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El informe de Fort Meade sobre las deliberaciones de la Comisión del Corán estuvo listo la madrugada del sábado y desbarató varios fines de semana planificados de antemano. Uno de los obligados a abandonar la cama la noche del sábado en Old Alexandria fue Marek Gumienny, subdirector de operaciones de la CIA. Le pidieron que se presentara de inmediato en el despacho sin explicarle por qué.

El por qué lo esperaba encima de la mesa. Ni siquiera había amanecido en Washington, pero los primeros albores teñían de rosa las distantes colinas del condado de Prince George por las que discurre el Patuxent hasta desembocar en la bahía de Chesapeake.

El despacho de Marek Gumienny era uno de los pocos que se encontraban en la sexta y última planta del enorme edificio oblongo situado en medio del conjunto que constituye el cuartel general de la CIA, y que se conoce sencillamente como Langley. Hacía poco que lo habían rebautizado con el nombre de Edificio Antiguo para diferenciarlo del idéntico Edificio Nuevo, que albergaba la agencia en expansión desde el 11-S.

En la jerarquía de la CIA, el cargo de director de la Agencia ha sido tradicionalmente un nombramiento político, aunque la verdadera fuerza la ejercen los dos subdirectores. El de Operaciones se encarga de la verdadera recopilación de información, mientras que el subdirector de Inteligencia gestiona la recopilación y el análisis de lo recogido para convertir la información en bruto en algo con sentido.

En la escala jerárquica, le sigue el departamento de Contrainteligencia (para evitar las infiltraciones y los traidores internos) y el de Contraterrorismo (que poco a poco se está convirtiendo en la sala de calderas desde que la guerra de la Agencia viró bruscamente para alejarse de la vieja Unión Soviética y volcarse sobre las nuevas amenazas surgidas de Oriente Medio).

Desde los inicios de la guerra fría, allá por 1945, los subdirectores de Operaciones con mayores posibilidades de hacerse con una provechosa carrera siempre habían sido los expertos en la Unión Soviética pertenecientes a la División soviética y de Europa del Este. Marek Gumienny fue el primer arabista propuesto como subdirector de Operaciones. En su juventud, cuando ya trabajaba para la Agencia, había vivido en Oriente Próximo, llegó a dominar dos de sus lenguas (el árabe y el farsi, la lengua de Irán) y se familiarizó con su cultura.

Hasta en un edificio en funcionamiento las veinticuatro horas, la madrugada de un sábado no es el momento más propicio para pedir un café solo bien caliente y aromático, como a él le gustaba, así que se lo preparó él mismo. Mientras lo hacía, Gumienny abrió el paquete que había encima de la mesa y que contenía el delgado expediente lacrado.

Sabía lo que contenía. Puede que Fort Meade se hubiera encargado de la recuperación, la traducción y el análisis del expediente, pero era la CIA, en colaboración con el CCT británico y paquistaní en Peshawar, quien se había encargado del primer informe de interceptación. Las delegaciones de la CIA en Peshawar e Islamabad habían reunido copiosos informes para mantener a sus jefes al tanto de la situación.

El expediente contenía todos los documentos extraídos del ordenador del contable de al-Qaida, pero las dos cartas, que sumaban tres folios en total, no tenían desperdicio. El subdirector de Operaciones hablaba el árabe de la calle con fluidez y desenvoltura, pero leer algo manuscrito ya no le resultaba tan fácil, así que consultó las traducciones en varias ocasiones.

Leyó el informe de la Comisión del Corán, preparado conjuntamente por los dos agentes secretos en la reunión, pero no le deparó ninguna sorpresa. A su entender, estaba claro que las referencias a al-Isra, el viaje mágico del Profeta a través de la noche, solo podían responder al código de algún proyecto de importancia.

Dicho proyecto debía de tener a su vez un nombre interno para la comunidad de inteligencia estadounidense. No podía ser al-Isra, eso solo ya sería suficiente para revelar a los demás lo que habían descubierto. Se ayudó de un archivo criptográfico para buscar un nombre que designara en el futuro la forma en que él y todos sus colaboradores se referirían al proyecto de al-Qaida, fuera el que fuese.

Los nombres codificados procedían de un ordenador que utilizaba un proceso conocido como selección al azar, el cual tenía el principal objetivo de no desvelar nada. El proceso de denominación de la CIA ese mes se ayudaba de nombres de peces. El ordenador escogió raya venenosa, así que se convirtió en el «Proyecto Raya Venenosa».

La última página del expediente había sido añadida durante la noche del sábado. Era breve y concisa; procedía de la mano de un hombre al que no le gustaba gastar saliva, uno de los seis mandamases, el director nacional de Inteligencia. Estaba claro que el expediente había ido directamente de Fort Meade al comité de Seguridad Nacional (Steve Hadley), al director nacional de Inteligencia y a la Casa Blanca. Marek Gumienny imaginó que las luces habían estado encendidas hasta altas horas de la noche en el despacho oval.

La última página tenía el membrete personal del director nacional de Inteligencia. En esta se leía en mayúsculas:

¿QUÉ ES AL-ISRA?

¿NUCLEAR, BIOLÓGICO, QUÍMICO, CONVENCIONAL?

INVESTIGAR QUÉ, CUÁNDO Y DÓNDE.

ESCALA DE TIEMPO: AHORA

LIMITACIONES: NINGUNA

PODERES: ABSOLUTOS

JOHN NEGROPONTE

Había una firma garabateada. Existen diecinueve agencias primarias dedicadas a la recogida de información y al almacenado de expedientes en Estados Unidos. La carta que Marek Gumienny tenía en las manos le daba autoridad sobre todas ellas. Volvió al inicio de la hoja; estaba dirigida a él personalmente. Alguien llamó a la puerta.

Un joven SG15 apareció con otra entrega. Servicios Generales es solo una escala salarial, un 15 significa que pertenecía a uno de los escalafones más bajos entre los subalternos. Gumienny dirigió al joven una sonrisa de ánimo; estaba claro que el muchacho nunca había estado en una de las plantas altas del edificio. Marek alargó la mano, firmó para confirmar que había recibido el paquete y esperó a estar a solas.

El nuevo expediente era una cortesía de los colegas de Fort Meade. Se trataba de la transcripción de una conversación mantenida en un coche entre dos de los cerebros del Corán durante el camino de regreso a Washington. Uno de ellos era británico. Alguien en Fort Meade había subrayado en rojo y con un par de interrogantes la última intervención de este.

Durante el tiempo que estuvo en Oriente Próximo, Marek Gumienny había tenido mucho trato con los británicos y, a diferencia de algunos de sus compatriotas, que durante tres años habían intentado hacer frente al infierno de Irak, él no estaba demasiado orgulloso de admitir que los aliados más cercanos de la CIA en lo que Kipling llamó una vez el «gran juego» eran depositarios de un gran y misterioso conocimiento de los desiertos entre el Jordán y el Hindu Kush.

Durante siglo y medio, tanto en calidad de soldados como de administradores del viejo Imperio o exploradores excéntricos, los británicos habían recorrido el desierto, las cadenas montañosas y los más recónditos lugares de la zona que había acabado por convertirse en la bomba de relojería mundial de los servicios de inteligencia. Los británicos llamaban en clave a la CIA «los Primos» o «la Compañía» mientras que los estadounidenses llamaban a los Servicios Secretos de Inteligencia con base en Londres «los Amigos» o «la Firma». Para Marek Gumienny, uno de esos amigos era un hombre con quien había compartido buenos momentos, momentos no tan buenos y momentos indiscutiblemente peligrosos cuando ambos eran agentes de campo. Ahora él estaba encadenado a una mesa en Langley y a Steve Hill lo habían sacado del terreno y lo habían ascendido a director de Oriente Próximo en el cuartel general de la Firma, en Vauxhall Cross.

Gumienny decidió que no perdía nada con una conferencia, y que tal vez podría reportarle algo bueno. No había un problema de seguridad. Sabía que los británicos tendrían más o menos lo mismo que él. Ellos también habían transmitido las entrañas del portátil desde Peshawar a sus propias oficinas centrales de escucha y criptografía en Cheltenham. Y probablemente también habría destripado el portátil e impreso el contenido, y analizado las extrañas referencias al Corán que aparecían en las cartas codificadas.

Sin embargo, con lo que probablemente Londres no contaba era con el extraño comentario de un académico británico en la parte trasera de una limusina en medio de Maryland. Marcó un número de la consola de la mesa. Las centralitas están bien hasta cierto punto, pero la tecnología moderna da opción a que cualquier alto ejecutivo pueda comunicarse con mayor rapidez utilizando la marcación rápida de su teléfono satélite personal.

Un teléfono sonó en una modesta vivienda de Surrey, en las afueras de Londres. Ocho de la mañana en Langley, una del mediodía en Londres; en la casa estaban a punto de sentarse a la mesa para dar cuenta del rosbif. Una voz respondió a la tercera llamada. Steve Hill había aprovechado su día libre jugando al golf y estaba a punto de disfrutar de su comida.

—Diga.

—¿Steve? Marek.

—Hombre, ¿dónde estás? ¿Por aquí cerca por casualidad?

—No, sentado a mi mesa. ¿Podemos cambiar a seguro?

—Por supuesto. Dame dos minutos. —Marek oyó al fondo—: Cariño, no saques el asado todavía.

Se cortó la línea.

A la siguiente llamada, la voz desde Inglaterra parecía algo más débil.

—¿He de entender que algo ha golpeado el sistema de ventilación cerca de tu oreja? —preguntó Hill.

—Se me ha desparramado por la camisa recién limpita —admitió Gumienny—. Supongo que sabes lo mismo que yo del asunto de Peshawar.

—Eso espero. Lo acabé de leer ayer. Me preguntaba cuánto tardarías en llamar.

—Tengo algo que quizá tú no tengas, Steve. Hemos recibido la visita de un profesor procedente de Londres que hizo un comentario fortuito el viernes por la noche. Iré al grano: ¿conoces a un tipo llamado Martin?

—¿Martin qué más?

—No, Martin es el apellido. Su hermano, el que está aquí, es el doctor Terry Martin. ¿Te suena de algo?

A Steve Hill se le pasaron las ganas de seguir bromeando. Se sentó con el teléfono en la mano, mirando al vacío. Por supuesto que conocía al hermano de Martin. Durante la primera guerra del Golfo, mientras Hill formaba parte del equipo de control en Arabia Saudí, el hermano del académico había entrado en Bagdad, donde vivía como un humilde jardinero delante de las narices de la policía secreta de Sadam, mientras transmitía información de incalculable valor que recababa de una fuente interna del gabinete del dictador.

—Es posible —admitió—. ¿Por qué?

—Creo que tenemos que hablar —declaró el estadounidense—. Cara a cara, quiero decir. Si quieres cojo un avión, tengo el Grumman.

—¿Cuándo tenías pensado venir?

—Esta noche. Dormiré en el avión y estaré en Londres para el desayuno.

—Muy bien, avisaré a Northolt.

—Ah, Steve, ¿te importaría conseguir el expediente completo de ese tal Martin mientras vuelo? Te lo explicaré cuando nos veamos.

Al oeste de Londres, en la carretera de Oxford, se encuentra la base del ejército del aire de Northolt. Durante un par de años, después de la Segunda Guerra Mundial, se utilizó como aeropuerto civil de Londres mientras se construía Heathrow a toda velocidad. Luego acabó relegado a aeropuerto secundario y, finalmente, a aeródromo para jets privados. Sin embargo, dado que sigue siendo propiedad de la RAF, el despegue o el aterrizaje de los vuelos puede arreglarse de manera completamente segura eludiendo las formalidades habituales.

La CIA cuenta con su propio aeropuerto estrictamente privado cerca de Langley y con una pequeña flota de jets para ejecutivos. El todopoderoso pedazo de papel que tenía Marek Gumienny le concedía autoridad y le aseguraba el Grumman V, en el que dormiría cómodamente durante el vuelo. Steve Hill lo esperaba en Northolt.

Hill no llevó a su invitado al zigurat de arenisca verde de Vauxhall Cross, sede del SIS, en la orilla sur del Támesis, junto al puente Vauxhall, sino al mucho más tranquilo hotel Cliveden, que antiguamente había sido una mansión privada, situado en una gran propiedad a poco menos de cincuenta kilómetros del aeropuerto. Steve había reservado una pequeña sala de conferencias privada con servicio de habitaciones.

En esta leyó el análisis de la Comisión del Corán estadounidense, notablemente similar al análisis de Cheltenham, y la transcripción de la conversación mantenida en la parte trasera del coche.

—Maldito imbécil —masculló cuando acabó de leer—. El otro arabista tenía razón, es imposible. Ya no se trata solo del idioma, sino de todos los demás obstáculos. No hay extranjero que pudiera superarlos.

—Entonces, dadas las órdenes que tengo de arriba, ¿qué me propones?

—Busca a alguien con acceso a información privilegiada de al-Qaida y hazle sudar la gota gorda —contestó Hill.

—Steve, si tuviéramos la más mínima idea del paradero de alguien con acceso a esa información, habríamos caído sobre él automáticamente. Por ahora no tenemos a nadie parecido puesto en nuestra mira.

—Espera y mantente alerta. Alguien volverá a utilizar la frase.

—Los míos han de dar por hecho que si al-Isra acaba siendo el próximo espectáculo, Estados Unidos será el escenario. Esperar un milagro que no va a suceder no tranquilizará a Washington. Además, a estas alturas al-Qaida a la fuerza ha de saber que tenemos el portátil. Lo más probable es que no vuelvan a usar esa frase nunca más como no sea de tú a tú.

—Bueno, podríamos dejar caer que lo tenemos todo y que nos estamos acercando en algún lugar donde sea posible que nos oigan —propuso Hill—. Lo dejarían todo y ahuecarían el ala.

—Puede que sí o puede que no, pero nunca podríamos estar seguros. Seguiríamos en el limbo sin saber si podemos dar carpeta al Proyecto Raya Venenosa. ¿Y si no es así? ¿Y si no funciona? Como dice mi jefe: ¿es nuclear, bioquímico, convencional? Dónde y cuándo. Ese hombre tuyo, Martin, ¿puede pasar por árabe entre los árabes? ¿Es tan bueno como parece?

—Antes lo era —masculló Hill, tendiéndole una carpeta—. Compruébalo tú mismo.

El expediente tenía unos dos dedos de grosor: una carpeta de papel manila beis normal y corriente, con las palabras CORONEL MIKE MARTIN en la portada.

El abuelo materno de los hermanos Martin había sido dueño de una plantación de té en Darjeeling, India, entre las dos guerras mundiales. Durante su estancia en aquel país, había hecho algo casi sin precedentes: se había casado con una mujer india.

El mundo de los dueños de plantaciones de té británicos era pequeño, endogámico y elitista. Las futuras esposas se traían de Inglaterra o se buscaban entre las hijas de los oficiales del Raj. Los chicos habían visto fotografías del abuelo Terence Granger: alto, de tez rosada, bigote rubicundo, pipa en boca y pistola en mano, de pie sobre un tigre abatido.

También había fotografías de la señorita Indira Bohse, delicada, encantadora y muy bella. Cuando la compañía de té comprendió que no podría disuadir a Terence Granger, en vez de arriesgarse a provocar el escándalo que conllevaría el despido, dio con la solución: envió a la joven pareja a la jungla de Assam, cerca de la frontera birmana.

Si la intención era castigarlos, no salió bien. Granger y su flamante esposa adoraban la vida en aquel lugar, un entorno salvaje y escarpado con abundancia de caza y tigres. Allí fue donde nació Susan, en 1930. En 1943, la guerra había llegado hasta Assam y los japoneses se acercaban a la frontera a través de Birmania. Terence Granger, a pesar de ser lo bastante mayor para librarse del ejército, se alistó de forma voluntaria y murió en 1945 cuando cruzaba el río Irrawadi.

Indira Granger, con la exigua pensión de viudedad que le pagaba la Compañía, se trasladó al único lugar al que podía hacerlo: regresó al seno de su cultura. Dos años después, los problemas volvieron a aparecer. La India estaba dividida a causa de la independencia. Ali Jinnah abogaba por un Pakistán musulmán al norte, Pandit Nehru apostaba por una India mayoritariamente hindú al sur. Oleadas de refugiados empezaron a ir de un lado a otro, y estallaron luchas encarnizadas.

Temiendo por la seguridad de su hija, la señora Granger envió a Susan con el hermano pequeño de su difunto marido, un recatado arquitecto de Haslemere, Surrey. Seis meses después, la madre murió durante las revueltas.

Susan Granger llegó a la tierra de su padre a los diecisiete años, una tierra que nunca había pisado. Pasó un año en un colegio de niñas y tres haciendo de enfermera en el Farnham General Hospital. Cuando cumplió veintiún años, la mínima edad exigida, solicitó el puesto de azafata de vuelo en la British Overseas Airways Corporation. Tenía una belleza despampanante, con su deslumbrante cabello castaño, los ojos azules heredados de su padre y la piel de una chica inglesa con un bonito bronceado.

La aerolínea BOAC la colocó en la ruta Londres-Bombay debido a su dominio del hindi. Por aquel entonces el trayecto era largo y lento: Londres-Roma-El Cairo-Basora-Bahrein-Karachi y Bombay, por lo que ninguna tripulación lo hacía entero. El primer cambio y escala se hacía en Basora, al sur de Irak, donde en 1951 conoció al contable de una compañía petrolera, Nigel Martin, en el club de campo. Se casaron en 1952.

Transcurrieron diez años antes del nacimiento del primer hijo, Mike, y tres más antes de la llegada del segundo, Terry. Sin embargo, a pesar del poco tiempo que se llevaban, los chicos eran como la noche y el día.

Marek Gumienny examinó la foto del expediente. Su piel no era morena, sino de un color aceitunado a juego con unos ojos y un cabello oscuros. Comprobó que los genes de la abuela habían saltado una generación hasta el nieto, quien no se parecía ni remotamente a su hermano, el académico de Georgetown, de tez rosada y cabello pelirrojo, heredados del padre.

Enseguida le vinieron a la memoria las objeciones del doctor Ben Jolley. El infiltrado que deseara actuar dentro de al-Qaida sin ser descubierto tendría que conducirse y hablar como ellos. Gumienny repasó la niñez de los sujetos.

Ambos, uno detrás de otro, habían acudido al colegio angloiraquí, y también habían dado clases con su padre y con la niñera, la dulce y regordeta Fátima, oriunda del interior, quien regresaría a la tribu con suficientes ahorros para casarse con un joven adecuado.

Marek topó con un testimonio que únicamente podía proceder de una entrevista con Terry Martin: el mayor de los hermanos, con su larga yalabiya blanca, corría por el jardín de la casa del barrio residencial de Saadún, en Bagdad, y los alegres invitados de su padre reían complacidos y gritaban: «Pero Nigel, si se parece más a nosotros».

«Más a nosotros», pensó Marek Gumienny, más a ellos. Dos puntos de los cuatro de Ben Jolley: parecía árabe y podía pasar por uno de ellos hablando en árabe. Seguro que tras un período de intenso aprendizaje podría dominar los rituales de oración.

El hombre de la CIA continuó leyendo. En su etapa de vicepresidente, Sadam Husein había puesto en marcha la nacionalización de las compañías petrolíferas extranjeras y, en 1972, eso también pasó a incluir las angloiraquíes. Nigel Martin había aguantado en el puesto tres años más antes de regresar a casa en 1975 con toda la familia. El joven Mike tenía trece años y estaba preparado para entrar en un instituto de Haileybury. Marek Gumienny necesitaba un descanso y un café.

—Él podría ser nuestro hombre —dijo cuando regresó del baño—. Con el entrenamiento y el refuerzo necesarios, podría. ¿A qué se dedica ahora?

—Aparte de los dos períodos en que trabajó para nosotros, su carrera militar transcurrió entre los paracaidistas y las fuerzas especiales. Se retiró el año pasado después de completar veinticinco años de servicio. Y no, no funcionaría.

—¿Por qué no, Steve? Lo tiene todo.

—Menos los antecedentes. Los orígenes, el clan familiar, el lugar de nacimiento… Uno no entra en al-Qaida a no ser que sea un joven voluntario para una misión suicida, un delincuente de los arrabales, un recadero. El que quiera ser digno de su confianza como para que le dejen acercarse al proyecto estrella tendría que tener muchos años de servicio a sus espaldas. Ese es el quid de la cuestión, Marek, y no dejará de serlo. A no ser que…

Se quedó un momento absorto, pero enseguida sacudió la cabeza.

—A no ser ¿qué? —preguntó el estadounidense.

—No, es inviable —musitó Hill.

—Dame ese capricho.

—Estaba pensando en un doble, un hombre al que pudiera suplantar, un sosias, pero eso tampoco es factible. Si el supuesto objetivo todavía estuviera vivo, al-Qaida lo tendría entre sus filas y, si estuviera muerto, también lo sabrían, así que nada.

—Es un expediente muy largo —comentó Marek Gumienny—. ¿Me lo puedo llevar?

—Por supuesto, es una copia. ¿Solo para ti?

—Te doy mi palabra, viejo amigo, solo para mí. Y para mi caja fuerte personal. O la incineradora.

El subdirector de Operaciones regresó a Langley, pero una semana después volvió a llamar. Steve Hill atendió la llamada en su despacho de Vauxhall Cross.

—Creo que deberíamos volver a vernos —le lanzó el subdirector de Operaciones sin mayor preámbulo.

Ambos sabían que el primer ministro inglés había prometido a su amigo de la Casa Blanca que los británicos cooperarían totalmente en las averiguaciones del Proyecto Raya Venenosa.

—De acuerdo, Marek. ¿Tienes algo nuevo?

Aunque no lo demostró, Steve Hill estaba intrigado. Gracias a la tecnología moderna, no hay nada que la CIA y el SIS no puedan intercambiar en completo secreto y en cuestión de segundos. De modo que, ¿por qué tenía Marek que presentarse allí?

—El doble, creo que lo tenemos —anunció Marek Gumienny—. Es diez años más joven, pero parece mayor. Misma altura y misma envergadura. La misma cara oscura. Un veterano de al-Qaida.

—Pinta bien, pero ¿dónde está ahora; por qué no está en activo?

—Porque está con nosotros, en Guantánamo. Lleva allí cinco años.

—¿Es árabe? —Hill estaba sorprendido, tendría que estar informado de la existencia de un miembro de alto rango de al-Qaida que hubiera sido llevado a Gitmo durante los últimos cinco años.

—No, es afgano. Se llama Izmat Jan. Estoy de camino.

Terry Martin había vuelto a pasar otra noche en blanco después de toda una semana. Ese estúpido comentario… ¿Por qué no podía mantener la boca cerrada? ¿Por qué tuvo que fanfarronear con su hermano? ¿Y si Ben Jolley había dicho algo? Al fin y al cabo, en Washington siempre acaba sabiéndose todo. Siete días después del comentario en la parte trasera de la limusina, llamó a su hermano.

Mike Martin estaba levantando el último grupo de tejas intactas de su adorado tejado. Por fin podría empezar a colocar el fieltro y los listones para sujetarlo. En una semana, lo tendría impermeabilizado. De repente oyó que sonaba el «Lillibolero» en el móvil. El teléfono se hallaba en el bolsillo del chaleco que estaba colgado de un clavo, más o menos al alcance. Se estiró sobre las frágiles vigas del techo para cogerlo. La pantalla le anunció que se trataba de su hermano desde Washington.

—Hola, Terry.

—Mike, soy yo. —Terry todavía no comprendía cómo la gente a la que llamaba sabía que era él—. He hecho una estupidez y quiero disculparme. Hace una semana me fui de la lengua.

—Genial, ¿qué dijiste?

—Eso no importa. Mira, si alguna vez recibes la visita de unos hombres trajeados, ya sabes a quién me refiero, mándalos a la mierda. Lo que dije no tenía importancia. Si alguien te visita…

Desde su nido de águila, Mike Martin distinguió el Jaguar de color gris carbón que poco a poco enfilaba el camino hasta el granero.

—No te preocupes, Terry —contestó con delicadeza—. Creo que ya están aquí.

Los dos jefes de espionaje tomaron asiento en unas sillas plegables de campo; Mike Martin se sentó en el tronco de un árbol que estaba a punto de convertir en leña con la motosierra para hacer fuego. Escuchó la perorata del estadounidense y enarcó una ceja en dirección a Steve Hill.

—Tú decides, Mike. Nuestro gobierno ha prometido a la Casa Blanca una total cooperación en cualquier cosa que necesiten o pidan, pero no podemos obligar a nadie a que se apunte a una misión sin retorno.

—¿Y esta entraría en esa categoría?

—No lo creemos —intervino Marek Gumienny—. Si consiguiéramos averiguar el nombre y el paradero de un solo agente de al-Qaida que supiera lo que se está cociendo, te sacaríamos y haríamos el resto. Tal vez baste con estar atento a los rumores…

—Pero, hacerme pasar por… Creo que ya no podría volver a hacerme pasar por árabe. Hace quince años pasé inadvertido en Bagdad fingiendo ser un humilde jardinero que vivía en un cobertizo. Si los mujabarat te cogían, las posibilidades de sobrevivir al interrogatorio eran nulas. Esta vez estaríamos hablando de un interrogatorio intensivo. ¿Qué impide que alguien que haya estado en manos estadounidenses durante seis años no se haya convertido en un renegado?

—En eso estamos de acuerdo; sabemos que te someterán a muchas preguntas, pero con suerte llamarán a uno de los de arriba para hacértelas. En ese momento tú te escapas y nos señalas al tipo. Nosotros estaremos muy cerca, apenas a unos metros.

—Este hombre es afgano —dijo Martin, dando unos golpecitos en el expediente del hombre de la celda de Guantánamo—. Un ex talibán. Lo que significa que habla pastún y yo nunca he hablado esa lengua con fluidez. Cualquier afgano me descubrirá en cuanto abra la boca.

—El entrenamiento durará meses, Mike —lo tranquilizó Steve Hill—. Y por supuesto no se hará nada hasta que creas que estás preparado, ni tampoco si crees que al final no saldrá bien. Además, estarás muy lejos de Afganistán. Lo bueno que tienen los fundamentalistas afganos es que apenas salen de su feudo.

—¿Crees que podrías hablar un árabe no muy bueno con el acento propio de un pastún que ha recibido una educación básica?

Mike Martin asintió con un gesto de cabeza.

—Posiblemente. ¿Y si a los de los turbantes les da por traer un tipo que sí conozca a este hombre?

Los otros dos no respondieron de inmediato. Ya había ocurrido antes, los allí reunidos alrededor de la hoguera sabían que eso significaría el fin.

Mientras los jefes de espionaje se miraban los pies en vez de explicar lo que le ocurriría a un agente descubierto en el seno de al-Qaida, Martin abrió el expediente que tenía en el regazo. Lo que vio lo hizo estremecer.

El rostro era cinco años mayor, surcado de arrugas a causa del sufrimiento y con diez años más de lo que marcaba su calendario, pero seguía siendo el chico de las montañas, el medio cadáver de Qala-i Jangi.

—Conozco a este hombre —musitó—. Se llama Izmat Jan.

El estadounidense lo miró boquiabierto.

—¿Cómo coño lo conoces? Lleva enchironado en Gitmo desde que lo cogieron hace cinco años.

—Lo sé, pero hace muchos años luchamos juntos en Tora Bora contra los rusos.

Los hombres de Londres y Washington repasaron mentalmente el historial de Martin. Claro, aquel año en Afganistán, cuando ayudó a los muyahidin a repeler la ocupación soviética. Era muy remota, pero cabía la posibilidad de que los hombres se hubieran conocido. Los siguientes diez minutos los dedicaron a interrogarlo sobre Izmat Jan para averiguar de qué otra información disponía. Martin les tendió el expediente.

—¿Qué aspecto tiene ahora Izmat Jan? ¿Ha cambiado mucho en cinco años junto a su gente de Camp Delta?

El estadounidense de Langley se encogió de hombros.

—Es fuerte, Mike. Muy, muy duro. Llegó con una fea herida en la cabeza y una doble conmoción cerebral. Se hirió durante la captura. Al principio nuestros médicos pensaron que tal vez era… bueno… un poco corto. Retrasado. Al final resultó que estaba totalmente desorientado. Por la conmoción y el viaje. Eso fue a principios de diciembre de 2001, justo después del 11-S. El trato que recibió no fue… ¿Cómo lo diría…? No fue suave. Luego por lo visto la naturaleza tomó su curso y se recuperó lo suficiente para entrar en los interrogatorios.

—¿Y qué dijo?

—No mucho. Solo su currículum. Resistió el tercer grado sin soltar prenda y rechazó todas nuestras ofertas. Se limitó a mirarnos fijamente, y no fue precisamente amor fraternal lo que los soldados vieron en esos ojos negros. Por eso permanece encerrado. Sin embargo, por otros sabemos que habla un árabe pasable aprendido en Afganistán y, antes de eso, en los años que pasó en una madrasa memorizando el Corán. Dos voluntarios de al-Qaida de origen británico que estuvieron allí con él y que ya han sido puestos en libertad aseguran que ahora chapurrea el poco inglés que le enseñaron ellos.

Martin dirigió una rápida y acerada mirada a Steve Hill.

—Tienen que arrestarlos y ponerlos en cuarentena —advirtió.

Hill asintió.

—Por supuesto, no hay problema.

Marek Gumienny se levantó y deambuló por el granero mientras Martin estudiaba el expediente. Miró fijamente el fuego y entre las brasas distinguió una inhóspita, lejana y desnuda ladera. Dos hombres, una agrupación de rocas y el helicóptero soviético de combate virando para atacar. El chico del turbante habló en un susurro: «¿Vamos a morir, anglo?». Gumienny regresó al presente, se agachó y removió las brasas. La imagen se desvaneció en una nube de chispas.

—Menudo tinglado tienes aquí montado, Mike. Yo diría que hay trabajo para una cuadrilla de profesionales. ¿Lo estás haciendo tú solo?

—Lo que pueda hacer. Por primera vez en veinticinco años dispongo del tiempo necesario.

—Pero no de la pasta, ¿eh?

Martin se encogió de hombros.

—Si quisiera un trabajo, ahí fuera hay empresas de seguridad a patadas. Irak por sí solo ha generado más guardaespaldas profesionales de los que uno puede contar, y todavía necesitan más. Ganan más en una semana trabajando en el triángulo suní para vuestra gente que en medio año como soldados.

—Pero eso significaría volver al polvo, a la arena, al peligro, a una muerte temprana. ¿No te habías retirado de eso?

—¿Y vosotros qué me ofrecéis? ¿Unas vacaciones con al-Qaida en Florida?

Marek Gumienny tuvo la cortesía de reír.

—A los estadounidenses los acusan de muchas cosas, Mike, pero no suelen acusarlos de ser tacaños con aquellos que los ayudan. Estoy pensando en unos honorarios de, digamos, doscientos mil dólares al año durante cinco años. Pagados en el extranjero, no hace falta molestar al fisco. De hecho, no habría ninguna necesidad de volver a trabajar ni de volverse a jugar el pellejo nunca más.

Los pensamientos de Mike Martin se desviaron hacía una escena de una de sus películas favoritas de todos los tiempos en la que T. E. Lawrence ofrecía a Auda Abu Tayi dinero para que se uniera a él en la conquista de Aqaba. Recordó la magnífica respuesta: Auda no cabalgaría hasta Aqaba por dinero inglés, cabalgaría hasta Aqaba porque quería. Se puso en pie.

—Steve, quiero que cubran mi casa con lonas impermeabilizadas de arriba abajo. Cuando vuelva quiero encontrarla tal cual está.

El director de Oriente Próximo asintió.

—Hecho —contestó.

—Voy a por mis cosas. No hay mucho, pero suficiente para llenar el maletero.

De este modo quedó acordado el contraataque occidental del Proyecto Raya Venenosa, bajo unos manzanos en un huerto de Hampshire. Dos días después, un ordenador escogió al azar el nombre de Operación Palanca, con el que se bautizó la intervención de Mike Martin.

Si lo cuestionaban, Martin jamás habría sido capaz de defenderse, pero a pesar de toda la información que más adelante les ofreció acerca del Afgano que una vez fue su amigo, hubo un detalle que se guardó para sí mismo.

Tal vez creyera que la política de informar solo de lo que era estrictamente necesario era una carretera de doble sentido, tal vez que el detalle no tenía la más mínima importancia. Estaba relacionado con una conversación mantenida en susurros entre las sombras de una caverna que hacía de hospital dirigido por árabes en un lugar llamado Jaji.