GUILLERMO AYUDA

Guillermo iba camino de ver a su nuevo amigo. Silbaba al mismo tiempo, contraídos los labios con determinación, ceñudo y absorto el semblante y el rebelde cabello de punta, formando una especie de halo muy poco santo alrededor de su cabeza. Cuando Guillermo silbaba, se le oía desde muy lejos. Para él representaba un gran esfuerzo y enorme concentración. Era un sonido ante el cual temblaban los hombres más fuertes.

El nuevo amigo del niño oyó el sonido mucho antes de que Guillermo hubiese entrado en la bocacalle que conducía a su casa. Se llevó la mano a la cabeza y exhaló un gemido.

El nuevo amigo de Guillermo era Vivian Strange, distinguido poeta y periodista. Vivian Strange había tomado una casa amueblada en el pueblo a fin de gozar de la tranquilidad tan necesaria para su carrera literaria. En lugar de paz y tranquilidad, se había encontrado con Guillermo. Es decir, que Guillermo le había «adoptado».

El niño se sentía atraído a la casa de Vivian porque, aun cuando el joven en cuestión pertenecía a la tiránica raza de las «personas mayores», nunca le había dicho aún que se limpiase las botas antes de entrar, ni que se fuera a su casa, ni que no hablara hasta que le hubieran dirigido la palabra. Todo esto conmovía, profundamente, al niño. No estaba acostumbrado a ello. Se imaginó que aquello había de significar, forzosamente, que Strange le había cobrado cariño. En realidad, andaba bastante equivocado. La actitud de Vivian Strange podía compararse a la de una tímida gacela en presencia de un león, o de un conejo al encontrarse con una serpiente. No estaba acostumbrado a los niños que obraban como niños de verdad. Nunca había conocido a niño alguno de cerca. Cuando le insinuó, dulcemente, a Guillermo que, con toda seguridad, le estarían echando de menos en su casa, Guillermo le respondió, bondadosamente, que en su casa no les importaba y que aún podía quedarse mucho rato más.

Los comentarios, levemente sarcásticos, que se le ocurrían a Strange, le hacían el mismo efecto a Guillermo que si oyera llover. Guillermo no estaba acostumbrado a las indirectas. Tampoco estaba acostumbrado a que le dejasen ocupar los mejores sillones, hablar hasta que se hartara y comer pastel a todo pasto. Y aprovechaba todo lo que podía aquella oportunidad. Vivian Strange le resultaba simpático.

Y Vivian se decía a sí mismo, todas las noches, que se estaba echando a perder su ingenio, se estaba amargando su temperamento, normalmente tan dulce, y que le estaba minando la salud una criatura que abultaba menos de la mitad de él y a quien casi hubiera podido matar con una sola mano. A Guillermo lo tenía presente en sueños con frecuencia. Recordaba, a menudo, las cosas duras que había oído decir o leído acerca del niño que era niño de verdad y se decía que todas ellas eran la pura verdad. Sin embargo, cuando se encontró a la madre de Guillermo y ésta le dijo: «Espero que Guillermo no le estará resultando una molestia insoportable», se puso colorado y aseguró; apresuradamente: «¡Oh; de ninguna manera! Me gusta.» Y la madre de Guillermo siguió, plácidamente, su camino y comentó después, ante los incrédulos componentes de su familia: «Guillermo debe de tener «algo» para que un literato tan famoso como el señor Strange halle placer en su compañía.» Al oír lo cual, la familia enarcó, con incredulidad, las cejas.

El día anterior Guillermo había hecho tres visitas a su nuevo amigo. La primera había cortado en seco un poema que prometía y que estaba escribiendo en metro muy poco común.

Guillermo entró tocando, en su armónica, una tonada que había aprendido, aunque no muy bien (según propia confesión), aquella mañana. Durante la tercera repetición de la tonada, Vivian empezó a sentirse asesino; pero no podía despojarse de la maldita cortesía.

—¿No sería mejor que fueras a tocárselo a tu casa, para que lo oyera tu familia? —exclamó, desesperado.

Guillermo se limpió la boca con ostensible cortesía.

—Oh, no —contestó—; no me molesta continuar un rato más. Además, a mi familia no le gusta tanto la música como a usted.

Cuando se hubo marchado Guillermo, Strange volvió al poema; pero había desaparecido su inspiración.

Después de comer, empezó un artículo notablemente original sobre «Naturaleza, la Divina». Guillermo volvió a presentarse. Esta vez llevaba, orgullosamente, un ratón vivo y un erizo muerto para enseñárselos a su amigo. También iba cargado con un tarro lleno de agua sucia donde se retorcían bichos acuáticos de aspecto repulsivo y expresión siniestra.

Vivian Strange se pinchó un dedo en el erizo muerto y fue mordido por el ratón. Al retirarse, precipitadamente, del ratón, tropezó con el tarro de agua que Guillermo había colocado al borde de la mesa de escritorio, y lo tiró. Chupándose el dedo herido, vio cómo el agua caía en parte sobre la alfombra y, el resto, sobre un cojín nuevo, de satén. También vio flotar su papel secante, plumas, sellos y obras literarias maestras, en el barro, entre bichos de pesadilla. Se llevó la mano a la cabeza.

—Esto —dijo—, es lo último.

Guillermo, que se hallaba de rodillas, salvando todos los bichos que le era posible, alzó la cara, congestionada por sus esfuerzos.

—No es nada —dijo, agradablemente—; no se preocupe por eso. No me importa. ¡De veras! Puedo coger más. De veras que sí. Y, además, algunos no están muertos. No los pudo usted ver bien después de todo, ¿verdad? Cogeré unos cuantos más mañana, y se los regalaré. Pero no se preocupe usted más por haberlos tirado. No me importa.

Media hora más tarde, pálido y decidido, Vivian cogió su artículo «Naturaleza, la Divina», que estaba medio hecho. Tenía un charco de barro en el centro y el cadáver de un renacuajo reposaba, apaciblemente, en una punta. Apartando la mirada para no verlo, Vivian lo dejó caer en el fuego.

Mientras yacía en su lecho, desvelado, aquella noche se devanó los sesos tratando de decidir qué clase de literatura podría resistir los desastrosos efectos de las visitas frecuentes y devastadoras de su joven amigo. Como un relámpago de inspiración acudió a su mente la solución: una novela sensacional. Vivian nunca se había rebajado aún hasta el punto de escribir una novela sensacional; pero se dijo que había llegado el momento de hacerlo. Una novela que se desarrollara por su propio impulso y que ni una visita del niño fuese capaz de apartar de su cauce.

Se hallaba en plena gestación a la tarde siguiente, cuando llegó a sus oídos el penetrante silbido de Guillermo.

El niño entró alegremente.

—¡Hola! —dijo—. ¿Está usted escribiendo?

La víctima alzó la cabeza.

—«Estaba» —enmendó, con intención.

—Me lo figuraba. Le vi por la ventana con la cabeza en las manos, como si no se le ocurriera qué escribir después. Conque comprendí que se alegraría de verme.

El joven parecía haber perdido el uso de la palabra.

—Yo también escribía algo en otros tiempos —prosiguió el niño, con modestia— y me ocurría con frecuencia eso de no saber cómo seguir. Me acuerdo que una vez escribí una novela la mar de buena, de un hombre que era pirata y le perseguía un maligno caníbal por toda una isla desierta y luego el maligno caníbal le cogió y ya iba a guisarle cuando unos amigos del maligno caníbal se acercaron y mientras el maligno caníbal les estaba dando las buenas tardes, el pirata se subió a un árbol y le hizo señales con un pañuelo a otro pirata que estaba en el mar, para que supiera que estaba en mucho peligro.

El niño hizo una pausa.

—¿Qué más? —preguntó el desgraciado joven con voz opaca.

Guillermo prosiguió:

—Y el maligno caníbal serró el árbol; pero vino el otro pirata y se escaparon y la orgullosa y hermosa hija del maligno caníbal se escapó con ellos. Ella no era maligna como su padre. No le gustaba comerse a la gente. No le gustaba el sabor que tenía, conque se alegró de poderse marchar a un país donde no se comiese a la gente y se casaron, y ella fue reina de los piratas y él fue rey de los piratas, y ella era orgullosa y hermosa y decía: «¡Atrás!» cuando alguien decía alguna frescura, igual que una reina de verdad. ¿Se parece su novela a esa?

—No —gimió el señor Strange.

—Bueno —dijo Guillermo, arrellanándose cómodamente en un sillón—, pues ahora que le he contado mi novela, debía usted contarme la suya. Oiga, ¿queda algo de su pastel del que me dio usted un pedazo ayer?

El joven indicó, con un gesto, el aparador.

Guillermo cortó un buen pedazo de «plumcake» y volvió a su asiento.

—Siempre me entran ganas de comer algo a esta hora. ¿No le pasa a usted lo mismo? Quiero ayudarle. Me ha dado usted hoy unos buenos pedazos de pastel, y ayer también y sé ayudarle y yo he escrito novelas también y sé lo que pasa. Y no se preocupe por haber tirado mis animales acuáticos. Tengo un amigo que me ha prometido coger más mañana y los traeremos en cuanto los tengamos… Era la mar de bueno ese «plumcake». (El joven volvió a indicar el aparador, automáticamente.) Gracias. Me comeré otro pedazo. Es «la mar» de bueno… Ahora, hábleme de su novela para que pueda ayudarle. ¿De qué trata?

—Trata… trata de un hombre —dijo el señor Strange, débilmente.

—¿Qué clase de hombre? —preguntó el niño, con la boca llena.

—Un simple hombre… Vuelve a casa una noche…

—Vuelve a casa…, ¿de dónde?

—Eso no entra en la novela —contestó el joven, irritado—. Volvía a casa, simplemente.

—Bueno… bueno… —dijo Guillermo, aplacador—. Sólo que si volvía a casa, es que había estado en algún sitio y me preguntaba yo dónde podía haber estado.

—Bueno pues, cuando vuelve a casa, recibe el mensaje de que una muchacha… una muchacha…

El joven vaciló.

—¿La muchacha de quien está enamorado? —suplemento el niño.

—Ah… sí… Recibe el mensaje de que ella está en peligro y de que debe acudir a su lado inmediatamente. Conque sigue al hombre…

—¿Cuál sigue a cuál?

—El hombre con que empieza la novela…

—¿Ese que no sabía usted de dónde volvía a casa?

—Sí; ése. Bueno, pues sigue al hombre que le dice que la muchacha está en peligro y, en realidad, el hombre…

—Si no los llama usted por sus nombres, no sé cuál es cuál. Llamemos al hombre que no sabe usted de dónde vuelve a casa, Alberto (es un buen nombre para un personaje de novela), y el que dice que la muchacha de quien está enamorado Alberto está en peligro, Rodolfo. (Todos acaban en «o» en un libro que he estado leyendo, y suena la mar de bien.) Bueno, pues Rodolfo le dice a Alberto que la muchacha de quien está enamorado está en peligro mortal. Opino que es una novela estupenda; pero creo que Alberto debiera de tener un tesoro escondido en alguna parte. Y podíamos meter otro personaje que se llamara Archibaldo (yo tengo un tío que se llama así), que quisiera apoderarse del tesoro, y tiene colocado un reguero de dinamita hasta debajo de la cama de Alberto para volarle durante la noche cuando esté durmiendo. Y podemos meter a otra muchacha, llamada Rosabelina, de quien está enamorado Rodolfo… una doncella orgullosa y hermosa, ¿sabe?, y Rodolfo la coge y ella grita: «¡Atrás! ¡Soltadme, villano…!» Bueno; usted acabe su parte primero y luego meteremos lo mío. Decía usted que Alberto volvía a casa de no sabía dónde y que seguía a Rodolfo… ¿Qué pasa después?

Vivian Strange se había convertido de nuevo en conejo y Guillermo en serpiente. El semblante del muchacho tenía «algo» que le obligaba a seguir.

—El segundo hombre era, en realidad, un miembro del Servicio Secreto…

—Y, ¿qué es eso? —inquirió el niño, con desaprobación.

—Pues… pues una especie de policía de categoría.

—Será mucho mejor que le haga usted pirata o piel roja. Pero no importa. Siga.

—Bueno, pues quiere apoderarse de unas cartas que tiene… ah… Alberto y le conduce a una casa solitaria y le encierra allí y le dice que no le soltará hasta que se las dé.

—¿Amenazándole villanamente? —inquirió el niño, animado—. Que lo diga amenazándole villanamente y lanzándole «precaciones» e insultos en la cara. ¿Qué pasa luego?

—No lo sé; he llegado hasta ahí nada más. No puedo seguir adelante. No se me ocurre qué puede decir o hacer después.

Guillermo arrugó el entrecejo y se puso a pensar.

—Yo creo que Alberto debiera decir «¡Ah, villano! ¡Jamás podrás vencerme!» o algo así.

—La gente no habla así en la vida real.

—¡Bah!, ¡la vida real! —exclamó Guillermo, con desdén—. Creí que hablábamos de libros.

—¿No crees tú que te estarán esperando tus amigos para que juegues con ellos? —inquirió el señor Strange, con énfasis—. ¿No crees tú que los tienes ya demasiado abandonados?

El niño se puso en pie y se sacudió las migajas del «plumcake».

—Quizá sea mejor que me marche —asintió—; pero ya pensaré lo que ha de ir después. Dice usted que quiere que sea de la vida real y no de libros. Yo creo que debiera de meter más personajes. ¿No podría ponerlos a todos en una isla desierta y hacer que a Rodolfo se lo comieran los caníbales, confundiéndoles con Alberto…? Bueno… bueno… lo que usted quiera, naturalmente. Le traeré mis cuentos algún día, para que los lea y mañana le traeré unos bichos de agua. ¿Sabía usted que los renacuajos se comen unos a otros…? ¡Y luego hablan de caníbales…! Oiga, ¿sabe que esa navaja es estupenda?

Vivian Strange, que tenía quebrantado ya el espíritu, le entregó la navaja con un gesto de hastío.

—¡Tómala! —gimió—. ¡Tómala y vete!

Guillermo se conmovió.

—Oh, no —dijo—; es mejor que no acepte una navaja tan estupenda como esa. Es seguro que la necesitará usted alguna vez. Pero… pero la aceptaré prestada, si le es igual. Se la devolveré cuando le traiga esos libros. Es usted muy amable… Bueno…, adiós.

El niño cerró la puerta tras sí. El silencio y la tranquilidad que reinaron de pronto en el cuarto, se le antojaron a Strange demasiado encantadores para que fuesen realidad. Pero volvió a abrirse la puerta y la desgreñada cabeza de Guillermo asomó de nuevo.

—Oiga —dijo— ¿y si metiera un ladrón, y un detective que le persiguiera, y señales misteriosas, y pistas, y perros sabuesos… además de toda la otra gente…?, ¿no? Bueno, la novela es de usted, conque hágala como quiera. Volveré a verle pronto. Adiós.

Guillermo desapareció y la puerta de la calle se abrió y se cerró. Con ansiedad, Vivian Strange miró por la ventana, aguardando que apareciera la infantil figura de Guillermo en el camino que conducía a la puerta del jardín. Pero no apareció. En lugar de eso, asomó la desgreñada cabeza por la puerta otra vez.

—¡Oiga! —dijo—. Estaba intentando acordarme…, ¿me comí tres pedazos de «plumcake» aquí, o fueron sólo dos…? Ah, gracias… ¡Es usted la mar de bueno!

—¡Llévatelo todo y vete!

El niño se sintió más conmovido aún.

—¡Oh, no! —exclamó, abriendo el aparador—. No me lo llevaré todo… por lo menos ahora. Me llevaré un pedazo ahora y volveré por otro pedazo más tarde. ¡Se estropea más esto cuando se lleva suelto en el bolsillo…! Lo he probado. Se mezcla todo con las canicas; pedazos de barro, cordeles y todo eso… No se le estropea el gusto; pero se desperdicia, porque se deshace… Bueno, adiós.

De nuevo se abrió y se cerró la puerta. De nuevo reinaron en silencio y la paz. Vivian Strange, exhalando un profundo suspiro, alargó la mano para coger la pluma. De pronto su semblante reflejó la desesperación… Los conocidos pasos sonaron nuevamente en el vestíbulo y se abrió la puerta.

—Por poco me marcho —dijo Guillermo, con afecto—, sin enseñarle mi silbido nuevo. He estado ensayando una barbaridad para podérselo enseñar esta tarde. Y por poco me olvido y hubiera tenido que darme el paseo hasta aquí otra vez. Es éste.

Se colocó dos dedos en las comisuras de los labios y emitió un sonido de sirena que hizo que su amigo diera un brinco de susto y de sorpresa. Guillermo sonrió con orgullo, y amistoso.

—Ya sabía yo que le gustaría —dijo—. A mi familia no le gusta; pero eso no tiene nada de particular porque no le gusta ninguno de mis silbidos. No les gusta la música como a usted. Bueno, adiós.

Guillermo echó a andar calle abajo, tarareando alegremente. Su tarareo resultaba, si ello es posible, aún más desagradable que sus silbidos. Guillermo sólo tarareaba cuando se sentía feliz. Le gustaba el sonido de su tarareo. Y en eso era único.

Se sentía extremadamente feliz aquel día. Se conmovía al pensar en la bondad de su amigo… en la conversación literaria confidencial… en el «plumcake»… en la navaja… Sacó la navaja y la miró. Su corazón quedó henchido de orgullo y de placer… ¡una navaja como aquélla…! Y había estado dispuesto a dársela… «regalársela»… Era una buena persona… Guillermo no tenía en el mundo entero otro amigo a quien se le hubiera ocurrido «prestarle» una navaja como aquélla, cuanto más «regalársela».

Guillermo era algo tardío en experimentar agradecimiento; pero, cuando tal cosa ocurría, éste exigía ser expresado inmediata y prácticamente… Tenía que «hacer» algo por su amigo… en aquel momento… inmediatamente… Pero ¿qué…? Podía conseguirle los animales acuáticos, naturalmente; pero eso no bastaba. ¿Qué era lo que el señor Strange «deseaba» de verdad…? De pronto la nublada fisonomía del niño se iluminó… Había querido saber qué hubiera hecho Alberto en la vida real… Lo sabría.

El señor Porter se dirigía, a pie, a su casa. El señor Porter era un caballero eminentemente respetable, que llevaba una existencia tranquila de trabajo, dividida entre un despacho eminentemente respetable y un eminentemente respetable hogar. El señor Porter se dirigía a su casa, procedente de la estación con un maletín en la mano como había hecho todos los días laborables durante los últimos treinta años.

Pensaba, gozando por anticipado, en un fuego chisporroteante, zapatillas cómodas, una comida bien guisada, un vaso de buen vino, un excelente cigarro puro, y el periódico de la tarde. El señor Porter había recorrido la distancia que separaba la estación de su casa, gozando, por anticipado, de la forma descrita, todos los días laborables durante los pasados treinta años. Y sus deseos siempre se habían realizado. Apenas vio al niño de cara cubierta de pecas, y ceñuda, hasta que éste le dirigió la palabra.

—La señora de quien está usted enamorado —le dijo el niño de pronto, con voz opaca— está en peligro mortal, y dice que acuda usted a su lado en seguida.

El señor Porter se paró en seco. Se sentía algo asustado.

—La señora de quien… —repitió—. ¿Quieres hacerme el favor de decirme todo eso otra vez?

Guillermo no tuvo inconveniente.

—La señora de quien está usted enamorado —dijo, claramente— está en peligro mortal y dice que acuda usted a su lado en seguida.

—«La señora de quien…» —empezó el señor Porter otra vez—. ¡Qué expresión más singular! ¿Te… te refieres a mi esposa?

—Supongo que sí —contestó el niño, no queriendo comprometerse demasiado.

—Ah…, ¿te dijo ella que me dijeras eso?

—Sí.

—¿Era una señora alta?

—Sí —respondió el niño, tirando por la línea de menos resistencia.

—¿Con un lunar en la mejilla izquierda?

—Sí.

—¿Cabello gris?

—Sí.

—¡Es singular! No cabe la menor duda que se trata de mi esposa. ¿Qué dices que dijo?

—La señora de quien está usted enamorado —repitió, monótonamente, el niño—, está en peligro mortal y dice que acuda usted a su lado en seguida.

—Pero…, ¿dónde está?

—Dijo que debía usted seguirme.

—¡Cuán singular! —exclamó el señor Porter, con voz insegura—. «¡Singularísimo!» Bueno… ah… supongo que será mejor que …ah… cualquiera sabe…, ¿está lejos?

Los ojos del niño brillaron, triunfales.

—Oh, no —contestó, apaciguador—; no está lejos.

Pero el señor Porter estaba alicaído. La rosada visión del cálido fuego, las cómodas zapatillas, la comida bien guisada, el vaso de vino, el puro y el periódico de la tarde, parecía haber retrocedido a una distancia incalculable.

—Date toda la prisa que puedas —murmuró, irritado—. No puedo estarme aquí parado toda la noche, helándome de frío. ¿Quién me garantiza que todo esto no es un simple cuento? ¡Date prisa! ¡Date prisa!

En silencio, y feliz, Guillermo echó a andar. En silencio, y melancólico, el señor Porter le siguió. Lo que más le molestaba al señor Porter era tener que apartarse, lo más mínimo, de su rutina usual. ¿Qué «sería» todo aquello? ¿En qué habría estado pensando María para mandarle tan singular recado? ¿Quién era aquel niño? Su indignación y la compasión que se inspiraba a sí mismo, aumentaban a cada paso. Calle abajo… por una bocacalle… por la puerta de un jardín… por un sendero que pasaba junto a un edificio… en un jardín de la parte de atrás de una casa… ¿Qué rayos…? El niño había abierto la puerta de una especie de cobertizo.

—Dijo, especialmente, que debía usted entrar aquí —anunció, sencillamente, el niño.

—¿Qué demonios…? —saltó el señor Porter—. ¿Qué rayos…?

El niño le miró, sin inmutarse.

—Insistió, especialmente, en que debía usted de entrar aquí.

—¿Entrar en un… en un cobertizo vacío y sucio? ¿Qué rayos…?

El señor Porter entró en el cobertizo y lo iluminó con los rayos de una lámpara de bolsillo. Inmediatamente se dio cuenta de que allí no había persona alguna. En el mismo instante la puerta se cerró, violentamente, detrás de él y giró la llave en la cerradura.

—¡Oh! —exclamó, furioso—. ¿Dónde demonios…?

No recibió contestación.

Golpeó, frenéticamente, la puerta.

—¡Abre, sinvergüenza! —gritó.

No le contestaron.

Pegó puntapiés a la puerta, sacudió la puerta, golpeó la puerta y maldijo la puerta. La puerta permaneció inconmovible y sólo el silencio le respondió. Recurriendo, de nuevo, a la lámpara de bolsillo, descubrió una ventana pequeña al otro extremo del cobertizo, por encima de un montón de carbón. El señor Porter decidió alcanzar la ventana subiéndose al carbón. Trepó por el carbón, resbaló sobre el carbón, nadó en carbón, rodó por el carbón, se refociló en el carbón y perdió el cuello en el carbón.

Por fin se desencadenó en un torrente de palabras cuya elocuencia, variedad, énfasis y riqueza le prendieron a él mismo. El señor Porter, una hora antes, se hubiera creído incapaz de pronunciar semejantes palabras. Luego, jadeante, cubierto de polvo de carbón, sin cuello, con el gabán desgarrado, contempló su prisión y evocó la visión del cálido fuego, las cómodas zapatillas, la comida bien guisada, un vaso de vino, un cigarro puro y el periódico de la tarde… En un acceso de rabia se abalanzó contra la puerta.

* * *

Vivian Strange había renunciado a escribir. Estaba sentado en un sillón, junto al fuego, leyendo poesía para aplacarse los nervios. Los tenía desquiciados. No hacía más que imaginarse que oía ruidos extraños: golpes y gritos, y una vez se estremeció, creyendo oír el silbido de Guillermo. Decidió regresar a la ciudad lo más pronto posible. La tan cacareada paz del campo era pura ficción. El campo no era apacible. Contenía a Guillermo, al silbido de Guillermo, a los animales acuáticos de Guillermo y las conversaciones de Guillermo. Había más paz en el centro de Piccadilly —sin Guillermo— que en el campo, con Guillermo.

Se abrió la puerta de pronto y apareció Guillermo. Su rostro reflejaba un orgullo consciente, como el de la persona que ha intentado algo y le ha salido bien, pero que está dispuesto a ser modesta en el asunto.

—Puede usted ir a oír lo que dice y hace en la vida real —dijo—. Lo está diciendo y haciendo ahora en el cobertizo del carbón. Lo he estado escuchando la mar de rato.

El señor Strange se puso en pie, aturdido.

—Pero… —empezó a decir.

Los extraños ruidos aumentaron. Eran auténticos y no pigmento de su excitada imaginación, como él había supuesto.

—¿Dónde…? —exclamó, más aturdido aún.

—En el cobertizo del carbón —dijo Guillermo, con impaciencia—. Dese prisa o se cansará y parará. Llévese unas hojas de papel y así podrá copiar algunas de las cosas que dice en la vida real. Ya le dije a usted que tenía yo razón.

Se oyó un golpe enorme y ruido de madera rota, pasos furiosos sobre la grava y, delante de la casa, apareció una figura de pesadilla: negra, gesticulante, harapienta, sin cuello, destocada… Era el eminentemente respetable señor Porter. «Policía» y «me las pagará» y «canalla» fueron algunas de las palabras que llegaron hasta el señor Strange por la ventana. Luego, agitando el puño, la figura desapareció en la oscuridad.

—Vaya —murmuró Guillermo—; ha hecho usted tarde. Se ha escapado. Ha echado la puerta abajo y se ha escapado. De todas formas ahora ya sabe usted lo que hace en la vida real: echa abajo la puerta y se escapa. Y recuerdo la mar de cosas de las que dijo. Escuché durante un buen rato. Me llevaré otro pedazo del «plumcake» ahora, si le da a usted igual. Me dijo usted que podía hacerlo. Muchísimas gracias. Me tomé la mar de molestias para conseguirle esa cosa de la vida real. ¿Podría… podría quedarme con la navaja un día más? Tengo unos amigos a los que quisiera enseñársela. Y, si hay alguna otra cosa que quiere usted que le averigüe de la vida real, lo intentaré. Yo, personalmente, no me preocupo de la vida real cuando escribo novelas; pero si usted… ¡Oh! ¡Diga!, ¿va usted a seguir con las novelas ahora?

El señor Strange no hacía tal cosa. Estaba componiendo un telegrama. Decía:

«Reservadme camarote en barco que vaya a cualquier parte. Postración nerviosa completa. Urgente cambio de aires y reposo absoluto.»

—Supongo que será mejor que me vaya —dijo Guillermo, con sentimiento—. Ya pasa de la hora de cenar. No le importará, ¿verdad?

—No —contestó el joven, enloquecido—. No; no me importa. Yo también me marcho mañana… ¡para siempre!

—¿De veras? —exclamó el niño, con tristeza—. Lo siento. Le echaré a usted mucho de menos y supongo que usted me echará de menos a mí.

—Sí; te echaré de menos; espero que te echaré de menos.

—Bueno, no se preocupe por eso —murmuró Guillermo, cariñosamente—. Supongo que volverá usted pronto. Adiós, y puede seguir con su novela ahora, ¿no?, puesto que ya sabe lo que hace y dice en la vida real… Bueno, adiós.

Salió, rápidamente, por la puerta principal. El señor Strange exhaló un profundo y trémulo suspiro de alivio. Pero su alivio fue de corta duración. Dos apariciones se presentaron ante la ventana, avanzando por el camino del jardín: una de ellas los restos ennegrecidos y maltrechos del señor Porter y la otra un guardia, que llevaba un librito de notas.

Los ojos del señor Porter brillaban. Iba a hacer justicia; pero, una vez hecha, le esperaba el cálido fuego, las cómodas zapatillas, la comida bien guisada, el vaso de vino, un excelente cigarro puro y el periódico de la tarde.

Pero la horrorizada mirada de Vivian Strange se vio atraída por la más cercana presencia del rostro de Guillermo, aplastado contra el cristal.

—Oiga —dijo Guillermo—; «dijo» usted que podía quedarme con la navaja un rato, ¿verdad?

Vivian Strange hizo un gesto que la misma podía expresar asentimiento, disentimiento, o simple frenesí.

—¡Muchísimas gracias! —gritó el niño—. Bueno, adiós.

* * *

Guillermo emprendió el camino de casa. Sentía que se fuera su amigo; pero, después de todo, podría quedarse así con todos los bichos acuáticos él. El regalar bichos acuáticos siempre era un gran sacrificio para Guillermo. Fuera como fuese, había tenido un día bastante bueno… Todo lo de aquella novela había resultado interesante y emocionante… y el «plumcake» era estupendo… y la navaja era «fantástica»… y…; su pensamiento voló hacia aquellos cinco minutos emocionantes que había pasado, en silencio, junto al cobertizo del carbón… Había aprendido una barbaridad de palabras nuevas.