido víctimas de torturas y asesinados; las mujeres, de palizas y la aldea estaba arrasada por las llamas. Izmat Jan estaba indignado. En Jalalabad aprendió que lo que acababa de presenciar era un hecho bastante habitual.
Entonces ocurrió algo en el sur. Desde la caída del gobierno central, por llamarlo de algún modo, el antiguo ejército afgano oficial se había puesto a las órdenes del señor de la guerra que pagara mejor. Fuera de Kandahar, algunos soldados se llevaron a dos chicas adolescentes a su campamento y las violaron en grupo.
El clérigo de la aldea, que también dirigía su propia escuela religiosa, se dirigió al campamento del ejército con treinta estudiantes y dieciséis rifles. A pesar de que pintaban bastos, les dieron una paliza a los soldados y colgaron al comandante del cañón de un tanque. El clérigo se llamaba Muhammad Ornar, o mulá Omar. Había perdido el ojo derecho en combate.
La noticia corrió como la pólvora. La gente empezó a acudir a él en busca de ayuda. Su grupo empezó a crecer y a responder a los llamamientos de la gente. No aceptaban dinero, no violaban a las mujeres, no robaban cosechas, no pedían recompensa alguna. Se convirtieron en héroes locales. En diciembre de 1994, doce mil hombres se habían unido a su grupo y habían adoptado el turbante negro del mulá. Se hacían llamar los estudiantes. En árabe, «estudiante» es talib. De vigilantes de aldea pasaron a ser movimiento y, cuando se apoderaron de la ciudad de Kandahar, se convirtieron en gobierno alternativo.
Mediante los ISI, cuya única función parecía consistir en urdir conspiraciones, Pakistán había intentado derrocar a los tayikos en Kabul prestando su apoyo a Hekmatyar, pero fracasó en repetidas ocasiones. Como varios musulmanes ultraortodoxos se habían infiltrado en los ISI, Pakistán cambió de táctica y pasó a apoyar a los talibanes. Gracias a la toma de Kandahar, el nuevo movimiento heredó un gran número de armas, tanques, vehículos acorazados, camiones, cañones, seis cazas MiG 21 y seis helicópteros de transporte de la antigua Unión Soviética. Empezaron a avanzar hacia el norte. En 1995, Izmat Jan abrazó a su mujer, dio un beso de despedida a su bebé y bajó de las montañas para unirse a ellos.
Más adelante, en el suelo de una celda en Guantánamo, recordaría que los días en la granja con su mujer y su hijo habían sido los más felices de su vida. Tenía veintitrés años.
Se había dado cuenta demasiado tarde de que los talibanes tenían su lado oscuro. En Kandahar, a pesar de que los pastunes habían sido muy devotos, la población estaba sometida al régimen más duro que el mundo del islam había visto jamás.
Todas las escuelas de chicas se cerraron de golpe. A las mujeres se les prohibió salir de casa si no era en compañía de un familiar masculino. Se decretó la obligatoriedad de llevar la burqa a todas horas; asimismo, se prohibió el tacón de las sandalias femeninas por considerarlo algo demasiado provocador.
También se prohibió cantar, bailar, tocar música, practicar deporte y hacer volar cometas, lo que había sido un pasatiempo nacional. Había que rezar cinco veces al día. Los hombres estaban obligados a llevar barba. Los encargados de hacer respetar el orden solían ser adolescentes fanáticos con turbantes negros que solo habían aprendido los versículos de la Espada, la crueldad y la guerra. De libertadores pasaron a ser tiranos, pero su avance fue imparable. Su misión consistía en destruir las influencias de los señores de la guerra, y como estos eran blanco del odio de la gente, la población acató esta nueva severidad. Como mínimo por fin había ley, orden, y se había acabado la corrupción, las violaciones y el crimen; solo reinaba una ortodoxia fanática.
El mulá Omar era un clérigo-guerrero, pero nada más. Tras iniciar su revolución con el ahorcamiento de un violador en un cañón, se retiró al aislamiento de su fortaleza sureña, en Kandahar. Sus seguidores parecían salidos de la Edad Media, y entre las muchas cosas que no reconocían se encontraba el miedo. Adoraban al mulá tuerto, y antes de la caída de los talibanes, ochenta mil hombres murieron por él. Lejos de aquella zona, en Sudán, el saudí alto y amable que controlaba a veinte mil árabes establecidos en Afganistán, observaba y aguardaba.
Izmat Jan se unió a un lashkar de hombres que provenían de su provincia, Nangarhar. Enseguida se ganó el respeto de todos porque era maduro, había luchado contra los rusos y lo habían herido.
El brazo armado de los talibanes no era un ejército de verdad; no tenía capitán general, Estado Mayor, cuerpo de oficiales, rangos ni infraestructura. Cada lashkar gozaba de cierta independencia y estaba sometido a la autoridad de un jefe tribal, que ejercía su dominio gracias a su personalidad, a su valor en combate y a su devoción religiosa. Como los guerreros musulmanes de los primeros califatos, acabaron con sus enemigos gracias a su valentía fanática, lo que les granjeó cierta reputación de invencibilidad, hasta el punto que sus adversarios se rendían a menudo sin necesidad de disparar un solo tiro. Cuando al final se encontraron con soldados de verdad, con las fuerzas del carismático tayiko Shah Masud, sufrieron un atroz número de bajas. Al no disponer de cuerpo médico, sus heridos morían al borde de la carretera. Pero aun así, siguieron avanzando.
Cuando llegaron a las puertas de Kabul negociaron con Masud, pero el líder tayiko se negó a aceptar sus condiciones y se retiró a sus montañas del norte, desde donde había luchado y desafiado a los rusos. De modo que empezó la siguiente guerra civil entre los talibanes y la Alianza del Norte de Masud el tayiko y Dostum el uzbeko. Era 1996. Solo Pakistán, que lo había organizado, y Arabia Saudí, que lo financió, reconocieron al nuevo y extraño gobierno de Afganistán.
Para Izmat Jan la suerte estaba echada. Su viejo aliado, Shah Masud, era ahora su enemigo. Más al sur del país, aterrizó un avión. Traía al saudí alto con quien había hablado ocho años atrás, en una cueva de Jaji, y al doctor gordinflón que le había sacado un trozo de acero soviético de la pierna. Ambos hombres se apresuraron a tributar homenaje al mulá Ornar, y le ofrecieron dinero y tecnología, con lo que se aseguraron su lealtad eterna.
Tras la entrada en Kabul de los talibanes, se interrumpió brevemente la guerra. Uno de los primeros actos de los hombres del mulá Omar fue sacar a rastras al derrocado ex presidente Najibullah de su arresto domiciliario, torturarlo, mutilarlo y ejecutarlo antes de colgar su cadáver de una farola. Aquello marcó la pauta del gobierno que estaba a punto de llegar. A Izmat Jan no le gustaba la crueldad gratuita. Había luchado con ahínco por la conquista de su país, de modo que había pasado de voluntario a comandante de su propio lashkar, y empezó a correr la voz sobre sus dotes de mando hasta que su grupo se convirtió en una de las cuatro divisiones del ejército talibán. Luego pidió que le permitieran regresar a su aldea natal, Nangarhar, y fue nombrado gobernador provincial. Como su base de operaciones estaba en Jala-labad, podría visitar a su familia, mujer e hijo.
Nunca había oído hablar de Nairobi o de Dar es Salam. Nunca había oído hablar de alguien llamado William Jefferson Clinton. Sin embargo, sí que había oído hablar mucho de un grupo que tenía la base en su país, llamado al-Qaida, y sabía que sus partidarios habían declarado el yihad global contra todos los infieles, en especial contra Occidente y, por encima de todo, contra un lugar llamado América. Pero ese no era su yihad.
Él luchaba contra la Alianza del Norte para unir su patria de una vez por todas, y ya habían logrado que la Alianza se retirara hasta dos pequeños y recónditos enclaves. Uno de los grupos estaba formado por opositores de la tribu hazara, que se habían escondido en las montañas de Darai-Suf, mientras que el otro estaba encabezado por el propio Masud, quien se había hecho fuerte en el inexpugnable valle del Panjshir y en las montañas del nordeste, en la zona llamada Badakshán.
El 7 de agosto explotaron unas bombas frente a las embajadas estadounidenses de dos capitales africanas. Izmat Jan no se enteró de nada de eso. Estaba prohibido escuchar radios extranjeras y él acataba las reglas. El 21 de agosto, el gobierno de Estados Unidos ordenó disparar setenta misiles de crucero Tomahawk contra Afganistán. Fueron lanzados por los cruceros Cowpen y Shilo desde el mar Rojo, y desde los destructores Briscoe, Ellio, Hayler y Milius, además del submarino Columbia todos situados en el golfo Pérsico, al sur de Pakistán.
Su objetivo eran los campos de entrenamiento de al-Qaida y las cuevas de Tora Bora. Entre los que tomaron un rumbo equivocado, había uno que entró en la boca de una cueva vacía y natural, en lo alto de la montaña, cerca de Maloko-zai. La detonación que se produjo en el interior de la cueva resquebrajó la montaña y destrozó una ladera entera. Diez millones de toneladas de roca arrasaron el valle que había a sus pies.
Cuando Izmat Jan llegó a la montaña era imposible reconocer nada. El valle entero había quedado sepultado. Ya no había arroyo, ni granja, ni huerto, ni corral ni mezquita, ni establos ni casas. Toda su familia y todos sus vecinos habían desaparecido. Sus padres, tíos y tías, hermanas, mujer e hijo yacían muertos bajo toneladas de granito. No había ningún lugar donde cavar ni nada por lo que hacerlo. Se había convertido en un hombre sin raíces, sin familia, sin clan.
Izmat se arrodilló en el suelo de pizarra bajo el que se encontraba su familia muerta y se volvió hacia el oeste, hacia La Meca; los últimos rayos del sol iluminaron su rostro; inclinó la cabeza sobre el suelo y rezó. Pero esta vez su plegaria fue distinta; se trató de un juramento imponente, una venganza jurada, un yihad personal hasta la muerte dirigido contra la gente que había hecho aquello. Le declaró la guerra a Estados Unidos.
Una semana más tarde, dimitió de su cargo de gobernador y regresó al frente. A lo largo de dos años luchó contra la Alianza del Norte. Durante el período en el que había estado alejado de la contienda, Masud, gracias a su brillantez táctica, había contraatacado de nuevo y había provocado un enorme número de bajas a los incompetentes talibanes. Había habido matanzas en Mazar-e Sharif, donde el alzamiento de los hazara había eliminado a seiscientos talibanes; poco más tarde, el gobierno talibán envió a la zona a un regimiento, que ejecutó a más de dos mil civiles.
Los acuerdos de Dayton se habían firmado; desde un punto de vista técnico, la guerra de Bosnia se había acabado. Pero lo que quedaba atrás era un escenario de pesadilla. La Bosnia musulmana había sido el teatro de la guerra, aunque tanto bosnios, como serbios y croatas habían estado involucrados. Había sido el conflicto más sangriento de Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Los croatas y los serbios, mucho mejor armados, habían cometido la mayor parte de las atrocidades. Una Europa absolutamente avergonzada organizó un tribunal de crímenes de guerra en La Haya y esperaba las primeras acusaciones. El problema era que los culpables no iban a dar un paso al frente con las manos en alto. Milosevic no iba a ofrecer ayuda alguna; de hecho, estaba preparando una nueva y sanguinaria intervención en otra provincia musulmana, la de Kosovo.
Parte de Bosnia, el tercio que era únicamente serbio, se había declarado República Serbia, y gran parte de los criminales se escondían en ella. Esa era la tarea de Mike: encontrarlos, identificarlos, secuestrarlos y llevarlos al tribunal. Los miembros del SAS vivieron en el campo y en los bosques, y se pasaron el año 1997 buscando a lo que ellos llamaban los PACG (personas acusadas de crímenes de guerra).
En 1998 ya había regresado al Reino Unido y a los paracaidistas; era teniente coronel e instructor en el Staff College, en Camberley. Al año siguiente fue nombrado jefe del primer batallón, conocido como los Para Uno. Los aliados de la OTAN habían vuelto a intervenir en los Balcanes, en esta ocasión con algo más de rapidez que la anterior, y de nuevo para impedir una matanza lo bastante grande como para que los medios de comunicación usaran la palabra «genocidio», de la que tendían a abusar.
Los departamentos de Inteligencia habían convencido tanto al gobierno estadounidense como al británico de que Milosevic pretendía «limpiar» la provincia rebelde de Kosovo, y que iba a emplearse a fondo para lograr su cometido. Para hacerlo, pensaba expulsar a la mayoría de los casi dos millones de ciudadanos en dirección oeste, hacia Albania. Bajo bandera de la OTAN, los aliados le dieron un ultimátum a Milosevic. Él hizo caso omiso de la advertencia y varías columnas de kosovares desesperados y sumidos en la miseria se vieron obligados a atravesar los pasos de montaña que conducían a la vecina Albania.
La respuesta de la OTAN no consistió en una invasión, sino en una serie de ataques aéreos que duraron setenta y ocho días y arrasaron Kosovo y la Yugoslavia serbia. Con el país en ruinas, Milosevic acabó cediendo y la OTAN entró en Kosovo para intentar poner orden en aquel desastre. El hombre que estaba a cargo de la operación era un paracaidista de toda la vida, el general Mike Jackson, y los Para Uno fueron con él.
A buen seguro ese habría sido el último destino de «acción» de Mike Martin, de no haber sido por los West Side Boys.
El 9 de septiembre de 2001 empezó a correr la noticia entre el ejército talibán de que los soldados gritaban «Allahu akbar», Alá es grande, una y otra vez. Sobre el campamento de Izmat Jan, situado en las afueras de Bamiyan, el cielo refulgía debido a disparos hechos en un delirio de alegría. Alguien había asesinado a Ah-mad Shan Masud. Su enemigo estaba muerto. El hombre cuyo carisma había mantenido unida la causa del inútil Rabbani, cuya astucia como guerrillero había suscitado la veneración de los soviéticos y cuyos dones de mando habían hecho pedazos a las fuerzas talibanes, ya no existía.
De hecho, lo habían asesinado dos terroristas suicidas, unos marroquíes ultrafanáticos que fingieron ser periodistas gracias a unos pasaportes belgas robados, y que fueron enviados por Osama bin Laden como favor a su amigo el mulá Ornar. El saudí no había tramado aquel ardid; fue alguien mucho más inteligente, el egipcio Ayman al-Zawahiri, quien se dio cuenta de que si al-Qaida le hacía este favor a Ornar, el mulá tuerto jamás podría expulsarlos por lo que iba a ocurrir luego.
El 11 de septiembre, cuatro aviones comerciales fueron secuestrados cuando sobrevolaban la costa Este estadounidense. Al cabo de noventa minutos, dos de ellos habían destruido el World Trade Center de Manhattan, uno había atacado el Pentágono y el cuarto se había estrellado en un campo, cuando un grupo de pasajeros se rebeló e invadió la cabina para arrebatar el control de la nave a los secuestradores.
Al cabo de pocos días, se conoció la identidad y el móvil de los terroristas, y al cabo de pocos días más el recién elegido presidente estadounidense dio un rotundo ultimátum al mulá Ornar: o les entregaba a los cabecillas o deberían hacer frente a las consecuencias. Sin embargo, la operación suicida que había acabado con uno de sus más acérrimos enemigos, Ahmad Shah Masud, le impedía someterse a las exigencias estadounidenses: así lo establecía el código.
En aquel infierno del África occidental llamado Sierra Leona, los años de guerra civil y barbarie habían dejado en la otrora rica colonia británica un panorama de caos, bandolerismo, enfermedad, pobreza y mutilados por amputación de sus miembros. Años antes, los británicos habían decidido intervenir y se había convencido a la ONU para que enviara quince mil soldados que, en líneas generales, se limitaron a permanecer sentados en su cuartel general de la capital, Freetown. La selva que había más allá de los límites de la ciudad se consideraba un lugar demasiado peligroso. Pero entre las fuerzas de la ONU había miembros del ejército británico, y ellos, como mínimo, patrullaron la zona.
A finales de agosto, una patrulla de once hombres de los Royal Irish Rangers se alejaron de la carretera principal y siguieron un sendero que llevaba a una aldea, que era el cuartel general de un grupo rebelde que se hacía llamar los West Side Boys. Eran unos psicópatas fuera de todo control que se emborrachaban constantemente con una bebida del lugar hecha de alcohol puro; se frotaban las encías con cocaína o se cortaban los brazos para ponerse la droga en los cortes y tener un «subidón» más rápido. Las monstruosidades con las que atormentaban a los campesinos eran indescriptibles; pero eran cuatrocientos y estaban armados hasta los dientes. Los Rangers fueron capturados rápidamente y los retuvieron como rehenes.
Tras una temporada en Kosovo, Mike Martin había llevado a los Para Uno a Freetown, donde tenían su base en el campamento Waterloo. Tras unas complejas negociaciones, liberaron a cinco Rangers, pero los otros seis parecían destinados a acabar descuartizados. En Londres, el jefe del Estado Mayor, sir Charles Guthrie, dio la orden: «Entrad a la fuerza y sacadlos».
El destacamento especial estaba formado por cuarenta y ocho miembros del SAS, veinticuatro del SBS y noventa de los Para Uno. Diez hombres del SAS se adentraron en la selva una semana antes del ataque, y permanecieron al acecho en los alrededores de la aldea de los bandidos, observando, escuchando e informando a sus superiores. Así es como los británicos averiguaron que no había esperanzas de que tuviera lugar una liberación pacífica.
Mike Martin entró con el segundo grupo de asalto, después de que un desafortunado disparo de mortero de los rebeldes hubiera herido a seis hombres del primer grupo, entre los que se incluía el comandante, que tuvieron que ser evacuados a toda prisa.
La aldea —en realidad, las aldeas gemelas de Gberi Baña y Magbeni— estaba separada por un maloliente riachuelo llamado Rokel Creek. Los setenta hombres de los SAS asaltaron Gberi Bana, donde se encontraban los rehenes, los rescataron y repelieron una serie de contraataques desesperados. Los noventa paracaidistas tomaron Magbeni. Al amanecer, había alrededor de doscientos West Side Boys en cada una.
Tomaron seis prisioneros, los ataron y los llevaron a Freetown. Unos cuantos huyeron hacia la selva. No hubo ningún intento para contar los cuerpos, ni entre las ruinas de las dos aldeas ni en la selva, pero nadie discutió que la cifra alcanzaba los trescientos muertos.
Los SAS y los paracaidistas sumaron doce heridos, y un miembro del SAS, Brad Tinnion, murió a causa de las heridas. Mike Martin, que había perdido a su comandante en el primer asalto, llegó en el segundo Chinook y dirigió el asalto final a Magbeni. Fue un combate a la vieja usanza, disparos a bocajarro y lucha cuerpo a cuerpo. En el lado sur de Rokel Creek, los paracaidistas perdieron su radio por culpa de la misma explosión de mortero que hirió al comandante. Debido a esto, no pudieron indicar a los helicópteros que volaban en círculos sobre ellos dónde debían lanzar sus proyectiles; además, la selva era demasiado densa para ver los objetivos.
Al final, los paracaidistas decidieron atacar, a sangre y fuego, gritando y perjurando, hasta que los West Side Boys, que se habían divertido torturando a campesinos y prisioneros, huyeron, murieron, volvieron a huir y a morir hasta que no quedó ninguno.
Habían pasado casi seis meses cuando Martin, que ya había regresado a Londres, dejó el desayuno a medias al ver por televisión las increíbles imágenes de los dos aviones, llenos de pasajeros y combustible, que se estrellaban contra las Torres Gemelas. Una semana más tarde, no había duda alguna de que Estados Unidos iba a tener que ir a Afganistán en busca de los responsables, con el consentimiento del gobierno de Kabul o sin él.
Londres se apresuró a asegurar que proporcionaría todo aquello que fuera necesario, y las necesidades más inmediatas eran aviones cisterna y fuerzas especiales. El jefe del SIS en Islamabad dijo que también necesitaría toda la ayuda que pudieran ofrecerle.
Aquello era un problema para Vauxhall Cross, pero el agregado de Defensa de Islamabad también solicitó ayuda. Mike Martin tuvo que dejar su escritorio del cuartel general de los paracaidistas, situado en Aldershot, y embarcarse en el siguiente vuelo a Islamabad como oficial de enlace de las fuerzas especiales.
Llegó dos semanas después de la destrucción del World Trade Center, el día que empezaban los primeros ataques aliados.