Guillermo había acompañado a su madre a casa de tía Elena. La señora Brown se hallaba convaleciente de un ataque de «gripe» y el médico la había ordenado un cambio de aires.
Guillermo no la acompañó porque su presencia pudiera, en forma alguna, contribuir a su total restablecimiento. Por el contrario, su presencia hubiera sido capaz de producir un desquiciamiento nervioso a la persona más sana. La acompañó, simplemente, porque el resto de la familia se negó a hacerse cargo de él.
Como dijo su hermano mayor Roberto, con cierto egoísmo: «Mamá está enferma ya y Guillermo no puede ponerla mucho peor. No veo la necesidad de que nos pongamos enfermos todos. Además, a mamá le es «simpático» Guillermo.» Dijo esto último con el tono de voz que uno emplea para decir algo que resulta increíble pero que es verdad.
Guillermo tenía muy buenas intenciones. Es preciso recordar esto al intentar hacerse cargo de su carácter; pero el Destino parecía complacerse en colocarle en singulares situaciones y el mundo en general se empeñaba en no comprenderle. Por lo menos así le parecía siempre a Guillermo…
Al niño le aburría soberanamente tía Elena, y la cosa de tía Elena, y el jardín de tía Elena, y el gato de tía Elena, y la conversación de tía Elena, y las diversiones de tía Elena.
Tía Elena había propuesto muchas maneras en que podía pasar su primera tarde en su casa, mientras la madre descansaba. Podría sentarse en el jardín a leer. Preferiría que no saliese solo del jardín, porque podría encontrarse con muchachos «ordinarios» y estaba segura de que a su querida mamá no le gustaría que se reuniese con ellos. Conque le dio un libro llamado «El niño Pedro, Rayo de sol del Hogar», y le sacó una silla al jardín.
—Es un libro precioso, Guillermo —dijo— y creo que te hará mucho bien. No se trata de un cuento, sino de algo que es verdad. Pedro existe y es su madre quien escribe el libro, como dice el prefacio. Tiene un carácter muy hermoso. Estoy «enamorada» del libro. Ya charlaremos un rato de él cuando lo hayas leído. Pudiera ser el origen de un cambio radical en tu vida. Estoy segura de que te entrarán ganas de conocer, personalmente, a Pedro y a su mamá.
A Guillermo, después de haber leído unas cuantas páginas, empezaron a entrarle ganas, como ella había predicho, de conocer a Pedro y a su madre. Hubiera querido conocer a Pedro, para quitarle las ondas del cabello dorado y borrarle la fatua sonrisa de la complaciente boquita que se encontraba en todas las ilustraciones. Exasperado, al fin, tiró el libro al pozo y empezó a buscar ocupación más amena.
Intentó jugar con el gato; pero éste, no estando acostumbrado a la manera de jugar de Guillermo, le arañó en la mejilla y se metió por debajo del cobertizo de las bicicletas, a donde no podía seguirle Guillermo. A continuación, el niño se encaramó a un manzano; pero, al igual que el resto de la casa de tía Elena, el manzano no estaba «acostumbrado a los niños» y la primera rama en que Guillermo se puso en pie le precipitó al suelo; casi tirándole dentro del pozo para que se reuniera con el libro. Luego arrancó unos cuantos de los queridos crisantemos de tía Elena, para comparar la longitud de sus raíces en distintas etapas de desarrollo, volviéndolos a plantar cuando oyó los pasos de tía Elena que se acercaban…
—Guillermo, precioso —dijo en son de reproche—, ¿has acabado ya el libro?
—¡Hum! —contestó el niño.
—Por lo visto lees muy aprisa, querido. Te proporcionaré otro. Te alegrarás de saber que tengo otro libro de Pedro.
Guillermo tosió cortésmente.
—Gracias —contestó—; no tengo ganas de leer más en este momento. Preferiría «hacer» algo. Estoy cansado de no hacer nada.
Ella le miró, algo aturdida.
—Pero… ¿qué es lo que «quieres» hacer, Guillermo?
—No lo sé. Cualquier clase de juego iría bien.
El único juego que había en casa de tía Elena era un equipo antiguo de arquería, reliquia de su juventud. Se lo sacó a Guillermo.
—Se dispara contra el blanco, querido. ¿Comprendes? —le explicó.
—Gracias —dijo el niño, animándose considerablemente—; no hace falta que se moleste en prestarme el blanco.
Tía Elena se retiró a su cuarto para continuar su interrumpida siesta.
Pero cuando Guillermo, en sus laudables esfuerzos por clavar una flecha en una de las manzanas del árbol, hubo roto la ventana del descansillo, provocando una furia histérica en el gato y clavado una flecha en la espalda del jardinero de la casa vecina, tía Elena volvió a levantarse del lecho en que, por regla general, tan apaciblemente lograba descansar. Salvó al indignado Guillermo del gato y del jardinero y le propuso que diese un paseíto. Empezaba a sentirse menos segura de la influencia contaminadora del mundo exterior sobre el carácter del niño.
—Todo el mundo tiene que «ensayar» —exclamó éste, indignado—. Yo sólo estaba «ejercitándome». Pronto hubiera conseguido puntería. No tenía tino aun cuando les di. Todo el mundo tiene que practicar. Nadie nace con buena puntería. Si siguiera tirando cinco minutos más, no daría a nada más que a lo que quisiese dar. Y entonces (agregó, pensando en el mundo en general y en Pedro, el gato y el jardinero en particular), más vale que alguna gente se vaya preparando.
Tía Elena se estremeció.
—Querido…, ¿no crees tú que te sentaría bien un paseíto?
—No me importa dármelo. ¿Puedo llevarme el arco y las flechas?
—Me parece que no —respondió tía Elena.
—Bueno —dijo Guillermo, desanimado.
* * *
Guillermo echó a andar calle abajo. Tía Elena regresó, de nuevo, al lecho. Volvió a reinar la paz en la casa. Pero no en Guillermo. Éste caminaba lentamente y con desaliento, con las manos metidas en los bolsillos. Le aguardaba una semana de puro aburrimiento: de un jardín arreglado exclusivamente para personas mayores; de libros que hablaban de insoportables Pedros; de jardineros indignados; de gatos rencorosos… No esperaba pasarlo muy bien. No esperaba que hubiese nada que hacer. No esperaba que en su paseo hallara nada de interés. No conocía a ningún niño allí. No quería conocer a ningún niño en un sitio como aquél. A lo mejor eran todos como Pedro. Pedro le inspiraba un odio profundo. Le gustaría encontrarse con Pedro…
Estaba cansado de andar por la carretera. Se metió por un hueco del seto y se encontró en un jardín. Le tenía sin cuidado. Estaba de un humor en que todo le daba igual. Cruzó el jardín y se acercó a la casa. Todo le tenía sin cuidado. Le gustaría ver a alguien intentar echarle. Ese jardinero… ese gato… ese Pedro… De pronto se detuvo.
Por una ventana abierta vio un cuarto y a un hombre sentado a una mesa de escritorio. En la mesa había un montón de libros: «Qué hacer con el niño», «Indicaciones sobre la cría de niños», «El libro de referencia de todas las madres» y otros por el estilo. Había también varios «manuscritos» hechos a máquina y varios ejemplares de una revista: «La Señal Mensual. Revista para Madres».
Pero no fue en estas cosas en lo que Guillermo clavó la mirada. Fue sobre un libro o, mejor dicho, libros, en cuyas cubiertas aparecía el rostro del odiado Pedro.
El hombre que estaba sentado a la mesa leía una carta. Su rostro reflejaba el temor. De pronto alzó la cabeza y se encontró con la mirada fija de Guillermo. Se miraron, mutuamente, unos instantes; luego el hombre soltó la carta y salió, corriendo, del cuarto. Evidentemente, el ver a Guillermo le había hecho obrar de aquella manera. Si se hubiese hallado de otro humor, el niño tal vez se hubiera dado a la fuga; pero, en la actitud de desafío al mundo entero que había asumido, permaneció donde se encontraba, dirigiendo una mirada feroz al hombre cuando éste salió por la puerta principal. Su ferocidad, sin embargo, no era necesaria.
—Oye —preguntó el hombre—, ¿vives tú por aquí?
Guillermo no cambió de expresión.
—Estoy aquí de visita —confesó.
—Oye, ¿podrías ayudarme? Por esta tarde nada más. Te daré todo lo que quieras… un chelín… dos chelines… diez chelines… «cualquier cosa». Puedes venir a este jardín el día que quieras mientras estés aquí. Puedes buscar huevos y nidos en el bosque. Tengo un triciclo que te cederé y… puedes hacer lo que quieras en el jardín… Hay un estanque detrás de la casa…
—¿Me dará todas esas cosas que dice y me dejará hacer todo lo que ha dicho? —inquirió Guillermo, con cautela.
—Sí… sí… si haces todo lo que yo te digo esta tarde.
—Haría «cualquier cosa» por todo eso —respondió, sencillamente, el niño.
—Entra —dijo el hombre, nervioso—; no nos queda mucho tiempo. Estará aquí de un momento a otro. Cuando ella venga… que será de un momento a otro… quiero que finjas ser Pedro y que yo soy tu madre…, ¿comprendes?
Guillermo se sintió ultrajado.
—¿Pedro yo? «¿Yo ese niño?»
Al oír su tono de desprecio, el hombre parpadeó.
—¡Si es un niño encantador! —exclamó, indignado—. «Todo el mundo» lo dice… Podría enseñarte cartas…
Sólo una visión mental del estanque, el triciclo, el bosque, el jardín y los diez chelines, consiguió que el niño se metiera la dignidad en el bolsillo.
—Más se parece a un mono del Parque Zoológico que a un niño —dijo, con amargura—. Pero lo haré si me promete usted no decirle nunca a nadie que me he pasado por él.
La actitud de Guillermo pareció herir el amor propio del otro.
—Hubiera creído que lo considerarías un honor… He recibido cartas la mar de aduladoras. Podría enseñarte cartas… Sin embargo, no hay tiempo para discutir… Como ya dije, ella puede llegar en cualquier momento ya. Yo no estaré aquí. Habrás de verla tú solo… Di que eres Pedro… Me temo que no eres el tipo más a propósito… No tienes el pelo ondulado… ni del color necesario… y eres demasiado grande… Y tu expresión no encaja… no es ni lo bastante sensitiva, ni lo bastante dulce, ni lo bastante cariñosa …
La cuestión de su aspecto personal era, para Guillermo, una cuestión algo delicada. La aceptaba con resignación como tema de innumerables bromas de su familia; pero le molestaba que los extraños hicieran comentarios acerca de él.
—Está bien —dijo con frialdad—; si tengo todo eso mal, más vale que busque usted a otro que tenga su cara de estupidez.
—¡No, no! —exclamó el hombre, asustado—. No tuve intención de ofenderte y me temo que no hay tiempo para conseguir un tipo más simpático. Ella puede llegar de un momento a otro. Lo único que quiero es que la recibas y finjas ser Pedro. Yo no estaré aquí. Has de decir que ésta es tu casa y que tu madre está en la cama con un fuerte dolor de muelas y que siente mucho no poder recibirla… Entonces se marchará. Tú ven a avisarme cuando se haya marchado, ¿comprendes?
—¡Hum! —asintió Guillermo.
Una señora alta, angulosa, avanzaba, en aquel momento, por el jardín.
El hombre se metió dentro de la casa lanzando un gemido.
El señor Monkton Graham era literato. Es decir, escribía la «Página de las Madres» de «La Señal Mensual. Revista para Madres». La firmaba «La mamá de Pedro». La página siempre giraba alrededor de Pedro.
«La mamá de Pedro» contaba cómo trataba el sarampión de Pedro, y su tos ferina… Describía sus vestidos; hablaba de su carácter (aun cuando éste era, en realidad, angelical); explicaba cómo preparaba las fiestas que daba Pedro, y su vida diaria, y sus clases, y sus vacaciones; cómo le influenciaba para el bien con su dulce abnegación y maternal sabiduría y las cosas que Pedro hacía, decía y pensaba. Pero era, decididamente, un culto. Las madres escribían a «La mamá de Pedro», administración de «La Señal Mensual»», para explicarle el caso de Juan, Enrique o Juanito o Anita y pedirle que les aconsejara.
El señor Monkton Graham estaba pensando en empezar una «Juana» para las mamas que tuviesen niñas. Una madre había llegado, incluso, a enviar un triciclo como regalo para Pedro. El señor Monkton Graham había escrito, dando las gracias, en letra redonda e infantil. Pedían retratos de Pedro. El señor Monkton Graham poseía un retrato antiguo de un sobrino suyo. Lo hizo retocar y se lo envió a los admiradores de Pedro. Se publicó en la revista. El sobrino en cuestión se hallaba en África del Sur y, de todas formas, apenas le hubiera sido posible reconocer su fotografía. Creó un verdadero furor.
Al principio, el trabajo del señor Monkton Graham no había sido laborioso. Había consistido en leer un párrafo de un libro cualquiera que tratase de la cría de niños, en inflarlo, adaptarlo a Pedro y agregarle el estilo inefablemente dulce de la «Mamá de Pedro», que le valía seis guineas a la semana. Pero el éxito se le subió a la cabeza.
Escribió un libro sobre Pedro. Fue enormemente popular. Escribió otro. Aún se vendió más que el primero. Recibió cartas, regalos y fotografías en enormes cantidades. Conoció la fama —aun cuando una fama completamente de incógnito— por fin. Siempre contestaba a sus admiradoras, enviándoles cartitas muy dulces, que respiraban el espíritu de la «Mamá de Pedro».
Pero la semana anterior, después de una buena comida, cuando veía el mundo todo color de rosa, le había abandonado su acostumbrada discreción. Le había escrito a una admiradora de Pedro, dando el nombre del pueblo y de la casa en que vivía. De momento, no se dio cuenta de lo que aquello representaba. Sólo se le ocurrió a la mañana siguiente, cuando la carta ya estaba echada y los vapores de la buena comida se habían disipado. Y había ocurrido lo que tenía que ocurrir. La mujer había escrito diciendo que iría a ver a «la queridísima mamá del queridísimo Pedro», aquel mismo día. La carta había llegado por el correo del mediodía y la visita podía llegar de un momento a otro, a no ser que, a última hora surgiera alguna causa que lo impidiese.
«No somos extrañas la una para la otra, querida —decía la carta—, mientras escribo, aun cuando nunca la he visto a usted, me parece ver su cabellera rubia y ondulada… la cabellera de Pedro… y sus queridos ojos azules… los ojos de Pedro. Cuando pienso que voy a ver personalmente a tan queridas personas, a las que me parece conocer tan bien, apenas puedo creer en tanta felicidad. Un beso para usted y para el querido Pedro».
Al alzar la angustiada mirada de esta carta, había tropezado su vista con el ceñudo rostro del niño que se hallaba junto a su ventana. Un destello de esperanza iluminó su corazón. Aún cabía la posibilidad de salvar la situación. Aún podría evitar el ridículo y el desdén de los lectores de «La Señal Mensual: Revista para las Madres». Mirando otra vez el rostro del muchacho, experimentó verdaderas dudas; pero decidió probar.
Guillermo permaneció a la puerta hasta que llegó la alta y angulosa señora. Luego se miraron los dos. Guillermo tenía el don de saber mirar con fijeza. Los que intentaban hacerle bajar la vista no tardaban en darse cuenta de su inferioridad en el arte.
—Buenos días, niño —dijo la señora.
—¡Hum! —replicó el niño.
Estaba decidido a ganarse el triciclo y el estanque, el bosque y los nidos, y los diez chelines; y le parecía que cuanto menos se comprometiese hablando de cosas no previstas en el papel que desempeñaba, mejor.
—¿Cómo te llamas, querido?
Guillermo la examinó. Parecía bastante inofensiva. Tenía un rostro débil, bondadoso, y cabello gris y ojos miopes de mirada cariñosa, parapetados tras sendos lentes. Debiera resultar fácil de engañar, se dijo el niño, fundándose en su extensa experiencia de la naturaleza humana.
—Pedro —contestó.
El desencanto que se reflejó en el bondadoso rostro hizo que Guillermo se sintiera algo enfadado.
—¿Pedro? ¡No puede ser! —exclamó la señora con voz trémula.
—Ese pelo tan ondulado que tenía —murmuró el niño, disimulando su enfado—, se me cayó todo… me lo quitó todo, a zarpazos, un mono del Parque Zoológico. (La imaginación del niño acudía en su ayuda, como de costumbre). Me acerqué demasiado a la jaula y sacó la pata y me lo quitó todo a zarpazos… hasta el último pelo. Me trajeron a casa, calvo, y al día siguiente me salió todo el pelo; pero algo distinto.
—¡Cuán terrible! —murmuró la señora, cerrando los ojos—. ¿No se entristeció tu mamá al verle crecer de ese color.
—No —contestó Guillermo, con frialdad—; le gusta este color.
—¡Cómo la reconozco en ese detalle! —murmuró la señora, enternecida—. Es natural que fingiese que le gustaba.
Guillermo empezó a cobrarle antipatía a la buena señora. Aguardó a que continuara la conversación.
—No sé por qué, pero eres completamente distinto en todo a lo que yo me figuraba —prosiguió ella, con un dejo de sentimiento que al niño se le antojó muy poco adulador para él—. Eres más alto y más grueso, y tu expresión… sí; es COMPLETAMENTE distinta.
—Sí —dijo Guillermo, deseoso aún de cumplir su parte del trato—; he cambiado mucho desde que me tomaron ese retrato. Me he hecho un poco más viejo, ¿sabe? y he tenido unas enfermedades muy malas.
—¿De veras? Tu querida mamá nunca me lo dijo en sus cartas.
—Ni se enteró siquiera. No se lo dije para no preocuparla. Seguí como de costumbre y ella no se enteró. Pero me hicieron parecer diferente después.
—Es lógico —murmuró la señora, algo aturdida—; bueno, entramos a ver a tu querida mamá. Creo que me espera. Me llamo Rubina Strange.
—¡Oh! —exclamó el niño—; está enferma. Me dijo que se lo dijera. Ella no puede recibirla. Está muy enferma.
—¿Enferma? ¡Cuánto lo siento! Pero me gustaría verla. Quizá pueda hacer algo por ella.
—No podrá. Nadie puede hacer nada. Es demasiado tarde.
—Pero…, ¿no habéis llamado al médico?
—Sí; y dice que es demasiado tarde para hacer nada.
—¡Cielos! Pero…, ¿se está…?
—Sí; se está muriendo.
—Pero…, ¿no puede hacerse nada? ¡Esto es horrible! Se me parte el corazón. Es preciso que entre en la casa. ¡Algo habrá que pueda hacer yo!
Guillermo entró tras ella. El señor Monkton Graham no se había esperado aquello. Estaba aguardando, junto a la ventana de su despacho, a que la señorita Rubina Strange se marchara. Cuando la vio a punto de entrar en el cuarto, hizo lo único que podía hacer. Desapareció.
La señorita Rubina Strange examinó el cuarto como peregrino que visita un lugar sagrado.
—Y ¿es aquí, querido Pedro —dijo en respetuoso susurro— donde escribe tu mamá esas maravillosas palabras?
—¡Hum! —contestó Guillermo.
—¡Oh, querido! ¡Y pensar que lo estoy viendo con mis pobres e indignos ojos…! ¡Me lo he imaginado tantas veces… !
De pronto alzó su larga y delgada nariz y olfateó.
—Pedro, querido, hay un leve olor…, ¿es posible que tu madre fume cigarrillos?
—No —contestó Guillermo, distraído—; era una pipa lo que fumaba.
—¿Quién?
—Él —dijo el niño, que empezaba a cansarse del asunto.
Lo único que le sostenía era el pensar en el triciclo.
—Estás un poco trastornado —dijo la señorita Rubina Strange, tranquilizadora—. Supongo que te estás preocupando demasiado de la enfermedad de tu madre, que estoy segura exageras, querido… Estoy segura de que me habría escrito diciéndomelo, si hubiera estado enferma de verdad. ¿Es ésta la pluma con que escribe? Y… ¿es éste el papel secante que ha usado? Pedro, querido, ¿crees tú que habrá inconveniente en que me lleve un trocito… nada más que un trocito… para recordar siempre mi visita?
El señor Monkton Graham se sentía bastante incómodo. No había sitio debajo de la mesa para que un hombre de estatura normal pudiese colocarse bien. Se movió, inquieto y la señorita Rubina Strange dirigió a Guillermo una mirada de sobresalto y se llevó un dedo a los labios.
Luego, cogiendo la pluma sagrada, escribió en el sagrado papel: «Pedro; hay un hombre debajo de la mesa. No te alarmes. Yo le ajustaré las cuenta. Sobre todo, no hagas cosa alguna que pueda turbar a tu querida mamá».
Guillermo nada dijo. La situación se había complicado demasiado para que pudiera él dominarla. La señorita Rubina Strange cruzó, cautelosamente, el cuarto. Cogió un tapete estrecho y largo de una mesita, se apoderó de un trozo de cordón que halló en el cajón de la mesa sagrada, extrajo un puñal ornamental de un armarito, cogió un cojín de uno de los sillones. Luego le dijo al niño en un susurro: «¡Nada de ruido! ¡No olvides que tu mamá está enferma!»
En el preciso momento en que el inocente señor Monkton Graham procuraba aliviarse el dolor que sentía en el cuello mediante el procedimiento de descansar la cabeza en la rodilla, experimentó un ataque repentino y violento por retaguardia. Le sacó, a rastras y a la fuerza, una señora alta y delgada que, no obstante, parecía tener una fuerza poco común. Antes de que pudiera protestar, le ataron fuertemente los pies con un tapete y medio le arrastraron y medio le llevaron a una silla, en la que le obligaron a tomar asiento. Luego, inclinándose sobre él, amenazadora, con el puñal en la mano, la mujer en tono autoritario habló:
—Haga usted el menor ruido —murmuró en voz sibilante—, pronuncie la menor palabra y le apuñalo. Hay una señora enferma en esta casa, y la protegeré a costa de lo que sea. Ha venido usted a robar a una mujer que es una querida amiga mía, y de todas las mujeres y, si es necesario, tomaré medidas extremas…
El señor Graham miró, con aprensión, el puñal. Tenía, según le constaba, una punta muy afilada. Por lo tanto, obedeció sus órdenes. No hizo el menor ruido ni pronunció palabra alguna mientras la mujer le ataba el cojín a la cara y le sujetaba los brazos a los costados con el cordón. A continuación, se volvió hacia Guillermo. El niño, de momento, había perdido toda fuerza de acción. Las cosas se movían demasiado aprisa para él.
—Es preciso que ella lo sepa —susurró la señorita Rubina Strange—. Se lo diré con precaución. No le permitas que se mueva hasta que yo vuelva: Me enteraré de si quiere que sea entregado este hombre a la policía. ¿Cuál es su alcoba? (El niño la miró, boquiabierto). Bueno, es igual. Pronto la encontraré yo.
Cuando la mujer se hubo marchado, Guillermo dirigió la mirada al hombre. Lo único visible por encima de los atados brazos, era un cojín grande. El cojín empezó a moverse espasmódicamente, a agitarse convulsivamente, y a dar paso a maldiciones ahogadas. Toda la figura empezó a retorcerse. Por lo poco que entendió de las palabras que surgían de detrás del cojín, Guillermo comprendió, instintivamente, que aquel monólogo era de la clase que a su madre no le gustaría que escuchase. Por lo tanto, escuchó atentamente, boquiabierto y aguzando los oídos. Las palabras eran enérgicas, aunque casi ininteligibles.
Cuando el señor Graham agachaba la invisible cabeza para intentar morder las ligaduras que tenía por las rodillas, a través del cojín, la señora Strange regresó, con mirada un poco extraviada.
—¡Ha DESAPARECIDO…! —estalló—. No está en ninguno de los cuartos… ¿Qué HACEMOS?
En aquel, momento, lanzando un bramido de rabia, el hombre logró deshacerse del cojín. El rostro que surgió apenas parecía humano. Le había ocurrido algo violento al cabello. Le había ocurrido algo violento al cuello. Le había ocurrido algo violento a su expresión. Antes de que pudiese decir nada de lo que ardía en deseos de decir, una doncella entró en el cuarto.
—¡Ooooh! —exclamó—. ¡Es el señorito! ¡Le están asesinando! ¡Ooooh!
Y salió corriendo.
—¡El señorito! —murmuró la señorita Rubina, boquiabierta. Se volvió hacia Guillermo—. No sabía yo que tu padre viviese.
Luego se volvió hacia el otro que, evidentemente buscaba palabras capaces de expresar sus sentimientos.
—¿Dónde está su esposa? —preguntó, con severidad—. ¡Miserable! ¿Dónde está su esposa?
—¡No tengo esposa! —gritó el interpelado.
—Pero…, ¿quién escribió…?
—«Yo» escribí —aulló Graham.
—Entonces, la mamá de Pedro…
—¡No «existe» ninguna mamá de Pedro!
—¡Pobre hombre! ¿Habré tocado un asunto doloroso?
Posó una mano sobre la cabeza de Guillermo.
—¡Pobre huerfanito Pedro! —murmuró, con dulzura—. ¿Cuánto tiempo hace que ella me escribió?
—¡No existe ningún Pedro! —gritó el hombre, exasperado—. ¡No hay tal mamá de Pedro! ¡No hay tal Pedro! ¡La mamá de Pedro no existe! ¡Aquí, el único que existe soy YO, y usted casi me ha estrangulado, casi me ha asfixiado, casi me ha apuñalado y… ¿querría usted marcharse de una vez? No sé quién es ese niño, salvo que es algún golfillo que se metió en mi jardín y que me hará imposible la vida durante unas semanas hasta que se muera o me mate o le mate yo o me suicide…
La señorita Rubina Strange, desorientada por primera vez, se dejó caer, aturdida, en un asiento.
—No comprendo… —murmuró.
Cuando, por fin, comprendió, no se largó de la casa, disgustada, como había esperado el señor Monkton. En lugar de eso, le miró con ojos muy brillantes.
—¡Es usted «maravilloso»! —exclamó—. ¡Claro que le guardaré el secreto! ¡Cuánto simpatía y cuánta comprensión del corazón femenino ha demostrado usted! Es tanto más maravilloso cuanto que usted es un hombre. Y somos amigos, ¿no es cierto…? amigos de tiempo. Hemos de charlar (miró a su alrededor). Voy a poner las cosas en orden un poco, primero. ¡Ah! ¡el cuarto necesita la mano de una mujer! Luego charlaremos. ¡Hay tantas cosas que quiero preguntarle y decirle…! ¡Ah! ¡Nuestra amistad será una amistad muy hermosa…!
El señor Monkton Graham dirigió a Guillermo una mirada suplicante y patética.
—Puedes quedarte un rato —dijo.
—Gracias —contestó el niño, con frialdad—; prefiero marcharme ahora. No olvidará usted las cosas que me ha prometido, ¿verdad?
—No —contestó el señor Graham, cuyo espíritu estaba ya quebrantado.
—Mi tía no tiene un jardín que valga gran cosa; conque supongo que estaré aquí casi todos los días. Vendré a buscar el triciclo y el dinero después de tomar el té.
—No hemos de sentirnos cohibidos el uno en presencia del otro —dijo la señorita Strange en voz baja y confidencial—. Mis amigos me llaman Ruby…
El señor Monkton miró a la señora y luego a Guillermo. Su rostro era el de un hombre que se halla hondamente desesperado.
* * *
Después del té, la mamá de Guillermo mostró deseos de saber cómo había pasado el niño la tarde.
—He conocido a un hombre —le explicó el niño—, que va a dejarme jugar en su jardín. Y me ha regalado un triciclo y dinero.
—¿Dónde vive, querido? —inquirió tía Elena.
—Al final de la calle.
—¡Ah, ya sé! Es un jardín hermoso y muy grande. Tienes mucha suerte, Guillermo. Pero no logro comprender por qué…
—Debe de haberle resultado simpático Guillermo —dijo la madre—. A «algunos» les pasa eso…
—Bueno, pues ahora voy a buscarte algo que leer —le dijo tía Elena a la mamá de Guillermo—. Tengo unos libros encantadores que sé que te gustarán mucho. Tratan de un niño… ¡más simpático…! que se llama Pedro. Los ha escrito su madre. Todo lo que dicen es verdad. Ella misma lo asegura en el prefacio. Son tan hermosos, que entran ganas de llorar cada vez que los leo. Le presté uno a Guillermo antes de que saliera esta tarde… «Pedro, el Rayo de Sol del Hogar»… pero parece haberlo perdido. Sin embargo, tengo muchos más. Ella… la madre… escribe artículos preciosos en una revista. Debe de ser una mujer encantadora… y no digo nada de Pedro. (Dirigió a Guillermo una mirada sonriente). Nuestro Guillermo podría aprender muchas cosas de Pedro.
A pesar de todos sus defectos, el niño sabía cuándo callarse.
Se limitó a guiñarle un ojo al gato.