Tras la decisión del huerto de Hampshire, los jefes del espionaje se vieron abrumados por un proceso de toma de decisiones constante. Para empezar, ambos tenían que conseguir la sanción y la aprobación de sus superiores políticos.
Algo nada fácil de conseguir, dado que la primera condición de Mike Martin fue que jamás debía estar al corriente de la Operación Palanca más de una docena de personas. Nadie cuestionó estas precauciones.
Aunque solo fueran cincuenta personas las que supieran algo de esa importancia, al final una de ellas siempre acababa yéndose de la lengua. Sin quererlo, sin maldad, de buena fe, pero era algo inevitable.
Cualquiera que alguna vez se haya encontrado en una peligrosa operación encubierta sabe que ya crispa bastante los nervios tener que confiar únicamente en la pericia de uno en su trabajo, en no cometer errores y en evitar que lo capturen. Tener que confiar en no acabar descubierto por una casualidad imprevisible es muy estresante. No obstante, lo peor de todo es saber que la captura y la lenta y dolorosa muerte que ha de seguirle ha sido causada por un imbécil que estaba fanfarroneando en un bar delante de su novia y de alguien que tenía aguzado el oído; esa es la peor pesadilla de todas. Quizá por eso la condición de Martin fue aceptada sin objeciones.
En Washington, John Negroponte accedió a ser el único depositario y dio el visto bueno. Steve Hill comió en el club con un hombre del gobierno británico y obtuvo el mismo resultado. Con esto ya eran cuatro.
Sin embargo, todos sabían que no podían hacerse cargo del caso personalmente las veinticuatro horas del día, todos necesitaban un colaborador que se encargara de la gestión diaria. Marek Gumienny designó a un arabista en alza de la División de Contraterrorismo de la CIA. Michael McDonald lo dejó todo, le explicó a su familia que tenía que ir a trabajar al Reino Unido durante una temporada y cogió un avión al tiempo que Marek Gumienny volvía a casa.
Steve Hill escogió a su propio subdirector de Oriente Próximo, Gordon Phillips. Antes de despedirse, ambos convinieron que todos los aspectos de la operación contarían con una tapadera verosímil, de modo que nadie por debajo de la cúpula supiera en realidad que un agente occidental iba a ser infiltrado en al-Qaida.
Tanto en Langley como en Vauxhall Cross se dijo que los dos hombres que estaban a punto de desaparecer se habían tomado una temporada sabática para dedicarse al estudio académico y dar un empujón a su carrera, y que dejarían sus despachos durante unos seis meses.
Steve Hill presentó a los dos hombres que iban a trabajar juntos y les explicó lo que se pretendía con la Operación Palanca. Tanto McDonald como Phillips se mantuvieron en silencio. Hill no los había instalado en un despacho del edificio del cuartel general junto al Támesis, sino en una casa de campo segura, una de las muchas que conservaba la Firma.
Una vez hubieron deshecho las maletas y se hubieron reunido en el salón, les lanzó un abultado expediente.
—La búsqueda de una central de operaciones empieza mañana —les anunció—. Tienen veinticuatro horas para memorizar esto. Este es el hombre que va a entrar. Trabajarán con él hasta ese día y para él a partir de ese momento. Y este —lanzó sobre la mesita de café un expediente más fino— es el hombre al que va a suplantar. Está claro que lo conocemos mucho menos, pero esto es todo lo que los interrogadores estadounidenses han podido sacarle durante cientos de horas de interrogatorios en Gitmo. También tendrán que memorizarlo.
Cuando se fue, los dos jóvenes pidieron al personal de la casa una cafetera llena hasta arriba y se dispusieron a leer.
Fue durante una visita a la exhibición aérea de Farnborough en el verano de 1977, cuando el colegial Martin, con quince años, se enamoró. Lo acompañaban su padre y su hermano pequeño, fascinados por los cazas y los bombarderos, por los vuelos acrobáticos y los prototipos que se presentaban por primera vez. Para Mike, el punto culminante fue la actuación de los diablos rojos, el escuadrón de acrobacias aéreas del regimiento de paracaidistas que se lanzaba en caída libre desde unos diminutos puntos en el cielo y descendía en picado con sus arneses hasta tocar tierra justo en el centro de una diminuta zona de aterrizaje. En esc momento supo que eso era lo que él quería hacer.
En el tercer y último trimestre en Haileybury, en 1980, les escribió una carta en la que mostraba su interés y ese mismo septiembre lo llamaron para hacerle una entrevista en la base militar de Aldershot. Mike llegó y se quedó ensimismado mirando el viejo Dakota del que sus predecesores se habían lanzado en paracaídas en una ocasión para tomar el puente de Arnhem, hasta que el sargento que escoltaba el grupo de cinco ex colegiales los condujo a la sala de entrevistas.
La valoración de la escuela (algo que los paracaidistas siempre comprobaban) indicaba que Mike era un alumno del montón, pero un atleta nato. Eso les gustó. Fue aceptado y comenzó el entrenamiento a finales de ese mes, veintidós semanas agotadoras que conducirían a los supervivientes a abril de 1981.
Las cuatro semanas siguientes fueron de ejercicios de instrucción, manejo básico de armas, ejercicios de supervivencia y entrenamiento físico. A continuación vinieron dos más de lo mismo, además de primeros auxilios, señales y estudio de las precauciones que se han de tomar en caso de NBQ (guerra nuclear, bacteriológica y química).
La séptima semana estaba reservada para más entrenamiento físico, que iba endureciéndose poco a poco. Sin embargo, no fue tan mala como la octava y la novena: marchas de resistencia por el parque natural de Brecon, en Gales, en lo más crudo del invierno, durante las cuales hombres en plena forma llegaron a morir de frío, hipotermia y agotamiento. Cada vez había más renuncias.
La décima semana se dedicó al curso en Hythe, Kent, al entrenamiento en el campo de tiro, en el que Martin se reveló como un buen tirador con diecinueve aciertos. La undécima y la duodécima fueron semanas «de prueba»: subir y bajar corriendo colinas pedregosas arrastrando troncos por el barro, bajo la lluvia y el gélido granizo.
—¿Semanas de prueba? —musitó Phillips—. ¿Y qué cojones habían sido las otras?
Después de las semanas de prueba, los jóvenes que habían resistido el entrenamiento obtenían la codiciada boina roja; les esperaban tres semanas más en BreconHills haciendo ejercicios de defensa, patrullando y practicando el fuego real. Para entonces, a finales de enero, las BreconHills eran tremendamente inhóspitas y estaban heladas. Los hombres dormían sobre el duro terreno, empapados y sin hogueras.
De la semana dieciséis a la diecinueve, Mike Martin estuvo haciendo lo que había ido a hacer: el curso de paracaidista en la base aérea de Abingdon, durante el que cayeron unos cuantos más, y no solo del avión. Al final de todo venía el «desfile de las alas», cuando a uno finalmente le prendían las alas de paracaidista. Esa noche, el viejo club 101 de Aldershot vivió una nueva fiesta desenfrenada.
Luego hubo dos semanas más dedicadas a un ejercicio de campaña llamado «última valla» y a ensayar el desfile. En la semana veintidós se llevó a cabo el desfile de graduación, durante el cual los orgullosos padres pudieron por fin contemplar a sus granujientos hijos transformados en soldados como por arte de magia.
Hacía tiempo que al soldado Mike Martin le habían colgado la etiqueta de oficial en potencia y, en abril de 1981, se unió al nuevo y breve curso en la Real Academia Militar de Sandhurst, en la que se graduó en diciembre como alférez. Si creyó que la gloria lo aguardaba, estaba muy equivocado.
Hay tres batallones en el regimiento de paracaidistas y Martin fue destinado al Para Tres, lo que acabó traduciéndose en ser destinado a Aldershot en calidad de pingüino, término usado en aviación para los miembros de las fuerzas aéreas que no vuelan.
Durante tres años de cada nueve, o un servicio de cada tres, todos los batallones dejan de saltar en paracaídas y ejercen de regimientos de infantería mecanizada. Los paracaidistas odian el modo pingüino.
Martin, en calidad de jefe de sección, fue asignado a alistamiento de personal, por lo que estaba encargado de hacer pasar a los recién llegados el mismo infierno que él había sufrido. De no haber sido por un lejano caballero llamado Leopoldo Galtieri, Martin podría haber permanecido el resto del servicio del Para Tres como pingüino. El 1 de abril de 1982, el dictador argentino invadió las Malvinas. El Para Tres recibió órdenes de equiparse y prepararse para el traslado.
En cuestión de una semana, enviado por la implacable Margaret Thatcher, un destacamento especial inglés se dirigía hacia el sur a toda máquina, una flota de navíos con destino al punto más alejado del Atlántico, donde los esperaba el invierno del sur con sus mares embravecidos y sus lluvias torrenciales.
El viaje hacia el sur lo hizo en el buque Canberra con una primera parada en la isla de Ascensión, un islote inhóspito azotado por un viento constante. En este lugar hicieron una pausa mientras lejos de allí se llevaban a cabo los últimos esfuerzos diplomáticos para persuadir a Galtieri de que evacuara o a Margaret Thatcher de que se retirara. Ambos sabían que si claudicaban no conservarían el cargo. El Canberra zarpó y siguió de cerca al único portaaviones de la expedición, el Ark Royal.
Una vez quedó claro que la invasión era inevitable, Martin y su equipo fueron «transbordados» en helicóptero del Canberra a una lancha de desembarco. Ahí acabaron las condiciones civilizadas del buque. La misma noche tormentosa y agitada en que Martin y sus hombres fueron trasladados en helicópteros Sea King, otro Sea King se estrelló y se hundió con diecinueve miembros del regimiento especial del servicio aéreo, la mayor pérdida que el SAS ha sufrido en una sola noche.
Martin llevó sus treinta hombres a tierra con el resto del Para Tres, a la zona de desembarco de San Carlos. Se encontraban a kilómetros de la capital, Port Stanley, pero por esa misma razón no hallaron resistencia. Sin perder tiempo, los paracaidistas y los marines emprendieron la extenuante marcha a través del barro y la lluvia al este de la capital.
Lo llevaban todo en macutos tipo Bergen, tan pesados que tenían la impresión de estar acarreando con otro hombre a sus espaldas. La aparición de un Skyhawk argentino se tradujo en una zambullida en el lodo, pero los argentinos iban en busca de los navíos de la costa, no de los hombres que se arrojaban al barro debajo de ellos. Si conseguían hundir los navíos, los hombres que habían desembarcado estaban perdidos.
El verdadero enemigo era el frío, la lluvia constante y gélida y la extenuante marcha con todo el equipo encima por un paisaje que ni siquiera era capaz de sostener un árbol. Objetivo final: el monte Longdon.
El Para Tres se detuvo en la falda de los montes y se instaló en una granja solitaria llamada Estancia House, donde se prepararon para hacer lo que su país los había enviado a hacer a once mil kilómetros. Era la noche del 11 al 12 de junio.
Se suponía que debía ser un ataque nocturno silencioso y así fue, hasta que el cabo Milne pisó una mina. A partir de ahí el ruido fue ensordecedor. Las ametralladoras de los argentinos abrieron fuego y las bengalas iluminaron las colinas y el valle como si fuera de día. El Para Tres tenía dos opciones: retroceder para ponerse a cubierto o hacer frente al fuego enemigo y tomar el monte Longdon. Tomaron Longdon; hubo veintitrés muertos y más de cuarenta heridos.
Esa fue la primera vez, mientras las balas cortaban el aire a su alrededor y los hombres caían a su lado, que Mike Martin sintió en su boca ese extraño regusto metálico, el sabor del miedo.
Sin embargo, salió ileso. De su sección de treinta hombres, incluidos un sargento y tres cabos, murieron seis y nueve resultaron heridos.
Los soldados argentinos que habían defendido la cadena de colinas eran reclutas forzados, habitantes de las soleadas y áridas pampas del noroeste que estaban deseando volver a casa y olvidarse de la lluvia, el frío y el barro. Habían abandonado los bunkeres y las trincheras y habían retrocedido en busca de refugio, hacia Port Stanley.
Al alba, Mike Martin alcanzó la cima del Wireless Ridge, miró hacia el este, hacia la ciudad y el sol que despuntaba, y recuperó al dios de sus padres del que se había olvidado durante tantos años. Le dedicó una oración de agradecimiento y juró no volver a olvidarlo.
En la época en que Mike Martin contaba diez años y corría y brincaba por el jardín de su padre en Saadun, Bagdad, para regocijo de los invitados iraquíes, a miles de kilómetros de allí nacía otro niño.
Al oeste de la carretera que va de la Peshawar paquistaní a la Jalalabad afgana se alza la cordillera de Spin Gar, las Montañas Blancas, dominadas por la imponente Tora Bora.
Esta cadena montañosa, vista desde lejos, es como una gran barrera entre los dos países, inhóspita y fría, siempre salpicada de nieve y completamente blanca en invierno.
Spin Gar está en territorio afgano, pero la cordillera de Safed se adentra en Pakistán. Miríadas de riachuelos recorren las laderas llevando la nieve fundida y la lluvia de Spin Gar hasta las fértiles llanuras por todo Jalalabad, formando muchos valles en las tierras altas que permiten cultivar pequeños huertos, plantar en diminutos terruños y pastar a los rebaños de ovejas y cabras.
La vida es dura, y con tan precarios recursos las comunidades de los valles son pequeñas y están desperdigadas. Los temibles habitantes de estos montes eran aquellos individuos a cuya etnia el antiguo Imperio británico había denominado patán, ahora pastún. En esos tiempos combatían desde sus refugios rocosos con mosquetes largos con cachas de latón llamados jezail, y eran tan infalibles como un francotirador moderno.
Rudyard Kipling, el poeta del antiguo Raj, evocaba en cuatro simples versos la certera puntería de los hombres de las montañas sobre los subalternos que habían recibido una costosa educación en Inglaterra:
Una escaramuza en la frontera,
un galope corta un oscuro cañón.
Dos mil libras de educación
un jezail de diez rupias despeña.
En 1972 había una aldea en uno de esos valles de las tierras altas llamada Maloko-zai, igual que todas esas aldeas bautizadas con el nombre de un guerrero fundador que había fallecido mucho tiempo atrás. En el asentamiento había cinco edificaciones delimitadas por paredes, cada una de las cuales albergaba a una familia de cerca de veinte miembros. El jefe del pueblo era Nuri Jan; en su edificación y alrededor de su fuego, los hombres estaban reunidos una noche de verano bebiendo té caliente, sin leche ni azúcar.
Igual que en las demás construcciones, las paredes se utilizaban para levantar las estancias y los corrales, de modo que todos daban al interior. El fuego de troncos de morera ardía, al tiempo que el sol se ponía a lo lejos, al oeste, y la oscuridad bañaba las montañas trayendo consigo el frío incluso en pleno verano.
Los gritos llegaban apagados desde las estancias de las mujeres, pero cuando alguno de ellos se hacía oír especialmente, los hombres interrumpían la animada conversación y esperaban la llegada de noticias. La mujer de Nuri Jan estaba dando a luz a su cuarto hijo y el marido rezaba para que Alá le honrara con un segundo varón. Era de esperar que un hombre tuviera hijos varones que, de jóvenes, cuidarían el ganado, y que defenderían el pueblo cuando se hubieran convertido en hombres. Nuri Jan tenía un hijo de ocho años y dos hijas.
La oscuridad era completa y solo las llamas iluminaban los rostros de narices aguileñas y barbas negras cuando una partera apareció furtivamente entre las sombras. Susurró unas palabras al oído del padre y el rostro de caoba del Afgano se iluminó con una resplandeciente sonrisa.
—Inshallab, tengo un hijo —exclamó.
Los parientes y vecinos varones se levantaron todos a una y el aire se inundó con el rugido de los rifles que disparaban al cielo nocturno. Hubo muchos abrazos, felicitaciones y agradecimientos a Alá, que había concedido un hijo a su siervo.
—¿Cómo vas a llamarlo? —le preguntó un pastor vecino.
—Lo llamaré Izmat, como mi abuelo, que en paz descanse —contestó Nuri Jan.
Y así fue como un imam llegó a la aldea pocos días después para la ceremonia del nombre y la circuncisión.
No hubo nada fuera de lo corriente en la educación del niño. Cuando fue tiempo de caminar, lo hizo y cuando aprendió a correr, corría con todas sus fuerzas. Igual que todos los chicos criados en una granja, quería hacer las cosas que hacían los mayores y a los cinco años se le confió la tarea de ayudar a conducir los rebaños hasta los altos prados en verano y a montar guardia mientras las mujeres segaban forraje para el invierno.
Deseaba alejarse de la casa de las mujeres y por fin llegó el que sería el día más feliz de su vida hasta el momento: se le permitió unirse a los hombres alrededor del fuego y escuchar las historias de cómo los pastunes habían derrotado a los anglos de casacas rojas en esas mismas montañas hacía tan solo ciento cincuenta años, como si hubiera sido ayer.
Su padre era el hombre más rico del poblado del único modo en que un hombre puede ser rico en esos parajes: en vacas, ovejas y cabras. El ganado, que exigía un cuidado incesante y un trabajo duro, los proveía de carne, leche y pieles. Los trigales producían avena y pan. La fruta y el aceite de frutos secos procedía de los prolíficos huertos de moreras y nogales.
No hacía falta salir de la aldea, así que durante los primeros ocho años de su existencia Izmat Jan no lo hizo. Las cinco familias compartían la pequeña mezquita y se reunían los viernes para el culto común. El padre de Izmat era devoto, pero no era un fundamentalista y mucho menos un fanático.
Más allá de la vida en estas montañas, Afganistán se llamaba República Democrática o RDA, pero, como suele ocurrir, ese nombre solo era una etiqueta. El gobierno era comunista y estaba fuertemente respaldado por la Unión Soviética. En cuanto a la religión, representaba toda una contradicción con el comunismo imperante, pues los habitantes del interior eran por tradición musulmanes devotos; para ellos el ateísmo era algo impío y, por tanto, inaceptable.
Sin embargo, de forma igualmente tradicional, los afganos de las ciudades eran moderados y tolerantes, ajenos al fanatismo que acabaría por imponerse. Las mujeres eran cultas, pocas se cubrían los rostros; los bailes y los conciertos no solo se permitían, sino que eran algo común, y la temida policía secreta perseguía a los sospechosos de oposición política, pero no la laxitud religiosa.
Uno de los vínculos que la aldea de Maloko-zai tenía con el mundo exterior era la eventual partida de nómadas kuchi que cruzaba las montañas a través del paso de Jyber, con una recua de muías de contrabando, para evitar la Gran Vía con todas sus patrullas y policía de frontera, de camino a la ciudad de Parachinar, a través de Pakistán.
Solían traer noticias de las llanuras y de las ciudades, del gobierno en la lejana Kabul y del mundo al otro lado de los valles. Y también estaba la radio, una valiosa reliquia que crujía y crepitaba, pero que emitía palabras, aunque no las comprendían. Era el servicio pastún de la BBC que radiaba la versión no comunista pastún al mundo. Fue una niñez plácida. Pero entonces llegaron los rusos.
Poco importaba a la aldea de Maloko-zai quién tenía o no la razón. Ni sabían ni les importaba que su presidente comunista hubiera desagradado a sus mentores de Moscú por no saber controlar su territorio. Lo único que les importaba era que un ejército soviético al completo había vadeado el Amu Dana desde el Uzbekistán soviético, había pasado con estruendo el collado de Salang y había tomado Kabul. No se trataba (todavía) del islam contra el ateísmo, se trataba de un insulto.
La educación de Izmat Jan había sido muy rudimentaria. Había memorizado las aleyas necesarias para la oración, aunque las había aprendido en una lengua llamada árabe y no sabía qué decían. El imam local no vivía en el poblado, de hecho era Nuri Jan el que conducía las oraciones, pero había enseñado a los chicos de la aldea los rudimentos de la lectura y la escritura, aunque solo en pastún. Fue su padre quien le enseñó las normas del pujtunwali, el código por el que se conducían los pastún. El honor, la hospitalidad, la venganza ineludible para limpiar los insultos… estas eran las normas del código. Y Moscú los había insultado.
La resistencia se inició en las montañas, se llamaban a sí mismos los guerreros de Dios, los muyahidin. No obstante, los hombres de las montañas necesitaban primero llevar a cabo una consulta, una sura, para decidir qué debía hacerse y quién los habría de dirigir.
Nada sabían de la guerra fría, pero les dijeron que ahora tenían amigos poderosos, los enemigos de la Unión Soviética. Tenía sentido. El enemigo de mi enemigo… El primero de estos era Pakistán, justo a la puerta de casa y dirigido por un dictador fundamentalista, el general Eshanul Haq. A pesar de la diferencia religiosa, era aliado del poder cristiano llamado Estados Unidos y de sus amigos, los anglos, antiguos enemigos de los pastún.
Mike Martin había probado la acción y sabía que le gustaba. Estuvo destinado en Irlanda del Norte, envuelto en operaciones contra el IRA, pero las condiciones eran deprimentes y, aunque el peligro de tener un francotirador a la espalda era constante, las patrullas eran aburridas. Consideró sus opciones y, en la primavera de 1986, envió una solicitud para entrar en el SAS.
Una gran proporción del SAS se nutre de paracaidistas gracias a que el entrenamiento y las responsabilidades en combate son similares, pero el SAS asegura que sus pruebas son mucho más duras. La documentación de Martin pasó por la oficina del regimiento en Hereford, donde repararon en su dominio del árabe y lo invitaron a someterse a las pruebas de selección.
El SAS asegura que solo aceptan hombres muy aptos y que es a partir de entonces cuando empiezan a trabajar con ellos. Martin superó las seis semanas del curso estándar de selección «inicial» entre otros muchos paracaidistas, soldados de infantería, de caballería, de las unidades blindadas, artilleros e, incluso, ingenieros. En cuanto a las otras unidades de élite, el Special Boat Squadron, unidades especiales para incursiones en costas enemigas, escogían a sus reclutas solo de entre los marines.
Se trata de un curso sencillo basado en un único precepto. El primer día, un sargento instructor sonriente les dijo a todos:
—No intentamos entrenaros con este curso. Intentamos mataros.
También lo hicieron. Solo el diez por ciento de los solicitantes superan el «inicial», eso les ahorra tiempo más adelante. Martin lo superó. A continuación vino más entrenamiento, ejercicios en la selva de Belice y un mes más ya en Inglaterra dedicado a la resistencia a un interrogatorio. «Resistencia» significa tratar de permanecer en silencio mientras se es objeto de prácticas muy desagradables. Lo único bueno es que tanto el regimiento como los voluntarios tienen derecho a solicitar un RTU en cualquier momento: regresar a la unidad.
Martin empezó a finales de verano de 1986 con el SAS 22 en calidad de jefe de sección con el empleo de capitán. Se decidió por el escuadrón A, caída libre, una elección lógica para un paracaidista.
Si el Para Tres no aprovechó sus conocimientos de árabe, el SAS sí lo hizo, dada su larga y estrecha relación con el mundo arábigo. El cuerpo se había formado en el desierto occidental de Egipto en 1941, y la estrecha relación con las arenas de Arabia nunca había acabado de romperse.
Acarreaba la jocosa reputación de ser la única unidad del ejército que daba beneficios, algo no del todo cierto, pero casi. Los hombres del SAS son los guardaespaldas y los entrenadores de guardaespaldas más codiciados del mundo. En toda Arabia, los sultanes y los emires siempre se han decantado por un grupo del SAS para que entrene a su guardia personal, un servicio por el que pagan con generosidad. Martin estaba llevando a cabo su primera misión con la guardia nacional saudí, en Riad, cuando lo llamaron a casa en el verano de 1987.
—Estas cosas no me gustan —le dijo el comandante en jefe en su despacho de Sterling Lines, el cuartel general del regimiento de Hereford—. No, no me gusta una mierda, pero el Lodo Verde te quiere. Es por lo de los árabes.
Había utilizado el ocasionalmente amistoso término con que los soldados suelen referirse a la gente de los servicios de inteligencia. Se refería al SIS, a la Firma.
—¿Es que no tienen a nadie que sepa árabe? —preguntó Martin.
—Por supuesto, a patadas, pero no se trata solo de hablarlo. Y tampoco de Arabia. Quieren a alguien que atraviese las líneas soviéticas en Afganistán para que contacte y trabaje con la resistencia, con los muyahidin.
El dictador militar de Pakistán había tomado la decisión de no permitir el paso hacia Afganistán a través de Pakistán de ningún soldado en activo de un poder occidental. Lo que no desvelaba era que sus servicios secretos, el ISI, disfrutaban administrando la ayuda que los estadounidenses enviaban para asistir a los muyahidin, por lo que era lógico que no deseara ver cómo los rusos exhibían a un soldado estadounidense o británico que había sido capturado después de haber atravesado Pakistán.
Sin embargo, a mitad de la ocupación soviética, los británicos decidieron que el hombre al que habían de apoyar no era Hekmatyar, la elección paquistaní, sino el tayiko Shah Masud, quien no trataba de pasar inadvertido en Europa o Pakistán, sino que estaba haciendo estragos entre los ocupantes. El problema estaba en hacerle llegar la ayuda, pues su territorio se encontraba en el norte.
Hacerse con buenos guías entre las filas de los muyahidin cerca del paso de Jyber no era un problema. Como en los tiempos del Raj, unas cuantas monedas de oro llevan muy lejos. Hay un aforismo que dice que no se puede comprar la lealtad de un afgano, pero siempre puede alquilarse.
—En cualquier caso, el quid de la cuestión, capitán —le dijeron en los cuarteles generales del SIS, que entonces estaban en Century House, cerca de Elephant and Castle— es la «denegabilidad» de las autoridades paquistaníes. Por eso ha de renunciar al ejército, aunque solo se trate de un tecnicismo. De más está decir que cuando regrese (al menos tuvo la amabilidad de decir «cuando» y no «si») será completamente rehabilitado en el cargo.
Mike Martin sabía muy bien que los miembros del SAS ya contaban entre sus filas con el ultrasecreto Revolutionary Warfare Wing, cuyo cometido era crear todos los problemas que pudieran a los regímenes comunistas de todo el mundo. Lo mencionó.
—Esto es aún más secreto —contestó su superior—. A esta unidad la llamamos Unicornio, porque no existe. Nunca hay más de doce y en estos momentos solo cuentan con cuatro hombres. Necesitamos a alguien que se infiltre en Afganistán a través del paso de Jyber y que busque un guía local para que lo lleve a través del valle de Panjshir, en el que se mueve Shah Masud.
—¿Hay que llevar regalos? —preguntó Martin.
El reposado hombre hizo un gesto de impotencia.
—Solo presentes, me temo. Solo lo que un hombre pueda transportar, pero más adelante, si Masud enviara sus guías al sur, hasta la frontera, podríamos enviar lo que puedan cargar las mulas y equiparlos con mucho más material. Se trata de un primer contacto, ¿lo cree conveniente?
—¿Y el regalo?
—Rapé, le gusta nuestro rapé. Ah, y dos lanzamisiles tierra-aire Blowpipe con munición. Le preocupan los ataques aéreos. Tendrá que enseñarles a usarlos. Calculo que estará fuera unos seis meses. ¿Qué le parece?
Antes de que la invasión hubiera cumplido medio año, fue patente que los afganos no iban a hacer algo que desde siempre les había sido imposible hacer: unirse. Tras semanas de discusiones en Peshawar e Islamabad, con el ejército paquistaní cerrado en banda a distribuir fondos y armas estadounidenses a ningún oponente que ellos no hubieran acreditado, el número de grupos de resistencia rivales se redujo a siete. Cada uno de ellos tenía un cabecilla político y un líder guerrero. Eran los Siete de Peshawar.
Solo uno de ellos no era pastún. El profesor Rabani y su carismático líder guerrero Ahmad Shah Masud eran tayikos de muy al norte. De los otros seis, tres de ellos pronto recibieron el mote de «comandantes Gucci» porque rara vez, si es que lo habían hecho en alguna ocasión, entraban en Afganistán; preferían llevar ropas occidentales y mantenerse a salvo lejos del conflicto.
De los otros tres, Sayaf y Hekmatyar, dos de ellos, eran partidarios fanáticos de los Hermanos Musulmanes, el último de los dos tan cruel y vengativo que al final acabó ejecutando a más afganos que rusos llegó a matar.
El líder tribal de la provincia de Nangarhar, de donde Izmat Jan era oriundo, era el mulá Maulavi Yunis Jalis. Era estudioso y clérigo, pero en sus ojos brillaba una cortesía que contrastaba con la crueldad de Hekmatyar, quien lo despreciaba.
Aunque era el mayor de los siete y superaba la sesentena, durante gran parte de los diez años siguientes Yunis Jalis hizo incursiones en el Afganistán ocupado para comandar a sus hombres en persona. Cuando él no estaba, su líder guerrero era Abdul Haq.
En 1980 la guerra había llegado a los valles de Spin Gar. Los soviéticos caían sobre Jalalabad, al pie de las montañas, y las fuerzas aéreas habían iniciado bombardeos de castigo sobre los pueblos de las montañas. Nuri Jan había jurado lealtad a Yunis Jalis en calidad de señor de la guerra, y se le había concedido el derecho de formar su propio lashkar o ejército de caballería.
Podría haber puesto a salvo la mayor parte del ganado, la riqueza del pueblo, en las cuevas naturales que recorrían las Montañas Blancas, en las que su gente también habría encontrado refugio cuando se iniciaron los bombardeos; sin embargo, decidió que había llegado el momento de que las mujeres y los niños cruzaran la frontera para buscar refugio en Pakistán.
La pequeña caravana necesitaría un acompañante masculino para hacer el viaje y quedarse en Peshawar durante el tiempo que hiciera falta. Decidió que su padre sería el mahram de la expedición, un hombre de movimientos agarrotados que había superado los sesenta. De modo que empezaron a preparar los burros y las muías para el viaje.
Izmat Jan, con ocho años, reprimiendo las lágrimas que la vergüenza había hecho saltar al verse echado como a un niño, recibió el abrazo de su padre y de su hermano, tomó las riendas de la muía que llevaba a su madre y se volvió hacia las altas cimas y Pakistán. Pasarían siete años antes de regresar del exilio y, cuando lo hizo, fue para luchar contra los rusos con fría determinación.
Para legitimar sus acciones ante los ojos del mundo, se había acordado que cada uno de los señores de la guerra formaría su propio partido político. El de Yunis Jalis se llamó Hiz-i Islami, y todo el que vivía en su territorio tuvo que afiliarse a él. En las afueras de Peshawar, ciudades enteras de tiendas habían proliferado como un sarpullido bajo los auspicios de algo llamado Organización de las Naciones Unidas, aunque Izmat Jan nunca había oído hablar de ella. La ONU había aceptado que cada señor de la guerra, en esos momentos disfrazados de partidos políticos, tuviera su propio campo de refugiados separado, en el que no se admitía la entrada de nadie que no fuera miembro del partido correspondiente.
Existía otra organización que repartía comida y mantas. Su insignia era una achaparrada cruz roja. Izmat Jan tampoco había oído hablar de ella, pero sí conocía los beneficios de la sopa caliente y, tras el extenuante viaje a través de las montañas, engulló sopa hasta quedar saciado. Había otra condición más que se requería a los habitantes de los campos y a todos aquellos que desearan beneficiarse de la generosidad de Occidente encauzada a través de la ONU y el general Eshanul Haq: los chicos se instruirían en la escuela coránica o madrasa en todos los campos de refugiados. Aprenderían a recitar los versos del Corán de carrerilla. En cuanto al resto de su educación, solo aprenderían sobre la guerra.
Por regla general, los imames de estas madrasas, muchos de ellos saudíes, recibían las donaciones, el salario y los fondos de Arabia Saudí, por lo que trajeron consigo la única versión del islam permitida en ese país: el wahabismo, el credo más severo e intolerante dentro del islam. De este modo, delante de la imagen de la cruz repartiendo comida y medicinas, toda una generación de jóvenes afganos estaba a punto de sufrir un lavado de cerebro que los conduciría al fanatismo.
Nuri Jan visitaba a su familia tan a menudo como podía, dos o tres veces al año, períodos durante los que dejaba el lashkar en manos de su hijo mayor. No obstante, el viaje era duro y Nuri Jan cada vez parecía más viejo. A su llegada en 1987, estaba arrugado y demacrado. El hermano mayor de Izmat había muerto en un bombardeo aéreo, que a su vez había empujado a otros muchos hacia la seguridad de las cuevas. Izmat tenía quince años y el pecho se le hinchó de orgullo cuando su padre le pidió que regresara, que se uniera a la resistencia y se convirtiera en muyahid.
Como era de esperar, las mujeres lloraron desconsoladas y el abuelo farfulló; el hombre no sobreviviría otro invierno en la llanura a las afueras de Peshawar. A continuación, Nuri Jan, el hijo que le quedaba y los ocho hombres que había llevado con él para ver a sus familias pusieron rumbo hacia el oeste para cruzar las cimas hacia la provincia de Nangarhar y la guerra.
El chico que regresaba a su hogar había cambiado, igual que el paisaje, casi reducido a cenizas. En los valles apenas quedaba una piedra en pie. Los cazabombarderos Sujoi y los helicópteros de combate Hind habían devastado los valles de las montañas desde el Panjshir al norte, territorio de Shah Masud, hasta Paktia y la cordillera de las Shinkay. Los pueblos de las llanuras podían ser controlados o intimidados por el ejército afgano o por el Jad, la policía secreta entrenada y endurecida por el KGB soviético.
Sin embargo, los pueblos de las montañas, y los hombres de las llanuras y las ciudades que decidieron unirse a ellos, eran obstinados y, como luego se demostró, inconquistables. A pesar de la cobertura aérea, que los británicos del Imperio nunca habían tenido, los soviéticos estaban experimentando algo parecido al sino que depararía a la columna inglesa en la marcha suicida de Kabul a Jalalabad.
Las carreteras no eran seguras a causa de las emboscadas, y a las montañas solo se podía acceder por aire. El despliegue de los misiles Stinger estadounidenses en manos de los muyahidin desde septiembre de 1986 había obligado a los soviéticos a volar más alto, demasiado alto para ser certeros sin riesgo de resultar alcanzados. Las bajas soviéticas aumentaban a un ritmo constante. Sumado al descenso de recursos humanos causado por las heridas y las enfermedades, hasta en una sociedad controlada como la Unión Soviética la moral caía como un halcón lanzándose en picado.
Fue una guerra salvaje y cruel. Apenas se hacían prisioneros y los que morían pronto eran los más afortunados. Los clanes de las montañas odiaban con especial inquina a los pilotos rusos y, si alguna vez caía en sus manos uno vivo, podía acabar muriendo a la intemperie con un pequeño tajo en el estómago para que las tripas se le salieran y se le frieran al sol hasta que la muerte lo liberara de esa agonía. O podían acabar entregados a las mujeres y sus cuchillos de despellejar.
La respuesta soviética fue bombardear, arrasar y ametrallar todo lo que se moviera, fuera hombre, mujer, niño o animal. Sembraron las montañas con millones de minas lanzadas desde el aire, las cuales acabarían creando una nación de muletas y prótesis. Antes de que la guerra llegara a su fin, habría un millón de afganos muertos, un millón de tullidos y cinco millones de refugiados.
Izmat Jan lo sabía todo sobre fusiles gracias al tiempo que había pasado en el campo de refugiados. Su preferido era, por supuesto, el Kaláshnikov AK-47. Fue una suprema ironía que esta arma soviética, el rifle de asalto preferido de cualquier movimiento disidente y terrorista del mundo, se usara contra los propios rusos. Sin embargo, los estadounidenses los suministraban por una razón: los afganos podían abastecerse de la munición de los petates de los rusos muertos, con lo que se evitaba tener que transportarla a través de las montañas.
Además del fusil de asalto, el arma elegida fue el lanzagranadas, el RPG, sencillo, fácil de usar, fácil de recargar e infalible a corto y medio alcance. También lo suministraba Occidente.
Izmat Jan era alto para sus quince años, y estaba desesperado por que le creciera la pelusilla de la barbilla. Las montañas pronto lo endurecieron. Hay testimonios que hablan de los montañeses pastún moviéndose por su territorio como cabras salvajes: sus piernas parecían inmunes al cansancio y respiraban de forma acompasada mientras otros boqueaban.
Llevaba un año luchando en las montañas cuando su padre lo hizo llamar. Lo acompañaba un extraño de rostro tostado por el sol, barba negra y vestido con un shalwar kamiz gris de lana que caía sobre unos fuertes borceguíes y chaleco lleno de bolsillos. En el suelo, a su espalda, descansaba la mochila más grande que jamás hubiera visto y dos lanzagranadas envueltos en pieles de oveja. Llevaba un turbante pastún en la cabeza.
—Este hombre es un invitado y un amigo —le comunicó Nuri Jan—. Ha venido a ayudarnos y a luchar con nosotros. Tiene que llevar estos lanzagranadas a Shah Masud, al Panjshir, y tú lo guiarás hasta allí.