De haber sabido el joven guardaespaldas talibán que aquella llamada desde el teléfono móvil iba a acabar con su vida, no la habría hecho. Pero llamó, y ocurrió lo que tenía que ocurrir.
El 7 de julio de 2005, cuatro terroristas suicidas hicieron estallar sus mochilas bomba en metros y un autobús del centro de Londres. Cincuenta y dos viajeros murieron y unos setecientos resultaron heridos, de los cuales al menos un centenar quedó lisiado de por vida.
Tres de los cuatro terroristas eran británicos de nacimiento, aunque procedían de familias de inmigrantes paquistaníes. El cuarto había nacido en Jamaica, tenía nacionalidad británica y se había convertido al islam. No era más que un adolescente, igual que otro de ellos; el tercero tenía veintidós años y, por último, el líder del grupo, treinta. A todos les habían inculcado los postulados del fanatismo extremo, es decir, les habían lavado el cerebro, en el mismísimo corazón de Inglaterra; para ello habían asistido a mezquitas en las que se reunían los extremistas y habían sido instruidos por predicadores de la misma tendencia.
Veinticuatro horas después de la explosión ya habían sido identificados; les habían seguido la pista hasta dar con sus lugares de residencia en los alrededores de la ciudad de Leeds, al norte de Inglaterra. Todos hablaban con acento de Yorkshire, más o menos marcado. El líder era profesor de educación especial y se llamaba Mohammad Siddique Jan.
Al registrar sus domicilios y pertenencias, la policía descubrió algo importante que decidió no revelar. Cuatro facturas indicaban que uno de los dos de mayor edad había comprado teléfonos móviles de usar y tirar, eran tribanda y tenían cobertura en casi cualquier parte del mundo; además cada uno contaba con una tarjeta SIM cargada con unas veinte libras esterlinas. El pago de los aparatos se había hecho en efectivo. A pesar de todo, no figuraban entre los objetos encontrados; sin embargo, la policía rastreó los números y los señaló por si en algún momento entraban en funcionamiento.
También descubrieron que Siddique Jan y el componente del grupo con el que mantenía una relación más estrecha, el joven punjabí Shehzad Tanweer, habían viajado a Pakistán durante el mes de noviembre y habían permanecido allí tres meses. No consiguieron averiguar a quién habían ido a ver; no obstante, unas cuantas semanas después de las explosiones, la cadena de televisión árabe al-Yazira difundió un vídeo de contenido desafiante grabado por Siddique Jan, en el que anunciaba su propia muerte. Era evidente que la grabación había tenido lugar durante la visita a Islamabad.
Hasta finales de 2006 no se supo que un terrorista se había llevado uno de los teléfonos móviles supuestamente localizables y se lo había entregado a su responsable e instructor de al-Qaida (la policía británica ya había llegado a la conclusión de que ninguno de los terroristas tenía los conocimientos técnicos necesarios para fabricar las bombas sin indicaciones ni ayuda).
Quienquiera que fuera aquel dirigente de al-Qaida, todo indicaba que, como muestra de respeto, le había regalado el móvil a un miembro del círculo de confianza de Osama bin Laden, oculto en su escondrijo situado entre las inhóspitas montañas del sur de Waziristan que bordean la frontera entre Pakistán y Afganistán, al oeste de Peshawar. Debían de habérselo dado para casos de emergencia, ya que todos los agentes de al-Qaida son extremadamente cautelosos con los teléfonos móviles; en cualquier caso, quien se lo dio no podía prever que el fanático británico sería tan estúpido como para dejarse la factura encima del escritorio de su piso de Leeds.
El círculo de confianza de Bin Laden está formado por cuatro divisiones que se ocupan de las operaciones, la financiación, la propaganda y la doctrina. Cada división tiene un jefe y solo Bin Laden y Ayman al-Zawahiri, su brazo derecho, los superan jerárquicamente. En septiembre de 2006, el jefe del área de financiación de todo el grupo terrorista era el egipcio Tawfik al-Qur, compatriota de Zawahiri.
Por motivos que más tarde resultaron evidentes, el 15 de septiembre el egipcio se encontraba en la ciudad paquistaní de Peshawar; iba disfrazado para ocultar su identidad, y estaba allí no con la intención de iniciar una misión importante y peligrosa fuera del reducto montañoso, sino porque acababa de volver de una. Esperaba la llegada del guía que había de conducirlo de nuevo hasta las montañas Waziri y ante la presencia del mismísimo Sheij.
Para protegerlo durante su breve estancia en Peshawar, le habían asignado a cuatro fanáticos talibanes que pertenecían a la tribu waziri, aunque, como todos los que proceden de alguna de las fieras comunidades que se distribuyen a lo largo de la frontera ingobernable de las montañas noroccidentales, desde el punto de vista político eran paquistaníes. Sin embargo, hablaban pastún en lugar de urdu, y debían su lealtad a ese pueblo, del cual su tribu era un subgrupo.
Todos eran de origen muy humilde; habían sido educados en una madrasa, un internado de formación coránica extremista, adherido a la línea wahabí, la más estricta e intolerante. No tenían más conocimientos ni habilidades que los necesarios para recitar el Corán y por eso, como los muchos millones de jóvenes educados en una madrasa, resultaba casi imposible que encontraran empleo. Sin embargo, si el jefe del clan les encomendaba una misión, estaban dispuestos a morir por cumplirla. Aquel mes de septiembre les habían asignado la protección del egipcio de mediana edad que hablaba un árabe nilótico-sahariano, pero que se defendía bastante bien con el pastún. Uno de los cuatro jóvenes se llamaba Abdclahi y su mayor motivo de orgullo y felicidad era su teléfono móvil. Por desgracia, le quedaba poca batería porque se había olvidado de recargarla.
Eran pasadas las doce del mediodía, y los fanáticos devotos no podían dirigirse a la mezquita local sin correr un gran riesgo. Al-Qur había rezado sus oraciones junto con su escolta en el ático en el que se alojaban. Luego había comido un poco y se había retirado a descansar un rato.
El hermano de Abdelahi vivía a cientos de kilómetros al oeste, en la ciudad de Quetta, de tradición igualmente integrista. Su madre estaba enferma y Abdelahi quería preguntar por ella, así que trató de llamar desde el móvil. Nada de lo que tenía que decir habría llamado la atención, sus palabras habrían pasado inadvertidas entre los trillones de conversaciones irrelevantes que tienen lugar a diario en los cinco continentes. No obstante, su teléfono no funcionaba. Uno de sus compañeros le hizo notar la ausencia de líneas de color negro en la pantalla y le explicó cómo recargarlo. Entonces Abdelahi se fijó en el teléfono que el egipcio había dejado en la sala de estar, encima del maletín.
Estaba cargado del todo. A Abdelahi no le pareció que hubiera nada malo en utilizarlo, así que marcó el número de su hermano y oyó el tono de la llamada que sonaba muy lejos, en Quetta. Al mismo tiempo, en las laberínticas instalaciones subterráneas de Islamabad que constituyen el departamento de alerta del Comité de la lucha Contra el Terrorismo (CCT) de Pakistán, una pequeña luz roja empezó a parpadear.
Muchos de los habitantes de Hampshire consideran que el suyo es el condado más bonito de Inglaterra. En la costa sur, frente a las aguas del canal, se encuentra el gran puerto marítimo de Southampton y el astillero naval de Portsmouth. Su centro administrativo es la ciudad histórica de Winchester, dominada por la catedral casi milenaria.
En el corazón del condado, lejos de las autopistas e incluso de las carreteras principales, se encuentra el tranquilo valle del río Meon, una corriente moderada de agua caliza junto a las riberas de la cual se alinean pueblos cuyo origen se remonta a los sajones.
Una única carretera principal lo recorre de sur a norte, pero el valle contiene una multitud de caminos serpenteantes bordeados de árboles, setos y prados. Es un condado rural de los de antes, con muy pocas fincas que superen las cuatro hectáreas y aún menos las doscientas. La mayoría de las granjas conservan las antiguas vigas, ladrillos y tejas, y algunas disponen de un conjunto de graneros de gran tamaño, antigüedad y belleza.
El hombre encaramado en lo alto de uno de los graneros dominaba todo el valle del Meon y divisaba el pueblo más cercano, Meonstoke, a apenas un kilómetro y medio. Al mismo tiempo, a unos cuantos miles de kilómetros al este, Abdelahi realizaba la última llamada telefónica de su vida. El hombre encaramado se enjugaba el sudor de la frente y se disponía a reanudar la delicada tarea de separar las tejas fijadas con arcilla cientos de años atrás.
Habría podido contratar a un equipo de expertos y rodear la construcción de andamios; el trabajo se habría terminado mucho más deprisa y con mayor seguridad, pero también habría resultado mucho más caro. Y ese era precisamente el problema. El hombre del arrancaclavos era un excombatiente; se había retirado tras veinticinco años de carrera militar y había invertido gran parte de su retribución en realizar el sueño de su vida: comprar un lugar en el campo al que por fin pudiera llamar «hogar». De ahí el granero y su finca de cuatro hectáreas, con la senda que conducía hasta el camino más próximo, y este hasta el pueblo.
Pero los soldados no siempre entienden de economía, y los presupuestos que los especialistas le habían presentado para transformar un granero medieval en una casa de campo que resultara acogedora lo habían dejado sin respiración. Por eso se había decidido a hacerlo él mismo, tardara lo que tardase.
El lugar era idílico. Ya imaginaba el tejado restaurado y a prueba de goteras en todo su antiguo esplendor, con la mayor parte de las tejas originales recuperadas en perfecto estado y las restantes compradas en un almacén de material procedente de viejos edificios derruidos. Las vigas estaban en tan buen estado como el día en que las cortaron del roble; sin embargo, los travesaños tendrían que ser reemplazados y cubiertos con material moderno.
Se imaginaba cómo quedarían la sala, la cocina, el estudio y el recibidor unos metros más abajo, donde el polvo cubría las viejas balas de heno. Sabía que le iban a hacer falta profesionales para montar tanto la instalación eléctrica como la de agua, pero ya se había inscrito en algunos cursos de la escuela politécnica de Southampton para aprender a hacer de albañil, estucador, carpintero y cristalero.
Algún día habría un patio con pavimento de losas y un jardín de hierbas aromáticas; el sendero sería una entrada cubierta de gravilla y las ovejas pastarían en la antigua huerta de árboles frutales. Cada noche, acampado en su terreno mientras la naturaleza le regalaba aquella brisa veraniega templada y agradable, revisaba sus cálculos y se decía que, a fuerza de paciencia y mucho trabajo, conseguiría sobrevivir con su modesto presupuesto.
Tenía cuarenta y cuatro años, la piel aceitunada y el pelo y los ojos oscuros; era delgado y de constitución fuerte; y ya estaba harto de recorrer desiertos y junglas, de luchar contra la malaria y las sanguijuelas, de resistir noches gélidas, de alimentarse con desperdicios y de soportar un dolor atroz en las extremidades. Allí buscaría un empleo, se haría con un perro labrador o, mejor aún, con un par de ejemplares de terrier y tal vez incluso encontraría a una mujer con la que compartir su vida.
El hombre del tejado extrajo una docena de piezas más, se quedó con las diez que estaban enteras y se deshizo de las rotas; mientras tanto, en Islamabad la luz roja parpadeaba.
Mucha gente cree que el hecho de haber abonado de antemano el coste de una tarjeta de teléfono móvil exime de todo pago posterior. Eso es cierto para el comprador y para el usuario, pero no para la compañía que proporciona el servicio. A menos que el teléfono se utilice solo dentro del área de transmisión en la que fue comprado, una compañía debe satisfacer a la otra un importe complementario, que queda registrado en los ordenadores.
Como la llamada de Abdelahi fue recibida por su hermano en Quetta, la duración quedó registrada en la antena situada en la misma frontera de Peshawar, propiedad de Pak Tel. De inmediato, el ordenador de la compañía trató de localizar a la que había vendido el teléfono móvil en Inglaterra para comunicarle que uno de sus clientes estaba utilizando su franja de transmisión y que por tanto debía abonarle el importe correspondiente.
Pero el CCT ya hacía varios años que le exigía tanto a Pak Tel como a su competidora Mobi Tel que comunicaran a su central todas las llamadas emitidas y recibidas. Y, aconsejado por los británicos, había introducido un software en los ordenadores que registraba dichas llamadas e intervenía la comunicación de ciertos números de teléfono. Uno de ellos acababa de activarse.
El joven sargento del ejército paquistaní que hablaba en pastún y supervisaba el sistema accionó un botón y se puso en contacto con su superior. Este se mantuvo a la escucha durante unos segundos, luego preguntó:
—¿Qué está diciendo?
El sargento prestó atención y respondió:
—Algo acerca de la madre del interlocutor. Parece estar hablando con su hermano.
—¿Desde dónde?
El sargento comprobó la procedencia de la llamada.
—Desde Peshawar.
No le hicieron falta más detalles. La conversación quedó registrada para su posterior análisis. El paso siguiente era localizar al emisor. El comandante del CCT que estaba de servicio apenas albergaba dudas de que el intento no tendría éxito si la conversación era demasiado corta. Aquel idiota era capaz de no hablar un buen rato.
Desde su mesa de trabajo, unas cuantas plantas por encima del sótano, el comandante accionó tres botones y, de inmediato, sonó el teléfono del jefe de la delegación del CCT de Peshawar.
Unos años atrás, antes de la destrucción del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, suceso conocido como el 11-S, un grupo numeroso de fundamentalistas musulmanes del ejército paquistaní se infiltró en los servicios internacionales de información paquistaníes, conocidos como ISI; por ese motivo, su habilidad durante la lucha contra los talibanes y sus huéspedes de al-Qaida era nula.
Sin embargo, el general Musharraf, presidente de Pakistán, no tuvo muchas opciones después de recibir la severa advertencia por parte de Estados Unidos, y empezó a poner orden en el país. Entre las medidas que tomó, la principal fue la expulsión definitiva de los oficiales extremistas de su servicio en los ISI, que fueron trasladados a servicios militares normales; por otra parte, dentro de los ISI se creó un importante Comité Contra el Terrorismo, constituido por una nueva generación de oficiales jóvenes que, por muy devotos que fueran, no querían saber nada del terrorismo islámico. El coronel Abdul Razak, que había sido comandante de carros de combate, era uno de ellos. Dirigía el CCT de Peshawar y recibió la llamada a las dos y media.
Escuchó con atención la información que le facilitaba su compañero de la capital, luego le preguntó:
—¿Cuánto tiempo llevan?
—Hasta ahora, unos tres minutos.
El coronel Razak tuvo la suerte de contar con una oficina situada a tan solo setecientos metros del repetidor de Pak Tel, dentro del radio en el cual era posible detectar la procedencia de las llamadas. Junto con dos técnicos, subió a la azotea del edificio de oficinas para iniciar un peinado de la ciudad que permitiría localizar la procedencia de la señal de forma cada vez más exacta.
En Islamabad, el sargento receptor de la llamada hablaba con su superior.
—La conversación ha terminado.
—¡Vaya! —exclamó el comandante—. Tres minutos y cuarenta y cuatro segundos. No se puede pedir más.
—No parece que haya colgado aún —observó el sargento.
En el ático del centro histórico de Peshawar, Abdelahi cometió su segundo error. Al oír que el egipcio estaba a punto de salir de su habitación, había decidido finalizar a toda prisa la conversación con su hermano y había escondido el móvil debajo de un cojín. Sin embargo, se había olvidado de apagarlo. A setecientos metros, el detector del coronel Razak se iba acercando a la fuente de la llamada.
Tanto el Servicio Secreto de Inteligencia británico (SIS) como la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA) llevan a cabo operaciones importantes en Pakistán por razones obvias. Se trata de una de las principales zonas de guerra en las que tiene lugar la actual lucha contra el terrorismo. En gran parte, el poder de la alianza occidental ha radicado desde 1945 en la capacidad de actuación conjunta de los dos organismos.
Ha habido algunos enfrentamientos, debidos en particular a la avalancha de traidores británicos que empezó con Philby, Burgess y Maclean en 1951. Luego los estadounidenses se dieron cuenta de que también contaban con una colección de traidores que trabajaban para Moscú, y los ataques mutuos cesaron. En 1991, el final de la guerra fría condujo a la necedad por parte de los políticos de ambos lados del Atlántico de considerar que por fin se había instaurado la paz para siempre. Mientras tanto, en ese preciso momento, la nueva guerra fría se gestaba solapadamente en lo más profundo del islam.
Después del 11-S no hubo más rivalidad, incluso terminó el habitual tira y afloja. Las reglas del juego venían a decir lo siguiente: «Si nosotros lo conseguimos, vosotros compartiréis ese logro y viceversa». En el mosaico internacional, varias agencias se prestaron a participar en la lucha común, pero ninguna de las colaboraciones encaja en la estrecha relación que mantienen los recopiladores de información de la esfera anglosajona.
El coronel Razak conocía a los jefes de las delegaciones que ambas agencias tenían en su ciudad. Mantenía una relación personal más estrecha con el del SIS, Brian O’Dowd y, además, la llamada desde el teléfono robado había sido detectada por los británicos. De modo que, en cuanto bajó de la azotea, hizo una llamada a O’Dowd.
En aquel momento el señor al-Qur fue al baño y Abdelahi rebuscó debajo del cojín para recuperar el teléfono móvil y volver a dejarlo encima del maletín. De pronto, se dio cuenta de que no había colgado y se sintió un poco culpable; lo hizo de inmediato, no pensaba en una posible interceptación, sino en el gasto de batería. Por tan solo ocho segundos no llegó a tiempo: el detector había hecho su trabajo.
—¿Qué quieres decir? ¿Has localizado procedencia? —preguntó O’Dowd. De repente le entraron ganas de celebrar aquel día como si fuera Navidad y varios cumpleaños a la vez.
—No cabe duda, Brian. La llamada procede del ático de un edificio de cinco plantas del barrio antiguo. Dos de mis agentes van hacia allí para echar un vistazo y tantear los accesos.
—¿Cuándo pensáis entrar?
—En cuanto oscurezca. Me gustaría hacerlo a las tres de la madrugada, pero nos arriesgamos a que se larguen con viento fresco. —El coronel utilizó una expresión que demostraba su dominio del idioma. Había estudiado un año en el Camberley Staff College de Inglaterra con una beca de la Commonwealth y se sentía muy orgulloso de su nivel.
—¿Puedo ir yo también?
—¿Te gustaría?
—¿Es católico el Papa? —preguntó el irlandés. Razak se echó a reír; la broma le había hecho gracia.
—Como creo en el único Dios verdadero, no lo sé —le respondió—. Está bien. Entonces a las seis en mi despacho. Pero iremos de paisano, y me refiero a nuestra manera.
Quería decir que no solo no irían vestidos de uniforme, sino que tampoco llevarían indumentaria occidental. En el centro histórico, sobre todo en el bazar Qissa Jawani, solo los conjuntos salwar kamiz, de pantalón amplio y blusón, o los de túnica y turbante, típicos de las comunidades de la montaña, pasaban inadvertidos. Y aquello también iba por O’Dowd.
El agente británico llegó un poco antes de las seis, en su Toyota Landcruiser de color negro y cristales oscuros. Un Land Rover habría denotado más patriotismo, pero el Toyota era el preferido por los fundamentalistas del lugar y pasaría inadvertido. Llevaba consigo una botella de Chivas Regal, el mejor whisky de malta, que era la bebida preferida de Abdul Razak. En una ocasión le había reprochado a su amigo paquistaní su predilección por el producto escocés.
—Me considero un buen musulmán, pero no estoy obsesionado —confesó Razak—. El cerdo, ni lo toco, pero no veo que tenga nada de malo bailar o fumarse un buen cigarro. Ese tipo de prohibiciones las proclama un fanatismo talibán que no comparto. Durante los primeros cuatro califatos, el vino se consumía tanto como la uva o los cereales. Si algún día en el Paraíso una figura con más autoridad que tú me reprende por haber bebido, le pediré perdón a Alá misericordioso; mientras tanto, sírveme más.
Tal vez resulte excepcional que un comandante de carros de combate se convierta en un excelente policía, pero ese era el caso de Abdul Razak. Acababa de cumplir treinta y seis años, estaba casado, tenía dos hijos y su nivel cultural era alto. También demostraba una gran capacidad de pensamiento lateral y mucha sutileza, su táctica era más parecida a la de la mangosta ante la cobra que a la del elefante. Quería tomar el ático sin tiroteos, siempre que fuera posible. Por eso era partidario de acercarse con sigilo.
Peshawar es una ciudad muy antigua, y más aún el bazar Qissa Jawani. En él se han detenido durante siglos las caravanas, a su paso por el elevado e imponente paso de Jyber hacia Afganistán, para que los hombres y los camellos se refrescaran. Y como todo buen bazar, Qissa Jawani siempre ha sido capaz de cubrir las necesidades básicas: sábanas, chilabas, alfombras, objetos de latón, cuencos de cobre, comida y bebida. Y lo sigue haciendo.
Es una mezcla de etnias y de lenguas. Los que están acostumbrados distinguen los turbantes de los afridi, los waziri, los ghilzai y los paquistaníes; los gorros chitra, de bastante más al norte, y los sombreros invernales adornados con pieles de los tayikos y los uzbekos.
En el laberinto de callejones donde es posible librarse de cualquier perseguidor, hay tiendas y puestos de comida, relojes, cestas y pájaros; también es posible cambiar divisas y hay un espacio destinado a los narradores de cuentos. En los tiempos del Imperio, los británicos conocían Peshawar como el Piccadilly de Asia central.
El piso en el que se detectó el origen de la llamada telefónica estaba en un edificio alto y estrecho de postigos muy intrincados; se encontraba cuatro plantas por encima de un almacén de alfombras, en una calle cuya anchura no admitía más que el paso de un coche. Debido al calor que hacía en verano, los edificios eran de tejado plano a modo de terraza, de manera que por la noche sus habitantes podían salir a tomar un poco de aire fresco, y la escalera era exterior. El coronel Razak y sus hombres se acercaron a pie sin hacer ruido.
Ordenó a cuatro hombres vestidos con indumentaria tribal que subieran a la azotea de uno de los edificios cercanos al objetivo. Una vez allí, pasaron tranquilamente de una cubierta a otra hasta llegar a la que deseaban alcanzar y esperaron una señal El coronel envió a seis hombres por la escalera exterior. Todos llevaban una metralleta escondida bajo la túnica excepto uno, un punjabí musculoso que sostenía un ariete.
Cuando estuvieron uno detrás de otro en la escalera, el coronel hizo un gesto con la cabeza dirigido al punjabí, este echó hacia atrás el ariete y reventó la cerradura. La puerta se abrió de golpe y todo el equipo entró corriendo. Tres de los hombres que estaban en la azotea bajaron de inmediato por la escalera; el cuarto se quedó arriba por si alguien trataba de escapar por allí.
Cuando más tarde Brian O’Dowd rememoraba la operación, le pareció que se había producido tan deprisa que apenas se había dado cuenta. A los ocupantes del piso les dio la misma impresión. La brigada no tenía ni idea de cuántos hombres había dentro, ni de lo que iban a encontrar allí. Podría haberse tratado tanto de un pequeño ejército como de una familia tomando el almuerzo. Ni siquiera conocían la distribución del piso; en Londres y Nueva York los arquitectos presentaban sus proyectos y registraban cualquier reforma, pero en Qissa Jawani no. Todo cuanto sabían era que alguien había realizado una llamada desde un móvil que estaba señalado.
Encontraron a cuatro hombres que miraban la televisión. Por unos segundos, temieron haber irrumpido en el hogar de una familia inocente, pero enseguida se percataron de que los cuatro llevaban una barba muy larga y eran hombres de montaña; de pronto el más rápido en reaccionar metió la mano debajo de la túnica para sacar una pistola. Se llamaba Abdelahi y acabó muerto con cuatro balazos de una MP5 Heckler und Kock en el pecho. Los otros tres fueron reducidos antes de que pudieran oponer resistencia. El coronel Razak lo había dicho bien claro: a ser posible, los quería vivos.
Notaron la presencia del quinto hombre al oír un estrépito procedente del dormitorio. El punjabí había soltado el ariete, pero con el hombro tenía más que suficiente. La puerta se vino abajo y entraron dos forzudos del CCT seguidos del coronel Razak. En medio de la habitación vieron a un árabe de mediana edad con los ojos muy abiertos por el pánico o por el odio. El árabe se volvió para recoger el portátil que acababa de lanzar contra el suelo de terracota en un intento de destruirlo, pero se dio cuenta de que no había tiempo y corrió hacia la ventana abierta de par en par. El coronel Razak gritó: «¡Cogedlo!», pero al paquistaní se le escurrió entre las manos. El egipcio iba desnudo de cintura para arriba por el calor y estaba sudoroso. Ni siquiera lo detuvo la balaustrada; se precipitó al vacío y cayó sobre el pavimento adoquinado, doce metros más abajo. En pocos segundos, los transeúntes se habían apiñado alrededor del herido, pero el jefe financiero de al-Qaida dio dos gritos ahogados y murió allí mismo.
La zona se convirtió enseguida en un caos de gritos y de personas corriendo de un lado para otro. El coronel llamó desde su móvil a los cincuenta soldados de uniforme que había apostado en furgonetas de cristales oscuros a cuatro calles de distancia. Llegaron corriendo por el callejón con el fin de restablecer el orden, si puede llamarse así a la confusión todavía mayor que solía provocar su presencia. Al final lograron organizarse y precintaron el edificio. Abdul Razak quería interrogar a todos los vecinos y, en especial, al propietario, el vendedor de alfombras de la planta baja.
El ejército rodeó el cadáver y lo cubrió con una sábana. Iban a llevarlo al depósito del hospital general de Peshawar. De momento, nadie tenía ni la más mínima idea de quién era. Lo único que se sabía era que había preferido morir a verse sometido a las «cariñosas» atenciones de los estadounidenses de la base de Bagram, en Afganistán, que con toda seguridad lo habrían utilizado en Islamabad como moneda de cambio con el jefe de la delegación de la CIA en Pakistán.
El coronel Razak se volvió de espaldas al balcón. Los tres prisioneros estaban esposados y encapuchados. Hacía falta una escolta armada para sacarlos de allí; estaban en territorio de los fundamentalistas y los miembros de las tribus que deambulaban por la calle no iban a ponerse de su parte. Sin la ayuda de los prisioneros y del muerto, tardarían horas en registrar el piso en busca de alguna pista acerca del hombre del teléfono controlado.
Durante la incursión, le habían pedido a Brian O’Dowd que esperara en la escalera pero, para entonces, ya se encontraba en el dormitorio y sostenía el ordenador portátil Toshiba, algo dañado por el golpe. Ambas partes sabían que a buen seguro se trataba de la joya de la corona. Llevarían a los prisioneros y a los vecinos, junto con los pasaportes, los móviles e incluso cualquier trozo de papel, por insignificante que pareciera, a un lugar seguro donde poder analizar las pruebas e interrogar a los prisioneros. No obstante, lo primero era el portátil.
El egipcio había sido muy optimista al creer que unas abolladuras en el Toshiba iban a destruir su codiciado contenido. Ni siquiera hubiera sido eficaz borrar los ficheros. Tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos había auténticos genios capaces de escudriñar a conciencia el disco duro y descifrar cualquier dato que hubiera llegado a entrar en aquel ordenador.
—Pobre tipo, quienquiera que fuera —se compadeció el agente del SIS.
Razak emitió un gruñido. Estaba convencido de haber elegido la mejor opción. De haber esperado unos días, el hombre habría desaparecido. Si sus agentes hubieran andado horas y horas husmeando por allí, los habrían descubierto, y el pájaro habría volado de todas maneras. Había decidido ir a por todas; cinco segundos más y habría conseguido esposar al misterioso suicida. Pensaba declarar públicamente que un criminal desconocido había resultado muerto debido a una caída accidental al tratar de impedir que lo arrestaran. Aquello serviría para salir del paso hasta que identificaran el cadáver. Si resultaba ser un dirigente de al-Qaida, los estadounidenses querrían anunciarlo a bombo y platillo en una conferencia de prensa para atribuirse el triunfo. Aún no tenía ni idea de hasta qué punto Tawfik al-Qur era alguien importante.
—Aún estarás aquí un buen rato —dijo O’Dowd—. ¿Puedo hacerte el favor de devolver el portátil sano y salvo a las oficinas centrales?
Por suerte, Abdul Razak comulgaba con el irónico sentido del humor de su colega británico, algo imprescindible para mantenerse cuerdo en un trabajo como el suyo, con un gran componente secreto. Lo que le había hecho gracia era la expresión «sano y salvo».
—Sería todo un detalle por tu parte —respondió—. Haré que cuatro hombres te escolten hasta tu vehículo, por si acaso. Cuando termine todo, tenemos que abrir la botella prohibida que has traído esta noche.
Con la preciada carga aferrada contra su pecho y rodeado de soldados paquistaníes por los cuatro costados, el hombre del SIS volvió al Landcruiser. El portátil acabó en el asiento de atrás; su chófer, un sij tremendamente fiel, se encargaría de proteger la preciada carga.
Se dirigieron hasta un lugar en las afueras de Peshawar, donde O Dowd conectó el Toshiba a su Tecra, de mayor potencia y capacidad; después se puso en contacto a través de la red con el Cuartel General de Comunicaciones británico (GCHQ) en Cheltenham, una población del centro de las montañas Cotswold, en Inglaterra.
O’Dowd sabía lo que debía hacer, pero aún desconfiaba un poco del funcionamiento por arte de birlibirloque de la tecnología cibernética. En pocos segundos, en Cheltenham, a miles de kilómetros de distancia, habían recibido una imagen del disco duro del Toshiba. Vaciaron el portátil con la misma facilidad con la que una araña deseca a su presa.
El jefe de la delegación llevó el aparato a la central del CCT y lo depositó en buenas manos. Antes de que llegara, Cheltenham ya compartía el tesoro con la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana (NSA) en Fort Meade, en Maryland. En Peshawar era noche cerrada mientras en las Cotswolds anochecía, y en Maryland estaban a media tarde, pero no importaba. Para el GCHQ y la NSA no existe el día ni la noche.
En los dos complejos de edificios en continua expansión situados en plena campiña, la escucha abarca todos los puntos entre ambos polos. Allí, los trillones de palabras emitidos por la raza humana a diario en los quinientos idiomas y más de mil dialectos distintos se reciben, se seleccionan, se clasifican, se desechan o se conservan y, si son de especial interés, se investigan y se les sigue la pista.
Pero eso no es más que el principio. Ambas agencias ponen en clave y descifran cientos de códigos y tienen divisiones especializadas en descubrir, recuperar y archivar asuntos relacionados con los delitos informáticos. Mientras el día y la noche transcurrían en ambos hemisferios, las dos agencias acababan con las medidas con las que al-Qur creía haber hecho desaparecer la información secreta. Los expertos encontraron los ficheros aún sin utilizar y descubrieron el espacio residual.
El proceso puede compararse al de un experto restaurador de las obras de arte. Con muchísimo cuidado, se elimina la capa de suciedad o de pintura para dejar al descubierto el cuadro original. El Toshiba de al-Qur empezó a revelar uno tras otro los documentos que él creía haber borrado u ocultado.
Por descontado, Brian O’Dowd había alertado a su superior y amigo, el jefe de la delegación de lslamabad, antes de acompañar al coronel Razak en la redada. El jefe del SIS había informado su «primo», el jefe de la delegación de la CIA. Ambos estaban ávidos de noticias. En Peshawar no dormía nadie.
El coronel Razak volvió del bazar a medianoche con todos sus hallazgos repartidos en bolsas. Los tres guardaespaldas supervivientes fueron trasladados a unas celdas de la planta baja del mismo edificio. No podía confiarlos a la prisión común, donde la huida y el suicidio asistido eran muy frecuentes. Ahora Islamabad conocía sus nombres y no cabía duda de que estaría negociando con la embajada estadounidense en la que se encontraban las oficinas de la CIA. El coronel sospechaba que acabarían siendo interrogados en Bagram durante meses, a pesar de que estaba convencido de que ni siquiera conocían el nombre de aquel al que protegían.
El revelador teléfono móvil de Leeds, Inglaterra, había sido encontrado e identificado. Cada vez estaba más claro que el estúpido de Abdelahi lo había tomado prestado sin permiso. Ahora se encontraba en el depósito de cadáveres con cuatro balas en el pecho, aunque mantenía el rostro intacto. El hombre de la sala contigua tenía la cabeza destrozada; por suerte, el mejor cirujano plástico de la ciudad la estaba recomponiendo. Cuando hubo terminado, le hicieron una foto. Una hora más tarde, el coronel Razak llamó a O’Dowd; no podía disimular su entusiasmo. Al igual que el resto de las agencias que colaboran en la lucha contra el terrorismo islámico, el CCT de Pakistán cuenta con una inmensa galería de fotos de sospechosos.
El hecho de que Pakistán esté muy lejos de Marruecos no implica nada. Los terroristas de al-Qaida proceden de al menos cuarenta países distintos y el número de etnias que componen el grupo duplica esta cifra. Además, viajan. Razak se había pasado toda la noche en la oficina proyectando los rostros de la galería de fotos de su ordenador en una gran pantalla de plasma, y siempre acababa fijándose en el mismo.
De los once pasaportes incautados, todos falsos pero de excelente calidad, se deducía con facilidad que el egipcio había estado viajando y que, para ello, había transformado su aspecto. El rostro, que podría pasar perfectamente inadvertido en la sala de juntas de un banco occidental, y que era el de un hombre consumido por el odio hacia todo y todos los que no comulgaban con su fe enfermiza, tenía mucho en común con el que habían recompuesto en el depósito de cadáveres.
Interrumpió a O’Dowd mientras estaba desayunando con su amigo estadounidense de la CIA de Peshawar. Ambos abandonaron de inmediato los huevos revueltos y se dirigieron a toda prisa a la central del CCX. Observaron el rostro y lo compararon con la fotografía que habían tomado en el depósito. Si fuera verdad… Los dos tenían como prioridad comunicar el impresionante descubrimiento: el cadáver del depósito era el de Tawfik al-Qur, el mismísimo banquero de al-Qaida.
A media mañana, llegó un helicóptero de la armada paquistaní y se llevó a los prisioneros esposados y encapuchados, a los dos cadáveres y las cajas con las pruebas requisadas en el piso. Se deshicieron en agradecimientos, pero el centro de Peshawar es solo una delegación y el centro de gravedad se trasladaba muy deprisa. De hecho, ya había llegado hasta Maryland.
En el período que siguió al desastre ya conocido como 11-S, se descubrió algo que de momento nadie ha negado. La evidencia no solo de que algo estaba ocurriendo, sino de qué era lo que sucedía había estado siempre patente; sin embargo, como suele ocurrir con la mayor parte de los aspectos relacionados con el servicio de inteligencia, no venía preparada en un paquete con un precioso envoltorio, sino repartida por aquí y por allí. Las piezas del puzzle estaban en poder de siete u ocho de las diecinueve principales agencias estadounidenses encargadas de la recopilación de información y del cumplimiento de la ley; por desgracia, no se comunicaron unas con otras.
Desde el 11-S había tenido lugar una reorganización importante. Ahora está claro quiénes son los seis mandamases a los cuales debe comunicarse cualquier cosa desde el principio. Cuatro de ellos ocupan cargos políticos; se trata del presidente, el vicepresidente y los secretarios de Defensa y de Estado. Los dos técnicos son el presidente del Consejo de Seguridad Nacional, Steve Hadley, que supervisa el Departamento de Seguridad Nacional y las diecinueve agencias, y, el cabeza de la lista, el director nacional de Inteligencia, John Negroponte.
La CIA sigue siendo la fuente principal de recogida de información fuera de Estados Unidos, pero el director ya no es el llanero solitario que era. Todo el mundo da parte a su superior y el lema es: cotejar, cotejar y cotejar. Entre los colosos, la Agencia de Seguridad Nacional de Fort Meade es la mayor en presupuesto y en personal, y también la más secreta. No mantiene ningún vínculo público ni mediático. Trabaja en la sombra pero lo oye todo, lo descifra todo, lo traduce todo y lo analiza todo. Aunque el material a veces es tan críptico que tiene que valerse de comités externos de expertos. Uno de ellos es la Comisión del Corán.
En cuanto llegó el tesoro de Peshawar, tanto por medios electrónicos como físicamente, las otras agencias se pusieron manos a la obra. La identidad del muerto era una pieza clave y el FBI se encargó de descubrirla. La confirmó en veinticuatro horas: el hombre que se había precipitado por el balcón de Peshawar era el principal recaudador de al-Qaida y uno de los pocos hombres de confianza de Osama bin Laden. Se había puesto en contacto con él a través de Ayman al-Zawahiri, su compatriota egipcio. El había descubierto y fichado al banquero fanático.
El Departamento de Estado se llevó los pasaportes. Había nada más y nada menos que once. Dos estaban sin utilizar, pero tenían estampados sellos de entrada y salida de países de toda Europa y de Oriente Próximo. Lo que no sorprendió a nadie es que seis fueran belgas; todos ellos mostraban distintos nombres y eran verdaderos, salvo por los datos que incluían.
Para la comunidad global de la inteligencia, Bélgica ha sido durante mucho tiempo un coladero. Desde 1990, se ha denunciado el robo de unos diecinueve mil pasaportes nuevos, de acuerdo con datos del propio gobierno belga. En realidad habían sido vendidos por funcionarios que se habían dejado sobornar. Cuarenta y cuatro procedían del consulado belga de Estrasburgo, en Francia, y veinte de la embajada belga de La Haya, en Holanda. Los dos utilizados por los asesinos marroquíes del combatiente de la resistencia antitalibán Ahmad Shah Masud procedían de esta última fuente, al igual que uno de los seis usados por al-Qur. Se creía que los cinco restantes formaban parte de los dieciocho mil novecientos treinta y cinco que seguían desaparecidos.
La Administración Federal de Aviación se sirvió de sus contratos e influencias en todo el mundo para comprobar los billetes de avión y las listas de pasajeros. Era una ardua tarea, pero los sellos de entrada y salida dejaban claro qué vuelos debían controlarse.
Poco a poco, pero con certeza, todo empezó a encajar. En apariencia, Tawfik al-Qur había gastado grandes sumas de dinero imposibles de localizar en compras inexplicables. No había ninguna evidencia de que lo hubiera hecho en persona, así que lo único que podía deducirse era que se lo había encargado a otros. Las autoridades estadounidenses habrían dado cualquier cosa por haber sabido quiénes eran esos otros. Suponían que sus nombres hubieran puesto al descubierto a toda la red en Europa y Oriente Próximo. El único país importante que el egipcio no había visitado era Estados Unidos.
Al final, el gran descubrimiento tuvo lugar en Fort Meade. Se recuperaron setenta y tres documentos del Toshiba incautado en el piso de Peshawar. Algunos contenían horarios de vuelo y, para entonces, ya se sabía cuáles eran los que al-Qur había tomado. Otros eran informes financieros del dominio público que parecían haber interesado al egipcio y que este había recopilado para examinarlos con detenimiento. Pero al final no sirvieron de nada. La mayoría estaban en inglés, y algunos en francés y alemán. Se sabía que al-Qur hablaba los tres idiomas con fluidez, además de su lengua materna, el árabe. Los miembros de la escolta prisioneros en la base de Bagram revelaron su capacidad para defenderse en pastún y confesaron que había pasado un tiempo en Afganistán, aunque los occidentales no tenían ninguna pista sobre dónde y cuándo.
Fueron los textos en árabe los que causaron malestar. Al ser Fort Meade una base militar muy grande, depende del Departamento de Defensa. El jefe de la NSA siempre es un general de cuatro estrellas. Fue en su oficina en la que el jefe del departamento de traducción de árabe solicitó una entrevista.
El interés de la NSA por el árabe se había incrementado de manera regular durante los noventa ante el creciente terrorismo islámico y el constante interés por la situación en Israel y Palestina. Adquirió mayor importancia debido al atentado con camión bomba perpetrado por Ramsi Yousef en las Torres Gemelas en 1993. Sin embargo, tras el 11-S se convirtió en una necesidad crucial, pues era imprescindible analizar cada palabra pronunciada en aquel idioma, así que el departamento de árabe es ahora enorme y cuenta con miles de traductores; la mayoría es de origen y educación árabes; pero también hay unos cuantos expertos de otras procedencias.
El árabe no es un idioma más. Dejando a un lado la variante clásica del Corán y la académica, más de doscientos millones de personas lo hablan en una cincuentena de dialectos y acentos distintos. Si una conversación es rápida, y el hablante tiene el acento muy marcado, utiliza modismos y, encima, la calidad del sonido es mala, suele hacer falta un traductor de la misma zona para asegurar la comprensión de los matices.
Además, suele contener muchas florituras, imágenes, lisonjas, hipérboles, símiles y metáforas. Y si se tiene en cuenta que puede ser muy elíptico, de manera que el significado del discurso suele inferirse en lugar de expresarse claramente, resulta una lengua muy distinta de la inglesa, tan llana.
—Al final nos hemos quedado con dos documentos —dijo el jefe del departamento de traducción de árabe—. Proceden de distintas fuentes. Creemos que uno es del propio Ayman al-Zawahirin y el otro de al-Qur. El primero sigue las pautas tomadas de los discursos y vídeos previos de Zawahiri; si tuviéramos la posibilidad de reproducir el sonido, podríamos asegurarlo.
—La respuesta parece de al-Qur, pero no tenemos ningún texto suyo en árabe para cotejarlo. Al ser banquero, se comunicaba en inglés.
—Lo que está claro es que ambos documentos hacen referencia repetidamente al Corán y a sus pasajes. Invocan la bendición de Alá. Ahora cuento con muchos expertos en árabe, pero los matices del Corán tienen un significado particular. Fue escrito hace mil trescientos años. Deberíamos pedir a la Comisión del Corán que les eche un vistazo.
El general asintió.
—Muy bien, profesor, lo haremos. —Dicho esto, se dirigió a su ayuda de campo—. Habla con los expertos en el Corán, Harry. Mételes prisa. No hay demoras ni excusas que valgan.