GUILLERMO NAUFRAGA

Guillermo dejó a un lado «Robinson Crusoe» con un suspiro. Sus sueños de rey de los piratas y capitán de ladrones se desvanecieron. Su mayor deseo, en aquellos momentos, era naufragar en una isla desierta. Escudriñó el jardín de su casa, el de la casa de al lado y los prados del otro lado con gesto de impaciencia. Se dijo, amargamente, que era mala suerte la suya, pues se veía obligado a vivir en un mundo excesivamente poblado, en el que existían casas ya hechas y donde todo lo que pudiera uno necesitar podía adquirirse en la tienda de la esquina…

No obstante, tenía la completa seguridad de que, a su alcance, debía haber alguna isla desierta o, por lo menos, algún lugar que un poco de imaginación podría transformar en una isla desierta. Decidió emprender un crucero. Se llenó los bolsillos de galletas y pedazos de cordel. El cordel siempre resultaba útil.

Entró en la salita, donde se hallaban sentadas su madre y su hermana mayor. Sentía la convicción de que un marino, que está a punto de naufragar, debiera despedirse cariñosamente de la familia.

El niño reflexionó unos instantes.

—Bueno —dijo por fin—, ¿quieres venir en mi barco, o prefieres tener un barco tuyo?

—Prefiero ir en tu barco.

—Bueno, pues ya estás «dentro» de mi barco. Ven.

Caminó ella a su lado. Lo mejor de Juanita era que hacía muy pocas preguntas.

—Con toda seguridad tropezaremos con una isla desierta pronto —dijo Guillermo—. «Supongo» que llegaremos a una isla desierta pronto si atravesamos por entre estos témpanos de hielo sin que nos pase nada. Sopla un viento bastante fuerte, ¿verdad…? azotando las velas y todo eso… y no hay tierra a la vista… y con todas esas ballenas y cosas por aquí, ¿no te fijas?

—Sí, Guillermo —contestó Juanita.

—Más vale que seas tú el piloto —aconsejó Guillermo—; yo seré el capitán. No ves tierra por ninguna parte, ¿verdad, piloto?

Juanita dirigió la mirada carretera abajo, a los setos de los lados, a la cabeza de una vaca, que asomaba por encima del seto, y a la figura del pastor protestante, allá a lo lejos.

—No, Gui… capitán —respondió.

Guillermo exhaló un suspiro de alivio. Durante un instante había temido que la niña le fallara.

Siguieron andando en silencio durante un rato.

—El mástil ha caído —dijo el muchacho—; no ha podido resistir el empuje del terrible huracán que todo lo barre. Creí que iba a caer sobre tu valerosa cabeza, piloto.

—Sí, Gui… capitán.

La niña resultaba satisfactoria. Sabía adaptarse al ambiente y no exigía desempeñar un papel importante.

El pastor protestante llegó a su lado. Miró a Guillermo con gesto que no resultaba, precisamente, de aprobación.

—Hermoso día, muchacho —dijo al pasar.

—Terrible —contestó Guillermo con hosquedad—; soplan vendavales y huracanes que todo lo barren a su paso. Vamos, piloto.

El pastor les vio alejarse, boquiabierto.

—¿Será ese niño un desequilibrado o tan sólo un impertinente? —murmuró en alta voz.

Aún reflexionaba sobre el particular cuando los niños se perdieron de vista.

Llegaron al río.

—Las olas nos azotan —dijo Guillermo, contemplando las plácidas aguas—. No creo que este barco aguantará mucho tiempo más si no vemos tierra pronto. Estoy calado hasta los huesos, a pesar de mis botas de agua y mi impermeable… y casi me estoy muriendo de hambre, porque el agua se llevó las provisiones. ¿No te ocurre a ti lo mismo, piloto?

—Sí, Gui… capitán —contestó Juanita, alzando la cabeza.

En sus ojos azules brillaba la admiración.

El camino torcía tierra adentro desde allí. Aquella parte del río era propiedad particular y el jardín de detrás de una casa grande llegaba hasta la orilla del agua.

—Creo… «creo» —murmuró Guillermo—, que veo una isla… «Creo» que por fin veo una isla, en el preciso momento en que el barco va a hacerse pedazos al estrellarse contra una roca. «¿Lo ves?» ¡Se ha hecho pedazos al estrellarse contra una roca! ¡Cielos! ¡Estamos metidos en el agua helada ahora! Agárrate a cualquier madera flotante y yo agarraré otra y nos dirigiremos a esa isla con todas nuestras fuerzas… a pesar de que la lluvia y el viento nos abofetean la cara…

Con expresión sombría y decidida, empezó a abrirse paso por el seto.

—¡Ven, piloto! —dijo, separando los arbustos para que la niña pudiera pasar—. Aquí está la isla por fin. Ahora nos echaremos en la arena a dormir y luego iré a buscar los restos del naufragio que arrastren las olas hasta aquí.

La parte del jardín en que se encontraban no se hallaba a la vista de la casa. Había un invernadero junto al río y, cerca de él, una cuerda de la que colgaba un mantel puesto a secar.

Se sentaron en la ribera del río.

—Es agradable descansar, ¿verdad? —dijo el niño—, después de lo que hemos luchado contra el terrible viento y la lluvia…

—Sí, Gui… capitán.

—Tú sigue descansando —prosiguió el niño, bondadosamente— y yo iré a ver si las olas han traído algo del naufragio.

* * *

Se arrastró hacia la parte posterior de la casa. No se veía un alma. La puerta estaba ligeramente entreabierta. Guillermo se asomó, con cautela. Vio una cocina cómoda, desierta salvo por la presencia de un gato gris que se lavaba la cara delante del fuego. Suspendió la operación unos instantes, miró a Guillermo con frialdad y luego reanudó su tarea con la mayor tranquilidad.

La mirada del niño tropezó con una caja de cerillas que había sobre la mesa y una cacerola colocada en la pica. Aguardó en las sombras del umbral. No se oía el menor ruido en toda la casa. Por fin, de puntillas, ceñudo, con la punta de la lengua fuera, la mirada fija en la puerta, su rostro congestionado y hosco, los pelos de punta, cruzó, cautelosamente, el cuarto. Correspondió a la mirada orgullosa del gato, cogió las cerillas, la cacerola y dos tazas y huyó hacia el río, donde su piloto estaba sentado en la hierba, tirando piedras al agua.

—Mira lo que he encontrado de los restos del «naugrafio» —dijo, con orgullo—. Ahora haremos un fuego y supongo que pronto encontraremos un indígena salvaje y animales feroces.

—No… no «demasiado» feroces, Guillermo —dijo el piloto.

—Bueno; no demasiado feroces; pero, de todas formas, no importa, porque me tienes a mí y no hay cosa que yo no pueda matar. Ahora, después de la noche que hemos pasado en el mar, más vale que preparemos el desayuno.

Con indescriptible alegría recogieron ramitas, encendieron fuego, llenaron la cacerola de agua del río y la pusieron a cocer. Cuando el agua estuvo caliente, Guillermo llenó las dos tazas y echó dentro sus galletas, desmenuzadas. El agua estaba ahumada y las galletas sucias por su estancia en los bolsillos de Guillermo; pero, para los náufragos, la mezcla fue como néctar y ambrosía. Ambos apuraron el contenido de las tazas.

—Estaba magnífico, ¿eh, piloto?

—Sí, capitán.

—Bueno, pues ahora será mejor que haga una casa con troncos y todo eso. Tú, entretanto, puedes ir a ver si encuentras algo que hayan arrastrado las olas hasta esta playa.

—¡Oh, Guillermo…! perdón… capitán.

—No te importará. No hay nadie allí más que un gato.

Con mezcla de aprensión y excitación, Juanita se dirigió a la casa.

Guillermo, una vez solo, se volvió hacia el invernadero y, en su imaginación, lo hizo desvanecerse como el humo. Luego fingió cortar árboles y apilar troncos y, por fin, contempló el invernadero como si acabara de construirlo él. A continuación, abrió la puerta y entró.

Un hombre harapiento y desgreñado se levantó de un; asiento, frotándose los ojos. En el suelo había un maletín negro.

Guillermo y el hombre se miraron fijamente, sin parpadear ninguno de los dos.

—Es usted, precisamente, lo que yo buscaba —dijo Guillermo por fin, excitado y amistoso—. Necesitaba un indígena salvaje.

—Conque sí, ¿eh? —murmuró el hombre—. Pues me alegro que me encuentres de tu gusto. Y… ¿quién eres tú, si me es lícito preguntarlo?

—Somos náufragos… hemos naufragado en una isla desierta. Acabo de construir una cabaña y mi piloto ha ido a buscar los restos del barco que las olas hayan arrastrado hasta aquí. Usted puede hacer de indígena salvaje. ¿Le importa que le llamemos Viernes?

—De ninguna manera: Mi nombre es Herberto Hammond; pero llámame Viernes, Sábado y Domingo si esto te gusta más. Pero resulta raro ver a un náufrago con esa ropa. Lo más natural sería que, en un naufragio, la ropa se hubiera hecho toda pedazos.

—Sí —contestó Guillermo—; eso es lo que pasó.

—Uno hubiera esperado verte… bueno, pues envuelto en una vela del barco o algo así. —Indicó el mantel que ondeaba en la brisa—. Eso iría la mar de bien como vela.

Los ojos del niño brillaron de entusiasmo.

—Es verdad. Resultaría «estupendo».

—Yo en tu lugar, y de haber naufragado —prosiguió el hombre, descolgando el mantel—, me metería en el invernadero, me quitaría ese traje y me vestiría con esta vela… así te sentirías como si, efectivamente, «hubieses» naufragado, ¿eh?

Echó el mantel dentro del invernadero y Guillermo, todo excitación, entró. Viernes se tumbó a orillas del río, se puso a fumar una pipa maloliente y guiñó un ojo.

No tardó en salir Guillermo, llevando puesto el mantel, con orgullo, al estilo de una antigua toga romana.

—Eso —dijo Viernes—, está la mar de bien. Yo en tu lugar iría a enseñárselo al otro que está recogiendo restos del naufragio. Yo me quedaré a vigilar tu traje para que nadie se lo lleve.

A alejarse el niño, contoneándose, en dirección a la casa, Viernes se puso en pie, escupió al río, le guiñó el ojo a un árbol y volvió a entrar en el invernadero.

Juanita estaba sentada en el escalón de la puerta, con el gato en las rodillas.

—Gui… capitán —dijo—, ¡es un gato la mar de mono!

Luego:

—¡Cielos…! «¡Guillermo!»

Su voz vacilaba entre el horror y la admiración.

Guillermo se acercó más, orgulloso. Una punta del mantel le arrastraba, por detrás.

—Es una vela —dijo, con orgullo—; se me rompió la ropa en el naufragio y estoy usando una vela que echaron las olas a la playa. Va la mar de bien, ¿verdad?

Juanita palmoteo.

—Ah, y he encontrado un indígena salvaje —prosiguió Guillermo—. Y no le importa que le llamemos Viernes…

—¡Oh! ¡«Qué» bien! Y el gatito servirá de animal feroz indígena. ¡Oh, «Guillermo»! Lo tenemos «todo», ¿verdad?

Se dirigieron, felices, hacia el río.

Allí recibió el niño el primer susto de aquella histórica tarde. Había de tener muchos más. El indígena salvaje había desaparecido. Un registro del invernadero reveló que la ropa de Guillermo había desaparecido también.

El niño se quedó boquiabierto.

—¡Me la ha «robado»! —exclamó.

Juanita abrió, desmesuradamente, los ojos. Ambos empezaron a darse cuenta de las posibilidades de la situación.

—«Guillermo»…, ¿cómo llegarás a tu casa?

El semblante de Guillermo reflejaba un horror inmenso.

—¡Qué «miserable»! —exclamó—. ¡Me la ha «robado»!

—«Guillermo», ¿qué dirá tu mamá?

Se miraron consternados. El niño se agarró el mantel fuertemente por la garganta.

En aquel momento surgió de la casa una voz enfurecida. Huyeron, apresuradamente, al invernadero. Frases aisladas llegaron hasta sus oídos.

—… muchacha tan descuidada… comadreando en la tienda de ultramarinos… «cualquiera» hubiera podido entrar… ni siquiera cerró la puerta de atrás… Dios sabe…

Luego oyeron cerrarse la puerta de la cocina de golpe. Ambos comprendieron que había llegado el momento de dar por terminada la aventura. La isla desierta había perdido su encanto. Debía de ser más de la hora del té. El sol tocaba a su ocaso. En circunstancias normales hubieron salido cautelosamente del jardín y regresado a sus respectivos domicilios. Pero las circunstancias no eran normales. Entre la ropa interior de Guillermo y el mundo exterior mediaba —no su sufrido traje habitual— sino un mantel demasiado corto por algunos sitios y que arrastraba por otros. El rostro cubierto de pecas del niño, con su expresión de indignación y horror y su cabello despeinado, de color zanahoria, tenía un aspecto singular e inesperado visto sobre una larga túnica blanca.

—¡Oh!, ¡vayámonos a casa! —exclamó Juanita, con dejo muy levemente lacrimoso.

Guillermo la miró, desesperado.

—No puedo volver a casa «así» —dijo, ronco de emoción—. No puedo cruzar el pueblo vestido con un mantel. Todo el mundo se reiría de mí. Nadie ha hecho nunca una cosa así… Nadie ha cruzado el pueblo con un mantel puesto… Me haría ridículo para el resto de mi vida.

Se sentó, alicaído.

—¡Oh, Guillermo! ¿Qué piensas hacer?

—Me quedaré aquí hasta medianoche… hasta que todo el mundo esté acostado, y entonces me iré a casa. Más vale que tú te marches a tu casa ya.

—¡Oh, Guillermo…! ¡Yo no podría hacer eso, Guillermo! Iré a traerte ropa de mi casa. Te traeré un traje de papá. ¡Oh, Guillermo!

El niño, hondamente conmovido, sólo podía mirarla y murmurar:

—Gracias… gracias… Él es más grande que yo, pero servirá… «cualquier cosa» sirve.

La siguió con la vista, lleno de ansiedad, por los sucios cristales del invernadero mientras Juanita se arrastraba hasta el agujero practicado en el seto y desaparecía. Luego exhaló un profundo suspiro, se envolvió bien en el mantel, se sentó en un banco y aguardó.

No le dejaron en paz mucho rato. La voz que primero había irrumpido en su isla desierta volvió a oírse mucho más cerca esta vez. Era evidente que la persona dueña de la voz se paseaba por el jardín con alguna persona amiga.

—Y esa muchacha se fue a la tienda de ultramarinos y se quedó allí «toda» la tarde… Es ese dependiente joven que tienen ahora… Siempre son los jóvenes, querida… Eso es lo peor de las muchachas… Y dejó la casa «completamente» abandonada, querida… «Ni siquiera» cerró la puerta con llave… y yo volví y… sí, querida, «toda» la plata desaparecida del comedor… había entrado algún ladrón y… oh, sí… he telefoneado a la policía… y… ¡cielos! ¡si el ladrón se ha llevado hasta el mantel que teníamos colgado a secar en el jardín! Pero…, ¿ha «visto» usted?

—¿Ha… ha mirado usted dentro del invernadero? A lo mejor está escondido ahí.

Guillermo se estremeció y fue a colocarse detrás de la puerta.

—No, querida; ni pienso mirarlo. No me parece justo… por el bien de mis amigos y parientes, ¿sabe? No pensaba en mí. Pero… supóngase que estuviera allí… Es seguro que llevará revólver. Resultaría yo un magnífico blanco, siluetada contra la luz.

—Síiii; pero, ¿no podríamos armarnos con unos atizafuegos y entrar de pronto y dejarle sin sentido antes de que tuviera tiempo de moverse?

Guillermo, acurrucado en el rincón detrás de la puerta, sintió una especie de vacío en la boca del estómago. Alguna gente —se dijo— carecía de corazón.

—Me parece que no… ¡sería tan fácil que le matásemos por equivocación…!

—Bueno pues, por lo menos, podemos cerrar la puerta con llave, para que no pueda salir antes de que llegue la policía.

Guillermo sintió que un sudor frío inundaba todo su cuerpo.

—La cerradura no funciona. ¿Sabe, querida, que preferiría alejarme un poco más del invernadero por si hay alguien ahí dentro, de verdad? ¿Y si entráramos en casa?

Las voces se perdieron en la distancia. El cuerpo del niño perdió su rigidez. Su expresión de horror y de aprensión se desvaneció. Se pasó la mano por la cabeza.

—«¡Troncho!» —susurró.

Se le antojó un siglo el tiempo transcurrido antes de que se abriera la puerta y entrara Juanita cargada con un bulto.

—Date prisa, Guillermo, querido —susurró al niña—. Póntela y nos iremos a casa. Nadie me vio coger la ropa. Me parece que será un poco grande; pero podemos doblarla un poco por debajo.

Sus temores resultaron fundados. Don Jaime Olive, su padre, medía un metro noventa y cinco de estatura. En Guillermo, su chaqueta casi tocaba el suelo. Sus pantalones, aunque doblados por abajo todo lo posible, resultaban un serio impedimento para que pudiera andar el niño.

—¡Oh, Guillermo! —susurró Juanita, por fin—. Te está un poco grande; pero te sacará del apuro.

Guillermo, con la ropa del señor Clive, se hubiera hecho rico en un teatro de Variedades. Los hombres más fuertes hubieran llorado a moco tendido —pero de risa— al verle. La lealtad de Juanita, sin embargo, era tan grande, que en su mirada sólo se leía el afecto y la preocupación. Guillermo tenía gesto de determinación. Creyó que sus dificultades tocaban a su fin al hacer una bola del mantel y metérselo debajo del brazo.

—A… a lo mejor nos pueden seguir la pista si lo dejamos aquí —susurró—. Además, a mí me han robado la ropa, conque yo voy a robar este mantel.

La singular pareja echó a andar carretera abajo.

Juanita no hacía más que dirigirle miradas preñadas de ansiedad a su compañero. Indudablemente tenía un aspecto muy extraño. Ella no se había dado cuenta antes de que el traje pudiera ser tan «exageradamente» grande. Aún no habían pasado por delante de ninguna casa; pero, en aquel momento, pasaban por delante de una.

Salió un hombre de ella y miró a Guillermo, boquiabierto. Luego se apoyó contra la pared, se llevó las manos a los costados, y se echó a reír como un desesperado. El niño se limitó a dirigirle una mirada asesina y siguió su camino con toda la dignidad posible en aquel pantalón.

—¡Mujercita! —llamó el hombre, secándose las lágrimas de risa.

Salió una mujer, vio a Guillermo, prorrumpió en una sonora carcajada y se apoyó, sin fuerzas, contra la pared, al lado de su esposo. A continuación salieron dos niños que corearon las carcajadas que, a Guillermo, le parecían llenar el mundo entero. Juanita pasó la mano en aquella parte de la larga manga donde juzgó que pudiera estar la mano de Guillermo y le dio un apretoncito, como para expresar su simpatía. Pero hasta Juanita se desalentó al pensar en el camino que aún les quedaba por recorrer a través del pueblo.

La siguiente cosa que habían de pasar, era la de Juanita. Con gran consternación la niña vio una figura de negro, con mandil blanco, a la puerta del jardín. Era demasiado tarde para dar media vuelta y echar a correr.

—¡Caramba, señorita Juanita! Su mamá dice que ha de entrar usted inmediatamente. Está la mar de preocupada por su ausencia. ¿Dónde se ha metido usted?

—He de «acompañar» a Guillermo hasta su casa —suplicó Juanita.

—Eso ni pensarlo —contestó la doncella, cogiéndole de la mano—. Su mamá me dijo que la buscase y la hiciese volver a casa inmediatamente. No ha tomado usted el té ni nada. En cuanto a usted (agregó, dirigiéndole una mirada llena de desprecio a Guillermo), se ha equivocado de medio a medio si cree que «yo» me voy a reír porque se haya disfrazado y se crea tan gracioso… ¡vergüenza había de darle!

Con un resoplido de desdén, se llevó a Juanita.

Guillermo prosiguió, solo, su peregrinación. Iba despacio. Iba despacio por dos razones. Una de ellas era que el pensar en el recorrido de la calle principal del pueblo hasta a él le llenaba de aprensión. La otra era que se le estaban desdoblando las extremidades del pantalón y tenía las manos tan arriba de las mangas de la chaqueta, que no podía sacarlas. Se alegró de que empezara a oscurecer ya. Se dio cuenta de que una alta figura se acercaba a él procedente de la dirección opuesta. Se acurrucó en la sombra del seto y esperó que pasara sin observarle. Pero no fue así. Se colocó delante de él, cerrándole el paso y se puso, lentamente un monóculo. Con el corazón en la boca, Guillermo vio que se trataba del padre de Juanita.

—Perdona, jovencito —dijo el caballero—; pero… o tú y yo nos vestimos en la misma sastrería y tenemos esta primavera idéntica idea y gusto en cuanto a estilo y material o… o… (una de sus manos descendió, con firmeza, y asió al niño por el cuello), o llevas puesto un traje mío, en cuyo caso he de suplicarte que me acompañes a casa y te lo quites.

Empezó a empujar a Guillermo suavemente hacia su casa.

—Si me dejara usted «explicarle» —empezó a decir Guillermo.

—Las explicaciones —dijo el señor Clive, transfiriendo la mano del cuello de Guillermo al cuello de la chaqueta— son cosas aburridas y muy poco satisfactorias. ¿A qué molestarse dándolas? Sólo te pido, de caballero a caballero, que me restituyas las prendas que pareces haberte apropiado distraídamente.

Los repetidos golpes de la suerte aplastaron hasta el fuerte espíritu de Guillermo. No volvió a hablar hasta hallarse frente a frente con el que le había capturado, en la biblioteca de casa de Juanita, aunque a la niña no se la veía por lado alguno. Estaba pálido y severo.

—Pero… ¡si no tengo «ninguna» otra cosa que ponerme…! —dijo—, «ninguna». ¿No querrá usted que vaya por la calle sin «nada»?

—¿Qué llevabas puesto —preguntó el señor Clive—, antes de apropiarte mi traje?

—Llevaba un mantel; pero…

—Entonces, puedes continuar llevando un mantel.

—Pero… pero, ¿es posible que quiera usted que atraviese el pueblo con un «mantel»? —exclamó Guillermo, frenético de desesperación.

—Por mí —contestó, despiadadamente, el señor Clive—, puedes atravesarlo con una servilleta. Pagué doce guineas por este traje la semana pasada y no pienso consentir que se me ensucie más. Aun así, voy a verme obligado a tenerle metido en una prensa seis años por lo menos para que se vayan todas esas arrugas. No sé qué travesuras habrás hecho hoy; pero adivino quién te proporcionó este traje y ya le diré unas cuantas palabras a la señorita Juanita esta noche sobre el asunto.

Guillermo le dirigió una mirada asesina.

—Juanita nada tiene que ver con esto —dijo—. Lo cogí yo.

Se despojó del traje, desdobló el mantel y se envolvió en él, con ceñudo semblante.

—Bueno —dijo lenta y amargamente—, si a usted no le importa que cruce yo el pueblo «así»…

—No me importa —contestó el señor Clive, agradablemente—; no me importa en absoluto. Permíteme que te acompañe hasta la puerta. Buenas noches, Guillermo.

Cerró la puerta y se acercó a la ventana de la biblioteca. Siguió con la mirada a la figura, vestida de blanco, que cruzaba el jardín.

—El paso de ese muchacho por el pueblo —murmuró en alta voz—, debe de resultar algo digno de ver.

Guillermo prosiguió su accidentado viaje. Al acordarse de la calle mayor del pueblo, se le doblaban las piernas. Jamás le había parecido a Guillermo su casa tan cerca y, sin embargo, tan lejos. De pronto se acordó del sendero que atravesaba el campo y cruzaba por el cementerio de la iglesia. Le haría salir bastante más allá de su casa; pero le ahorraría la pesadilla de pasar por la calle del pueblo.

Saltó la puerta de un prado y lo cruzó. De todas formas, ya era casi de noche. No vio a persona alguna por los alrededores… Saltó otra puerta que daba al cementerio de la iglesia y empezó a cruzarlo. De pronto, una mujer que había estado de espaldas a él, leyendo una de las lápidas, se volvió, le miró boquiabierta, soltó un chillido que le puso a Guillermo los pelos de punta y salió disparada como un cohete, tirándose de cabeza por encima de la verja. Se levantó, al otro lado, y corrió, lanzando ensordecedores gritos, en dirección al pueblo. Guillermo, sintiéndose algo trastornado, se sentó detrás de una lápida mortuoria para reponerse.

Pasaron varias personas; pero Guillermo había perdido el valor. No se atrevía a salir de su húmedo y sombrío refugio. Por fin oyó el sonido de muchas voces alegres, como si siete u ocho personas cruzaran, juntas, el cementerio. Se animó. Les contaría el apuro en que se encontraba. Siete u ocho personas juntas no se asustarían de él… Se alzó de detrás de la lápida… Ocho muchachos jóvenes emitieron ocho gritos de terror y pusieron pies en polvorosa. Todas menos una. Tropezó con una piedra y se acurrucó, con la cabeza sepultada en las manos, allá donde había caído. Con un estremecimiento de alegría, Guillermo reconoció en ella a la doncella de su madre. Sus apuros estaban a punto de acabar. Ella le traería el gabán.

—Elena… —empezó.

—¡OO… oooo… ooh… oh… oh! —aulló Elena.

Con un grito aún más penetrante que cuanto había oído, Elena salió de estampía.

* * *

—No sé dónde está Guillermo —le dijo la señora Brown a su esposo—. No ha venido a tomar el té.

—No te preocupes demasiado de él —contestó su esposo—. Cuando yo salí de la estación, corría el rumor de que se le había visto pasar, en dirección al pueblo, con un traje de un tamaño anormal.

La señora Brown se dejó caer en un asiento.

—¿De tamaño anormal? ¡Si llevaba puesto el traje de siempre a la hora de comer!

—No pretendo poder explicarlo —repuso su esposo—. No hago más que hacerme eco de un rumor.

—Hace una hora de eso…, ¿cómo es que no ha llegado a casa aún?

—No lo sé —contestó el señor Brown tranquilamente, desdoblando el periódico de la noche.

En aquel momento, un aullido terrible rasgó el silencio y Elena entró en el cuarto, metiéndose debajo de la mesa.

—¡Me ha seguido! —aulló—. ¡Está en la puerta de atrás…! ¡Dios mío! ¡Dios mío…! ¡Está ahí, todo de blanco! ¡Oh! ¡No le dejen que se acerque! ¡No quiero morirme! ¡Me arrepentiré…! Me… ¡Dios mío…! ¡Dios mío!

El señor Brown soltó el periódico, con un largo suspiro.

—¿Qué pasa? —preguntó, con resignación.

—¡Dios mío…! ¡Dios mío! —sollozó Elena desde debajo de la mesa.

Apareció una figura en la puerta… una figura salvaje, cuyo rostro expresaba ferocidad, indignación y reproche, y cuyo pelo estaba todo de punta… una figura que asía un mantel deshilachado, en el que iba envuelto, con cierta dignidad.

—Es… es… es Guillermo —murmuró la señora Brown.

* * *

—Pero… ¡si me lo «robaron»! —exclamó Guillermo, frenético.

—Eso deduje de tu relato —dijo el señor Brown, con cortesía.

—Bueno y… ¿es justo exigir que yo pague por las cosas que me robaron?

—Ya he dicho que si observara en ti cualquier inesperado desarrollo de tales virtudes como la limpieza, la pulcritud, la obediencia, el silencio, la modestia… ah… y todo eso, quizá se me ocurriera contribuir un poco hacia el chaleco, por ejemplo, o el cuello y la corbata. Ahora daremos por cerrada la discusión.

—Hace tiempo que pasó la hora de que te acostaras, Guillermo —dijo la señora Brown—. Haz el favor de irte a la cama. Me es completamente imposible soportar por más tiempo tu aspecto envuelto en ese trapo.

Dirigiendo una mirada de ira y pesadumbre a sus padres, Guillermo se envolvió más fuertemente aún en su mantel y se dispuso a retirarse. Se sentía ultrajado, maltratado y enfurecido. Se sentía herido cruelmente en su amor propio. De la habitación contigua salían sonoras carcajadas. Sus hermanos mayores estaban contando sus aventuras a un amigo.

Sonó el timbre del teléfono.

—Guillermo; preguntan por ti.

El niño cogió el auricular sin desarrugar el entrecejo.

—Guillermo, papá me dijo que podía llamarte para darte las buenas noches. ¡Sentí más no poderte acompañar hasta tu casa…! Guillermo, a mí no me pareciste ni pizca risible con aquella ropa. Yo opino que estabas «muy bien» con el mantel… y no tenías tú la culpa… y fuiste muy valiente… y… ¿verdad que fue muy divertido lo de la isla desierta…? Yo me «divertí» mucho… Volveremos a jugar a una cosa así pronto, ¿verdad…? Buenas noches, Guillermo querido.

—Buenas noches.

Guillermo colgó el auricular y se fue a su cuarto. Llevaba la cabeza muy erguida. Su rostro cubierto de pecas se había dulcificado —casi sonreía—. Llevaba el mantel con cierto aire de dignidad.

Había recobrado, nuevamente, la confianza en sí mismo.

F I N