GUILLERMO VENDE A LOS GEMELOS

Guillermo y Pelirrojo (íntimo amigo y aliado de Guillermo), se hallaban en quiebra. Incluso les faltaban los dos peniques necesarios para comprar caramelos en estos tiempos de inflación de precios, y la vida les resultaba insoportable. Habían abordado a las personas mayores de sus respectivas familias, encontrándose con la indiferencia y la frialdad tan características en las personas mayores al tratar con los niños…

Se sentaron en el solar abierto que había detrás de casa de Pelirrojo e hicieron, solemnemente, recuento de cuanto poseían.

Posesión 1.a Una pelota de goma con un agujero, se la habían ofrecido al chico de al lado por seis peniques, y éste no había querido adquirirla.

Posesión 2.a Una raíz de pensamiento, arrancada, subrepticiamente, del jardín del padre de Guillermo. La habían llevado al horticultor del pueblo, ofreciéndosela por cinco peniques y medio. Luego la habían recogido del arroyo, donde el irascible horticultor la lanzara en su ira e indignación.

Posesión 3.a Los mellizos.

Los mellizos pertenecían, en realidad, a Pelirrojo. Es decir, eran primos de Pelirrojo y estaban de visita en casa de su pariente. Llevaban ya una semana allí y, para Pelirrojo, había resultado una semana larguísima. A su llegada, descubrió, con horror, que se esperaba de él que se tomase interés en ellos, hasta el punto de llevárselos consigo a dondequiera que fuese.

Casi había llegado a acostumbrarse ya a su continua presencia; pero seguían inspirándole una profunda antipatía. En todas sus atrevidas aventuras había de verse cohibido por la presencia de aquellos niños, Jorge y Juan, ambos plácidos, rollizos y de tres años y medio de edad. Tenía que escuchar los comentarios que hacía Guillermo sobre su aspecto y su capacidad mental, comentarios con los que, personalmente, estaba de acuerdo; pero que, por el honor de la familia, tenía que tomar a mal y vengar…

Aquel día, añadiendo el insulto a la injuria, su madre le había dicho que se encargara de que no se ensuciaran, ya que su madre iba a ir a buscarlos aquella misma tarde para llevárselos a casa… Eso, por lo menos, resultaba una bendición. Sería el último día de su martirio. Pero la ignominia de que una persona de su calibre tuviera que desperdiciar sus nobles energías conservando limpios a unos niños…

Jorge y Juan se hallaban sentados, en aquel momento, en el suelo, arrancando hojas de hierba y comiéndoselas. Guillermo y Pelirrojo los contemplaban con desdén.

—Lástima que no podamos ganar algo de dinero con ellos —dijo Guillermo.

—Hum —asintió Pelirrojo—; bastante lata nos han dado.

Una expresión calculadora apareció en el rostro de Guillermo.

—Si hubiéramos vivido en otros tiempos —murmuró—, hubiésemos podido venderlos para esclavos, como eso que nos contaba la señorita Jones.

Pelirrojo soltó una exclamación, al oír tan atrevida idea. Luego su mirada se posó, melancólica, en los mellizos.

—Nadie hubiera querido comprarlos —dijo—. Nadie que los conociera tan bien como los conozco yo.

—¡No seas tonto! No los «conocerían». Los verían en un sitio especial nada más y les parecería que tenían buen aspecto…

—Pues no lo tienen.

—… o les parecerían baratos y los comprarían.

—Pero…, ¿para qué? ¡Mira que pagar nadie nada por ellos…! ¡Por «ésos»!

—¡Eres más estúpido! —exclamó Guillermo, con paciencia—. Los comprarían una vez nada más, cuando eran pequeños… y sólo pagarían por ellos una vez y los tendrían mientras viviesen para que trabajaran para ellos y ya no volverían a pagar más después de haber pagado por ellos una vez, ¿comprendes?

Pelirrojo se animó.

—¿Tú crees que habría quién los comprara?

Guillermo contestó con desdén y superioridad:

—Si hubieses estado escuchando hoy, en la clase de Historia, sabrías que esas cosas no se hacen hoy en día. No sé quién fue el que acabó con todo eso.

Pelirrojo reflexionó.

—Cualquiera sabe —dijo por fin—; a lo mejor se está poniendo de moda otra vez. Eso ocurre con frecuencia. Podríamos probarlo. Cualquiera sabe. A lo mejor le gusta su cara a alguien… o los encuentra baratos, o…

Hasta el propio Guillermo se horrorizó.

—Sí —interrumpió—, y luego, cuando los hayas vendido, ¿qué le dirás a su madre…? ¡Contéstame a eso! ¿Qué le dirás a su madre cuando los hayas vendido?

Pelirrojo había estado pensando profundamente. De pronto se despejó su rostro.

—Ya sé. Podíamos ver dónde se los llevaban… las personas que los compraran… y podríamos salvarlos antes de que nadie se enterara.

—No suena eso mal —dijo Guillermo.

Pelirrojo se volvió hada los mellizos.

—Os gustaría ser esclavos, ¿verdad? —inquirió, alegre y persuasivamente.

—«¡Sí!» —contestaron Jorge y Juan a coro.

—¿Lo ves? —le dijo Pelirrojo a Guillermo—. Iré a prepararlo todo. Vale la pena probarlo, por lo menos.

—«Suena» bien —volvió a decir Guillermo, dubitativo. Y agregó, melancólico, basándose en su mucha experiencia—; pero uno nunca sabe dónde van a terminarse las cosas.

Unos momentos después. Pelirrojo compareció con dos grandes etiquetas, en cada una de las cuales decía:

ESCLAVO

MUY BARATO

y, por el otro lado:

SEIS PENIQUES

Y

MEDIO

Ató una etiqueta al cuello de cada uno de los mellizos, con gran regocijo de las víctimas. Luego se sentaron junto a la carretera, aguardando a la clientela. Pero parecía andar algo muerto el mercado de esclavos. Sólo pasaron tres personas y ni siquiera miraron hacia el grupo de niños.

Les había sido explicado el asunto a Jorge y a Juan, hasta donde su infantil inteligencia podía comprenderlo y ambos se habían declarado dispuestos a ser vendidos y rescatados después.

Por fin, cuando ya se cansaban de esperar, apareció otro transeúnte: un anciano que caminaba muy lentamente. Guillermo, armándose de valor, le abordó.

—¿Quiere usted un esclavo? —preguntó.

—¿Eh? —exclamó el anciano.

—¿Quiere usted un esclavo?

—¿Cómo?

—¿Quiere… usted… un… esclavo…?

—¡Habla más alto… más alto! —murmuró el viejo, irritado—. ¿No estás viendo que soy sordo? ¿Qué quieres? ¿Qué quieres?

Guillermo, cuyos nervios se resentían ya de tanto repetir la pregunta, carraspeó y volvió a gritar, roncamente:

—«¿Quiere… usted… un… esclavo?»

El anciano soltó un resoplido.

—¿Que si quiero un clavo? —exclamó, furioso—. No; «no» quiero un clavo. ¡Eres un niño impertinente! ¡un desvergonzado!

Amenazó al niño con el bastón y luego siguió su camino, mascullando algo entre dientes que, los niños no entendieron.

El niño, algo alterado por el encuentro, volvió a reunirse con sus amigos.

—Es inútil hacerlo de esta manera —dijo, desanimado—. Tendremos que llevarlos de puerta en puerta, como hacen los vendedores ambulantes.

Los mellizos dieron un grito de alegría al oír esto. Luego se pusieron a andar la mar de contentos: Jorge de la mano de Pelirrojo y Juan de la de Guillermo, ambos con sus etiquetas puestas.

—Vayamos lejos —propuso Pelirrojo—; a algún sitio donde no nos conozcan.

Recorrieron unas cuantas calles hasta que dijo Guillermo:

—Entraremos en la primera casa que encontremos al doblar la esquina.

Estaba pálido, pero resuelto. Habiéndose embarcado en tan peligrosa empresa, estaba dispuesto a continuar hasta el fin. Llegaron a la primera casa de la siguiente bocacalle y cruzaron un jardín abandonado y sombrío. Acortaron, considerablemente, el paso al acercarse a la puerta.

—Más vale que hables tú —dijo Pelirrojo, con voz débil—. Sabes hablar mejor que yo.

—Conque sí, ¿eh? —exclamó el otro, irritado—. ¡Conque eso crees tú!, «¿verdad?» ¡Ah, sí! Lo crees cuando se trata de decir algo que a ti no te gusta decir. ¡Sí, sí! ¡Huh!

Se pararon, llenos de aprensión, en el escalón que había delante de la puerta, y miraron el jarro de leche que había allí. [2]

—No parece haber nadie en casa —dijo Pelirrojo.

—¡Ya! —dijo Guillermo, con sarcasmo y alivio a la vez—. Ahora no te importa hablar, ¿verdad? «Ahora» no creerás que hablo yo mejor que tú, ¿eh? No te importa hablar con un jarro de leche, ¡qué te ha de importar!

—¡Te crees más listo…! —exclamó Pelirrojo, con amargura—. ¿Quién tuvo la idea de hacerlos esclavos, en primer lugar? Contéstame a «eso» nada más.

—Bueno y… ¿de qué ha servido? —repuso el otro—. Nadie los comprará. ¡Mira que llevarlos a una casa vacía…! ¿De qué ha servido «eso»? ¡Contéstame tú a «eso»!

La discusión hubiera seguido su curso normal, degenerando en violencia, de no haber alzado Jorge su voz, quejumbroso.

—Tero ser ’clavo —suplicó.

Con un gesto heroico y los labios apretados, Guillermo tiró, con fuerza, de la campanilla.

—Eso, para que aprendan —murmuró, ceñudo.

El eco de la campanilla se apagó, por fin, en el interior de la casa. Ningún sonido rompió el silencio.

—Bueno —repitió Guillermo, con voz débil—; eso para que «aprendan».

Luego clavó la mirada, de repente, en el interior del jarro.

Lentamente extrajo la moneda y miró a los gemelos.

—Hay lo justo para pagar por ellos —dijo—. Van baratos hoy.

Pelirrojo se quedó como quien ve visiones.

—Pero… pero… ¡si no sabes si los querrán!

—¡Quererlos! ¡Claro que los querrán! —contestó Guillermo, con desdén—. Los querrá cualquiera. Dos esclavos… ¡y bien baratos! Apuesto que hubieran dado por ellos la mar de libras esterlinas en otros tiempos. Sólo los hemos vendido a seis peniques y medio porque están un poco pasados de moda.

En aquel momento apareció el muchacho del lechero y Guillermo se metió la moneda en el bolsillo, apresuradamente.

—¡Hola, chavales! —dijo.

En cualquier otro momento, Guillermo hubiera protestado de palabra y obra al oírse llamar chaval; pero le parecía demasiado precaria su situación en aquel instante para agredir a nadie. Se limitó a replicar, con frialdad:

—¡Hola, lechero!

—Si sois de la casa —prosiguió el muchacho alegremente, después de haber llenado la jarra—, decid que se han olvidado de dejar el dinero. ¡Hasta la vista! ¡Sed buenos!

Con cierto alivio vieron desaparecer al muchacho por la calle. Juan alzó, inmediatamente, la voz:

—Tero ser «’clavo» —exigió, lacrimoso.

—Tero ser «'clavo» —coreó Jorge.

Guillermo miró a su alrededor, desesperado.

—Vamos, bebed un poco de leche —dijo.

Los mellizos obedecieron. Se pelearon por coger el jarro, derramaron parte de la leche sobre las etiquetas y parte sobre sus gabanes; pero lograron tragarse una buena cantidad. Por fin depositaron el jarro vacío en el suelo, entre los dos, y volvieron a recobrar el buen humor.

—Dejémosles aquí y vayamos a gastarnos el chelín —dijo Guillermo—. Luego volveremos a rescatarles.

—«¡Sí, sí!» —exclamaron los mellizos.

Guillermo y Pelirrojo bajaron, lentamente, al paseo del jardín. Al llegar al otro extremo, se volvieron. Los mellizos estaban sentados en el escalón, uno al lado del otro, sonriendo y saludándoles con la mano. Las etiquetas estaban manchadas de leche y algo torcidas; pero seguían adhiriéndose a ellos. Guillermo y Pelirrojo salieron a la calle. Guillermo sacó el chelín.

—Oye —murmuró Pelirrojo—, su… supongo que esto será honrado, ¿no?

—¡Honrado! —exclamó Guillermo, con desdén—. ¡Es más que honrado! Les hemos «regalado» un penique. Los esclavos valían seis peniques y medio cada uno… y no nos hemos llevado más que un chelín.

El chelín les proporcionó regaliz, caramelos, dos paquetes con sorpresa y una pelota de goma. En su felicidad, no se dieron cuenta de cómo pasaba el tiempo. Fue Pelirrojo quien se acordó primero.

—Oye —dijo—, más vale que rescatemos a esos pronto. Su madre no tardará en llegar.

Echaron a andar calle abajo. Ambos caminaban muy tiesos y contoneándose, como para disimular cierta secreta aprensión.

—Espero que podremos rescatarles —dijo Guillermo, intentando hablar como si la cosa no tuviera importancia.

—Claro que podremos… Tú no te preocupes —respondió Pelirrojo con una tranquilidad que a nadie hubiera logrado engañar.

Ambos veían, mentalmente, una escena horrible, en la que la madre de los mellizos hacía de ángel vengador.

Subieron por el camino del jardín. Los mellizos no se hallaban en el escalón. Un jarro roto era lo único que quedaba como recuerdo de la escena de su despedida de los mellizos. Decayó su ánimo aún más al fijarse en aquel detalle.

—Bueno —murmuró Pelirrojo humedeciéndose los labios—, más vale que empecemos lo del rescate.

Respirando profundamente, hizo sonar la campanilla. De nuevo se desvanecieron los ecos en el interior. De nuevo quedó la casa en silencio. El semblante de Guillermo reflejaba horror. Su cabello, normalmente rebelde, estaba más rebelde que nunca. La visión de la madre ultrajada parecía llenar el mundo entero.

—En algún sitio han de estar —dijo Pelirrojo, procurando aún, en vano, quitarle importancia a la cosa.

—¡Sí, sí! —dijo Guillermo, alicaído—. ¡Eso se lo dices a ella «tú»!

Registraron el jardín. Tiraron piedras a las ventanas. Gritaron: «¡Jorgito!» y «¡Juanito!» roncamente, con una voz suplicante que jamás habían empleado para llamar a dichos niños hasta entonces. Luego se volvieron, muy lentamente, hacia la puerta.

—¿Qué podemos hacer ahora? —inquirió Pelirrojo.

—Nada.

Muy despacio empezaron a bajar la calle.

—Tú puedes encargarte de hablar con la madre —dijo Guillermo—. Yo iba a hablar antes, ¿no? Bueno, pues ahora puedes hacerlo «tú».

—¡Sí, sí! —exclamó Pelirrojo, con sarcasmo—. Tú hablaste una barbaridad, ¿eh? Sea como fuere, no tendremos necesidad de hablar mucho. ¡Ya se encargará «ella» de hablar todo lo que sea necesario!

Tras un corto silencio, Pelirrojo volvió a hablar.

—De todas formas —dijo, con voz débil—, nos dieron la mar de cosas por ese chelín.

Era un comentario algo fuera de lugar y Guillermo lo trató con todo el desprecio que se merecía.

Al doblar la esquina, apareció una señora, de alto tocado, que se dirigía apresuradamente hacia ellos.

—¡Es ella! —exclamó Pelirrojo, con un gemido.

—¿Dónde están los mellizos? —preguntó, con severidad.

A Guillermo le pareció que se le iba el alma a los pies, le atravesaba las botas y se hundía en las profundidades de la tierra.

—¿Dónde están los gemelos? —volvió a preguntar la señora.

Fue Guillermo el que contestó:

—No lo sabemos —dijo, desesperado—. Los hemos vendido. Los vendimos como esclavos.

* * *

Los mellizos, una vez solos en el escalón, repletos de leche y de emoción, se quedaron dormidos, satisfechos, apoyados el uno en el otro.

Al despertarse se encontraron con un joven, que les miraba, aturdido. Le acompañaban dos señoras: una de ellas alta y delgada y la otra baja y gruesa.

—¿Dónde vivís, nenes? —preguntó la señora alta.

Jorge le dirigió una sonrisa.

—Aquí —contestó—. Somos «’clavos».

El joven se llevó una mano a la frente.

—¡Cielos! —gimió—. ¿Es posible que entren con la casa… como accesorios o algo así?

La señora alta les miraba con el entrecejo fruncido.

—Es curioso —murmuró—; esto debe de tener algún significado.

El joven sacó un llavín, tropezó con el jarro de leche y entró en el vestíbulo, seguido de la señora alta, la baja, Juan y Jorge.

—No es posible que vayan con la casa —dijo el joven, quejumbroso—. La alquilé amueblada; pero ¡cielos!, no es posible que «éstos» figuren como muebles.

—¿Conocías al hombre que te la alquiló?

—No; lo convinimos todo por carta y él se marchó esta mañana.

—Esto quiere decir «algo», si supiéramos desentrañar su significado —dijo la alta otra vez, con misterio.

—Somos «’clavos» —dijo Juanito—. «’Llermo» vendrá pronto.

—¡Santo Dios! ¡Otro más! —gimió el joven.

Una de las señoras se fijó en las etiquetas.

—«Esclavos a seis peniques y medio» —leyó—. Seguramente se trata de una clave. Tal vez se trate de un chantaje, ¿no se llama así…? de un lazo preparado por un ladrón. Yo creo que debiéramos llevarlos en seguida a un asilo.

—A lo mejor no son huérfanos ni desvalidos —objetó la señora gruesa—. ¿Sois desvalidos, queridos?

—No; «’clavos» —contestó Jorge—. Y «’Llermo» viene pronto.

—Ahora lo comprendo todo —dijo la señora gruesa, de repente—; está claro a más no poder. Guillermo es el ladrón. Los ha mandado para que le ayuden a entrar en la casa.

—¡Uuuu! ¡Tengo hambre! —dijo Juanito.

Su queja se convirtió en chillido al que Jorge hizo coro. El conjunto de sus esfuerzos vocales produjo un ruido que obligó a la señora alta a apoyarse en la pared, cerrar los ojos y llevarse una mano a la cabeza. El joven echó a correr hacia la cocina.

—¿Dónde está la despensa? —preguntó, desesperado—. ¡Comida! ¡Comida! ¡a cualquier precio! Me dijo el inquilino que haría traer artículos de primera necesidad. ¡Haced algo… cualquier cosa…! ¡Les dará un ataque o algo si no!

—¡Oh! ¡No puedo soportarlo! —gimió la señora alta, con voz débil.

El joven regresó, corriendo, con un tarro de miel y otro de mermelada. Entregó uno a cada uno de los gemelos y se apaciguaron. La señora alta abrió los ojos y el joven se enjugó el sudor que perlaba su frente.

—No puedo soportar más de esto —dijo—. He venido aquí para trabajar tranquilo. Si van incluidos en la casa, no podré trabajar de ninguna manera.

—Querido sobrino —dijo la señora alta—; no te abandonaremos.

—Eres muy dueña, tía —se apresuró a contestar el otro—; pero no quiero abusar de tu buena disposición. Sólo venías a asegurarte que quedara bien instalado, ¿sabes?

—Antes de marcharme —contestó la señora, con determinación—, he de solucionar el misterio de estos pobres niños.

Volvió a coger las etiquetas y las estudió con el entrecejo fruncido.

—He llegado, decididamente, a la conclusión —aseguró—, que se trata de una clave… Es un mensaje.

—Pero…, ¿de quién?

—Dame tiempo. He, de descifrar la clave primero.

Todos miraron a los mellizos. Jorgito sonrióla través de una espesa capa de miel. Juanito sonrió a través de una espesa capa de mermelada. Estaban ambos sentados en charcos de miel y mermelada.

—Me hará pagar por eso —murmuró el joven—; dirá que yo soy el responsable.

—Lo eres, querido, legalmente —asistió la señora gruesa, con vivacidad—. Voy a hablar con estos queridos nenes y ver si logro desentrañar lo que todo esto significa. Oíd, nenes, ¿quién es Guillermo?

—¡«’Llermo» es bueno! —aseguró Jorge.

—Sí, querido; pero… ¿a qué se dedica? ¿Quién es?

—¡«’Llermo» nos vende! —exclamó Juanito, con orgullo.

—¿Es posible que venda niños? —exclamó la señora alta, horrorizada.

Jorge y Juanito movieron, afirmativamente la cabeza.

—Sí.

—No será vuestro padre, ¿verdad?

—¡Oh, no! —contestaron, a coro—. Es «’Llermo». Nos vende.

—¡Un secuestrador! —exclamó la señora gruesa—. Eso es. ¡Un secuestrador! Hemos de desentrañar todo el misterio a la mayor urgencia. Hemos de confrontar al hombre…

—Sigo creyendo —murmuró la otra, soñadora—, que se trata de un… un chantaje… o de una clave.

—¿Sabes tú dónde vive Guillermo? —inquirió la señora obesa.

—¡Oh, sí! —contestó Jorge, con orgullo.

—Iré a ver a ese hombre —dijo la mujer, con gesto teatral— y vosotros tendréis que apoyarme.

El joven exhaló un gemido.

—Todo esto parece una pesadilla —se quejó—; me quitará las ganas de trabajar durante meses enteros.

—¿No podrías aprovecharlo? Resultaría una trama sensacional… los niños misteriosos… la clave… la…

—Gracias —respondió el joven con frialdad—; no me dedico a tramas sensacionales.

La procesión salió de la casa. Primero iban Juanita y la señora gruesa; luego Jorge y la señora delgada y, por último, el joven, con expresión de angustia.

—¡Y yo que vine aquí en busca de la tranquilidad! —murmuró, patético.

—Llévanos a casa de Guillermo, querido —le dijo la señora obesa a Juanita.

—Debíamos de haber cogido algún arma —dijo su hermana.

—Vivian nos protegerá —aseguró la otra, valerosamente.

Vivian volvió a gemir.

Empezaba a oscurecer.

Los mellizos habían conducido la procesión hasta las afueras del pueblo; pero allí, en un campo, se pararon en seco.

—Tero más ’melada —dijo Juanito.

—Tero irme a casa —dijo Jorge.

—Bajaremos por ese sendero a ver si conduce a alguna parte —dijo la señora gruesa, con voz insegura—. Vivian se quedará aquí, con los niños.

Regresaron a los pocos momentos.

—No se ve cosa alguna… nada en absoluto. Es una desgracia. Vivian, ¿dónde están esos niños?

Vivian, que estaba apoyado contra un árbol, con la mirada ensoñadora fija en la lejanía, bajó de las nubes.

—¿Qué niños…? ¡Maldita sea…! ¡Me había olvidado de ellos por completo…! ¿No están aquí? Estaban jugando por aquí… Acababa de ocurrírseme una idea cuando turbasteis mis reflexiones…

—Pero… ¿y los niños? —exclamó la señora gruesa, mirando, alocada, a su alrededor.

El joven se pasó los dedos por entre el cabello. La señora delgada dio un gritito.

—¡Todo eso era un «complot»! ¡Nos han traído a un sitio solitario y ahora alguien nos asesinará!

—No les pasará nada —murmuró el joven—; a los niños nunca les pasa nada. Me estoy quedando frío. Volvamos a casa.

—No seas tonto —contestó la señora, con severidad—. Yo no me muevo de aquí hasta que haya encontrado a los niños. Si es necesario, me pasaré la noche buscándolos y tú me acompañarás.

Echaron a andar, con hastío y en fila india, por el estrecho sendero.

—¡Oh! ¡Viene alguien! —gritó la señora delgada—. Seamos valientes… No opongáis resistencia… Es seguro que vendrán dispuestos a todo… Vivian, no seas temerario, te lo suplico… No mates a nadie.

Pero era otra procesión la que se acercaba: una procesión que parecía tan cansada como la suya. A la cabeza iba una mujer de toca alta. Cerraba la marcha un niño de rostro cubierto de pecas, cabello desgreñado y expresión de desaliento. Se miraron unos a otros.

Ambas procesiones hablaron simultáneamente, e hicieron la misma pregunta:

—¿Han visto ustedes a dos niños pequeños?

—Juanito —dijo la madre de los mellizos.

—Jorge —dijo la señora obesa.

A continuación, la señora delgada y la madre de los mellizos sufrieron un ataque de histeria.

* * *

Fue Guillermo quien los encontró en una zanja seca que había allí cerca. Estaban profundamente dormidos y una sonrisa celestial adornaba sus labios cubiertos de miel y de mermelada. Se despertaron y miraron con asombro al grupo de amigos y de parientes.

—¡«’Llermo» bueno! —murmuró Jorge, soñoliento.

—Tero ser «‘clavo» otra vez —dijo Juanito—. ¡Tero más «’melada»!