EL GRAN DETECTIVE

La obra fue representada por la compañía dramática de aficionados del pueblo. Guillermo la vio, fascinado, desde primera fila, sentado entre su madre y su padre. Aquello fue, para él, como el portal de una vida nueva y emocionante. No comprendía por qué se reían sus hermanos mayores. La obra empezaba inmediatamente después de haberse cometido un asesinato. El cadáver había sido retirado ya (con gran desencanto del niño). Por lo demás, el cuarto estaba tal y como lo había dejado el asesino. Guillermo contuvo el aliento mientras numerosos policías andaban de un lado a otro del escenario con libros de notas, buscando indicios, metiéndose, a gatas, por debajo de la mesa y examinando el suelo con lupa. La única pista que hallaron fue un pedazo de papel, sobre el que estaba dibujado un triángulo encarnado, y que el asesino había clavado al cadáver con un puñal. Dicho triángulo, según se encargaron los actores de decirle al público muchas veces, era la señal de una cuadrilla de ladrones y asesinos que tenía despistado a Scotland Yard.

De pronto apareció en escena el Gran Detective, seguido de un perro sabueso muy viejo, que parecía aburrido y llevaba el rabo entre las patas. El sabueso, habiendo sido recibido con una enorme ovación, se conformó con sentarse en un rincón del escenario y mirar, desdeñosamente, al público. El Gran Detective ocupó el centro de las tablas, se inclinó y recogió una colilla del suelo. La había dejado el asesino. La policía, que no la había visto, adoptó actitudes de profunda admiración. La colilla, naturalmente, llevaba el nombre del fabricante de los cigarrillos y, lo que es aún más natural, se trataba de una clase de pitillos fabricada, exclusivamente, para el asesino. Conque la justicia se puso en movimiento y el perro sabueso bostezó, soñoliento, y siguió al Gran Detective.

En la escena siguiente apareció el asesino, que vivía en la mayor opulencia y vestía de etiqueta a todas horas del día, dando fiestas a marqueses y embajadores entre palmeras tropicales y columnas doradas. Le servía un ejército de lacayos.

También salía la aventurera, con traje de «soirée» encarnado, muy escotado, que fumaba cigarrillos sentada en un diván. La trama era algo complicada. Había un joven que no hacía más que asomar por todas partes clamando al cielo para que le apoyase en recobrar el lugar y la fortuna del «traidor», que éste le había usurpado. El «traidor» siempre le echaba lanzando rugidos. Figuraba, asimismo, en la obra, una sencilla doncella vestida de muselina azul celeste, con cabello rubio (muy rubio), que, generalmente, estaba colgada del cuello del joven o sollozando con la cabeza apoyada en su hombro, mientras él pedía al cielo que le hiciese digno de ella.

Pero el Gran Detective era el verdadero protagonista de la obra. Aparecía (siempre de batín), en su cuarto, fumando en pipa y trabajando en la solución de misterios, con la mano puesta en el collar de su amable perro, que procuraba asegurarle al público, mediante unos movimientos de su rabo, que era incapaz de hacerle daño a una mosca.

La última escena era de gran emoción. El «traidor», de etiqueta aún, con su fondo de palmeras y columnas, estaba haciendo el equipaje para marcharse. Llegó el Gran Detective, abrió, de un tirón, su maleta, y aparecieron sus pañuelos, adornados por los bordes con triángulos encarnados: prueba irrefutable. De detrás de las palmeras surgían policías con esposas; el joven, que aún lleva a la heroína colgada del cuello, aparece como caído del cielo y da las gracias al cielo por haber hecho caer al malvado en poder de la justicia; el perro sabueso, en repentino espasmo de emoción, lame la mano del malvado al salir éste conducido y todo se acaba, quedando la joven y el joven que estrechan la mano del Gran Detective, el cual aún lleva puesto su batín y fuma su pipa.

Guillermo salió del salón como en sueño. ¡Todo parecía tan maravilloso y, sin embargo, tan sencillo…! Probablemente la mitad de las personas que veía uno andar por ahí, estaba integrada por ladrones y asesinos, si fuera uno a averiguar la verdad.

Uno no tenía más que encontrar una pista y seguirla. Resultaría estupendo ser detective. Claro está que uno necesitaba un batín y un perro sabueso; pero él tenía un batín y, aunque «Jumble» no era, precisamente un perro sabueso, era tan sabueso como cualquier clase de perro que quisiera llamársele, puesto que era una mezcolanza de todas las razas habidas y por haber. En eso estribaba, precisamente, su encanto.

Antes de retirarse a la cama aquella noche, Guillermo había tomado la determinación de entregar a algún gran criminal a la justicia con ayuda de «Jumble» y de su batín: y ello sin perder momento.

* * *

—Ha habido la mar de robos por los alrededores últimamente —dijo la señora Brown, a la mañana siguiente, durante el desayuno.

Guillermo enrojeció. Poco después salió, llamando a «Jumble». Bajó por la calle dirigiendo ceñudas miradas a las casas. En uno de aquellos edificios debía de vivir el criminal: en uno en que hubiera palmeras y mayordomo. En realidad, resultaría más emocionante un asesino; pero bastaría un ladrón para empezar.

Se encontró con un hombre que parecía venir de la estación y llevaba un maletín negro. Guillermo le miró con desconfianza. ¡Un maletín! Un ladrón necesitaría un maletín, naturalmente. Algo sobresaltado por la expresión severa y condenatoria de Guillermo, el hombre se volvió otra vez. Guillermo frunció, aún más, el entrecejo. ¡Una conciencia poco tranquila! ¡Eso era lo que le hacía volver la cabeza de aquella manera! Reconocía, sin duda, que su expresión era la de un detective. «Jumble» ladró, excitado, y meneó la cola. Hasta «Jumble» sospechaba.

Guillermo dio media vuelta y siguió al hombre, arrastrándose por la sombra del seto, doblado casi en dos. El hombre se volvió de nuevo, inquieto. Guillermo le siguió hasta que le vio meterse por una puerta grande, que daba a la carretera, cruzar un jardín y entrar en una casa bastante grande. El niño, con orgullo y determinación, sacó una tiza del bolsillo e hizo una cruz junto a la verja. Se había llevado aquella misma mañana la tiza del maestro, de encima de su mesa y en sus propias barbas con pasmosa habilidad. Quedando absorto en su tarea, convirtió la cruz en una araña y la araña en una quisquilla. Unos minutos después, inspirado ya por el arte y sólo por amor al arte, agregaba al dibujo un árbol y una casa cuando un guardia, que pasaba en aquel momento, le echó brutal e ignominiosamente. Dirigiéndole una mirada de aplastante orgullo, el niño se marchó.

¡Si el guardia aquél supiera…!

* * *

Aquella noche Guillermo, después de retirarse a su cuarto y desnudarse para dormir, volvió a vestirse, se puso un batín en lugar de gabán, bajó, sigilosamente, la escalera y salió por la puerta de atrás. Soltó a «Jumble» de paso.

Juntos cruzaron el jardín en dirección a la casa. Una de las grandes ventanas estaba abierta y el cuarto sumido en profundas tinieblas. Lo primero que quería hacer el niño era averiguar cómo era la casa por dentro. Si había palmeras…

Entró por la ventana, sujetando fuertemente a «Jumble» por debajo del batín. Cruzó el cuarto y el vestíbulo, pasando por delante de la puerta abierta de un cuarto en el que el hombre que había visto con el maletín, estaba comiendo. Sentada frente a él se halla la (seguramente debía de serlo) aventurera: un poco más gruesa que la aventurera de la obra de teatro y con vestido de «soirée» negro en lugar de encarnado. Sin embargo, no podía uno esperar que todas las aventureras tuvieran el mismo aspecto. Y llevaba un collar de perlas. Aquellas perlas seguramente las habría robado el hombre la noche anterior y las llevaría en el maletín cuando le vio.

Guillermo permaneció inmóvil unos instantes en el umbral, contemplando la escena. Luego se dirigió a una puerta que había al fondo del pasillo y se asomó. ¡Un cuarto de cristal…! «¡Palmeras!» ¡Ah! Guillermo había averiguado cuanto le interesaba averiguar. Volvió al primer cuarto y salió, por la ventana, al jardín.

Aquella noche, el señor Croombe, comerciante de la ciudad, se volvió hacia su esposa con gesto de preocupación.

—Hay algo que me inquieta, querida —dijo.

—¿De qué se trata, Jaime?

—Verás —contestó el señor Croombe, tirando el puro que fumaba—, ¿he parecido raro últimamente?

—No —murmuró su esposa, con ansiedad.

—¿No he tenido aspecto de estar sujeto a… a alucinaciones?

—No, Jaime.

—Pues bien, es muy extraño. Iba por la carretera hoy… y vi, de pronto, a un niño. No le había visto antes. Pareció aparecer de repente… Tenía una expresión singular… singularísima… muy intensa y escudriñadora, como si tuviera algún mensaje… ¿Sabes? No me he sentido nunca muy seguro de que el espiritismo no tenga mucho de verdad… Bueno, pues no hacía más que pensar en eso mientras me mudaba… en esa singular y penetrante mirada… preguntándome, ¿comprendes? si sería fantasía mía… o un mensaje… o algo así, ¿sabes? Su expresión tenía algo que no era «corriente» y… (Era evidente que llegaba al punto culminante de su relato) …a lo mejor no me creerás, pero… esta noche, cuando estábamos comiendo, alcé la vista y «vi» claramente, al mismo niño en el umbral del cuarto. Me miraba con la misma expresión singular. Esta vez llevaba un vestido largo, que parecía una túnica. Me pellizqué y miré a mi alrededor. Luego dirigí la mirada, nuevamente, hacia la puerta. El niño había desaparecido. No obstante, estoy dispuesto a jurar que lo vi, con aquella expresión singular… y me estuvo mirando… durante un instante.

La señora Croombe, boquiabierta, puso a un lado su costura.

—¡«Querido» Jaime! —exclamó—. ¡Cuán extraordinario! Podrías probar el psicoanálisis si volviera la visión… ¡Está muy de moda!

—Espero que no volverá a aparecer. En conjunto, su expresión no resultaba muy… ah… muy agradable.

Entretanto, Guillermo, dormido en su cama, soñaba que veía al señor y a la señora Croombe esposados y vestidos, de pies a cabeza, en triángulos encarnados…

* * *

—Es, precisamente, joyas lo que se han llevado —anunció el señor Brown, después de leer el periódico a la mañana siguiente.

—¡Ah! —murmuró Guillermo, sardónico.

—La señora Croombe quiere que vayamos a comer con ellos el sábado —dijo la señora Brown, alzando la mirada de una carta.

—¿Quién es la señora Croombe? —preguntó Ethel, hermana mayor de Guillermo.

—Son gente nueva… vive en Green Lane, en la última casa.

—¡Ah! —murmuró otra vez Guillermo, soltando un resoplido.

—¿Qué te parece a «ti»? —preguntó Roberto, hermano mayor del niño.

—Eso quisieras tú saber, ¿verdad? —dijo Guillermo, haciendo un gesto muy poco respetuoso—. «¡Qué más quisieras!»

Luego subió a su alcoba y, poniéndose el batín, se quedó con la mirada fija en la lejanía, la cabeza apoyada en la mano, y el codo en la repisa de la chimenea, en la actitud del Gran Detective al intentar hallar el significado de un descubrimiento.

El «perro sabueso», se empeñó en estropear el cuadro, alzándose sobre las patas traseras.

* * *

Aquella noche el señor Croombe parecía muy cansado cuando llegó a su casa.

—Fui a ver a un psicoanalista —dijo, con hastío— por lo de ese muchacho, ¿sabes? y me estuvo interrogando durante más de una hora… acerca de mi vida pasada. Me preguntó si había recibido alguna vez un susto que estuviese relacionado con niños, y me acordé de aquel petardo que un niño hizo explotar delante de mí el año pasado. Dice que la alucinación puede ser efecto de un temor subconsciente. Me habló de la mar de otros casos por el estilo que tiene en tratamiento. Dice que si, cuando vea al niño, procuro recordar que, en realidad, no existe, tal vez me cure. Me encontré con prima Agatha después. Ella cree que se trata de un mensaje… Quería que pidiese a la Sociedad de Investigaciones Psíquicas que viniera aquí… pero me parece que esperaré hasta después de la comida del sábado, por lo menos.

La señora Croombe entrelazó las manos.

—¡Oh, Jaime! —exclamó—. Todo eso es la mar de maravilloso, ¿verdad?

* * *

Guillermo, tras madura reflexión, había decidido no entrar en sociedad con nadie. En la obra había figurado un amigo fiel del Gran Detective, que se limitaba a hacer preguntas y a manifestar su admiración; pero Guillermo, luego de pasar, mentalmente, revista a sus amistades, no encontraba a ninguno que llegara a conformarse con desempeñar tan poco importante papel. Por consiguiente, a nadie dijo una palabra, prefiriendo obrar solo. Decidió dar el golpe la noche en que los Croombe daban la comida. Decidió introducirse en la casa y esconderse hasta que hubiese empezado la comida y entonces salir, recoger las joyas robadas y demostrar la culpabilidad de los criminales. Tenía la vaga esperanza de que le llamarían a Palacio y le concederían la «Victoria Cross» [1] por su actuación. Fuera como fuese, su familia le trataría de distinta manera después de eso: ¡«vaya» si lo harían!

Estaba en su alcoba, con el batín puesto, y su fiel sabueso jugaba con el cordón del mismo. Chupaba un lápiz que representaba la pipa del Gran Detective. Anteriormente había experimentado con una pipa de verdad, sustraída del invernadero donde el jardinero la había dejado un momento. Muy pronto se convenció de que un lápiz iría mucho mejor.

Empezaba a anochecer cuando salió el Gran Detective —siniestra figura de ceñuda expresión, lápiz en boca y envuelta en un batín— para ponerse sobre la pista de los criminales. La casa del villano estaba brillantemente alumbrada y experimentó cierta dificultad en entrar. Lo hizo por fin vía la ventana de la despensa y se entretuvo unos momentos con una crema de frambuesa que constituía una de sus debilidades. Luego, abandonando el plato vacío, se ciñó bien la bata y exploró el terreno. No parecía haber moros en la costa. Se deslizó escalera arriba y luego avanzó, a gatas, por el descansillo. Se abrió una puerta de repente y el dueño de la casa apareció, en mangas de camisa, delante del niño. Guillermo sostuvo su mirada sin pestañear. El dueño de la casa palideció y se retiró, precipitadamente, al cuarto de su esposa.

—Le he vuelto a ver, María —dijo.

—¿A quién, querido?

—Al… al temor… ah… subconsciente… al… ah… mensaje… Ya sabes. Se arrastraba por el pasillo con un vestido singular, muy largo y me dirigió la misma mirada de siempre. «Penetrante», ¿sabes…? casi hostil. Empiezo a sentirme bastante nervioso, querida. Tú… tú no lo habrás visto arrastrándose ninguna vez, ¿verdad?

—¡Ninguna!

El señor Croombe se enjugó el sudor que perlaba su frente.

—Más vale que busque un… una casa de salud cómoda, ¿sabes…? una en que la comida sea buena… por si me vuelvo loco de repente. Tengo entendido que siempre se empieza por alucinaciones.

—Es preciso que cambies de aires —dijo la señora Croombe con firmeza—. Debes marcharte lo más pronto posible después de la comida.

—Sí —contestó el marido—; pero… ¿y si lo viese «allí»… cuando me haya marchado?

—No sé… Quizá no viajen las alucinaciones.

Entretanto, la «alucinación» estaba escondida debajo de la cama de su víctima. Aguardó a que los dueños de la casa estuvieran en la planta baja. Oyó efusivos saludos en el vestíbulo.

—¡«Cuánto» me alegro que hayan ustedes venido!

—¡Oh! —resopló Guillermo, como hablando con la sombrerera de cartón que había debajo de la cama—. ¡Ya veréis, ya!

Luego salió de su escondite y empezó a mirar a su alrededor. Logró dar con algunos pañuelos del señor Croombe y quedó desencantado al no hallar en ellos triángulos encarnados. Pero encontró una herradura bordada en uno de ellos, lo que bien podía ser la contraseña de una cuadrilla de criminales. A continuación franqueó la puerta que comunicaba con el cuarto de la señora Croombe. Abrió un cajón y vio un estuche forrado de cuero. Tenía cerradura y la llave estaba puesta. Lo abrió… ¡perlas…!, ¡rubíes…!, ¡esmeraldas…!, ¡«todo» joyas robadas!

—¡Ah! —exclamó.

Vació el estuche en uno de los bolsillos de su botín. Volvió a echar una mirada por el cuarto. Había unas cajas de plata y candelabros. Su ceño se acentuó.

—¡Ah! —repitió.

«Todo» cosas robadas. Se lo metió todo en el bolsillo también.

Lo interesante ya, era encontrar esposas en alguna parte. Debía de habérsele ocurrido aquello antes.

* * *

La fiesta marchaba muy bien abajo. La conversación derivó hacia los robos cometidos en los alrededores.

—He oído decir que se han llevado una cantidad considerable de joyas —dijo la señora Brown.

La señora Croombe palideció.

—¡Joyas! —exclamó—. ¡Jaime! ¡Me parece que me olvidé de cerrar con llave mi joyero! ¡Creo que no hice más que dejarlo en el cajón!

Él se puso en pie.

—Iré a ver, querida —dijo.

Salió del cuarto. Al pie de la escalera se hallaba Guillermo, en actitud de conspirador, con los bolsillos abultados.

El señor Croombe volvió a la mesa pálido como un sudario.

—No puedo ir en este momento, querida —le dijo a su esposa.

Luego susurró, con misterio:

—¡Está «ahí»!

Alguien exhaló un grito.

—¡Oh! ¿Hay duendes en esta casa?

—Verá —confesó el señor Croombe, no sin cierto orgullo—, no es precisamente la casa la que tiene duendes…, sino mi humilde persona.

Entre los invitados hubo gran efervescencia.

—Es… es un niño —dijo el señor Croombe—; es un niño el que me obsesiona. Le veo en todas partes: en la calle… en casa… con una mirada «penetrante» y una indumentaria singular. Me mira fijamente, como si quisiera decirme algo… tiene la cara cubierta de pecas… y, la verdad, su expresión no parece muy amistosa. He ido a que me psicoanalicen: Se trata de una especie de… ah… complejo…

Aumentó su excitación.

—¿Está ahí ahora… a la puerta de esta habitación?

—«Estaba» hace un momento; pero a lo mejor no lo ve «todo el mundo».

—¿Podemos salir a ver?

—Ah… sí; supongo que sí…, pero tengan cuidado. ¿Saben? Estas emanaciones pueden ser muy peligrosas… mira hostilmente, ¿comprenden?

Tres o cuatro jóvenes atrevidos abrieron la puerta y salieron, cautelosamente, al vestíbulo. Se oyó ruido de lucha y una voz chillona, indignada, que les era conocida por lo menos a dos de los invitados. La señora y el señor Brown se quedaron boquiabiertos de pronto.

—¡«Suéltenme!» ¡Saquen las manos de mi bolsillo! ¡Métanse donde los llamen! Soy detective, pero no tengo esposas. «¡Suéltenme…!» He venido sin mi sabueso… Eso no es de «ustedes»… Y no es de «él»…, son cosas robadas… ¡He dicho que me suelten! ¿Quieren hacer el favor de soltar mi batín? Llamaré a la policía… Digo que es un ladrón y apuesto que es un asesino… ¿«Querrán» soltarme…? ¡Es una cuadrilla…! Miren sus pañuelos… ¿Qué les parece a ustedes eso…? Bueno… ¿«quieren» ustedes soltarme…?

Protestando aún, Guillermo fue arrastrado al comedor. El señor Croombe se tapó la cara con las manos.

—Ése es —dijo—. No le acerquen demasiado.

—¡Es el ladrón! —exclamaron los jóvenes, excitados—. ¡Fíjese lo lleno de cosas que lleva los bolsillos!

—«¡Suéltenme» de una vez! —exclamó Guillermo, con creciente irritación.

—¡Mis joyas! —gritó la señora Croombe.

La señora Brown, al encontrarse cara a cara con su hijo en semejantes circunstancias, hizo la única cosa posible: se desmayó y no volvió en sí hasta que la crisis hubo pasado en parte.

Guillermo, frenético, acusó al señor Croombe de robo y asesinato. Habló de esposas y perros sabuesos. Dijo que tenía la casa acordonada por la policía. Fue necesaria media hora aproximadamente para convencerle de su error.

—¿Cómo «saben» ustedes que son «suyas» estas cosas? Lo dicen «ellos»… Yo le he visto andar de una manera sospechosa con un maletín lleno de cosas. Bueno, pues ¿cómo «saben» ustedes que no es él una cuadrilla?

Guillermo, a la cabeza de una mesa gayamente adornada, pálido y decidido, enfundado en su batín, gesticuló acaloradamente, con las manos llenas de joyas.

El señor Croombe se había tornado suplicante, experimentando cierto agradecimiento hacia Guillermo, por haberse mostrado de carne y hueso.

Guillermo —gradualmente y bajo la influencia de una comida abundante e indigesta que se empeñó el señor Croombe en darle como prueba de su agradecimiento—, olvidó sus quejas.

Más tarde halló a su padre menos comprensivo. Aún más tarde, contempló, desdeñosamente, al mundo desde la ventana de su alcoba y pensó en su familia. El único remedio era emanciparse de ella por completo.

Pasó revista, mentalmente, a lo ocurrido. Todo era distinto en la vida real… ¿De qué servía ser detective cuando todo el mundo decía que la gente no había hecho nada?

La vida real era estúpida.

Decidió hacerse del teatro. Allí podía ser uno detective cómodamente y todo el mundo no decía que la gente no había hecho nada y que uno se había equivocado.

Se haría del teatro.

Sintiéndose muy reconfortado por su resolución, se metió en la cama y se quedó dormido.