LA SOCIEDAD SECRETA DE GUILLERMO

Guillermo consideraba que el mundo de los microbios le estaba tratando mal. Un sarampión no muy fuerte resultaría una interrupción deseable en la monotonía de la existencia. Significaría lujos tales como flanes, cremas y pollo. Significaría un descanso de las apremiantes exigencias de la cultura.

Le proporcionaría una excusa para no tener ganas de trabajar durante muchos meses después. Guillermo era experto en expresiones de fatiga y hondos suspiros que, durante meses después de una enfermedad, conmoverían a su madre y la harían decirle que guardase los libros y se fuese a dar un paseo. Nadie podía competir con Guillermo en eso de extraerle hasta la última partícula de beneficio a una leve indisposición.

Enrique, Douglas y Pelirrojo, sus íntimos amigos y compañeros de travesuras habían sucumbido todos ante el sarampión, enfermedad que había pasado de largo a Guillermo, dejándole solo y quejumbroso. El niño no perdonó esfuerzo por su parte. Respiró hondamente la atmósfera de la gramática latina de Pelirrojo, que era el último libro que éste había usado, en cuanto supo que Pelirrojo había contraído el sarampión. Fue inútil. Guillermo no se contagió.

Conque se quedó solo, sin sus fieles amigos, imaginándose su existencia como una vacación ininterrumpida y feliz. Pero sus preocupaciones no paraban ahí. El señor Cremer, profesor pacífico y cargado de paciencia, cayó enfermo y, a la mañana siguiente, el señor French ocupó su lugar como maestro de la clase de Guillermo.

La actitud del niño hacia sus profesores era, por regla general, de compasión y paciencia; pero, en general, se hallaba bastante bien dispuesto. Satisfacía sus caprichos, sonreía al escuchar sus chistes, soportaba su sarcasmo; pero se negaba a concentrar sus fuerzas mentales en «x» e «y» y en fechas como 1815 durante las escasas horas de que disponía después de clase. En lugar de hacer sus deberes, prefería jugar a pieles rojas, o a piratas o a cazar ratas y conejos en compañía de su perro «Jumble».

Hasta la llegada del señor French, las relaciones entre Guillermo y sus profesores habían sido bastante amistosas. El señor Cremer era pacifista. Quería la paz a cualquier precio. Rehuía, abiertamente, todo conflicto con Guillermo. Si veía al niño ocupado en dibujar escarabajos durante la clase, no protestaba. Daba gracias al cielo por ello. No era un hombre soberbio.

Pero al señor French, Guillermo le era francamente antipático. Le hacía quedarse horas y horas después de las horas del colegio. Cuando al niño se le ocurrió escaparse por la ventana en un momento en que el maestro estaba de espaldas, siguió a Guillermo a su casa y apareció de pronto cuando éste se sentaba a comer, obligándole, ignominiosamente, a volver a la escuela.

Cuando Guillermo y sus amigos, según su inveterada costumbre, compraron un enorme pastel de carne para darle bocados por turno durante la lección, para que no les resultara tan cansada la geometría, el señor French descendió sobre Guillermo en el momento en que se disponía a dar el primer mordisco y le condenó a consumir el pastel entero en presencia de toda la clase. No es que el pastel fuera excesivo para la capacidad digestiva del niño. Era que hasta el propio Guillermo sentía que semejante proceder estaba completamente exento de dignidad. Además, hubo una tempestuosa reunión más tarde de los accionistas del pastel, que exigían les fuese devuelto su dinero…

Pero fue cuando Guillermo se hubo pasado la tarde entera escribiendo, laboriosamente, el primer capítulo de lo que había de ser una novela genial y el señor French se lo quitó, lo leyó en alta voz a la clase y luego lo quemó desdeñosa y públicamente, que Guillermo se dijo que había llegado la hora de que le ocurriese algo al señor French. Estaba orgulloso de su novela; le parecía estupenda, aun cuando la leyó el señor French, que no parecía saber pronunciar la mitad de las palabras.

«La polisía se ablanzó sobre el porsquito que se tenía en pie tan orguyoso y baronil.

»—¡Jo-jo! —ecksclamó—. ¡Benid, sayones, y os daré pal pelo!

»Un tago de su ensangrentada espada izo rodar las cabezas de tres guardias en un montón. Le metió a otro un valazo en los sesos; otro calló estrangulado y otro, que padecía del corazón, calló muerto al ber tan orrible espetáculo. Sólo quedaba uno.

»El porsquito soltó una carcagada rujiente por entre los dientes apretados.

»—¡Benid, sayones! —dijo, agitando su ensangrentada espada en una mano, la pistola en la otra y con un puñal entre los dientes.

»Pero el polisía se largó.

»—¡Covarde! —le gritó el porsquito por entre los dientes apretados».

A Guillermo le parecía una novela estupenda de verdad. Tendría que volverlo a escribir todo otra vez. Ya iba siendo hora de que le pasase algo al señor French. Volvió a su casa pensando en la venganza.

Regresó a casa caminando lentamente, frunciendo el entrecejo, sin saltar dentro y fuera de la cuneta ni tirarles cosas a amigos y enemigos como tenía por costumbre. Estaba tan absorto formulando planes para vengarse que pasó de largo la bocacalle que conducía a su casa y se encontró en una carretera por la que rara vez había pasado.

Había dos muchachos a la puerta de una casa. Eran muchachos a los que la madre de Guillermo hubiera llamado «ordinarios». Guillermo, que tenía gustos lamentablemente ordinarios, les miró con interés. Se sintió, de pronto, solo y ávido de la compañía de los de su edad. Pronto se presentó la ocasión de trabar amistad. El mayor de los dos muchachos alzó la cabeza y se encontró la mirada de Guillermo fija en él.

—¡Hola, Pecas! —exclamó, acompañando el insulto de una mueca evidentemente hostil.

Guillermo, olvidándose por completo del señor French, se acercó a él, amenazador.

—¡Di eso otra vez! —murmuró.

El pelirrojo lo dijo otra vez, sin vacilar, y Guillermo se le echó encima. Rodaron por la carretera, cayeron en la cuenta y volvieron a salir de ella. Guillermo le tiró de la nariz al pelirrojo y el pelirrojo le frotó a él las narices en el suelo. Fue una pelea la mar de amistosa, una simple excusa para hacer exhibición de energía física.

El segundo niño se sentó en la valla e hizo de espectador. De vez en cuando escupía por un colmillo, con cierto orgullo. Por fin, habiendo quedado establecidas buenas relaciones mediante la lucha, Guillermo y el pelirrojo se sentaron cómodamente en el suelo y se miraron.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Guillermo.

—Sam, ¿y tú?

—Guillermo. ¿Vas al colegio?

—¿Al colegio? ¿Quién? ¿Yo? ¡Quiá! Yo trabajo. Trabajo ahí —contestó el pelirrojo, despectivo, señalando la casa—. No es ninguna ganga, te lo aseguro. ¡Es más roñoso el pobre…! ¡Ni siquiera me dice nunca: «Coge una manzana o dos» o «Coge un racimo o dos de uvas». ¡Qué ha de decir! Y eso que ayudo al jardinero.

—Así… ¿no coges ninguna? —inquirió Guillermo, simpatizando con él.

—¿Que «no»? —contestó Sam, guiñando el ojo—. ¿Tú qué crees? Eso es lo que te pregunto. ¿Tú qué crees? Pero resultaría mucho más amistoso que me dijese que cogiera una o dos. Aun cuando —confesó—, para el caso es lo mismo. Pero es un tío roñoso. Siempre lo ha sido. Es uno de esos maestros de escuela… de carácter bastante desagradable.

—¿Cómo se llama? —inquirió Guillermo, despertándose su interés.

—French y… ¡cuidado que se cree listo! ¡Vaya si se lo cree!

En el semblante inescrutable de Guillermo había aparecido un destello. Durante unos momentos sus pensamientos trabajaron osada y silenciosamente.

—¿Te gustaría —preguntó por fin— pertenecer a una sociedad secreta?

Sam se ladeó la gorra y mascó una hoja de hierba, pensativo.

—No lo sé —contestó—, nunca lo he probado. Que yo sepa por lo menos.

—Bueno —dijo Guillermo, persuasivo—, pues puedes probarlo ahora. Yo quiero empezar una y tú puedes pertenecer a ella. Quiero que tú pertenezcas a ella, porque eres ayudante de jardinero y puedes «hacer» cosas… porque es la mar de roñoso y me hizo comer todo el pastel y quemó mi novela y dijo la mar de cosas y quiero formar una sociedad secreta para vengarme de él.

Sam pareció hacerse cargo de la situación.

—Bueno —dijo— y ¿cuánto se me da por eso?

La pregunta dejó un poco parado a Guillermo.

—Oh —dijo, vagamente—, es una sociedad… uno pertenece a ella… uno… oh… bueno, pues uno se «limita» a pertenecer.

Sam reflexionó.

—Admitámosle a él —dijo, señalando al muchacho que seguía sentado en la valla, escupiendo de vez en cuando—. Es el recadero de la tienda de ultramarinos, ¿sabes?, y viene mucho por aquí. Se llama Alberto.

Fue abordado Alberto y expresó su conformidad.

—No tengo inconveniente en pertenecer —dijo con un profundo suspiro—. Hay veces que no me importaría «asesinarle», cuando me dice, con desprecio, que me largue de su jardín. Le hubiese asesinado hace tiempo si no hubiera sido por mi pobre madre.

Hasta el propio Guillermo se sobresaltó.

—No es preciso que le «asesines» —se apresuró a decir—. Sólo hay que vengarse de él.

La Sociedad Secreta de la Venganza se reunió por primera vez a la tarde siguiente en un cobertizo abandonado de la montaña.

Alberto había llevado consigo a un amigo llamado Leopoldo para aumentar el número. Leopoldo llevaba una gorra demasiado grande para él, echada sobre los ojos. Le daba un aspecto de osadía. Anunció, en voz ronca, que no le «importaba nadie nada, ¡para que te empapes!»

Guillermo miró a su pequeña banda con orgullo. Aun cuando no había olvidado los fines que perseguía su sociedad secreta, su mera existencia le emocionaba.

—Ahora tenemos que tomar un juramento sagrado y solemne —dijo— y firmarlo con nuestra sangre, e inventar un santo y seña y un lenguaje secreto.

Leopoldo creó una diversión anunciando, breve y hoscamente, que nadie iba a firmar nada con su sangre. Cuando Guillermo le amenazó con expulsarle y Sam le acusó de cobardía, se abalanzó sobre ellos con dramática furia. Ambos se apresuraron a apartarse en opuestas direcciones y su puño fue a chocar con un clavo de la puerta del cobertizo. Puesto que con ello parecía quedar asegurado un buen manantial de sangre, recobró su buen humor y se tornó la mar de orgulloso, exhibiendo su ensangrentada mano y murmurando que algunos que él conocía hubieron puesto el grito en el cielo por una pequeñez como aquélla. A él le tenía sin cuidado una pequeñez así: él… bueno, que se dieran prisa con el juramento o se le secaría la sangre.

Guillermo se había encontrado en el bolsillo un trozo de papel suelo y la punta de un lápiz, y escribía con expresión fija.

—Escuchad —dijo, por fin—. Esto es lo que he escrito: «Nosotros que firmamos con nuestra sangre debajo, tomamos el juramento de vengar hasta la muerte a cualquier miembro de esta sociedad a quien se le haga una injusticia. Ésta es una Sociedad Secreta. El castigo para el que no vengue a otro o que hable de la sociedad es que no se le volverá a hablar ni volverá a jugar con él ninguno de los de la sociedad, nunca hasta la muerte.»

Las firmas constituyeron la dificultad siguiente. Leopoldo firmó con un orgullo desdeñoso que empezaba a hacerle impopular. Guillermo, sintiendo que su fama como fundador de la sociedad corría peligro, sacó una navaja rota, se hizo una leve incisión con gesto teatral, y firmó su nombre debajo del de Leopoldo. Alberto dijo que no tenía la menor Intención de cortarse el dedo, porque temía desangrarse y entonces no podría mantener a su pobrecita madre cuando fuese mayor. Tenía un poco de pintura encarnada en casa e iría a buscarla. No tardaría un segundo. Repitió que no le importaría cortarse aunque fuera la cabeza; pero que tenía el deber de acordarse de su pobrecita madre. Los humos que se daba Leopoldo se estaban haciendo insoportables. Exclamó: «¡Sí, sí!» a intervalos durante la explicación de Alberto; pero el resto de la sociedad parecía de acuerdo en hacer como si no existiera, de momento. Sam, con exagerada expresión de angustia sufrida con entereza, había estado trabajando un arañazo recibido dos días antes y había completado ya su firma cuando regresó Alberto con su lata de pintura.

Una vez firmado el documento, Guillermo lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.

—Ahora —dijo—, hemos de idear un santo y seña.

Leopoldo propuso «infierno»; pero a todos les pareció que, aunque resultaba siniestro, no era lo bastante definido. Alberto, luego de mucho pensar, sugirió: «Inglaterra espera». Esto se calificó de excesivamente elevado y por fin fue adoptado lo propuesto por Sam, a saber: «¡Abajo los tiranos!»

Guillermo (propuesto y secundado por sí mismo), fue elegido presidente y los otros (también a propuesta suya y secundados por él), fueron nombrados secretarios.

El niño originó un silbido penetrante e inarmónico como señal secreta de peligro a cuyo sonido debía reunirse toda la sociedad. Además, cada miembro de la sociedad, al encontrarse con otro miembro, había de cruzar el pulgar y el dedo índice y pronunciar las palabras: «¡Proscrito - Hermano!» Por último, cada miembro alzó la mano derecha, pronunció lento y solemnemente las fatales palabras: «¡Abajo los tiranos… hasta la muerte!» y la reunión se dispersó.

* * *

El señor French se tornó pensativo. A la mañana siguiente de haber obligado a Guillermo a quedarse después de las horas de clase, encontró (con dolorosos consecuencias para él), una avispa en su zapato. La tarde después de haber colmado al niño de frases sarcásticas, halló reventado un neumático de su bicicleta. Luego de haber tenido otro conflicto con Guillermo, encontró, al llegar a la escuela, que le faltaban varias cosas indispensables: aun cuando hubiera jurado que las había metido en el maletín que llevaba. Las encontró más tarde en el invernadero.

En otra ocasión halló que le habían colocado un poco de hollín en el sombrero que se puso para hacer una visita al director de la escuela y, sin saber la cara que llevaba, intentó hechizar a la hija de su jefe. Era increíble; pero… Reflexionó profundamente, llegando siempre a la misma conclusión. Era increíble; pero… Probó hacer como si Guillermo no existiera y las inexplicables molestias cesaron. Era, desde luego, increíble; pero… Así quedó la cosa.

Las aspiraciones de la sociedad crecieron. Cuando el señor Beal, mayorazgo del lugar, echó, personalmente, a Guillermo de su huerto con ayuda de perros, palos y piedras, encontró a la mañana siguiente en su huerto, a la vista de la carretera, un espantapájaros que se le parecía extraordinariamente y que llevaba un traje suyo, viejo…

Cuando el reverendo Cuthbert Pugh llamó a Guillermo «un niño mal educado y sucio y estoy seguro que debe resultar un verdadero martirio para su pobrecita madre», descubrió, a la mañana siguiente, unas caras horribles, que parecían de gárgola, dibujadas con pintura blanca en todos los árboles de su jardín: cosa que resultaba muy desagradable, muy conspicua, y poco sacerdotal.

La sociedad secreta estaba teniendo un éxito rotundo. Lograba sus fines. Devolvió a Guillermo la dignidad que el señor French casi le había hecho perder. Los secretarios Sam, Alberto y Leopoldo parecían deleitarse vengando los insultos que un mundo poco comprensivo descargaba sobre su presidente. Para Guillermo, resultaba una verdadera alegría cruzarse con cualquiera de ellos en la calle o en la carretera, cruzar pulgar e índice y murmurar: «¡Proscrito-Hermano!»

Hasta ahí todo iba bien.

* * *

Por fin Pelirrojo, Enrique y Douglas, restablecidos de su enfermedad, volvieron al colegio. El pacífico e inofensivo señor Cremer regresó a su clase y el señor French se retiró a la suya, que era la quinta. El señor French no sentía marcharse, ni mucho menos. Se fue, luego de haberle lanzado una pensativa mirada a Guillermo y de decirse que era increíble; pero…

La vida brindaba, de nuevo, juegos, paseos y aventuras con Pelirrojo, Enrique y Douglas. Guillermo perdió el rencor que le había inspirado su suerte. Comprendió, por el relato que le hicieron sus amigos de la enfermedad, que no había perdido gran cosa. Poco a poco, el emocionante pensamiento de su sociedad secreta dejó de emocionarle. Al principio, le encantaba pronunciar el santo y seña cuando se hallaba en compañía de Pelirrojo, Enrique o Douglas; pero acabó por aburrirse de ello aun antes de que sus amigos se hartaran de escucharlo y tomaran activas medidas físicas para desahogar los nervios.

—Bueno —asintió Guillermo, levantándose de la cuneta y sacándose hojas secas del cabello y de la boca—; no volveré a decirlo; pero no pienso explicaros «por qué» lo decía antes. Es un secreto peligroso y apuesto a que no adivináis qué quiere decir.

—Sí; y apuesto a que nos tiene completamente sin cuidado —respondió Pelirrojo.

A la semana siguiente, Guillermo convocó un pleno de la sociedad secreta para anunciar su disolución. Al irse presentando los miembros —se dio cuenta de cuán antipáticos le eran— sobre todo Leopoldo. Odiaba a Leopoldo ya. Odiaba su gorra grande, sus ojos pequeños y sus dientes salientes. Le miró con frialdad al hacer su discurso.

—La Sociedad tiene que dejar de existir ahora, porque tengo muchas otras cosas que hacer y estamos haciendo un puente sobre el arroyo del campo y no tengo tiempo para sociedades secretas, y no quiero que se me vengue más, porque ya se ha ido, conque se acabó.

—Bueno y ¿qué de eso de «hasta la muerte»? —inquirió Leopoldo, roncamente.

—Las cosas han cambiado desde entonces —dijo Guillermo.

—¡Sí, sí! —exclamó el otro.

La antipatía que le inspiraba Leopoldo, aumentó.

—Sea como fuere —contestó Guillermo, agresivo—, yo la formé, conque puedo deshacerla.

—Bueno —dijo Sam—, puedes pagarnos la despedida y deshacerla.

—¿Pagaros la despedida?

—Sí —asintió Alberto—; tú páganos despido y lo dejaremos.

—No tengo nada con que pagaros despido —dijo Guillermo, con desesperación—. No se «cobra» por pertenecer a una sociedad secreta. Ya os lo dije. Sólo se «pertenece».

—¡Hombre! —exclamó Sam, como si le asombrara que tan depravada fuera la humanidad— ¡y nosotros que trabajábamos para ti…!

—Que arriesgábamos la vida por ti —intercaló Leopoldo.

—¡Y ahora nos tratas así! —acabó Alberto, con tristeza.

—Pero…, ¿qué queréis? —inquirió el presidente—. No me «queda» dinero esta semana, y el de la semana que viene y el de la otra me lo quitan para pagar el arreglo de un reloj que estuve mirando y que volví a poner como estaba; pero ¿cómo iba a saber yo que tenía demasiadas ruedas? Y os digo que no se le «paga» a uno por ser de una sociedad secreta… a nadie se le paga… sólo… sólo se «pertenece»… No hago más que «decíroslo»… no «comprendéis»…

—Y eso de «hasta la muerte», ¿qué? —volvió a preguntar en tono sepulcral Leopoldo.

—Bueno —dijo Sam—, pues iremos a decirles a French, y al señor Beal, y al señor Pugh, y a tu padre, que nosotros hicimos todas esas cosas, pero que fuiste tú quien nos indujo y quien nos obligó a hacerlas. Lo siento por «ti». ¡«Tú» te la cargarás con todas las consecuencias!

El semblante de Guillermo reflejaba asombro y un horror profundo. Se pasó una mano sucia por el cabello ya despeinado.

—Pero… pero ¡si eso no está «bien»! No comprendéis. Es una sociedad. Hacíais las cosas porque pertenecíais a ella. No podéis ir a hablar de ellas después. No… no «comprendéis».

—No hablaremos de ellas si nos pagas —dijo Sam.

—Bueno y «hasta la muerte», ¿qué? —insistió Leopoldo, como quien aduce un argumento irrefutable.

Guillermo recurrió, como única salvación, al sarcasmo.

—Me «parece» haberos dicho —dijo, imitando bastante bien al señor French—, que no tengo dinero. Tendré mucho gusto en «fabricaros» dinero de la nada si me enseñáis cómo hacerlo. Si sabéis enseñar al que no tiene dinero a «fabricar» dinero de la nada, os fabricaré todo el dinero que queráis. ¡Pues no faltaba más!

Y, recordando una de las frases favoritas del señor French, agregó:

—Espero que me habré hecho comprender bien.

Le miraron con involuntaria admiración ante tamaña elocuencia. Sam fue el que volvió a encauzar la conversación.

—No es preciso que sea dinero —dijo—. Lo único que decimos es que debiéramos de recibir algo después de todas las molestias y todos los peligros que hemos corrido por ti. Bastaría que nos dieras algo de comer… algo bueno y grande.

—Sí y, ¿cómo queréis que lo «consiga»? —exigió Guillermo, indignado—. ¿Queréis que me «muera» de hambre? ¿Creéis que mi familia se estaría tan tranquila viendo cómo me moría de hambre y os daba a vosotros la comida…? ¡Y nada más que porque fuisteis y pusisteis un espantapájaros en un jardín! ¿Creéis que ésa es una buena razón para que una persona se muera de hambre… nada más que porque otra persona puso un espantapájaros en un jardín?

Comprendieron que, en retórica, Guillermo estaba muy por encima de ellos.

—Bueno, pues te acompañaremos a tu casa —dijo Sam, haciendo caso omiso del razonamiento.

—O nos das algo bueno y grande que comer o se lo decimos a tu padre.

Guillermo, aunque algo pálido, rió con desdén.

—Sí; acompañadme a casa si queréis —dijo—. Seguramente no habréis visto el perro que tenemos, ¿eh? Es casi tan grande como un caballo. Me parece que no quedará mucho de vosotros en cuanto os vea nuestro perro. ¡Huh!

Después de emitir lo que quería ser una risa siniestra, giró sobre los talones y se marchó. Vio, con desaliento que los muchachos le acompañaban. Leopoldo, el de los salientes dientes, caminaba a su lado. Alberto y Sam iban detrás. Contoneándose levemente y tarareando una canción —pero aprensivo a más no poder por dentro— Guillermo se dirigió, lentamente, a casa.

A la puerta del jardín se hallaba «Jumble», su perro: pequeño y cariñoso y encantado de verles a todos. «Jumble» no tenía nada de snob. Luego de haberle asegurado a Guillermo de que seguía siendo su devoto esclavo y de que no cabía en sí de alegría al verle, se dedicó a darles la bienvenida a Sam, a Alberto y a Leopoldo. Guillermo le miró con cariñoso sentimiento. Aun cuando adoraba a «Jumble», pensó que mejor sería que pidiera un perro sabueso para su próximo cumpleaños, uno que fuera verdaderamente salvaje y que reconociera a sus enemigos a simple vista. Siguió andando con el mismo contoneo de antes, hacia la puerta lateral; pero su desaliento crecía de punto a cada paso. Sam, Alberto y Leopoldo le acompañaron.

—Ahora —susurró Sam—, consíguenos algo bueno de verdad para comer o le diremos a tu padre lo que nos hiciste hacer.

Guillermo entró en casa y cerró la puerta tras sí.

Se dirigió, primero, a la cocina. La cocinera estaba sacando un hermoso pastel del horno. Su expresión de melancolía desapareció.

—¿Para qué es eso, cocinera? —preguntó, con cortesía.

—Para unas personas que vienen a cenar esta noche. Y eso no es cuenta de usted, señorito Guillermo.

Guillermo y la cocinera no se llevaban muy bien. El niño se acercó a la puerta de la despensa y la abrió. La cocinera se volvió bruscamente.

—Apártese de esa puerta y salga de esta cocina, señorito Guillermo. Tiene usted servido el té en el comedor.

El niño emitió su famosa risa de desdén.

—¡Huh! Si quisiera comer algo no vendría «aquí» a buscarlo. No quisiera comer nada de «esta» despensa. ¡Qué había de querer! Preferiría morirme de hambre que comer cosas de «esta» despensa, para que lo sepa.

Animado algo; pero aún aprensivo por lo que pudiera aguardarle dentro de poco rato, entró en el comedor. Se animó aún más al ver la abundante comida que había sobre la mesa; pero volvió a desanimarse al observar la presencia de su madre y de su hermana mayor Ethel. Hubiera preferido hallar despejado su campo de operaciones.

Emitió el sonido ronco con el que acostumbraba saludar a su familia.

—Llegas bastante tarde, querido —dijo su madre—. ¿Tienes limpias las manos?

Guillermo contestó con otro gruñido, se echó el pelo atrás con las manos y luego se apresuró a bajarlas, conservándolas debajo del mantel hasta que se hubiese amortiguado el interés que parecía inspirar su color. Por la ventana, distinguió, claramente a Sam, Alberto y Leopoldo, y aumentó su aprensión.

—Mamá —murmuró con voz débil—; aquí está la atmósfera un poco cargada. ¿Puedo tomar el té en el jardín? Creo que me lo comería mejor ahí fuera.

La señora Brown le miró con ansiedad.

—¿Te sientes mal, querido?

—Algo. Siento como si quisiera tomar el té al aire libre. Sería capaz de comer bastante… pero sólo al aire libre. Es esa clase de sensación. Algo así como si me sintiera mareado aquí dentro y sin apetito… pero que, si estuviera al aire libre, me sentiría bien y comería mucho.

—¡Cuento! —comentó Ethel, con frialdad.

—Si te sientes así, querido —le dijo la señora Brown—, creo que será mejor que te acuestes. Te subiré el té en una bandeja.

Guillermo se dio cuenta de que Sam le estaba haciendo señas por la ventana, señalando, expresivamente, hacia la mesa.

—No es esa clase de sensación ni mucho menos —aseguró el niño—. Es de una clase muy distinta. Quisiera pasteles y pastas… en gran cantidad… en el jardín. Me sentiría muy bien si pudiera llevarme muchos pasteles para comer al aire libre.

—¡Guillermo! —exclamó la señora Brown, que se había acercado a la ventana—, ¿quiénes son esos muchachos que hay en el jardín?

Guillermo se humedeció los labios.

—¿Qué muchachos? —preguntó, inocentemente, pero con gesto de desesperación.

—¡Ahí! ¡Junto al seto! ¡Te están haciendo señas!

—¡Ah! «¡esos!» —exclamó el niño, como si los viera por primera vez—. ¿Te refieres a «esos»?

—¿Quiénes son?

—¿Esos muchachos? —murmuró Guillermo lentamente, para ganar tiempo—. Pues amigos míos. Nada más. Amigos míos a quienes les gustan los jardines y querían ver…

—Pero… ¡si son muchachos horribles y ordinarios…!

Guillermo soltó una risa hueca.

—¡Oh, no! —dijo—. En realidad no lo son. Sólo «parecen» muchachos horribles y ordinarios. Van «vestidos» como muchachos horribles y ordinarios. Son…

—No digas tonterías, Guillermo. Ve y diles que se marchen inmediatamente del jardín. ¿Has acabado el té?

Guillermo dirigió una mirada, preñada de amargura, hacia los que parecían empeñados en ser su perdición.

—Sí —contestó—; ya he tomado todo lo que tengo ganas de tomar aquí dentro. No sé lo que será de mí luego, con eso de no haber podido tomar el té como tenía ganas de tomarlo…

—Ve a echar de aquí a esos muchachos inmediatamente y no vuelvas a traerlos.

El niño, cuya opinión de la vida en general en aquel momento no hubiera podido expresarse en letras de molde, salió, lentamente, al jardín.

—Tenéis que marcharos —dijo, en ronco susurro—, lo dice «ella».

—Bueno; iremos a decírselo a tu padre.

—No; aguardad junto a la puerta del jardín y os sacaré algo pronto y… ¡troncho…! tardaré mucho en meterme en sociedades secretas otra vez.

Bajaron, furtivamente, el camino del jardín y Guillermo volvió a casa.

Empezaban a llegar los invitados. Vio al reverendo Cuthbert Pugh y al señor Beal cuando ambos entraban en la sala. Revoloteó, desconsolado, por los alrededores de la cocina. La cocinera no se movía de allí. Vigilaba sus menores movimientos con desconfianza. La situación era desesperada. Había que hacer algo.

De un momento a otro pudiera serle descubierto a su padre toda la historia de sus crímenes. Al abrir y cerrar la cocinera la puerta de la despensa, vio un pastel enorme y doradito en el estante de arriba. Sin duda sería bastante para pagar de una vez a los chantajistas ex-secretarios de la Sociedad Secreta de la Venganza.

Guillermo formó sus planes rápidamente. El entrar en la despensa por la puerta de la cocina resultaba imposible. Pero era preciso apoderarse de aquel pastel fuera como fuese. Salió por la puerta principal y dio la vuelta a la casa, hasta llegar a la ventana de la despensa. Estaba entreabierta. La abrió del todo, sin hacer ruido y entró. Conteniendo el aliento y con la mirada fija en la puerta que daba a la cocina, cogió el pastel y volvió a salir, silenciosamente. Estaba excitado. Ya pronto acabaría la pesadilla. Pero no había contado con «César».

«César» era el perro del señor Beal, que acompañaba a su amo a todas partes y aguardaba a la puerta. En aquella ocasión pareció creer que Guillermo había tenido la amabilidad de sacarle algo que comer para que se le hiciera menos larga la espera.

Salió al encuentro del muchacho meneando la cola y olfateando el delicioso aroma que despedía el pastel de ternera y jamón. Todo su aspecto expresaba anticipación y gratitud.

Guillermo dijo: «¡Abajo!», en feroz susurro y alzó el precioso pastel por encima de su cabeza. «César» caminó, saltando, a su lado, con la mirada alzada hacia el manantial de tan divino olor. El niño había tenido la intención de arrastrarse por entre los arbustos hasta llegar a la puerta lateral; pero es difícil arrastrarse con un pastel pesado alzado por encima de la cabeza y acompañado de un enorme perro cuyas energías están concentradas, exclusivamente, en adueñarse del pastel. Guillermo logró dominar la situación durante un rato. Dijo: «¡Abajo!», con frecuencia y ferocidad y siguió avanzando por entre acebos y laureles. Pero César acabó por decirse que ya le habían tomado bastante el pelo.

Se alzó sobre dos patas, colocó las delanteras sobre los hombros del muchacho, le empujó, suavemente, hacia el suelo y metió el hocico en su deliciosa cena. Guillermo se incorporó, se frotó un codo magullado, y miró a su alrededor. El apetito y la capacidad de «César» eran ilimitados. Había desaparecido ya la mitad del pastel y el resto iba desapareciendo a gran velocidad.

—¡Caramba! —exclamó, recordando el título de un libro que hacía poco había leído—. ¡Esto sí que es estar «Perseguido por el Destino»!

Al pensar en el libro, recordó el protagonista Dick el Temerario. «Él» hubiese luchado con Sam, Alberto y Leopoldo a un tiempo y los hubiese vencido sin darle la menor importancia. Se hubiese acercado a ellos y les hubiese hecho comprender que más valdría que no le molestasen más en adelante. «Él» se hubiera echado a reír al ver al perro comerse todo aquel pastel. Guillermo emitió un sonido áspero y «César» enderezó una oreja y le miró como excusándose. Guillermo no era un romántico en balde. Había dejado de ser Guillermo. Dick el Temerario bajó por el camino del jardín hasta la puerta con el entrecejo fruncido.

Sam atisbo en la oscuridad.

—Bueno —inquirió—, ¿qué has traído?

Entre los arbustos, «César» se tragó el último bocado de pastel de ternera y jamón y se sentó sobre los cuartos traseros, con una expresión de seráfica felicidad. «Jumble» se acercó, humildemente, a lamer el cacharro vacío.

—Nada, so… ¡so sayones! —exclamó Dick el Temerario—. ¡Yo no os traeré nada nunca… jamás… hasta la muerte, pera que lo sepáis! Y… ¡largaos ahora mismo de la puerta de mi casa o…!

Se abalanzó sobre Sam. Éste, pillado por sorpresa, rodó por la cuneta. Alberto y Leopoldo se tiraron sobre Guillermo, Sam salió de la cuneta y se unió a sus compañeros. Empezó la batalla.

* * *

—Ha desaparecido —dijo la señora Brown—; ha desaparecido por completo.

Los tres hombres la miraron, aturdidos.

—El pastel de ternera y jamón —explicó la señora Brown—. El que íbamos a comernos ahora. La cocinera dice que lo metió en la despensa hace dos minutos nada más… y ahora ha desaparecido. Nadie ha pasado por la cocina. La cocinera ha estado, continuamente, al lado de la puerta de la despensa. Algún vagabundo debe de haberlo visto por la ventana, se lo debe de haber llevado y…

—No puede haber ido muy lejos —dijo el señor Brown.

El señor Beal se puso en pie de un brinco.

—Salgamos a cazarle —exclamó—. Lo más probable es que se lo esté comiendo entre los arbustos del jardín ahora mismo.

Los tres hombres salieron al jardín. Estaba oscureciendo rápidamente. Llegó a sus oídos el leve chasquido de ramas procedente de los arbustos. Echaron a andar en fila india y de puntillas. Por fin distinguieron una borrosa figura que llevaba algo en brazos e iba acompañado de un perro.

—¡Ahí está!

—¡En silencio! ¡Le pillaremos!

—¡Se ha hecho amigo de «César»!

—Es un hombre la mar de pequeño.

—Es casi un niño.

El padre de Guillermo había concebido una horrible sospecha; pero siguió, con los demás. La figura desapareció detrás de un laurel. La siguieron siempre de puntillas. Detrás del laurel hallaron tan sólo a «César», que acababa los restos del pastel y a «Jumble», que le miraba con envidia.

—¡Cojamos al canalla antes de que se escape! —exclamó el señor Beal.

Y corrieron al seto del final del jardín, asomándose. Se encontraron con un espectáculo magnífico. Dick el Temerario luchaba como desesperado contra centenares de enemigos. Golpeaba, embestía, esquivaba, se acercaba… A cada golpe suyo sucumbía un millar. Tenía una leve idea de haber visto tres cabezas asomadas al Seto; pero no tenía tiempo para mirarlas. Oyó vagos sonidos tales como:

—¡Duro, Guillermo!

—¡Dales uno ahora, muchacho!

—¡Muy bien! ¡Muy bien!

—¡Fuerte con ellos!

Alberto, lanzando un grito de «¡Socorro!» y echando sangre por la nariz, empezó a correr hacia su casa. Quedaba muy poco ya de Guillermo el Temerario; pero, haciendo un esfuerzo desesperado, tiró a Leopoldo a la cuneta, de la que éste salió y siguió el camino de Alberto. No quedaba más que Sam. Sam era grandullón y no tenía nada de cobarde y, a pesar de tener un ojo hinchado, hubiera seguido luchando más tiempo de no haber aparecido «César».

El ver el perro le bastó a Sam. Haciéndose eco del grito de «¡Socorro!» de Alberto, huyó, como alma que lleva el diablo, calle abajo. Entonces desapareció Dick el Temerario y Guillermo, con el cuello abierto, la corbata deshecha, la chaqueta rota y echando sangre por una oreja, se volvió a mirar a los tres espectadores con un ojo que se le estaba cerrando rápidamente.

* * *

Guillermo, en pijama, meditó, durante unos instantes, sobre el misterio de la vida humana, mientras daba a su cabello los cepillazos puramente convencionales que constituían su tocado de noche. Aquel día había cometido casi todos los crímenes conocidos de la infancia.

Había llevado niños «ordinarios» a su casa.

Había robado un pastel.

Había peleado abiertamente en la calle.

Había estropeado cuello, corbata y chaqueta, adquiriendo, al propio tiempo, un ojo a la funerala.

Por último, al acabar de consumar todos estos crímenes y volver, esperando ser castigado por su familia, se le había aclamado como héroe. Estaba aturdido. No lo comprendía. No sabía por qué era un héroe en lugar de un criminal. Fuera como fuese, sin embargo, no valía la pena preocuparse. Además, pensó, con orgullo, iba a tener un magnífico ojo a la funerala. Dio una voltereta desde la silla hasta la cama, que era su forma normal de meterse en ella, y se tapó. Antes de entregarse a la fuerza del sueño, hizo un breve resumen de las principales impresiones de la noche:

—¡Son la mar de raras las personas mayores! —dijo, soñoliento—. ¡La mar de raras!