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La Comisión del Corán estaba compuesta por cuatro hombres, tres estadounidenses y un académico británico. Todos eran profesores y ninguno de ellos era árabe, pero habían consagrado su vida al estudio del Corán y a los miles de investigaciones de sus alumnos.

Uno era residente en la Columbia University de Nueva York; obedeciendo una orden procedente de Fort Meade, se había fletado un helicóptero militar para llevarlo a la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad. Los otros dos pertenecían a la Rand Corporation y al Brookings Institute de Washington, respectivamente. Dos coches oficiales del ejército acudían a recogerlos.

El cuarto y más joven era el doctor Terry Martin, destinado de forma temporal a la Georgetown University de Washington procedente de la School of Oriental and African Studies (SOAS) de Londres. Integrada en la London University, la SOAS disfruta de elevada reputación en todo el mundo por su erudición en cultura árabe.

Los ingleses habían sido pioneros en el estudio de la cultura árabe. Él había nacido y crecido en Irak; era hijo de un contable que trabajaba en una gran compañía petrolera con importantes negocios en la zona. Su padre había decidido no llevarlo a la escuela angloamericana, sino a una academia privada que instruía a los hijos de la élite de la sociedad iraquí. Cumplidos los diez años ya podía, al menos en el aspecto lingüístico, pasar por un muchacho árabe. Solo su tez rosada y su recio cabello pelirrojo evidenciaban que jamás podría pasar completamente por árabe.

Nacido en 1965, contaba once años cuando el señor Martin padre decidió abandonar Irak y volver a la seguridad del Reino Unido. El partido Baaz había retomado el poder, pero lo cierto era que tal poder no lo ejercía el presidente Bakr, sino su vicepresidente, quien estaba llevando a cabo un despiadado pogromo con sus adversarios políticos, reales e imaginarios.

Los Martin habían vivido ya los días convulsos que habían sucedido a la pacífica década de 1950, cuando el rey niño Feisal ocupaba el trono. Fueron testigos del asesinato del joven rey y de su primer ministro Nuri Said, el igualmente sanguinario gobernante, en el estudio de televisión de su sucesor, el general Kassem, y la primera llegada al poder del igualmente brutal partido Baaz. Este, a su vez, había sido derrocado poco después, para volver a tomar las riendas del gobierno en 1968. Durante siete años, Martin padre vio cómo el poder del psicótico vicepresidente Sadam Husein crecía sin cesar, y en 1975 decidió que había llegado el momento de marcharse.

Su hijo mayor, Mike, tenía ya trece años y estaba preparado para ingresar en un internado británico. Martin había conseguido una buena plaza en la Burmah Oil de Londres gracias a la amabilidad de un tal Denis Thatcher, cuya esposa, Margaret, acababa de acceder al liderazgo del Partido Conservador. Los cuatro, el padre, la señora Martin, Mike y Terry, estaban de vuelta en el Reino Unido para Navidad.

Terry ya había dado muestras de su brillante intelecto. Superó los exámenes de primaria con casi tres años de adelanto, con la misma facilidad con la que un cuchillo corta la mantequilla. Se presumía, y se confirmó casi con exactitud, que una serie de becas y ayudas escolares lo catapultarían a la escuela secundaria y de ahí a Oxford o Cambridge. Pero él quería proseguir con los estudios árabes y solicitó una plaza en la SOAS en la primavera de 1983, e ingresó en ella como universitario ese mismo otoño para estudiar Historia de Oriente Próximo.

Se graduó con matrícula de honor en tres años y después dedicó dos más al doctorado; se especializó en el Corán y en los primeros cuatro califatos. Se tomó un año sabático para ampliar sus estudios coránicos en la célebre Universidad de al-Azhar de El Cairo y, a su regreso, a la edad de veintisiete años, le ofrecieron un puesto como profesor universitario, un insigne honor teniendo en cuenta que la SOAS árabe es una de las escuelas más exigentes del mundo. Fue ascendido a profesor adjunto a los treinta y cuatro años de edad, y propuesto para una cátedra a los cuarenta. Tenía cuarenta y uno la tarde en que la NSA solicitó su asesoramiento; pasó un año como profesor invitado en Georgetown porque esa misma primavera de 2006 su vida se había resquebrajado.

El emisario de Fort Meade lo encontró en una sala de actos concluyendo una charla sobre la relevancia de las doctrinas coránicas en la actualidad.

Desde los bastidores, resultaba evidente que gustaba a sus alumnos. La sala estaba llena a rebosar. Tenía la virtud de hacer que sus clases se percibieran como una larga y civilizada conversación entre iguales; apenas hacía referencia a las notas, impartía las clases en mangas de camisa, y deambulaba de un lado para el otro; su cuerpo bajo y rechoncho irradiaba entusiasmo para transmitir y compartir, para atraer toda la atención hacia un punto cogido al vuelo; jamás menospreciaba a un alumno por carecer de conocimientos, hablaba con un lenguaje llano y abreviaba en lo posible el grueso de la materia para destinar el resto del tiempo a las preguntas de los estudiantes. Había alcanzado ya ese punto cuando el agente de Fort Meade apareció entre bastidores.

Una sencilla camisa roja alzó una mano en la quinta fila.

—Usted ha dicho que discrepaba del uso del término «fundamentalista» para hacer referencia a la filosofía de los terroristas. ¿Por qué?

Dada la ventisca propagandística relacionada con cuestiones árabes, islámicas y coránicas que había barrido Estados Unidos desde el 11-S, todos los turnos de preguntas viraban rápidamente de la erudición teórica a la campaña contra Occidente que había ocupado gran parte de los diez años previos.

—Porque es inexacto —contestó el profesor—. La palabra en sí implica un «regreso a lo esencial», pero quienes colocan bombas en trenes, centros comerciales y autobuses no están regresando a la esencia del islam. Están escribiendo un nuevo guión propio y después lo argumentan de forma retroactiva, tratando de encontrar en el Corán pasajes que justifiquen su guerra.

»Hay fundamentalistas en todas las religiones. Los monjes cristianos de las órdenes de clausura, consagrados con votos a la pobreza, la abnegación, la castidad, la obediencia… son fundamentalistas. Los ascetas existen también en todas las religiones, pero no abogan por el asesinato en masa de hombres, mujeres y niños. Esa es la clave. Si juzgamos a todas las religiones y a todas las sectas que estas abrigan a partir de esa frase, veremos que el deseo de regresar a las doctrinas esenciales no equivale a terrorismo, pues en ninguna religión, incluido el islam, las doctrinas esenciales abogan por el asesinato en masa.

El enviado de Fort Meade intentaba llamar la atención del doctor Martin desde los bastidores. El profesor miró de soslayo y percibió la presencia de aquel joven con impecable corte de pelo, camisa elegante y traje oscuro. Llevaba la etiqueta «gobierno» impresa en la frente. Repiqueteaba con un dedo en su reloj de muñeca. Martin asintió.

—Entonces, ¿cómo denominaría a los terroristas actuales?

¿«Yihadíes»?

La pregunta la había formulado una inquieta joven sentada algo más al fondo. A partir de sus rasgos, el doctor Martin dedujo que sus padres debían de proceder de Oriente Medio: India, Pakistán… quizá Irán. Pero no llevaba la cabeza cubierta con el biyab, detalle que le hubiera ayudado a determinar si se trataba de una musulmana estricta.

—Incluso yihad es un término erróneo. Obviamente, el yihad existe, pero está sujeto a ciertas normas. Puede tratarse tanto de una lucha interna personal para llegar a ser mejor musulmán, caso en el que está totalmente exento de violencia, o bien de una verdadera guerra santa, una lucha armada en defensa del islam. Eso es lo que los terroristas sostienen que hacen, pero cogen con pinzas las normas y las sacan de contexto.

»Por una parte, el auténtico yihad solo puede declararlo una autoridad coránica legítima, de probada y aceptada reputación. Bin Laden y sus acólitos son bien conocidos por su falta de erudición. Incluso si fuera verdad que Occidente hubiera atacado, herido, perjudicado, humillado y degradado al islam y, por consiguiente, a todos los musulmanes, sigue habiendo unas normas y el Corán es absolutamente explícito en este sentido.

»Está prohibido atacar y matar a quienes no nos han ofendido ni hecho nada para lastimarnos. Está prohibido asesinar a mujeres y niños. Está prohibido retener a alguien como rehén y está prohibido maltratar, torturar o matar a prisioneros. Los terroristas de al-Qaida y sus seguidores llevan a cabo estas cuatro prácticas a diario. Y no olvidemos que han matado a muchos más hermanos musulmanes que a cristianos o judíos.

—Entonces, ¿cómo denomina usted a su campaña?

El agente del gobierno empezaba a inquietarse. Todo un general le había dado una orden. No quería ser el último en regresar a la base.

—Los denominaría nuevos yihadíes, porque han inventado una guerra no santa al margen de las leyes del Sagrado Corán y, por tanto, del verdadero islam. El auténtico yihad no es salvaje, pero lo que ellos están haciendo sí lo es. Última pregunta, me temo.

Se oyó el rumor de los libros y los apuntes que los alumnos empezaban a recoger. Una mano se alzó bruscamente entre las primeras filas. Pecas, camiseta blanca que promocionaba a un grupo de rock estudiantil…

—Todos los terroristas se consideran mártires. ¿Cómo lo justifican?

—Mal —respondió el doctor Martin—, porque han sido embaucados, pese a la buena educación que han recibido algunos de ellos. Es perfectamente factible morir como un shahid, o mártir, luchando por el islam en un yihad realmente declarado. Pero, una vez más, no podemos olvidar que existen ciertas normas y estas son muy estrictas en el Corán. El guerrero no debe quitarse la vida aunque se haya prestado de forma voluntaria a participar en una misión sin retorno. No debe conocer el momento y el lugar de su propia muerte.

»Eso es exactamente lo que hacen los suicidas, aunque el suicidio esté expresamente prohibido. A lo largo de toda su vida, Mahoma se negó a bendecir la sangre de un suicida incluso cuando el hombre se hubiera quitado la vida para ahorrarse la atroz agonía de su enfermedad. Quienes asesinaban en masa a inocentes y quienes se suicidaban estaban destinados a ir al infierno, no al Paraíso. Los falsos predicadores e imames que los engatusan hacia ese camino se reunirán allí con ellos. Y ahora, lamento informarles que debemos regresar ya al mundo de Georgetown y las hamburguesas. Gracias por su atención.

Los alumnos se pusieron en pie y le aplaudieron; ruborizado, él cogió su chaqueta y se encaminó hacia los bastidores.

—Siento interrumpirlo, profesor —dijo el enviado de Fort Meade—, pero el jefe quiere que la Comisión del Corán se reúna en Fort Meade. El coche espera fuera.

—¿Con carácter de urgencia?

—Ayer, señor. Ha habido un gran revuelo.

—¿Tiene idea de qué ocurre?

—No, señor.

Por supuesto. Necesidad de saber. La norma inquebrantable. Si uno no necesita saber para llevar a cabo su trabajo, no le darán detalles. La curiosidad de Martin tendría que esperar. El coche era el habitual sedán oscuro con ventanilla en el techo. Estaba en contacto con la base en todo momento. El conductor tenía rango de cabo, pero aunque Fort Meade era una base militar, el hombre vestía de paisano, sin uniforme. No había «necesidad de exhibir».

El doctor Martin subió a la parte trasera mientras el chófer mantenía la puerta abierta para él. Su escolta ocupó el asiento del copiloto y, acto seguido, el coche empezó a circular por entre el tráfico de aquel semestre recién estrenado, en dirección a la autopista de Baltimore.

Lejos de allí, hacia el este, el hombre que transformaba su granero en una casa de retiro se desperezaba junto a la fogata del huerto. Se sentía absolutamente feliz de aquel modo. Si había sido capaz de dormir sobre piedras y montones de nieve, sin duda podía hacerlo en el tierno césped que crecía bajo los manzanos.

El combustible para la fogata tampoco supondría problema alguno. Disponía de suficientes tablones podridos para alimentarla durante toda una vida. La cacerola crepitó sobre las brasas incandescentes; el hombre preparó con deleite una taza de té hirviendo. Las bebidas sofisticadas estaban bien, pero tras una jornada de arduo trabajo la mejor recompensa para el soldado era una taza de té bien caliente.

De hecho, había decidido tomarse la tarde libre y olvidar por unas horas el noble trabajo en el tejado, así que se encaminó hacia Meonstoke para visitar la abacería general y comprar provisiones para el fin de semana.

Era evidente que todos sabían que había comprado el granero y que intentaba restaurarlo por sí mismo. Eso cayó bien. A los londinenses adinerados, con un talonario del que hacer ostentación y cierta ansia por jugar a ser el amo y señor del lugar, se los recibía con cortesía, pero también se les dejaba ver los gestos desdeñosos que se hacían a sus espaldas. Sin embargo, el hombre moreno y soltero que vivía en una tienda de campaña plantada en el huerto y que realizaba solo todo el trabajo manual era, según la creencia que se expandía por el pueblo, una buena persona.

A decir del cartero, parecía recibir poco correo, a excepción de unos pocos sobres acolchados de aspecto oficial, pero había pedido que incluso estos fueran entregados en el bar Buck’s Head para ahorrarle al cartero la penosa, larga y embarrada pista, un detalle que el funcionario de correos agradeció. Las cartas iban destinadas al «coronel», pero él nunca había mencionado nada parecido al pedir una copa en el bar o comprar el periódico o comida en la abacería. Se limitaba a sonreír y ser cortés. El creciente aprecio de los lugareños hacia el hombre no estaba exento de cierta curiosidad. Eran muchos los «forasteros» que llegaban con actitud impetuosa. ¿Quién era? ¿De dónde procedía? ¿Por qué había elegido Meonstoke para establecerse?

Aquella tarde, en su paseo por el pueblo, visitó la antigua iglesia de Saint Andrew y allí encontró al párroco, el reverendo Jim Foley, con quien entabló conversación.

El ex soldado empezaba a creer que disfrutaría de la vida donde había decidido instalarse. Podía acercarse con su recia bicicleta de montaña hasta Droxford por la carretera de Southampton, para comprar en el mercado alimentos recién recolectados del huerto. Podía explorar la miríada de senderos que veía desde su tejado y degustar cerveza artesanal en los pubs iluminados que encontrara a su paso.

No obstante, en dos días debería asistir a la misa de la mañana del domingo en Saint Andrew, en la penumbra silenciosa de la vieja piedra, y rezaría, como hacía con frecuencia.

Pediría el perdón de Dios, en quien creía con devoción, por todos los hombres que había matado y por el descanso de sus almas inmortales. Pediría el descanso eterno de todos los camaradas a quienes había visto morir a su lado; daría gracias por no haber matado nunca a mujeres ni niños, ni a nadie que llegara con actitud pacífica, y rezaría por que algún día él también pudiera expiar sus pecados y acceder al Reino.

Después regresaría a la ladera de la colina y reanudaría sus labores. Solo quedaban otras mil tejas por colocar.

Pese a la vastedad del complejo de edificios de la Agencia de Seguridad Nacional, Fort Meade ocupaba solo una diminuta parte, aun siendo una de las mayores bases militares de Estados Unidos. Situada a poco más de seis kilómetros al este de la Interestatal 95 y a medio camino entre Washington y Baltimore, la base alberga a unos diez mil miembros del personal militar y a 25.000 empleados civiles. Es en sí misma una ciudad, y dispone de todos los servicios propios de una pequeña urbe. La parte «secreta» está enclavada en un rincón, dentro de una zona de seguridad sometida a férrea vigilancia, que el doctor Martin nunca antes había visitado.

El sedán que lo transportaba avanzó por la base sin impedimentos ni obstáculos hasta que llegó a la zona en cuestión. En la entrada principal, sus pases fueron examinados y varios rostros escrutaron a través de las ventanillas al académico británico y al guía que iba sentado al frente y que respondía de él. Había un mostrador custodiado por personal del ejército. Más inspecciones, unas cuantas llamadas telefónicas, pulgares posados en teclados, reconocimiento de iris, admisión final.

Tras otro aparente maratón de pasillos, llegaron a una puerta anónima. El escolta llamó con los nudillos y entró. Al fin se encontró entre rostros familiares y entre amigos, colegas y miembros de la Comisión del Corán.

Al igual que muchas otras salas de reuniones del servicio, aquella era anónima y funcional. Carecía de ventanas, pero el aire acondicionado renovaba la atmósfera. Una mesa circular y sillas acolchadas de respaldo recto. En una pared, una pantalla, probablemente para proyecciones y gráficos en caso de ser necesarios. A un lado, mesas auxiliares con termos de café y bandejas con comida para el insaciable estómago estadounidense.

Los anfitriones eran sin duda dos agentes secretos del servicio de inteligencia ajenos al mundo académico; ambos se presentaron con neutra cortesía. Uno era el subdirector de la NSA, enviado por el general en persona. El otro era un suboficial del Departamento de Seguridad Nacional de Washington.

Y había cuatro académicos, entre ellos el doctor Martin. Todos se conocían. Antes de acceder a formar parte de la comisión, sin nombre y sin publicidad, de expertos en un libro y una religión, cada uno de ellos conocía al otro por sus obras publicadas y también en persona por seminarios, clases y conferencias. El mundo del intenso estudio coránico no era tan amplio.

Terry Martin fue recibido por los doctores Ludwig Schramme, de Columbia (Nueva York); Ben Jolley, de Rand, y «Harry» Harrison, de Brookings, quien sin duda tenía otro nombre de pila pero al que siempre se había conocido como Harry. El de mayor edad y, por tanto, supuesto veterano, era Ben Jolley, un hombre inmenso, barbado y de aspecto osuno, que inmediatamente, y pese a los labios fruncidos del subdirector, encendió una aterradora pipa de madera de brezo que aspiró con satisfacción en cuanto empezó a humear como una hoguera otoñal. La tecnología extractora Westinghouse instalada sobre sus cabezas hizo cuanto pudo y casi lo consiguió, pero era evidente que iba a necesitar una revisión completa.

El subdirector arrancó sin rodeos con el motivo de la convocatoria de los eruditos. Distribuyó copias de dos documentos en sendas carpetas para cada uno. Eran los originales árabes que se habían encontrado en el portátil del financiero de al-Qaida y las respectivas traducciones, efectuadas por la división árabe. Los cuatro hombres abrieron directamente la versión árabe y leyeron en silencio. El doctor Jolley resopló; el delegado del Departamento de Seguridad Nacional hizo una mueca. Los cuatro acabaron más o menos al mismo tiempo.

Después leyeron las traducciones al inglés para comprobar qué se había eludido y por qué. Jolley alzó la mirada hacia los dos agentes del servicio de inteligencia.

—¿Y bien?

—Bien… ¿qué, profesor?

—¿Cuál ha sido el problema que nos ha traído a todos aquí? —preguntó el arabista.

El subdirector se inclinó hacia delante y repiqueteó con un dedo sobre un párrafo de la traducción inglesa.

—El problema está aquí. ¿Qué significa? ¿De qué hablan?

Los cuatro habían reparado en la referencia coránica que contenía el texto árabe. No necesitaban traducción. Todos habían visto aquella frase en numerosas ocasiones y habían estudiado sus diversos significados posibles, pero siempre en textos eruditos. Pero aquello eran cartas modernas. Tres referencias en una de las cartas; una única referencia en la otra.

—¿Al-Isra? Debe de tratarse de alguna clase de código. Se refiere a un episodio de la vida del profeta Mahoma.

—En tal caso, disculpe nuestra ignorancia —dijo el hombre del Departamento de Seguridad Nacional—. ¿Qué es al-Isra?

—Explíquelo usted, Terry —propuso el doctor Jolley.

—Verán, caballeros —comenzó Terry Martin—, al-Isra hace referencia a una revelación en la vida del Profeta. Los académicos expertos en el tema siguen discutiendo hoy si experimentó un verdadero milagro divino o si se trató solo de una experiencia extracorpórea.

»En resumen, una noche, un año antes de que emigrara de La Meca, su lugar de nacimiento, a Medina, tuvo un sueño. O una alucinación. O un milagro divino. Para no extenderme, permítanme llamarlo “sueño” en adelante.

»En el sueño se veía transportado por desiertos y montañas desde lo más profundo de la actual Arabia Saudí hasta Jerusalén, en aquel entonces una ciudad santa solo para los cristianos y los judíos.

—¿Fecha? Según nuestro calendario, por favor.

—Hacia el año 622 de nuestra era.

—¿Qué ocurrió después?

—Encontró un caballo amarrado, un caballo con alas. Le invitaron a montarlo. El caballo alzó el vuelo y en el cielo encontró al mismísimo Dios Todopoderoso, quien le enseñó los principios de la nueva fe que debe conocer todo creyente. El Profeta los dictó a un escriba y, posteriormente recopilados en el Libro por excelencia, se convirtieron en las 6.666 aleyas que constituyen la esencia del islam.

Los otros tres profesores asintieron para mostrar su acuerdo.

—¿Y ellos lo creen? —preguntó el subdirector.

—Tratemos de no ser demasiado condescendientes —lo atajó abruptamente Harry Harrison—. En el Nuevo Testamento se nos dice que Jesucristo ayunó a la intemperie durante cuarenta días y cuarenta noches, y que después se enfrentó al mismísimo demonio y lo rechazó. Tras un período semejante en soledad y sin alimento, cualquier persona sin duda sufriría alucinaciones, pero para los verdaderos creyentes cristianos se trata de las Sagradas Escrituras y estas son incuestionables.

—Muy bien, le pido disculpas. De modo que al-Isra es el encuentro con el arcángel…

—En absoluto —respondió Jolley—. Al-Isra es el viaje en sí.

Un viaje mágico. Un viaje divino emprendido con los auspicios del propio Alá.

—Se ha descrito —intervino el doctor Schramme— como un viaje a través de la penumbra y hacia una iluminación mayor…

Citaba literalmente un comentario ancestral. Los otros tres lo conocían bien y asintieron.

—En tal caso, ¿a qué se referiría un musulmán moderno y un agente de alto rango de al-Qaida al emplearla?

Era la primera insinuación que recibían los académicos acerca del origen de los documentos. No había sido una interceptación, sino una captura.

—¿Estaba fuertemente vigilado? —preguntó Harrison.

—Dos hombres murieron al intentar impedir que cayera en nuestro poder.

—Ah, bien, de acuerdo. Es comprensible. —El doctor Jolley escrutaba su pipa con gran atención. Los otros tres bajaron la mirada—. Temo que no sea más que una referencia a alguna clase de proyecto, a alguna operación. Y no una operación insignificante, precisamente.

—¿Algo grande? —preguntó el hombre del Departamento de Seguridad Nacional.

—Caballeros, los musulmanes fervientes, por no hablar de los fanáticos, no conciben ni hablan de al-Isra de forma banal. Para ellos al-Isra cambió el mundo. Si han optado por el nombre de al-Isra para designar algo a modo de código, sin duda pretenden que las dimensiones de ese algo sean tremendas.

—¿Y el texto no contiene algún indicio de lo que puede ser ese «algo»?

El doctor Jolley pascó la mirada alrededor de la mesa. Sus tres colegas se encogieron de hombros.

—Ni la menor pista. Los dos autores invocan bendiciones divinas para su proyecto, nada más. Dicho esto, creo que puedo hablar por boca de todos nosotros al recomendarle que investigue a qué hace referencia la mención a al-Isra. Jamás asignarían su nombre a una bomba de cartera, un club nocturno asolado o un autobús de los bajos fondos destrozado.

Nadie había tomado notas. No era necesario. Se había grabado hasta la última palabra. No en vano, aquel era el edificio conocido en el gremio como el Palacio Puzzle.

Los dos agentes profesionales del servicio de inteligencia tendrían en sus manos la transcripción de aquella conversación al cabo de una hora, y pasarían la noche preparando el informe conjunto. Ese informe saldría del edificio antes del alba, sellado y custodiado por guardia armada, y llegaría arriba. Muy arriba. A la máxima cota en Estados Unidos: la Casa Blanca.

Terry Martin compartió la limusina con Ben Jolley en el trayecto de regreso a Washington. El vehículo era más grande que el sedán en el que había acudido a Fort Meade, con una división entre los compartimientos anterior y posterior. A través del cristal, veía las nucas de dos cabezas: la del conductor y la de su joven oficial escolta.

El tosco y viejo estadounidense se guardó con aire reflexivo la pipa en un bolsillo y contempló por la ventanilla el paisaje, un mar de hojas otoñales de tonos rojizos y dorados. El británico, más joven, miraba en dirección contraria y también parecía absorto.

En toda su vida solo había querido de verdad a cuatro personas, y había perdido a tres de ellas en los diez meses anteriores. A comienzos del año sus padres, quienes habían tenido a sus dos hijos cumplida la treintena y superaban ya los setenta años de edad, habían muerto casi al mismo tiempo. Un cáncer de próstata se había llevado a su padre, y su madre sencillamente quedó demasiado afectada para querer seguir adelante. Escribió una carta conmovedora a cada uno de sus hijos, ingirió un frasco de somníferos mientras tomaba un baño caliente, se quedó dormida y, según sus propias palabras, fue «a reunirse con papá».

Terry Martin se quedó desolado, pero sobrevivió con el respaldo de la fuerza de dos hombres, las otras dos personas a quienes quería más que a sí mismo. Uno era quien llevaba catorce años siendo su compañero, el espigado y apuesto bróker con quien compartía su vida. Y entonces, una desenfrenada noche de marzo, había aparecido un borracho que conducía a una velocidad infernal, y el crujido del metal al colisionar contra un cuerpo humano, y el cuerpo en la mesa de autopsias, y el terrible funeral con los padres de Gordon y su rígida desaprobación frente a sus irreprimibles lágrimas.

Había considerado seriamente poner fin a su ya entonces desgraciada existencia, pero su hermano mayor, Mike, pareció intuir su desesperación, se instaló con él una semana y lo acompañó en la crisis.

Idolatraba a su hermano desde que eran niños y vivían en Irak, y también lo había venerado a lo largo de los años que habían pasado en la escuela pública británica de Haileybury, a las afueras de la ciudad comercial de Hertford.

Mike había sido siempre lo que él no era. Moreno frente a su palidez, delgado frente a su rechonchez, duro frente su debilidad, valiente frente a sus miedos. Sentado en la limusina, mientras transitaban por las calles de Maryland, dejó que sus pensamientos retrocedieran hasta aquella final de rugby contra Tonbridge, con la que Mike había concluido sus cinco años en Haileybury.

Cuando los dos equipos abandonaron el terreno de juego, Terry aguardaba en el pasillo acordonado con una amplia sonrisa en los labios. Mike se acercó a él y le alborotó el pelo.

—Bien —dijo—, lo conseguimos, hermanito.

Terry había sentido un pánico atenazador cuando llegó el momento de comunicarle a su hermano que ya estaba seguro de que era homosexual. El mayor, para entonces oficial del cuerpo de paracaidistas y recién llegado del frente de combate en las Malvinas, meditó la noticia brevemente, exhibió su sonrisa más socarrona y le brindó las últimas palabras de Joe E. Brown en Con faldas y a lo loco:

—Bien, nadie es perfecto.

Desde ese instante, la idolatría de Terry hacia su hermano mayor no conoció límites.

El sol empezaba a ponerse en Maryland. En la misma franja horaria, atardecía también en Cuba, y en la península sudoccidental conocida como Guantánamo un hombre extendió la estera que empleaba en sus oraciones, se volvió hacia el este, se arrodilló y empezó a rezar. Fuera de la celda, un soldado estadounidense lo miraba impasible. Había presenciado aquella escena en infinidad de ocasiones, pero sus instrucciones eran claras: jamás, en ningún caso, bajar la guardia.

El hombre que oraba había pasado encarcelado en la antigua X-Ray, denominada después Camp Delta y habitualmente conocida en los medios de comunicación como Gitmo, abreviatura de Guantánamo Bay, cerca de cinco años. Hasta entonces había soportado las brutalidades y privaciones sin una lágrima ni un grito. Había tolerado las indecibles humillaciones que habían infligido a su cuerpo y a su fe sin emitir el menor sonido, pero cuando miraba directamente a sus torturadores, incluso ellos percibían el odio implacable en aquellos ojos negros que resaltaban sobre la barba negra, y entonces se sentía realmente derrotado. Aun así, nunca desfalleció.

En los tiempos de «amenazas e incentivos», cuando a los presos se los incitaba a denunciar a sus correligionarios a cambio de favores, guardaba silencio: rechazaba de este modo recibir un trato mejor. Ante la misma situación, otros lo habían denunciado a cambio de ciertas concesiones, pero puesto que las denuncias eran totalmente inventadas, él jamás las había negado ni confirmado.

En la sala repleta de archivos que el interrogador conservaba como prueba de su pericia, había mucha información sobre el hombre que oraba aquella noche, pero prácticamente nada proporcionado por él mismo. Había respondido cortésmente a las preguntas que le había formulado años atrás uno de los interrogadores que había optado por una aproximación respetuosa. Así era como un registro aceptable de su vida había llegado a existir.

Pero el problema seguía siendo el mismo. Ninguno de los interrogadores había entendido una palabra de su lengua materna, y confiaban sin excepción en los intérpretes, los terps, que los acompañaban a todas partes. Pero los terps también tenían prioridades, también recibían favores a cambio de revelaciones interesantes, por lo que no les faltaban motivos para maquillar cualquier declaración.

Después de cuatro años, al hombre que rezaba se lo tildó de «no cooperador», lo cual significaba, llanamente, inquebrantable. En 2004 había sido transferido a través del Golfo al nuevo Camp Echo, una unidad blindada de aislamiento permanente. Allí las celdas eran más pequeñas, de paredes blancas, y solo se practicaba ejercicio por la noche. El hombre no había visto el sol en todo un año.

Ningún familiar lo reclamaba; ningún gobierno buscaba noticias relacionadas con él; ningún abogado pleiteaba en su nombre. Los detenidos que eran instalados en las celdas contiguas acababan trastornados, y era preciso trasladarlos para someterlos a terapia. El seguía guardando silencio y leyendo el Corán. Fuera de la celda, mientras él oraba, se produjo el cambio de guardia.

—Maldito árabe —dijo el hombre que acababa su jornada. Su sustituto sacudió la cabeza.

—No es árabe —repuso—. Es afgano.

—Y bien. ¿Qué opinas de nuestro problema, Terry?

Quien preguntaba era Ben Jolley, y lo hacía desde su aparente ensoñación, apoltronado en el compartimiento posterior de la limusina y mirando fijamente a Martin.

—No suena nada bien, ¿eh? —respondió Terry—. ¿Te fijaste en las caras de nuestros dos amigos agentes? Sabían que solo estábamos confirmando lo que ellos ya habían sospechado, pero sin duda no estaban precisamente contentos cuando nos marchamos.

—Y, pese a ello, ningún otro veredicto. Tienen que averiguar en qué consiste esa operación al-Isra.

—Pero ¿cómo?

—Bueno, yo me he codeado con agentes secretos durante mucho tiempo. Los he asesorado lo mejor que he podido sobre cuestiones relacionadas con Oriente Medio desde la guerra de los Seis Días. Disponen de infinidad de métodos: fuentes internas, agentes conversos, escuchas, robo de archivos, vuelos espía; los ordenadores ayudan mucho: consiguen datos de referencias cruzadas en cuestión de minutos, algo que antes hubieran tardado semanas en conseguir. Supongo que lo descubrirán y lo detendrán de alguna manera. No olvides el tremendo trecho que hemos recorrido nosotros desde que Gary Powers fue derribado cerca de Sverdlovsk en 1960, o desde que el U2 hizo aquellas fotografías de los misiles en Cuba en 1962. Calculo que antes de que tú nacieras, ¿me equivoco?

Se rió hasta perder el resuello de su propia «antigüedad» cuando Terry Martin asintió.

—Tal vez ya tengan a alguien dentro de al-Qaida —aventuró.

—Lo dudo —intervino el mayor—. Alguien con un cargo de tanta responsabilidad nos habría proporcionado ya dónde estaba la dirección y la habrían arrasado con bombas inteligentes.

—Tal vez consigan infiltrar a alguien en al-Qaida para que investigue y les informe.

El veterano volvió a sacudir la cabeza, esta vez con total convicción.

—Vamos, Terry. Los dos sabemos que eso es imposible. Un árabe de nacimiento podría perfectamente cambiar de bando y trabajar contra nosotros. Y ni hablar de alguien que no sea árabe. Los dos sabemos que todos los árabes proceden de familias numerosas, clanes o tribus. Una pregunta desafortunada por parte de la familia o del clan y el impostor quedaría expuesto.

»De modo que el supuesto infiltrado debería tener un currículum perfecto. A lo cual hay que sumar que tendría que parecer árabe, hablar árabe y, lo más importante, comportarse como un árabe. Una sílaba mal pronunciada en todas esas plegarias y los fanáticos lo descubrirían. Recitan cinco veces al día y jamás omiten una letra.

—Cierto —convino Martin, sabedor de que el suyo era un caso perdido, aunque continuó disfrutando de la fantasía—, pero alguien podría memorizar los pasajes del Corán e inventar una familia imposible de localizar.

—Olvídalo, Terry. Ningún occidental puede pasar por árabe entre árabes.

—Mi hermano sí —intervino el doctor Martin. En ese mismo instante se habría mordido la lengua de haber podido hacerlo. Pero ya era demasiado tarde. El doctor Jolley resopló, abandonó la conversación y se dedicó a contemplar el extrarradio de Washington. Ninguna de las cabezas de la parte delantera de la limusina se movió un ápice. Dejó escapar un suspiro de alivio. Los micros del coche debían de estar desconectados.

Se equivocaba.