EL PROTEGIDO INDÍGENA

Quien, en realidad, tuvo la culpa de todo, fue el secretario de la Compañía de Teatro «Amateur», del colegio a que asistía Guillermo. Dicha compañía había llevado a escena una obra histórica en la que se representaba a Cristóbal Colón entre los indígenas de América. Guillermo era un miembro demasiado poco importante de la institución que le proporcionaba su cotidiana ración de cultura para figurar en escena. Pero ocupaba, como encantado espectador, un asiento de la última fila. Cristóbal Colón no le interesaba ni pizca. Cristóbal Colón era blanco y, aparte de su vestido singular y violentamente anacrónico, tenía el mismo aspecto que pudiera tener el cartero del pueblo o su propio padre. Pero… ¡los aborígenes! Guillermo no podía quitarles la vista de encima. Eran Jones, Pinchín, Goggles y todos esos. Eso lo sabía, claro está. Sin embargo… ¡cuán distintos! Teñidos de pies a cabeza de un hermoso color nogal. Este color hacía que los ojos parecieran raros y los dientes también. Los colocaba en un mundo aparte. Debía de resultar fantástico. Guillermo decidió que jamás sería completa su felicidad en esta vida hasta que se hubiera él teñido de aquella manera. Se preguntó si podría hacerlo con crema para el calzado. Tal vez diera resultado el polvo de limpiar cuchillos. Lo seguro, de todas formas, era que no faltaría algo para dar tan exquisito colorido a la piel.

Acabada la función, salió, con los demás espectadores, soñando con una felicidad sin par. Se vio a sí mismo teñido de pies a cabeza, esgrimiendo un arma y bailando, descalzo, en un país salvaje. Tan absorto iba en su sueño, que tropezó con un muchacho alto y patilargo de la sexta clase que avanzaba por el pasillo con una caja en la mano.

—¿Querrás mirar dónde vas? —le dijo el muchacho, con frialdad—. ¿Quieres que se me caiga todo esto al suelo?

Indicó, con lánguido gesto, «todo esto». «Todo esto» eran barritas de pintura parda, encarnada y negra de caracterizar, tarros de «cold cream» y latas de polvos.

El semblante del niño se animó.

—¿Quieres que te lo lleve yo? —inquirió, con humildad—. Así te evitarás molestias.

El muchacho patilargo se sobresaltó. La actitud de Guillermo hacia sus superiores intelectuales generalmente estaba exenta del respeto que se debe a los superiores intelectuales.

—Ah… bueno —dijo, entregándole la caja a Guillermo y continuando pasillo abajo.

Guillermo anduvo, humildemente, detrás de él, con la caja en brazos. Al doblar un ángulo del pasillo, transfirió, con mucha limpieza, dos barritas de pintura parda a su propio bolsillo. Al hacerlo, le dijo severamente a su conciencia (nunca una fuerza muy activa en Guillermo y muy fácil de someter) que él había contribuido a pagar por ellas, después de todo, al dar (o hacer que diera su madre), dos chelines por un asiento de última fila desde el que sólo había podido ver algo esforzando la vista ya que la pluma del sombrero de la madre de Dawson le estorbaba y, además, lo que estaba haciendo era cuenta suya exclusivamente. Su conciencia se retiró, completamente aplastada.

A la puerta de la sexta clase le entregó la caja al secretario de la Compañía de Teatro «Amateur».

El secretario entró en la clase.

—Los modales de ese niño Brown —dijo a sus compañeros—, parecen estar mejorando.

* * *

Guillermo examinó el efecto en el espejo. Había empleado totalmente las dos barras de pintura en las partes desnudas de su persona. Halló la cuestión de la ropa algo difícil. No poseía prenda alguna semejante a la que habían llevado los aborígenes; pero su traje corriente resultaba, naturalmente, muy poco apropiado. Parecía mejor usar pantalón de fútbol: y una camisa verde, de fútbol también, que había pertenecido a Roberto. Estas prendas participaban, en cierta medida, de la naturaleza de un disfraz. Enfundado en ellas, volvió a contemplarse en el espejo y una sonrisa de delicia iluminó su semblante color de coco. Resultaba un aborigen perfecto. Sólo le faltaba lanzarse al mundo en busca de aventuras.

Guillermo encontraba aventuras sin dificultad, aun en los días en que iba vestido de forma normal. Apenas se atrevía a pensar lo que podría ocurrirle disfrazado de indígena: siempre y cuando, naturalmente, pudiese salir, de aquella facha, de casa. De lo contrario, su carrera como indígena pudiera acabar más aprisa y más dolorosamente de lo que él deseaba. Se asomó, con mucho cuidado, a la ventana. No había nadie a la vista. Bajó al jardín por medio de un árbol que crecía cerca de la ventana.

—¡Guillermo!

La voz emanaba de la sala.

El niño se retiró, apresuradamente, a un macizo de laurel, donde permaneció inmóvil.

—Estoy segura de que oí al niño… «¡Guillermo!»

Decidió hacer frente a la situación en lugar de esquivarla.

—¡Di, mamá! —exclamó.

—¿Qué estás haciendo?

—Estoy sentado en el jardín, pensando, mamá —contestó el niño con voz melosa y llena de nostalgia.

La señora Brown, hondamente conmovida, buscó a su esposo.

—¿Sabes, querido —dijo— que Guillermo tiene, a veces, algo que encanta?

* * *

Una vez llegado a campo abierto, Guillermo sintió un alivio enorme. Durante algún tiempo se arrastró por las cunetas siguiendo las huellas de animales feroces imaginarios y quitándoles el cuero cabelludo a rostros pálidos. Luego la cosa se le fue haciendo aburrida y sintió haberse metido solo en el asunto. Unos cuantos indígenas más hubieran dado animación a la cosa. Sin embargo, el color no se quitaba, lo que no dejaba de ser un consuelo. Abandonó el campo y se internó en el bosque. Allí corrió, saltó, y gateó árboles durante media hora. Mató, también, a todo un parque zoológico y aniquiló huestes enteras de hombres blancos, él solito. Anduvo por los bosques, cruzó tres prados (por las cunetas), bajó al valle y salió junto a un jardín que no conocía. Y parecía un jardín interesante: precisamente la clase de jardín que le hacía falta a un indígena que quisiera sacarle todo el jugo posible a la vida. Vio macizos de arbustos, un huerto, un riachuelo y unos árboles «gateables». Se metió por un hueco del seto, con grave perjuicio de la camisa y el pantalón de fútbol. Luego se desbocó en la «selva virgen» y a orillas del «caudaloso torrente». En un feroz encuentro causado por el ataque simultáneo de un león, un elefante y un rinoceronte (Guillermo hacía las cosas en gran escala), corrió (en persecución y no huyendo), hasta el otro extremo de la plantación de arbustos. Al llegar allí, quedó sorprendido al ver un prado y una gran reunión de gente. La gente ocupaba asiento en hileras de sillas. El rostro de todos parecía reflejar la expectación. Un hombre alto, vestido de negro, estaba delante de ellos con un reloj en la mano. Era evidente que aguardaban algo. Cuando vieron a Guillermo, se pusieron en pie todos a uno.

—¡«Ahí» está! —dijeron.

Antes de que el aturdido niño pudiese darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, le rodearon y le condujeron hacia el prado. El pastor protestante le había asido de la mano.

—No tengas miedo, niño —le dijo, cariñosamente.

—Seguramente no entenderá el inglés —dijo una señora alta, delgada, que llevaba un sombrerito de marino—. Allá no lo hablan, como ya saben ustedes.

Una señora corpulenta, maternal, se acercó a él con un vaso de leche y un bollo. Guillermo tenía hambre. En momentos de incertidumbre, tenía por norma no rechistar y aceptar las dádivas de los dioses. Además, quizá fuese mucho menos peligroso en las circunstancias no comprender el inglés: por lo menos hasta que se hubiese tomado el vaso de leche y el bollo. Le condujeron a una mesa, frente al público, y colocaron delante de él la leche y el bollo. La gente sentada en las filas de atrás, alargaba el cuello para verle. Les dirigió su ceñuda mirada de costumbre entre trago de leche y bocado de bollo. El hombre se puso en pie y empezó a hablar con voz lenta y aguda.

—No es preciso que informe a mis amigos que tenemos… ah… que tenemos ante nosotros nuestro… ah… pequeño protegido de Borneo y… ah… permítaseme decir que… ah… nos honra…

Posó una mano sobre la cabeza de Guillermo y miró al niño con una sonrisa de orgullo.

Encontrándose con la mirada fija y severa de Guillermo, se disipó su sonrisa y retiró, rápidamente, la mano.

—… nos honra —siguió diciendo, llevándose una mano al cuello y retirándose un poco más del niño—. Para… ah… aquellos que sean forasteros, permítaseme que diga que nosotros… ah… los de esta… ah… parroquia nos hemos… ah… hecho responsables… ah… durante los últimos dos años… ah… de la crianza y… ah… educación de un pequeño indígena de Borneo.

Hizo una pausa para recibir los aplausos que fueron iniciados por la mujer del pastor protestante, que era la señora alta y delgada del sombrero a la marinera.

—El reverendo Habbakuk Jones que se halla… ah… en la escuela indígena de la misión, ha venido… ah… a vernos… trayendo consigo… ah… a nuestro pequeño protegido indígena.

De nuevo sonrió cariñosamente y se acercó a Guillermo. El niño, que tenía la boca más llena de bollo de lo que hubiera sancionado la etiqueta europea; alzó el rostro y, sin interrumpir el proceso de masticación, dirigió a don Teófilo Mugg tal mirada, que le hizo retroceder, precipitadamente, al otro extremo de la mesa.

—… Ah… protegido indígena —repitió don Teófilo, algo inquieto—. El reverendo Habbakuk escribió esta mañana diciendo que vendría aquí con el niño (miró con desconfianza a Guillermo) y que le dejaría… ah… encomendado a nuestros… ah… amorosos cuidados… mientras él… ah… visitaba a un pariente que… ah… vive cerca de… ah… aquí. Prometió… ah… estar con nosotros… ah… a las tres y media para… ah… dirigirnos la palabra. Evidentemente… ah… ha renunciado a hablar… Evidentemente… ah… dejó al… ah… niño… ah… a la puerta y… ah… pronto se… ah… presentará.

Se sentó lo más apartado de la mirada de Guillermo que le fue posible y se enjugó el sudor de la frente. Un nutrido grupo, en el que predominaba el elemento femenino, se reunió alrededor de Guillermo cuando éste apuraba la última gota de leche. Una señora gruesa le dio, con mucho cuidado (como si el niño fuese un animal feroz), una pastilla de chocolate.

—¿Hablará? —murmuró alguien.

—Supongo que dará las gracias por el bollo, la leche y el chocolate —sugirió otra persona.

—Pero, seguramente, no será en inglés —dijo una tercera.

Guillermo se mostró a la altura de la situación.

Pinda men ong —dijo claramente.

Se oyó un murmullo de admiración.

—Hindostaní, si no me equivoco —dijo la esposa del pastor protestante, dubitativa—. Mi padre estuvo en la India varios años.

Guillermo llegó aún más lejos.

Clémeni fal tag —murmuró.

—¡Qué encantador! —exclamó una anciana—. Estoy segura de que está diciendo algo muy hermoso. (Le ofreció otra pastilla de chocolate.) Me «encantan» esos idiomas orientales… ¡Son tan «melodiosos»…!

—No cabe la menor duda de que habla en hindú —aseguró la esposa del pastor—. Ahora voy recordando el idioma.

—¡Oh! ¿Qué decía?

—Decía: «Gracias por su bondad y por los alimentos.»

—¡Cuán hermoso! —murmuró la señora obesa, dándole una tercera pastilla de chocolate—. Llevaba este chocolate a casa, para mi hijo, pero prefiero «infinitamente», dárselo a nuestro querido protegido indígena. ¡Qué hermoso es el pensar que le hemos criado y vestido durante todo este tiempo!

—Recuerdo perfectamente haber hecho esa camisita verde —dijo la esposa del pastor.

Bluf ifn —dijo Guillermo, que se iba haciendo más atrevido.

—¡Angelito! —murmuró la señora obesa—. ¿Verdad que le entran a una ganas de hacer cualquier cosa por él? ¿Cómo se llama? Me gustaría llamarle por su nombre.

—No… ah… no estoy muy seguro de su nombre —contestó el reverendo Teófilo Mugg con dignidad.

—Pero…, ¿no se lo decían en la carta?

—Estaba escrito —contestó el pastor, con creciente dignidad—. Innecesario es decir que no me daban la pronunciación. No tengo el menor deseo de hacer el ridículo ante el muchacho.

—¡Oh el misterio de estas razas de color! —exclamó la esposa de don Teófilo—. ¡Oh su rostro hermoso e inescrutable! ¡Oh los «conocimientos», la «sabiduría» que parecen encerrar!

—No cabe la menor duda que su rostro nada tiene inglés —asintió el esposo.

Bunkum alis lipis —murmuró Guillermo, creyéndose obligado a decir algo.

—«Indudablemente» es hindú —dijo la esposa del pastor.

En aquel momento una vocecita gritó desde la última fila:

—¡Es Guillermo Brown!

Guillermo, que se estaba divirtiendo de lo lindo, lanzó una mirada feroz hacia el punto de donde había surgido la voz.

—¡Calla, querida! —dijo la voz escandalizada de una madre—. Claro que no es Guillermo Brown. Es un pobre niño de una tierra lejana de ultramar.

—Te digo que «es» Guillermo Brown —insistió la voz chillona.

—Podrá parecerse a Guillermo Brown —dijo la madre—; pero Guillermo Brown es blanco y este niño es negro.

—Sí —dijo una vocecita medio convencida—; supongo que tienes razón.

Se acercaron a la mesa.

—Mi niña —dijo la madre, afablemente—, halla cierto parecido entre el muchacho y uno de sus compañeros de colegio.

—¿Te gustaría hablar con el niño?

El niño le sacó la lengua.

—Seguramente será una forma indígena de saludar —dijo la esposa del pastor.

—¡Uuuuu! ¡Sí que es Guillermo Brown! —insistió la niña.

—Si vuelves a decir eso, querida —murmuró la madre—, tendré que llevarte a casa. No es bondadoso. Puede herir la susceptibilidad del muchacho. Viene de un sitio muy lejano y debieras de ser bondadosa para con él. ¿Qué tal te gustaría a ti ir a un país extranjero muy lejano y que la gente dijera que tú eras Guillermo Brown?

No parecía haber manera de contestar a semejante pregunta. La niña calló.

Don Teófilo Mugg miró, con ansiedad hacia la puerta del jardín.

—No parece venir —dijo—. ¿Nos… ah… nos retiramos a la sala a tomar el té y… ah… escuchamos el discurso… ah… del reverendo Habbakuk Jones… ah… después?

Hubo un murmullo de asentimiento.

—La… ah… criatura del sol —prosiguió el señor Mugg— puede quedarse aquí fuera… y le… ah… le haremos sacar el té.

La expresión de Guillermo se animó.

Suisky —dijo.

—Gracias —tradujo la esposa del pastor, para que lo entendiera el resto del público.

La niña dio un rodeo hasta situarse detrás de Guillermo.

—¡No es negro por todas partes! —gritó—. ¡Es…! (Se interrumpió bruscamente, recordando la amenaza maternal.) Bueno, de todas formas, lo «es».

—«Claro» que ha de ser negro por todas partes —dijo la madre—. No seas tonta.

—«Tal vez» no lo sean —dijo una anciana de rostro benévolo—. Claro está que una se imagina que lo son; pero, después de todo, una no ve más que las partes expuestas.

En aquel momento, Guillermo, que tenía mucho calor, se llevó la mano a la frente para limpiarse el sudor. El sol estaba surtiendo efecto en su color. Una huella pálida apareció donde había tocado su mano. Ésta, al bajar, rozó con la camisa verde, dejando una mancha negra. Hubo un momento de desconcertante silencio.

La esposa del pastor protestante expresó el sentir general.

—¡Es curioso! —dijo.

—¿Es posible —inquirió la anciana, en voz trémula— que se nos haya engañado?

—Imposible —aseguró el señor Mugg, pálido pero firme—. Conozco al señor Habbakuk Jones desde la infancia. Es incapaz de semejante decepción.

—Tal vez —sugirió la anciana—, sea efecto del brusco cambio de clima, que obre sobre lo pigmentación de la piel.

Hubo un murmullo de alivio al oír la explicación. Guillermo se limitó a mirarles, ceñudo. Estaba preguntándose cuándo y so pretexto de qué podría escaparse al bosque. Se decía que ya había agotado las posibilidades de entretenimiento de aquella situación; pero no quería perderse el té.

—No discutiremos el asunto en presencia de la criatura —dijo el señor Mugg.

—Pero… ¡si no habla el inglés! —exclamó la anciana.

—Pero, a lo mejor, «comprende» —contestó el señor Mugg con dignidad—. Discutamos… ah… el asunto mientras tomamos el… ah… té.

Algo aturdidos y dirigiendo miradas de desconfianza al inescrutable Guillermo, los concurrentes entraron en la casa. No tardó en volver a salir la anciana con una bandeja bien cargada que colocó delante del niño. Parecía a punto de hacer algún comentario bondadoso; pero encontrándose con la implacable mirada de Guillermo, se retiró apresuradamente.

—No cabe la menor duda que empieza a molestarse —anunció la señora, excitada, en la sala.

—Es… —empezó a decir la vocecita chillona.

Pero se interrumpió bruscamente.

Estaba acabando Guillermo de consumir el último pastel cuando observó que se acercaban dos personas a la casa. Una de ellas era un pastor protestante. La otra era un niño de la misma edad, aproximadamente, que Guillermo, algo más moreno de lo corriente y vestido con un traje corriente. Nadie supo, exactamente, qué ocurrió entonces. Lo que es seguro es que, en aquella ocasión, Guillermo no fue el agresor. Quizás al recién llegado le resultaba antipático el aspecto de Guillermo, con su cara llena de churretes y su extraña indumentaria; tal vez tendría apetito y le resultaría insoportable ver al otro comiéndose el último pastel; es posible, incluso, que no fuera más que efecto del calor. Sea como fuere, el caso es que se abalanzó sobre Guillermo con la agilidad de un gato montés y el niño, lleno de pánico, entró a todo correr en la sala, seguido de su antagonista. Los dos atravesaron, como una ráfaga, el cuarto. Dejaron tras ellos al señor Teófilo Mugg sentado sobre un plato de pasteles, en el suelo, a la esposa de don Teófilo empapada de té caliente, a la anciana revuelta con los fragmentos de un jarrón veneciano y a la madre de la niña debajo del piano de cola. Una vez fuera de la casa, Guillermo logró dar esquinazo a su perseguidor y se dirigió al bosque.

Había decidido volverse a casa y desteñirse. Ya se le iba quitando la pintura, de todas formas. Tal vez llegara a casa a tiempo para el té. Era posible (tenía sus dudas; pero estaba decidido a ser optimista), que no llegara a oídos de su padre el asunto. De todas formas, se había divertido de lo lindo. Se había divertido en el bosque; aquellos medio locos le habían resultado divertidos y los pasteles habían sido estupendos.

* * *

En el jardín había vuelto a restablecerse la paz. El público se hallaba sentado, nuevamente, en filas ordenadas. A la mesa se hallaban sentados, don Teófilo Mugg, el reverendo Habbakuk Jones y el protegido indígena, tranquilizado ya y repleto de pasteles y leche. Corría de boca en boca un nombre por entre los espectadores. El reverendo Habbakuk Jones se puso en pie.

—Señoras y caballeros —empezó.

De la última fila surgió una voz aguda y excitada:

—¡Te «dije» que era Guillermo Brown!