El joven pastún miró fijamente al desconocido; no parecía haber comprendido las palabras de Nuri Jan.
—¿Es afgano? —preguntó.
—No, es un anglo.
Izmat Jan se quedó perplejo. Tenía ante sí al viejo enemigo; peor aún, a alguien a quien el imam de la madrasa había condenado con odio y desprecio constantes. Debía de ser un kafir, un no creyente, o un nasrani, un cristiano, destinado a arder entre las llamas del infierno por toda la eternidad. ¿Y él tenía que escoltar a aquel hombre durante más de ciento sesenta kilómetros de ladera montañosa hasta el enorme valle del norte? ¿Tenía que pasar varios días y varias noches en su compañía? Y sin embargo, su padre era un buen hombre, un buen musulmán, y lo había llamado su amigo. ¿Cómo era posible?
El inglés se llevó la mano al pecho, junto al corazón, y se dio con los dedos unos golpecitos suaves.
—Salam aleikum, Izmat Jan —dijo. Su padre no hablaba árabe, a pesar de que entonces ya había muchos voluntarios árabes dispersos por toda la cordillera. Los árabes se mostraban siempre muy reservados y se limitaban a cavar en las cuevas, por lo que no tenía sentido tratar de mezclarse con ellos y aprender algunas palabras en su lengua. Sin embargo, Izmat había leído el Corán una y otra vez: solo estaba escrito en árabe, y su imam solo hablaba su árabe saudí nativo. Izmat sabía defenderse en aquel idioma.
—Aleikum salam —contestó—. ¿Cómo te llamas?
—Mike —repuso el hombre.
—Ma-ik —repitió Izmat. Un nombre muy extraño.
—Bien, tomemos un poco de té —propuso el padre. Su refugio habitual era una cueva situada a unos quince kilómetros de los escombros de su antigua aldea. En el interior ardía una pequeña fogata, lo suficientemente adentrada en las entrañas de la cueva para que no saliese ni una pequeña columna de humo que pudiera atraer la atención de la aviación soviética.
—Dormiremos aquí esta noche. Al amanecer, saldréis hacia el norte. Yo iré al sur y me reuniré con Abdul Haq. Va a haber otra operación eñ la carretera de Jalalabad a Kandahar.
Masticaron unos pedazos de carne de cabra y mordisquearon unas tortitas de arroz. Luego se fueron a dormir. Antes del alba, los hombres que debían partir hacia el norte ya se habían levantado y marchado. Su viaje los condujo por un laberinto de gargantas unidas entre sí que les permitían permanecer ocultos. Sin embargo, entre un valle y el siguiente se erguían las imponentes cadenas montañosas, y las laderas de esas montañas eran pendientes muy escarpadas cubiertas de roca y pizarra, pero con muy pocos salientes bajo los que guarecerse, si es que encontraban alguno. Lo más sensato sería escalarlas por la noche y permanecer en los desfiladeros durante el día.
La mala suerte se abatió sobre ellos el segundo día de expedición. Para acelerar el ritmo de la marcha, habían abandonado el campamento nocturno antes del alba, y justo después del primer rayo de la mañana se vieron obligados a atravesar una enorme extensión de roca y pizarra para hallar cobijo en la siguiente cadena de montañas. Esperar habría significado perder toda la jornada, hasta el anochecer. Izmat Jan insistió en que la atravesaran a la luz del día. A mitad de camino por la ladera escarpada, oyeron el rugido de los motores de un helicóptero de asalto.
Tanto el hombre como el chico se echaron al suelo y permanecieron inmóviles, pero lo hicieron demasiado tarde. Por encima de la siguiente loma, tan amenazador como una libélula gigantesca y mortal, se cernía sobre ellos el helicóptero de combate soviético MiL 24 D, también conocido como «Hind». Uno de los pilotos debió de percibir un ligero movimiento, o tal vez el brillo del metal abajo, en el campo de rocas, pues el Hind se desvió de su rumbo y se dirigió directo hacia ellos. El bramido de los dos motores Isotov se hacía cada vez más intenso en los oídos de los dos hombres, al igual que el inconfundible martilleo de las palas del rotor.
Con la cabeza enterrada en los antebrazos, Mike Martin se arriesgó a levantarla un momento para echar un rápido vistazo. No tuvo ninguna duda de que los habían visto. Los dos pilotos soviéticos, sentados en tándem con el artillero arriba y el piloto abajo y detrás, lo miraban fijamente mientras el Hind se colocaba en posición de ataque. Para cualquier soldado de a pie, ser atrapado en un espacio abierto y sin cobertura por un helicóptero de asalto era la peor de sus pesadillas. Miró a su alrededor. A cien metros de distancia había un pequeño montículo formado por rocas, no tan alto como la cabeza de un hombre pero lo suficientemente amplio para protegerse detrás de él. Lanzando un grito al chico afgano, Mike se levantó y echó a correr, dejando la mochila Bergen de cuarenta kilos de peso, pero llevándose uno de los dos tubos lanzacohetes que tanto habían intrigado a su guía.
Oyó los pasos del chico corriendo tras él, el palpitar de su propia sangre en los oídos y el gruñido acompasado del Hind, lanzándose en picado sobre ellos. Nunca se habría arriesgado a salir a la carrera de no haber visto algo en el helicóptero que le dio un atisbo de esperanza: los contenedores de los lanzacohetes estaban vacíos y tampoco llevaba misiles integrados. Inhaló una bocanada de aire y deseó con toda su alma que su suposición fuese cierta. Lo era.
El piloto Simonov y su copiloto Grigoriev habían salido al alba en misión de reconocimiento para rastrear un desfiladero donde, según la información proporcionada por los agentes, se escondían unos muyahidin. Habían lanzado los misiles desde una altitud considerable para, acto seguido, descender y acribillar el paso montañoso con cohetes. Varias cabras habían salido despavoridas de la quebrada, demostrando así que, efectivamente, se ocultaban seres humanos entre las rocas. Simonov había destrozado a los animales con su cañón de 30 milímetros, gastando casi toda la munición.
Había regresado a una altitud segura y se dirigía de vuelta a casa, a la base soviética en las afueras de Jalalabad, cuando Grigoriev lo alertó de un leve movimiento abajo, en la ladera de la montaña, por el lado izquierdo del aparato. Cuando vio que dos figuras echaban a correr, activó el pulsador en la posición de disparo y se abatió sobre ellos. Los dos hombres en movimiento se dirigían a un cúmulo de rocas. Simonov inmovilizó el Hind a seiscientos metros, vio a las dos figuras agazaparse entre las rocas y abrió fuego. Los cañones gemelos del cañón GSH dieron violentas sacudidas mientras escupían los proyectiles y luego, de pronto, se quedaron quietos. Simonov profirió un insulto cuando se le agotó la munición: había malgastado sus proyectiles con unas cabras y ahora tenía a la vista a dos muyahidin que matar. Levantó la nariz del aparato y describió un amplio arco para esquivar la cima de la montaña, de manera que el Hind se perdió ruidosamente por el valle.
Martin e Izmat Jan permanecieron agachados detrás de su improvisado refugio de rocas. El chico afgano observó cómo el anglo abría rápidamente su bolsa de piel de borrego y extraía un tubo corto. Tenía la vaga percepción de haber sufrido un golpe en el muslo derecho, pero no sentía dolor, solo entumecimiento.
Lo que el miembro del SAS estaba tratando de montar con la máxima velocidad que le permitían sus dedos era uno de los dos misiles Blowpipe que pretendía llevar a Shah Masud en el Panjshir. No era tan bueno como el Stinger estadounidense, pero sí más ligero y simple.
Algunos misiles superficie-aire se guían hacia el objetivo mediante un radar «fijo» hundido en el suelo; otros llevan incorporado su propio radar diminuto en el morro; algunos emiten su propio haz de infrarrojos, los llamados misiles guiados por infrarrojos, mientras que otros son termodirigidos: sus morros «huelen» el calor de los motores del avión y se dirigen hacia él. El Blowpipe era mucho más sencillo que todo eso: empleaba el sistema del comando en la línea de visión o CLOS, y significaba que el operador debía permanecer de pie y guiar al misil hasta el objetivo, sin dejar de enviar señales de radio desde una diminuta palanca de mando a los receptores móviles en la cabeza del misil.
El principal inconveniente del Blowpipe siempre había sido que pedir a un hombre que permaneciese de pie inmóvil delante de una aeronave de asalto equivalía a sufrir la pérdida de numerosos operadores. Martin colocó el misil de dos fases en el lanzacohetes, activó la batería y el giroscopio, entrecerró los ojos para apuntar a través de la mira y vio al Hind dirigiéndose directamente hacia él. Ajustó la imagen en los parámetros de la mira y abrió fuego. Con un sonoro silbido de gases abrasadores, el misil abandonó el tubo apoyado en el hombro de Martin y se adentró a ciegas en el cielo. Puesto que se trataba de un misil completamente manual, requería el control del operador para subir o bajar, desviar su rumbo hacia la izquierda o la derecha. Calculó el alcance en 1.300 metros y aproximándose con rapidez. Simonov abrió fuego con su ametralladora.
En la nariz del Hind, los cuatro cañones que disparaban una ráfaga de balas de metralleta del tamaño de un dedo empezaron a rodar. A continuación, el piloto soviético vio el diminuto parpadeo de la estela del Blowpipe dirigiéndose hacia él. Ahora era una cuestión de temple y coraje.
Las balas torpedearon las rocas y arrancaron esquirlas de piedra que salieron disparadas en todas direcciones. Solo duró dos segundos, pero en tandas de dos mil por minuto, unos setenta proyectiles alcanzaron las rocas antes de que Simonov empezara la maniobra de evasión y la lluvia de balas se desviase a un lado.
Está demostrado que, en casos de emergencia, por reacción instintiva y automática, una persona casi siempre se desvía hacia la izquierda. Por eso conducir por la izquierda en la carretera, aunque solo se haga en un número muy reducido de países, es más seguro. De este modo, un conductor que, presa del pánico, se salga de la carretera irá a parar a un prado en lugar de provocar una colisión frontal. Simonov, empujado por el pánico, viró el Hind hacia la izquierda.
El Blowpipe había abandonado la primera fase y estaba entrando en velocidad supersónica. Martin ladeó la trayectoria a su derecha justo antes de que Simonov virase bruscamente: fue un acierto. Como resultado del viraje, el Hind dejó al descubierto su panza y la cabeza mortal le dio de lleno. El proyectil apenas pesaba dos kilos y el Hind es un helicóptero enormemente resistente, pero incluso un misil de tan reducido tamaño a una velocidad de mil seiscientos kilómetros por hora es capaz de asestar un golpe formidable: atravesó el fuselaje de la base, penetró en el interior y explotó.
Empapado en sudor en el aire gélido de la montaña, Martin vio cómo la bestia colosal se tambaleaba por el impacto y empezaba a vomitar humo y a precipitarse hacia la profundidad del valle, más abajo.
Cuando se estrelló contra el lecho del río, el ruido cesó. De inmediato, tras un sonido amortiguado, un fogonazo de llamas salió despedido de la cabina: si los dos rusos habían sobrevivido a la caída, sin duda morirían abrasados; en unos segundos, una columna de humo oscuro ascendía hacia el cielo. Aquello bastaría para atraer la atención de los rusos en Jalalabad. Pese a que el viaje por tierra era arduo y largo, un avión Sujhoi de combate en tierra apenas tardaría unos minutos en presentarse allí.
—Vamonos —le dijo en árabe a su guía. El chico trató de levantarse, pero no podía. En ese momento, Martin vio la mancha de sangre en el costado del muslo. Sin decir una palabra, dejó el lanzacohetes reutilizable para los Blowpipe en el suelo y fue a buscar su mochila Bergen.
Con ayuda de su cuchillo de combate K-bar, rasgó la pernera del pantalón del sbalwar kamiz. La herida era limpia y pequeña, pero parecía profunda. Si era de una de las balas de ametralladora, solo podía tratarse de un fragmento del casquillo o bien de una esquirla de roca, pero no sabía a qué distancia estaría de la arteria femoral. Había hecho prácticas en la sala de Accidentes y Urgencias de Hereford y tenía conocimientos de primeros auxilios, pero la ladera de una montaña afgana rodeada de rusos no era el lugar más adecuado para practicar una cirugía compleja.
—¿Vamos a morir, anglo? —preguntó el chico.
—Inshallah, hoy no, Izmat Jan, hoy no —repuso. Se enfrentaba a un dilema; necesitaba su Bergen y todo cuanto había en ella, pero solo podía llevar a cuestas la Bergen o al chico.
—¿Conoces bien la montaña? —preguntó mientras registraba la bolsa en busca de gasas.
—Pues claro —contestó el Afgano.
—Entonces tendré que volver con otro guía. Deberás indicarle el sitio exacto donde hemos enterrado la bolsa y los cohetes.
Abrió una caja metálica y plana y extrajo una jeringuilla hipodérmica. El chico, con el rostro pálido, lo miró a los ojos.
«Que así sea —pensó Izmat Jan para sí—, si el infiel quiere torturarme, que lo haga. No pienso decir una sola palabra».
El anglo le clavó la aguja en el muslo. Izmat Jan no emitió sonido alguno. Al cabo de unos segundos, cuando la morfina comenzó a hacer efecto, el dolor en el muslo empezó a desaparecer. Alentado por la mejoría, trató de incorporarse. El inglés había sacado una pequeña herramienta de zapa plegable y estaba cavando un surco en la pizarra entre las rocas. Cuando hubo terminado, cubrió la Bergen y los dos lanzacohetes con piedras hasta que no quedó rastro de ellos; pero había memorizado la forma de la roca que los había protegido: si conseguía volver a aquella ladera, recuperaría todo su equipo.
El chico prorrumpió en protestas asegurando que podía andar, pero Martin se limitó a echárselo al hombro y empezó a caminar. Todo piel y huesos, músculo y tendones, el Afgano pesaba poco más que la mochila Bergen, unos cuarenta kilos. Aun así, el ascenso por la montaña hacia unas cumbres con cada vez menos oxígeno y contra la gravedad no era viable. Avanzó de lado por el pedregal de la ladera y empezó a descender hacia el valle. Resultó ser una sabia elección.
Los aviones soviéticos derribados siempre atraían a los pastunes, ávidos de remover entre los escombros en busca de cualquier cosa que pudiese resultar útil o de valor. Los rusos todavía no habían visto la columna de humo, y la última transmisión de Simonov había sido un grito final que nadie había sabido interpretar.
Sin embargo, el humo había atraído a un reducido grupo de muyahidin de otro valle. Se encontraron a unos trescientos metros del fondo de la garganta.
Izmat Jan les contó lo sucedido. Los montañeses esbozaron sonrisas de alegría y empezaron a dar palmaditas en la espalda al hombre del SAS. Martin insistió en que su guía necesitaba ayuda y no un simple cuenco de té en algún cbainjana de las colinas: necesitaba transporte y un hospital. Uno de los muyakidin conocía a un hombre con una muía que solo vivía a dos valles de distancia, y se fue en su busca. No regresaron hasta el anochecer. Martin administró una segunda dosis de morfina al chico.
Con un nuevo guía e Izmat Jan montado en una muía, se pusieron en marcha al fin, de noche, solo ellos tres, hasta que al alba llegaron al sector sur de Spin Gar y el guía se detuvo. Señaló hacia delante.
—Jaji —dijo—. Árabes.
También quería que le devolvieran su muía. Martin llevó al chico a cuestas los tres últimos kilómetros. Jaji era un complejo de quinientas cuevas en las que los llamados árabes afganos llevaban trabajando tres años, ampliándolas, haciéndolas más profundas, excavándolas y equipándolas para convertirlas en una importante base guerrillera. Aunque Martin no lo sabía, en el interior del complejo había barracones, una mezquita, una biblioteca de textos religiosos, cocinas, tiendas y un hospital completamente equipado para realizar intervenciones quirúrgicas.
Cuando Martin se acercó, los centinelas del exterior le cortaron el paso. Era obvio lo que estaba haciendo: llevaba a cuestas a un hombre herido. Los guardias empezaron a discutir entre ellos qué hacer con los dos hombres; Martin reconoció el dialecto del árabe del norte de África. Se vieron interrumpidos por la llegada de un hombre mayor que hablaba como un saudí. Martin lo entendió todo, pero no le pareció prudente hablar. Haciendo mímica, indicó que su amigo necesitaba cirugía urgentemente. El saudí asintió con la cabeza, les hizo una seña y les mostró el camino.
Izmat Jan fue intervenido al cabo de una hora; le extrajeron un trozo de casquillo de bala de la pierna.
Martin esperó hasta que el chico se despertó. Se sentó en cuclillas, obedeciendo la costumbre local, entre las sombras de un rincón de la sala, y nadie sospechó que no fuese otra cosa que un montañés pastún que había traído a su amigo herido.
Una hora más tarde, dos hombres entraron en la sala; uno de ellos era muy alto, joven y con barba. Llevaba una chaqueta de combate de camuflaje por encima de una chilaba y un turbante blanco. El otro era bajo, rechoncho, también en la treintena, con la nariz chata y unas gafas redondas apoyadas en la punta. Llevaba una bata de cirujano. Tras examinar a dos de los suyos, la pareja se acercó al Afgano. El alto hablaba en árabe de Arabia Saudí.
—¿Cómo se encuentra nuestro joven combatiente afgano?
—Inshallah, estoy mucho mejor, Sheij. —Izmat contestó en árabe y se dirigió al hombre mayor con tratamiento de reverencia. El hombre alto parecía complacido.
—Ah, hablas árabe, y eso a pesar de que eres muy joven —comentó sonriendo.
—Estuve siete años en una madrasa de Peshawar. Regresé el año pasado para luchar.
—¿Y por quién luchas, hijo mío?
—Lucho por Afganistán —respondió el chico. Una expresión adusta nubló el rostro del saudí. El Afgano se dio cuenta de que tal vez no había dicho lo que el hombre esperaba oír—. Y también lucho por Alá, Sheij —añadió.
La expresión adusta se disipó y la amable sonrisa regresó a los labios del hombre. El saudí inclinó el cuerpo hacia delante y dio unas palmaditas al chico en la espalda.
—Llegará un día en que Afganistán podrá prescindir de ti, pero el misericordioso Alá siempre necesitará un guerrero como tú. Bueno, ¿y cómo va la herida de nuestro joven amigo?
Dirigió la pregunta al hombre de la bata de cirujano.
—Vamos a comprobarlo —dijo el doctor, que empezó a retirar el vendaje. La herida estaba limpia, amoratada en los bordes pero cerrada por seis puntos, y no estaba infectada. Expresó su satisfacción con un chasquido con la lengua y volvió a cubrir la sutura—. Dentro de una semana ya podrás andar —dijo el doctor Ayman al-Zawahiri. A continuación, él y Osama bin Laden abandonaron la sala. Ninguno de ellos se fijó en el muyahid cubierto de sudor y agachado en el rincón con la cabeza en las rodillas, como si estuviera dormido.
Martin se levantó y se acercó a la cama del chico.
—Tengo que irme —dijo—. Los árabes cuidarán de ti. Trataré de localizar a tu padre y buscaré un nuevo guía. Que Alá te acompañe, amigo mío.
—Ve con cuidado, Ma-ik —replicó el chico—. Estos árabes no son como nosotros. Tú eres un kafir, un no creyente. Son como el imam de mi madrasa; odian a todos los infieles.
—En ese caso, te agradecería que no les dijeses quién soy —repuso el inglés. Izmat Jan cerró los ojos. Moriría bajo tortura antes que revelar la identidad de su nuevo amigo y traicionarlo. Ese era el código de honor que regía sus actos. Cuando abrió los ojos, el anglo se había ido. Supo más tarde que el extranjero había llegado hasta Shah Masud en el Panjshir, pero nunca más volvió a verlo.
Después de sus seis meses detrás de las líneas soviéticas en Afganistán, Mike Martin regresó a casa vía Pakistán sin ser descubierto y con la capacidad de hablar pastún con fluidez como parte de su arsenal. Le dieron un permiso, lo volvieron a incorporar al ejército y, cuando aún estaba al servicio del SAS, lo destinaron de nuevo a Irlanda del Norte. Sin embargo, esta vez fue diferente.
Los integrantes de los SAS eran los hombres que de verdad aterrorizaban al IRA y matar, o mejor aún, capturar con vida, torturar y luego matar a un miembro del SAS era el sueño de los activistas irlandeses. Mike Martin se puso bajo las órdenes del 14.° Batallón de Inteligencia, también conocido como «el Destacamento» o el Det.
Estaba formado por los observadores, los rastreadores y los escuchas, y su tarea consistía en desenvolverse con tanto sigilo como para no ser detectados nunca, pero al mismo tiempo averiguar cuándo iban a volver a actuar los sicarios del IRA. Para conseguirlo, llevaban a cabo verdaderas hazañas.
Entraban en las casas de los cabecillas del IRA por los tejados y colocaban los micrófonos desde la buhardilla hasta la planta baja. También colocaban micrófonos en los ataúdes de los miembros muertos de la organización, pues los líderes irlandeses tenían por costumbre hacer negociaciones mientras fingían presentar sus respetos al difunto. Unas cámaras de largo alcance captaban imágenes de labios que se movían y luego los especialistas descifraban las palabras. Los micrófonos de tubo grababan conversaciones a través de ventanas cerradas. Cuando los del Det se hacían con una auténtica joya, se la pasaban a los hombres duros.
Las reglas del combate eran muy estrictas: los hombres del IRA tenían que disparar antes, y tenían que disparar a los miembros del SAS. Si arrojaban sus armas durante el intercambio, debían ser hechos prisioneros. Antes de disparar, tanto los miembros del SAS como los Para debían tener muchísimo cuidado, pues los políticos y abogados británicos habían instaurado la tradición relativamente reciente de que los enemigos de Gran Bretaña tienen derechos civiles, pero sus propios soldados no.
Pese a todo, durante los dieciocho meses que Martin pasó como capitán del SAS en el Ulster participó en las emboscadas en plena noche. En cada una, un grupo de hombres armados del IRA era pillado por sorpresa y amenazado. En cada una de esas ocasiones fueron lo bastante insensatos para sacar sus armas y tratar de dispararlas. Y en cada ocasión eran agentes de la policía protestante del Royal Ulster Constabulary quienes descubrían los cadáveres por la mañana.
Sin embargo, fue en el segundo tiroteo cuando Martin recibió un disparo. Tuvo suerte, solo era una herida superficial en el bíceps izquierdo, pero lo bastante seria como para enviarlo en avión a casa y pasar un período de convalecencia en Headley Court, Leatherhead. Fue allí donde conoció a la enfermera, Lucinda, que se convertiría en su esposa tras un breve noviazgo.
De vuelta en los Para en la primavera de 1990, Mike Martin fue destinado al Ministerio de Defensa en Whitehall, Londres. Tras fijar su residencia en una casita alquilada en las inmediaciones de Chobham para que Lucinda pudiese continuar con su carrera, Martin se encontró, por primera vez en su vida, viajando a Londres todos los días en el tren de la mañana, enfundado en un traje oscuro para acudir al trabajo. Tenía el rango de oficial del Estado Mayor sección Tres y trabajaba en la oficina del MOSP, la unidad de proyectos especiales de operaciones militares. Una vez más, iba a ser un agresor extranjero quien lo sacase de allí.
El 2 de agosto de ese mismo año, el presidente de Irak, Sadam Husein, invadió el vecino Kuwait. Una vez más, Margaret Thatcher no iba a permitir aquello y el presidente de Estados Unidos, George Bush padre, estuvo de acuerdo. Al cabo de una semana, se desarrolló una actividad frenética para crear una coalición de varios países para contraatacar y liberar al pequeño Estado rico en petróleo.
Aunque la oficina del MOSP era un hervidero de gente, el alcance y la influencia del Servicio Secreto de Inteligencia bastó para localizarlo y «proponerle» que se reuniese con algunos de los «amigos» para almorzar.
La reunión se celebró en un discreto club en Saint James, y sus anfitriones eran dos veteranos del Servicio. En la mesa también había un analista de origen jordano y nacionalizado británico, a quien habían traído del GCHQ de Cheltenham. Su trabajo allí consistía en escuchar y analizar conversaciones radiofónicas en el interior del mundo árabe. Sin embargo, su papel en la mesa del almuerzo era distinto.
Habló con Mike Martin en árabe muy rápido y Martin contestó. Al final, asintió con la cabeza a los dos agentes de Century House.
—Nunca había oído nada parecido —comentó—, con esa cara y esa voz, puede pasar perfectamente.
Y tras decir esto, se levantó de la mesa: había cumplido claramente su misión.
—Le estaríamos muy agradecidos —dijo el veterano— si fuese a Kuwait a ver qué está pasando allí.
—¿Y qué dirá el ejército? —preguntó Martin.
—Creo que compartirá nuestro punto de vista —murmuró el otro.
El ejército volvió a poner objeciones, pero lo dejó marchar. Al cabo de unas semanas, haciéndose pasar por un tratante de camellos beduino, Martin cruzó la frontera saudí hasta el Kuwait ocupado por Irak. Por el camino en dirección norte a Kuwait City, pasó junto a vanas patrullas iraquíes que ni siquiera se fijaron en el nómada barbudo que conducía dos camellos al mercado. Los beduinos son tan decididamente apolíticos que han pasado milenios viendo cómo los invasores se repartían por todos los rincones de Arabia sin haber intervenido ni una sola vez, de modo que los invasores casi siempre los han dejado en paz.
Tras varias semanas en Kuwait, Martin se puso en contacto y ayudó a la recién creada resistencia kuwaití, les enseñó las tácticas del oficio, señaló las posiciones iraquíes, sus puntos fuertes y sus debilidades, y luego volvió a salir.
Su segunda incursión durante la guerra del Golfo fue en el propio Irak. Atravesó la frontera saudí por la parte occidental y se limitó a subir a un autobús que se dirigía a Bagdad. Su disfraz era el de un simple campesino con un cesto de mimbre lleno de gallinas.
De vuelta en una ciudad que conocía como la palma de su mano, empezó a trabajar de jardinero en una lujosa casa; se alojó en el cobertizo del fondo del jardín. Su misión consistía en interceptar mensajes y transmitirlos, para lo cual disponía de una pequeña antena parabólica portátil cuyos mensajes «blitz» eran imposibles de interceptar por la policía secreta iraquí, pero sí podían llegar a Riad.
Uno de los secretos mejor guardados de aquella guerra era que el Servicio tenía una fuente, un «agente clandestino» que ocupaba un cargo importante en el gobierno de Sadam. Martin no llegó a conocerlo, se limitaba a recoger los mensajes en buzones secretos acordados previamente o «puntos de recogida» y a enviarlos a Arabia Saudí, donde el cuartel general de la coalición encabezada por los estadounidenses estaba perplejo y agradecido a la vez. Sadam capituló el 28 de febrero de 1991; Mike Martin abandonó su tapadera, y estuvo a punto de caer bajo los disparos de la Legión Extranjera francesa cuando atravesaba la frontera en la oscuridad.
La mañana del 15 de febrero de 1989, el general Boris Gromov, comandante en jefe del XL Ejército de Tierra soviético, el ejército de ocupación de Afganistán, atravesó en solitario el Puente de la Amistad sobre el río Amu Daría hacia el Uzbekistán soviético. La totalidad de su ejército lo había precedido: la guerra había terminado.
La euforia duró poco. El Vietnam de la Unión Soviética había terminado en catástrofe; sus descontentos satélites europeos empezaban a mostrar abiertamente síntomas de rebelión y su economía se estaba desintegrando. Hacia el mes de noviembre, los berlineses habían derribado el muro y la URSS simplemente se vino abajo.
En Afganistán, los soviéticos habían dejado tras de sí un gobierno que, según el pronóstico de la mayoría de los analistas, no duraría, puesto que los victoriosos señores de la guerra formarían un gobierno estable y se harían con el poder. Sin embargo, los expertos se equivocaron. El gobierno del presidente Najibullah, el afgano amante del whisky al que los soviéticos habían abandonado en Kabul, se sostuvo por dos razones: la primera, porque el ejército afgano era, sencillamente, más fuerte que cualquier otra fuerza del país, pues contaba con el apoyo de la policía secreta del Jad, y pudo controlar las ciudades y, por lo tanto, al grueso de la población; y la segunda razón, más significativa, porque los señores de la guerra se desintegraron sin más en un maremágnum de confusión, pillaje, contiendas y oportunistas que solo servían a sus propios intereses y que, lejos de unirse para formar un gobierno estable, hicieron todo lo contrario: provocaron una guerra civil.
Nada de todo eso afectó a Izmat Jan. Con su padre aún al frente de su familia, aunque con el cuerpo agarrotado y viejo antes de tiempo, y con la ayuda de los vecinos, se dedicó a reconstruir la aldea de Maloko-zai. Piedra sobre piedra y roca sobre roca, limpiaron los escombros que habían dejado las bombas y los cohetes, y rehicieron la hacienda familiar junto a las moreras y los granados.
Una vez recuperado por completo de la herida en la pierna, había vuelto a la guerra y había asumido el mando del lashkar de su padre a todos los efectos; los hombres lo siguieron por haber sido herido por el enemigo. Cuando llegó la paz, su grupo de guerrilla confiscó un enorme alijo de armas que los soviéticos no podían llevarse a casa.
Transportaron las armas a través de las montañas de Spin Gar hasta Parachinar en Pakistán, una ciudad que prácticamente no es otra cosa que un mercado de armas. Allí, intercambiaron el alijo soviético por vacas, cabras y ovejas para recomponer sus rebaños. Si la vida había sido dura antes de la guerra, volver a empezar fue aún peor, pero Izmat disfrutaba trabajando, así como de la sensación de triunfo al ver que Maloko-zai volvía a cobrar vida. Un hombre debía tener sus raíces, y las suyas estaban allí. A los veinte años ya convocaba a la oración y dirigía los rezos en la mezquita de la aldea cada viernes.
Los nómadas kuchi que recalaban por allí traían malas noticias de las llanuras: las tropas de la RDA, leales a Najibullah, todavía controlaban las ciudades, pero los señores de la guerra infestaban el campo y ellos y sus hombres se comportaban como bandoleros. En las carreteras principales se imponían peajes de forma arbitraria, y a los viajeros los despojaban de sus posesiones y su dinero o les daban fuertes palizas.
Pakistán, mediante su servicio de información, el ISI, apoyó a Hekmatyar para que se hiciese con el control de todo Afganistán, y en las zonas en las que gobernaba él imperaba el terror. Los antiguos componentes del grupo de los Siete de Peshawar, que se había formado para combatir a los rusos, andaban siempre a la greña, y el pueblo expresaba sus protestas sin cesar. De héroes, los muyahidin habían pasado a ser considerados unos tiranos. Izmat Jan agradeció al misericordioso Alá que le estuviese ahorrando la desgracia de ser testigo de las miserias de las llanuras.
Con el fin de la guerra, casi todos los árabes habían salido de las montañas y sus preciosas cuevas. El hombre que hacia el final se había convertido en su aclamado líder, el saudí alto del hospital de la cueva, también había desaparecido. Unos quinientos árabes se habían quedado allí, pero no eran muy populares, así que se habían dispersado por todo el país y vivían como mendigos.
A los veinte años, Izmat Jan estaba visitando un valle cercano cuando vio a una chica lavando la ropa de su familia en un arroyo. A causa del ruido de la corriente la muchacha no oyó al caballo que se aproximaba, y antes de que tuviera tiempo de taparse el rostro con la punta de su hiyab, Izmat ya la había mirado a los ojos. La chica salió corriendo, azorada y abochornada, pero él ya había visto que era hermosa.
Izmat hizo lo que habría hecho cualquier joven: consultó con su madre. La mujer estaba encantada, y dos tías suyas no tardaron en conchabarse con ella para encontrar a la muchacha y persuadir a Nuri Jan para que se pusiera en contacto con el padre y así concertar el matrimonio. La muchacha se llamaba Maryam y la boda tuvo lugar a finales de la primavera de 1993.
Por supuesto, se celebró al aire libre, que estaba impregnado por la fragancia de los nogales en flor. Hubo un convite y la novia llegó de su aldea a lomos de un caballo enjaezado. Hubo música de flautas y bailes «attan» bajo los árboles, pero claro está, solo para los hombres. Por su educación en la madrasa, Izmat protestó por la música y el baile, pero su padre se sentía rejuvenecido e impuso su voluntad, así que, por un día, Izmat renunció a su estricta educación wahabí y también él bailó en el prado, mientras la mirada de su flamante esposa lo seguía a todas partes.
El lapso entre la primera vez que se habían visto en el arroyo y la boda fue necesario tanto para disponer los detalles de la dote como para construir una nueva casa para los recién casados dentro de la hacienda de la familia de Jan. Fue allí adonde llevó a su novia cuando cayó la noche y los exhaustos vecinos regresaron a sus hogares; su madre, a cuarenta metros de distancia, asintió con satisfacción cuando el gríto de una muchacha en la noche le hizo saber que su nuera se había convertido en mujer. Al cabo de tres meses, era evidente que la muchacha daría a luz en las nieves de febrero.
Cuando Maryam se quedó encinta de Izmat, los árabes regresaron. El saudí alto que los dirigía no estaba entre ellos, sino que se hallaba en un lugar lejano llamado Sudán, pero envió mucho dinero y, pagando el tributo a los señores de la guerra, pudo establecer campos de entrenamiento en la zona. Hasta allí, a Jalid ibn Walid, al-Farouk, Sadeek, Jaldan, Jihad Wai y Darunta, llegaron los millares de nuevos voluntarios de todo el mundo de habla árabe con la intención de entrenarse para la guerra.
Pero ¿qué guerra? Por lo que Izmat Jan sabía, no tomaban partido en la guerra civil entre los sátrapas tribales, de modo que ¿contra quién iban a combatir? Descubrió que todo era porque el hombre alto, a quien sus acólitos llamaban el Emir, había declarado el yihad contra su propio gobierno en Arabia Saudí y contra Occidente.
Sin embargo, Izmat Jan no tenía ninguna cuenta pendiente con Occidente, que había contribuido con armamento y dinero a la derrota de los soviéticos, y el único kafir al que había conocido le había salvado la vida. Decidió que aquella no era su guerra santa, su yihad. Su máxima preocupación era su país, cuya situación estaba degenerando hasta un grado de auténtica locura.