El circo iba a dar una función en una tienda de campaña grande, alzada en las afueras del pueblo. Guillermo había estado viendo cómo armaban la tienda el día anterior. Había rondado por sus alrededores con una mirada de deseo fija en ella. Aquello era la Maravilla de Maravillas, el Misterio de Misterios: un circo. Había visto carteles anunciadores. Estaría allí aquel día, con sus leones y sus tigres, sus caballos y perros, sus bellezas de cabello dorado y faldas cortas, sus fascinadores reyes de la risa, de nariz colorada, sus bigotudos directores de pista, sus payasadas, sus emociones, su misterio, su romanticismo, sus oropeles, sus luces… ¡un circo! Es un hecho singular que Guillermo tenía once años y aún no había visto un circo por dentro. Pero estaba decidido a rectificar semejante omisión. Caía el crepúsculo cuando los vio pasar. Por entre los barrotes de las jaulas se veían leones y tigres cansados y sin espíritu; pero, para él, eran verdaderos monarcas de la selva. Había un elefante y dos camellos y, atado con una cadena, encima de la caravana, un mono con chaquetilla verde, que tiritaba de frío.
—¡Troncho! —exclamó el niño, extasiado y lleno de admiración.
Iban varias caravanas cerradas; pero, para Guillermo, eran como si estuvieran abiertas. Claramente, en su imaginación, veía la escena que se estaba desarrollando dentro. Había allí sentados rientes payasos y hermosas mujeres con falditas de gasa, de bailarina. Se imaginaba a los payasos soltando chistes sin cesar, acompañados de contorsiones adecuadas. Las mujeres hermosas estarían doblándose de risa. ¡Ojalá hubiese sido su padre un payaso! Casi le fallaba la imaginación al concebir tan delicioso pensamiento. El hombre harapiento que conducía uno de los caballos, le miró con curiosidad. Vio un niño apoyado contra un farol, con el alma entera asomada a los ojos.
Guillermo volvió de mala gana a su casa, cenó y se acostó. Soñó con caballos y leones, tigres y payasos, y una vida de alegría y de regocijo sin límites.
—Hay un circo en las afueras —anunció a la hora del desayuno.
—No hables con la boca llena —le ordenó su padre.
Guillermo le miró con frialdad. Un payaso no hubiese dicho eso. Se preguntó sobre qué base se escogían los padres. Más de una vez hubiera deseado haber podido participar en la elección de los suyos. Se le ocurrían unas cuantas mejoras. Tragó con lenta dignidad. Luego:
—Hay un circo en las afueras —repitió.
—Sí, querido —respondió su madre, apaciguadora—. ¿Haces el favor de pasarle la mermelada a tu padre? ¿Qué decías, querido?
Entonces reanudó el padre de Guillermo un monólogo sobre el problema obrero que había empezado unos momentos antes. Guillermo suspiró. Aguardó a la pausa siguiente.
—Voy a «ir» al circo —anunció, con determinación.
Aquella afirmación hizo que todas las miradas convergieran en él.
—No sé cómo vas a componértelas, querido —dijo su madre, lentamente—. Sólo va a estar aquí esta tarde y esta noche, y esta tarde tienes clase de baile…
—¡«Baile»! —repitió Guillermo, con horror—. Pero… ¿es posible que esperes que vaya a «bailar» cuando hay un circo en las afueras?
—He pagado doce lecciones —contestó la señora Brown—, y a la señorita Carew le hace muy poca gracia que falte nadie a una clase como no sea con causa justificada.
—Bueno; pero podría ir esta noche…
—Bien sabes que van a venir tu abuelo y tu tía Lilian y se molestarían mucho si saliéramos la primera noche.
—Vienen a pasarse aquí una «semana» —dijo Guillermo, como quien hace derroche de una paciencia sobrehumana—. No creo que se molesten porque salga yo «una» noche. No creo yo que me quieran tanto que todo eso. Me parece que mi tía Lilian se «alegraría» de que no estuviese yo en casa, a juzgarse por las cosas que dijo de mí la última vez que estuvo. Ya sabes que dijo…
—No puedes ir solo —le interrumpió su madre, con hastío—. No empieza hasta las ocho. Es una hora absurda. En primer lugar, no puedes estar levantado hasta tan tarde; en segundo lugar, no puedes ir solo…
—¿Por qué NO? —exclamó Guillermo, con creciente exasperación—. ¿No tengo ya «once» años? No soy un «niño». Yo…
El padre de Guillermo bajó el periódico que estaba leyendo.
—Guillermo —dijo—, el efecto que produce en los nervios el ininterrumpido sonido de tu voz, es una cosa que no puede expresarse en palabras. Lo consideraría un verdadero favor personal si tuvieses la amabilidad de suspenderlo un rato.
Guillermo se sintió aplastado. El hecho de que rara vez entendiese lo que su padre le decía, tenía mucho que ver con el respeto que el mismo le inspiraba. «Los payasos —se dijo, con rabia—, no decían cosas que uno no entendiese.» Fuera como fuese, el caso era que él iba a ir al circo. Acabó el desayuno en silencio, una vez tomada dicha decisión. Iba a ir al circo. «Iba a ir a aquel circo.»
—Dobla la servilleta, Guillermo.
Lenta y deliberadamente, obedeció.
—Apuesto a que los payasos no usan estas porquerías —murmuró.
Tras cuyo enigmático comentario se marchó. Le acompañó aquella tarde a la clase de baile su hermana Ethel. Exteriorizó su disgusto por tan marcada muestra de desconfianza en él, guardando un silencio orgulloso, dignándose abrir la boca ocasionalmente tan sólo para exclamar, con desdeñosa indignación:
—¡«Bailar»! ¡Huh…! ¡«Bailar»!
Durante la clase de baile se distrajo. La paciencia de la señorita Carew fue trocándose, gradualmente, en hastiada impaciencia.
—Deslizad el pie derecho, niños… ¡el pie «derecho», Guillermo Brown! Ahora, «chassé» a la izquierda… ¡Dije a la «izquierda», Guillermo Brown…! Ahora, tres pasos al frente. ¡«Al frente», Guillermo Brown! No dije que te estuvieras quieto, me parece. Ahora, agarrad la mano de vuestra pareja… de tu «pareja», Guillermo Brown… Enrique no es en estos instantes tu pareja.
La pareja verdadera de Guillermo, le dirigió una mirada de ira.
El niño evolucionó con retraso, defectuosa y automáticamente. Veía, no un salón de niños y niñas, limpios como patenas y congestionados de calor, dominados por la autoritaria voz y la ávida mirada de la señorita Carew. Veía, no la carita indignada de su pareja, sino una pista, un director, un payaso, leones, tigres, elefantes… ¡un circo!
Le volvió a la realidad un grito quejumbroso de su pareja.
—¡No quiero bailar con Guillermo! ¡No me gusta bailar con Guillermo! ¡Quiero bailar con otro! ¡Guillermo lo hace todo al revés!
Guillermo la miró, poniéndose colorado. Los demás niños dejaron de bailar para presenciar el espectáculo. La niña encontró un pañuelito oculto en un bolsillo en miniatura y empezó a sollozar.
—Podría bailar «bien» con alguien que lo hiciese bien. No puedo bailar con Guillermo. Lo hace todo al revés.
—¿«Yo»? —exclamó el niño, horrorizado—. No he hecho nada. No sé por qué llora (agregó, con aturdimiento, dirigiéndose a toda la clase). Yo no le he hecho nada.
—Eres lo bastante para hacer llorar a cualquier niña —dijo la señorita Carew—. ¡Tienes una forma de bailar…!
—¡Ah!, ¡por el «baile»! —murmuró Guillermo, desdeñoso—. Ya acabaré haciéndolo bien. Sólo voy un poco lento. Estoy pensando en otra cosa, eso es lo que pasa. Eso no es como para que ésa se eche a llorar, me parece a mí. ¡Mira que llorar porque baila uno despacio…! Eso no tiene pies ni cabeza, ¿le parece?
Los sollozos aumentaron. Hacía calor aquella tarde y la exasperación de la señorita Carew se convirtió en desesperación.
—¿Hay aquí alguna niña bondadosa que quiera tomar a Guillermo por pareja para que descanse María?
Nadie contestó. Guillermo se sintió mortificado.
—No «necesito» a ninguna —dijo, con hosquedad—. Bailaré despacio, solo. Prefiero bailar solo a tener que bailar con una llorona. Me… (se le ocurrió una idea luminosa). ¿Quiere que me marche a mi casa? No me importaría irme a mi casa. Así podrá ella (indicó a su ex-pareja) bailar de prisa sola y dejará de llorar.
—¡Qué has de irte! —exclamó la señorita Carew—. Le doy… le doy un bombón a la niña que quiera bailar con Guillermo Brown.
Una niña rolliza, conocida por su excesiva afición a los dulces, se ofreció. Guillermo la recibió con gesto de paciencia y resignación.
—Bueno, pero no te eches a «llorar» luego —le dijo con severidad.
La niña estaba menos dispuesta a sufrir en silencio que la anterior.
—¡Me está pisando los pies! —anunció, en chillona queja, cuando la lección estaba, nuevamente, en todo su apogeo.
Guillermo, exasperado, estalló:
—¡Tiene los pies en todas partes! —gritó—. No puedo dejar de pisarlos. Los mueve de un lado a otro demasiado de prisa. Los pone con toda la mala intención, en el sitio en que sabe que voy a pisar. Yo no «quiero» pisarle los pies. Bueno, pues no puedo hacer lo que usted me dice y no pisarle los pies, porque cuando hago con los pies lo que usted me dice que haga, los planto encima de los de ella, porque ella pone los pies allí antes que yo, porque ella va más aprisa que yo y…
La señorita Carew se llevó la mano a la frente.
—Guillermo —dijo con hastío—, la verdad es que no sé por qué aprendes a bailar.
—Aprendo a bailar —contestó el niño, con amargura—, porque me «obligan».
Las diversas tribulaciones de la clase de baile casi le hicieron olvidar el circo. Pero vio la tienda de campaña cuando volvía a su casa. Estaba a oscuras. La función de la tarde se había acabado y el único ser viviente a la vista, era un perro flaco que mascaba un rábano junto a la entrada. Supuso que los payasos y las «ecuyéres» princesas estarían tomando el té en el interior, brillantemente iluminado, de las caravanas. Se imaginaba sus frases ingeniosas y sus gracias. Escuchó para ver si oía sus carcajadas de risa; pero los lados de las caravanas eran muy gruesos y no pudo oír más que un ruido que bien podía ser el de un niño que lloraba. Sólo que Guillermo no creyó que pudiera ser eso, porque ningún niño que tuviese la suerte de vivir en un circo podía ser tan ingrato como para echarse a llorar.
—Apuesto a que nadie les ha obligado nunca a «ellos» a aprender a bailar —murmuró.
Se encontró con que el abuelo Moore y tía Lilian habían llegado ya.
Guillermo no había visto a su abuelo nunca hasta aquel día y se le quedó mirando con asombro. Había conocido gente vieja en otras ocasiones; pero nunca había creído que existiese nadie tan viejo como abuelo Moore, ni que pudiera existir. Era pequeño, arrugado y calvo. Tenía el rostro amarillo y surcado por numerosas y profundas arrugas. Sus brillantes ojuelos parecían completamente hundidos. Cuando sonreía, exhibía unas encías desnudas, con tres dientes colocados a intervalos. Tenía unos cuantos cabellos, por encima del cuello, detrás. Por lo demás, la cabeza del anciano parecía una bola de billar. Guillermo estaba fascinado. Apenas pudo apartar de él la vista durante todo el té.
Tía Lilian dedicaba su vida a cuidar de abuelo Moore. La tarea ocupaba todos sus momentos. Era una hija modelo.
—¿Puede sentarse de espaldas a la luz? —preguntó—. Ya sabes que estás mejor de espaldas a la luz, querido. Pan y leche, por favor… Sí; siempre toma eso, ¿verdad, querido? ¿Estás cómodo? ¿No te gustaría un cojín? Trae ese banquillo para los pies, Guillermo. Éste es Guillermo, querido… Guillermito.
«Guillermito» le dirigió una mirada asesina.
El viejo clavó en él la mirada.
—Guillermo —repitió.
Y sonrió.
El niño se sintió singularmente adulado.
—Está volviéndose un poco infantil —suspiró tía Lilian—, ¡pobrecillo!
Se mostró firme después de tomar el té.
—Te irás a la cama ahora, ¿verdad, querido?, siempre te gusta acostarte temprano después de un viaje —explicó a la compañía.
Le ayudó, con ternura, a subir la escalera y le dejó en su cuarto.
A Guillermo le mandaron a la cama a las siete y media, como de costumbre. Quedaron sorprendidos de que obedeciera tan humildemente. Creyeron que se habría olvidado del circo. Tuvieron buen cuidado de no mencionarlo siquiera. Pero el silencio de Guillermo era silencio de estratega. Había fracasado el ataque abierto. Por lo tanto, estaba preparado a probar en secreto.
Una vez en su cuarto, se sentó a considerar cuáles eran los medios más discretos de salir de casa. Existía la posibilidad de bajar la escalera y cruzar el vestíbulo, descalzo, lo bastante aprisa para pasar inadvertido. Pero siempre había el peligro de que saliese alguien al vestíbulo en el momento crítico y entonces todo estaría perdido. También cabía descolgarse por la ventana; pero su cuarto estaba en el tercer piso y nunca había probado, aún, descender desde tan gran altura. Exactamente debajo de su cuarto, estaba el del abuelo Moore. Desde la ventana del abuelo, podía bajarse al suelo por una higuera vieja, cercana. El abuelo Moore se había ido a la cama inmediatamente después del té. Se hallaría dormido con toda seguridad ya. De todas formas, el niño decidió arriesgarse. Bajó la escalera y se dirigió al cuarto del anciano. Abrió, cautelosamente, la puerta. El cuarto estaba iluminado y, delante del fuego que ardía en el hogar, se hallaba sentado el abuelo Moore, completamente vestido. La retirada era ya imposible. Los brillantes ojuelos estaban clavados en el niño y abuelo Moore sonrió.
—¡Guillermo! —exclamó, encantado. Luego—: No me he acostado aún.
Evidentemente, le regocijaba haber desobedecido a su hija.
Guillermo entró y cerró la puerta.
—¿Puedo saltar por tu ventana? —inquirió.
—Si; ¿adónde quieres ir?
—Al circo —contestó el niño, con firme determinación.
Una expresión de nostalgia apareció en el rostro del viejo.
—¡Al circo! —exclamó el viejecillo—. Yo fui al circo una vez… hace muchos años. Caballos y elefantes y…
—Leones y tigres y camello y… y… y payasos —suplementó Guillermo.
—Sí, payasos. Me acuerdo del payaso. ¡Qué gracioso era! ¿Vas a ir solo?
—Sí —respondió el niño, acercándose a la ventana.
—¿Saben que vas?
—No.
El viejecillo empezó a temblar de excitación.
—Guillermo… yo quiero ver un circo otra vez. Déjame que te acompañe.
—Tú no puedes bajar por ese árbol —dijo el niño—. Yo iba a bajar por ahí.
—Bajaré por la escalera. Tú aguárdame fuera. Saldré.
Pero se despertó en Guillermo el instinto de protección.
—No; si tú vas, seguiré contigo.
Cogió el abrigo y el sombrero del anciano y le ayudó a ponérselo. El viejo temblaba de emoción.
—Habrá un payaso, ¿verdad, Guillermo? «Habrá» un payaso.
—«Sé» que hay un payaso —le aseguró el niño.
Bajaron, en silencio, la escalera y cruzaron el vestíbulo. La suerte les fue propicia. Nadie salió. El señor Brown, la señora Brown, Ethel y tía Hilan estaban jugando al «bridge» en la sala. La puerta de la calle estaba abierta.
Una vez fuera, abuelo Moore soltó una risa picara.
—¡Lilian cree que estoy en la cama! —exclamó.
—¡«Chitón»! —dijo Guillermo—. ¡Vamos!
Al llegar a la entrada de la tienda de campaña, se acordó, de pronto, que no tenía dinero. Había gastado su último penique el día anterior en palomitas de maíz. Abuelo Moore sufrió una desilusión. Dijo que no tenía dinero; pero, tras un registro sistemático, logró encontrar un chelín en un rincón del bolsillo del gabán y su rostro se iluminó.
—Ya no hay por qué preocuparse, Guillermo —dijo, lleno de alegría.
Un nutrido grupo de gente entraba en la tienda de campaña. Allí estaba la pista, el serrín, las banquetas para los caballos, el mar de gente, el olor que no se parece a ningún otro olor del mundo: ¡el olor del circo! Guillermo tenía el corazón demasiado lleno para poder hablar. Apenas podía dar crédito a sus ojos.
Todo resultaba demasiado maravilloso para que pudiera ser verdad. Y en la pista había un payaso, un payaso alegre, de nariz encarnada. Abuelo Moore le asió del brazo.
—¡El payaso, Guillermo! —exclamó, extasiado.
Guillermo exhaló un suspiro: un suspiro muy hondo, de intensa felicidad.
Lograron buenos asientos en la segunda fila y se sentaron en silencio. Constituían una singular pareja, con la ávida mirada fija en aquella figura de ensueño, vestido de payaso y con la cara pintada de blanco. Tenía una máquina fotográfica en la mano y ofrecía retratar a las personas que iban entrando. Por fin un labrador y su esposa consintieron en dejarse sacar una fotografía. El payaso los colocó, cuidadosamente, en el centro de la pista, a la señora sentada en una silla, con las manos cruzadas sobre las rodillas; al hombre, de pie a su lado, con una mano sobre el hombro de su esposa. Luego les dijo que no se movieran. Dijo que iba a retratarles desde atrás primero. Se fue detrás de ello y desapareció por la puerta de la tienda de campaña. La pareja permaneció inmóvil, con una estúpida sonrisa en los labios. La risa contenida del público estalló por fin en sonoras carcajadas. Pasó un buen rato antes de que la rústica pareja se diera cuenta de que el payaso no les estaba fotografiando desde atrás. A Guillermo le divirtió mucho la broma. Soltó carcajada tras carcajada, mientras abuelo Moore le hacía coro con su aguda risa.
—¡Se ha marchado, Guillermo! —exclamaba entre risa y risa—. ¡Se ha marchado del todo! ¡Y ellos creen que les está retratando por detrás!
Por fin se dio cuenta de la broma la bucólica pareja y fue a ocupar sus asientos en medio de una ovación.
Entonces empezó la función. Salió el director de pista: un ser magnífico, de largos mostachos y camisa almidonada. Sacudió el látigo. Todos contuvieron el aliento, porque entró en la pista un caballo negro azabache y, sobre su lomo, una de las bellezas cuyas fotografías habían figurado en los carteles anunciadores: cabello de oro, mejillas coloreadas, maillot blanco y falda corta, blanca y ondulada.
Para Guillermo, resultaba la belleza personificada.
En su veleidad infantil, decidió no casarse con la niña de la casa de al lado, después de todo. En lugar de eso, se casaría con la artista de circo. Sería payaso y se casaría con ella. La contempló con ojos fascinados. Dio la vuelta a la pista cabalgando a pelo, luego dio la vuelta de pie sobre el lomo del animal, tirando besos a diestro y siniestro. Guillermo se ruborizó intensamente, cuando creyó que uno de los besos le iba dirigido a él.
—¡Troncho! —suspiró.
—¿Qué hermosa es, verdad? —exclamó abuelo Moore.
—¡«Vaya» si lo es! —respondió el niño.
Durante todo aquel tiempo, el majestuoso director de pista se hallaba de pie en el centro de la pista retorciéndose los mostachos y sacudiendo el largo látigo.
A continuación, un hombre trajo a la artista un caballo blanco y ella dio la vuelta a la pista, saltando con gracia de caballo a caballo cuando éstos iban a todo galope. ¡Oh! ¡Qué momento más terrible aquel en que Guillermo creyó que estaba a punto de caerse! Hubiera saltado de su asiento y la hubiese salvado, muriendo, tal vez, para conseguirlo. La belleza saltó por un aro recubierto de papel, vez tras vez, aterrizando, con donaire, sobre el lomo del caballo blanco o del negro. Guillermo empezó a impacientarse por llegar a la edad en que pudiera hacerse payaso y casarse con ella. La clase de baile se había desvanecido, por completo, de su pensamiento. Los pensamientos de la infancia podrán ser largos; pero sus recuerdos son, verdaderamente, cortos.
Volvió a salir el payaso. ¡Cómo se rieron con él!
Entonces habló Guillermo:
—Me tiene sin cuidado lo que me hagan. Valía la pena… ¡vaya si lo valía!
Abuelo Moore soltó una risita.
—¡Eso «sí» que era un circo, Guillermo! Vi uno la mar de bueno también cuando era pequeño. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ir a un circo.
Guillermo comprendió que había encontrado un alma gemela.
—¿Aprendiste a bailar? —preguntó con interés—. Sí.
—¿Te gustaba?
—«No» —respondió abuelo Moore, con energía.
El lazo que les unía se hizo más fuerte.
El vestíbulo y la escalera estaban desiertos cuando entraron, con suma cautela, por la puerta principal. El señor Brown, la señora Brown, Ethel y tía Lilian aún estaban jugando al «bridge» en la sala. Silenciosamente, de puntillas, subieron la escalera y se acostaron.
* * *
La señora Brown estaba en plan de dar excusas a la hora del desayuno.
—No sabes cuánto siento lo del circo, querido —le dijo a Guillermo—. Se presentó en un día en que nadie podía acompañarte. Pronto vendrá otro, con toda seguridad. Irás entonces.
—Gracias, mamá —respondió Guillermo, con la vista fija en el plato.
—No te había importado mucho, ¿verdad, querido? —continuó la madre.
—No, mamá —dijo el niño con humildad.
Tía Lilian dirigió una mirada a su paciente.
—¿Verdad que «tiene» muy buen aspecto esta mañana? No «recuerdo» haberle visto «nunca» con tan buena cara. Una buena cantidad de horas de sueño le hacen la mar de bien. ¡Me alegro más de haber conseguido que se acostase después del té…!
Los ojos de Guillermo y los de abuelo Moore se encontraron, durante un instante, por encima de la mesa.