Guillermo había conocido, en más de una ocasión, a la singular especie del género masculino que sucumbía ante los encantos de su hermana mayor. Guillermo nunca había podido comprender qué encontraba la gente en Ethel. Cabello rojo, ojos azules, y una vocecita estúpida… Alguna gente (pensaba el niño), podría llamarla bonita; pero, ¡troncho! ¡qué geniecito se gastaba la niña! Armaba jaleo si su perro «Jumble» mordía alguna de sus cosas, o si él cogía su bicicleta, o si sus ratas domesticadas se metían por su cuarto.
Ni siquiera le gustaban cosas interesantes como pistolas, conejos o insectos. Las muchachas ya resultaban una molestia en el colegio —se decía Guillermo— pero eran mucho cuando se hacían mayores.
El sexo femenino era un misterio completo para Guillermo. Salvo en el caso de su madre, no concebía qué motivo había para que existiesen. No obstante, reconocía, para sus adentros, que los admiradores de Ethel no le habían resultado inútiles. El señor French, por ejemplo, le había regalado su primer pareja de ratitas blancas; el señor Drew le había dado sellos de correos, de emisiones muy raras, a montones; el señor Laughton acostumbraba meterle seis peniques en la mano cada vez se lo encontraba…
Pero el señor Ramford era distinto a los demás. Parecía tener la extraña idea de que Guillermo no tenía influencia sobre su hermana mayor. Daba la casualidad que no se equivocaba al pensar; pero no por ello le molestaba menos la cosa al niño. Le pareció justo que todo joven que sintiera el menor interés en Ethel, se asegurara de su simpatía mediante regalos prácticos. El señor Ramford le trataba como si no existiera. A Guillermo le molestaba aquello sobremanera.
—¿A qué «viene»? —inquirió, indignado—. No se toma el menor interés por «Jumble», ni por las ratas, ni por el cobertizo, ni el puente que estoy haciendo sobre el arroyo, ni por «mí». ¿A qué viene?
Estas palabras iban dirigidas a toda su familia.
Todos le contestaron.
Ethel le dijo, fríamente:
—No hables de cosas que no son cuenta tuya.
Su madre:
—Guillermo, no sabes cuánto me alegraría que se pudiera hacer algo de tu pelo. ¡«Nunca» parece peinado!
Su padre:
—A propósito, Guillermo, ahora me acuerdo de una cosa. Más vale que vayas a arrancar cizaña de tu jardín. Está en un estado lastimoso.
Guillermo se dirigió, lentamente, a la puerta.
—El señor Ramford me va a regalar un gato de Angora para Nochebuena —siguió diciéndole Ethel a su madre.
Guillermo se paró en seco.
—¿Y «Jumble»? —exclamó, indignado—. ¿Y «Jumble», habiendo un gato en casa? ¿Y mis ratas? ¿Cómo crees tú que les gustará que haya un gato por aquí? Mis ratas tienen tanto derecho a la vida como un gato, me parece a mí, ¿no? Mis ratas y el pobre «Jumble» fueron los primeros en llegar aquí, si no me «equivoco». Por lo menos así lo «creo», puesto que el gato no ha llegado aún. Me parece a mí que «Jumble» y las pobres ratas merecen un «poco» de tranquilidad…
—Ve a cepillarte bien el pelo, Guillermo —dijo la madre.
—Arranca toda esa cizaña de tu jardín. Debe hacer muchas semanas que no lo tocas siquiera —dijo el padre.
—Tú no eres la única persona en el mundo que puede tener animales —dijo Ethel.
—¡Valiente cosa te interesan a ti los animales… los animales de «verdad»… —estalló el niño, con amargura—. ¡Valiente cosa te interesan mis insectos y ratas y cosas! ¡Gatos! ¿Quién ha dicho que los gatos son animales? ¿Es que son interesantes? ¿Quién ha dicho que un gato es interesante? ¿Le siguen a uno como perros? ¿Verdad que no? No tienen costumbres interesantes como los insectos… ¡Sí! ¡Los gatos son interesantísimos!
Vio que su madre y Ethel se disponían a hablar. Su padre se había parapetado detrás de su periódico.
Se apresuró a marcharse, cerrando la puerta tras sí.
—«¡Gatos!» —exclamó, desdeñosamente, dirigiéndose al vestíbulo vacío.
Guillermo caminaba, lentamente, por la calle, con las manos en los bolsillos, silbando. Se sentía en paz con todo el mundo. Tenía media corona (dos chelines y medio), en el bolsillo. Pronto sería Nochebuena. Iban a echarle una bicicleta por Nochebuena. Ethel se había empeñado en que le dieran una bicicleta por Nochebuena: no por amor a Guillermo, sino porque los experimentos secretos de Guillermo con su bicicleta tenían tan desastrosos resultados.
—La romperá en seguida, querida —había dicho su madre.
—Si no tiene una suya que romper, romperá la mía —había contestado Ethel.
Conque Papá Noel le echaría a Guillermo una bicicleta, una armónica y una brújula de bolsillo, además, naturalmente, de las extrañas cosas que siempre mandaban como regalo tías y tíos lejanos. Estas últimas cosas no entraban en la cuenta: generalmente eran cajas de lápices y cuentos de niños ejemplares, plumas y cosas así. No entraban en la cuenta.
Sea como fuere, una bicicleta era una bicicleta. Quería poder desarmar por completo una bicicleta y volverla a armar. Nunca le había sido posible experimentar en serio con la de Ethel. ¡Armaba tanto jaleo por la menor cosa…! Pensaba en eso, en una leve sonrisa, cuando vio acercarse a un hombre que llevaba una cesta cubierta colgada del brazo. Era el señor Ramford. Guillermo le miró con frialdad. No tenía la menor esperanza de que el señor Ramford le regalase cosa alguna por Nochebuena. Pero dicho señor se detuvo al verle.
—¿Vas a casa, Guillermo? —inquirió.
—Sí.
—¿Tienes inconveniente en llevarle esto a tu hermana? Es un regalo que le hago para Nochebuena. No abras la tapa. Hay un gato blanco de mucho valor ahí dentro.
Guillermo la cogió. Algo se movía en el interior.
—Se halla en un estado enorme de tensión nerviosa —advirtió el hombre—. Más vale que no lo mires.
—Bueno —contestó el niño, con frialdad.
Y siguió su camino. Había desaparecido su sonrisa. Ya no pensaba en Nochebuena. Agitó, descuidadamente, la cesta al andar. Del interior surgió un ruido de arañazos y de maullidos furiosos. Guillermo agitó la cesta con mayor descuido aún.
—Yo no soy un porta-gatos —murmuró, indignado—. ¡Mira que convertirme yo en porta-gatos por él!
Vio a Pelirrojo, su leal amigo y aliado, en la distancia y le llamó con un penetrante silbido. Pelirrojo se acercó.
—¿Qué crees tú que hay aquí dentro? —le preguntó Guillermo.
—¡No lo sé!
—¡Un gato! Y… ¿de quién crees tú que es?
—¡No lo sé!
—Pues un hombre se lo ha regalado a mi hermana. Y… ¿cuánto crees tú que me ha dado por cargar con él?
—¡No lo sé!
—«¡Nada!» Nada. ¡Mira que hacer de mí un porta-gatos de balde!
—¡Escúchale! —exclamó Pelirrojo, encantado.
—Ha estado armando la mar de jaleo desde que lo llevo —dijo Guillermo—. Es un gatito la mar de pacífico, ¿verdad? Van a pasarlo muy bien «Jumble» y esas pobrecitas ratas cuando este animal salvaje ande suelto por ahí, ¿no te parece? ¡Vaya si lo van a pasar bien!
El sarcasmo era un arma nueva para Guillermo y la usaba, por consiguiente, con exceso.
—Déjame que lo vea —dijo Pelirrojo.
—¡Ah, sí! ¡Todo eso está muy bien para ti! No vas a tener que pasarte el resto de tu vida viéndolo. No va a haceros imposible la vida a ti, a tu perro y a tus ratas. No tengo el menor deseo de perder el tiempo mirándolo. El escucharle me basta de momento, gracias. A ti no te han convertido en porta-gatos de balde. Tú no sientes lo que yo en esto.
—Deja que eche una mirada nada más, Guillermo.
—Bueno, si tanto te interesa… A mí no. Debe de existir una ley que prohíbe regalar animales salvajes. Debiera haberla por lo menos. La vida humana debiera de ser más sagrada de lo que parece serlo para él. Bueno. Míralo. Pero no me eches a mí la culpa si te señala la cara. Es un gato muy bueno y muy pacífico. ¡Vaya si lo es! ¡Mucho!
Y lanzó una risa sarcástica.
Pelirrojo alzó, cautelosamente, la tapa de la cesta una fracción de pulgada.
Una pata blanca, pequeña, salió como una lanzadera. Pelirrojo dejó caer la tapa apresuradamente y se chupó la mano, con expresión de angustia.
—¡Troncho! —exclamó.
—¿Lo ves? —exclamó Guillermo, triunfal—. ¿No te lo había dicho? Con toda seguridad se te envenenará la sangre. Lo único que yo espero es que si te mueres, le ahorquen. Debieran de ahorcarle por regalar gatos salvajes sin domarlos primero.
Pelirrojo asumió una expresión heroica.
—No ha sido gran cosa —dijo—. Déjame que eche otra mirada.
Alzó, de nuevo, la tapa del cesto. Tanto Guillermo como Pelirrojo se negaron a aceptar la responsabilidad de lo que a continuación sucedió. Guillermo decía que él no lo había tocado. Pelirrojo aseguraba que sólo había alzado la tapa un poquitín y que él no sabía que el bicho estuviese loco, por lo menos no tan loco, tan rematadamente loco. Sea como fuere, el caso es que salió disparada de la cesta una especie de bola blanca, que propinó a Guillermo un arañazo en la mejilla, casi le arrancó una oreja a Pelirrojo y desapareció saltando por encima de la tapia más cercana.
—Bueno —dijo Guillermo, con frialdad—. ¿Qué piensas hacer ahora?
—«¿Yo?»
—Sí. Dime cómo piensas substituir el gato de gran valor que acabas de soltar. Dime lo que he de hacer yo. ¿He de volver a casa y decirle que tengo un gato de gran valor, que se encuentra en un estado nervioso muy grande y luego que no encuentren nada en la cesta más que aire? ¡Esto es lo único que saco yo de ser su porta-gatos! Bueno, tú lo has dejado escapar y tendrás que volverle a meter donde estaba. Me parece que eso es lógico, ¿no? Yo iba tranquilamente por la calle, llevando un gato de valor, muy excitado, y vienes tú y lo dejas escapar… Bueno, ¿qué piensas hacer?
—¿Qué quieres que haga? —dijo Pelirrojo, con impotencia—. ¿Cómo quieres tú que yo supiese que se trataba de un gato loco? Debiera de estar en un manicomio de gatos. Tú no me dijiste que llevabas un gato salvaje ni un gato loco. Dijiste simplemente «un gato». Tú…
Pero la enfurecida bola blanca había vuelto a aparecer. Saltó la pared y echó a correr calle abajo a toda velocidad. Guillermo cogió la cesta vacía y salió corriendo tras el gato.
—¡Anda! —gritó al correr—. ¡Vamos! ¡Cázale!
Corrieron todos calle abajo: el gato delante, Guillermo detrás, y Pelirrojo el último. Cruzaron un jardín, dejando atrás a un jardinero que quedó mascullando maldiciones; entraron en una casa y salieron de ella, dejando al enfurecido dueño en el momento en que telefoneaba a la policía…
Siguieron una pared: el gato por arriba Guillermo y Pelirrojo al pie.
Por poco lo cogieron entonces. Cayó dentro de un barril de agua de lluvia que había junto a la pared en el jardín de la casa; pero logró salir y continuar su huida, chorreando y sucio, por una cuneta llena de barro. El gato ya no era blanco, sino de un gris sucio. De pronto se encontró con un gato corriente, que tenía una oreja rota y que se estaba lavando en la calle. Hubo un remolino de zarpas y volaron trozos de piel…
—¡Cógelo ahora! —gritó Guillermo—. ¡Cógelo mientras están peleando.
Pelirrojo asió la cesta y efectuó la captura con habilidad; pero no sin recibir una docena de arañazos o más. Cerraron la cesta y reanudaron su camino.
—Bueno, ahora no puedes decir que no hice eso, ¿eh? —exclamó Pelirrojo, dándose importancia—. No puedes decir que no hice eso con la mar de habilidad. No puedes decir que ayudaras tú mucho. Apuesto a que si «tú» hubieses recibido todos estos arañazos, estarías armando jaleo.
—Sí y… ¿quién lo soltó? Eso es lo único que te pregunto. ¿Quién lo soltó…? Vamos… Llevémosle a casa. Estoy ya harto de él. ¡Ya estoy hasta las narices de ser su porta-gatos!
Caminaron en silencio un trecho.
—Parece un poco más tranquilo, ¿no te parece? —dijo Pelirrojo.
—Supongo que ya se ha dado cuenta de que es inútil que arme jaleo. Supongo que no sabía antes qué clase de cazagatos estábamos hechos.
—¡Déjame que lo mire otra vez, Guillermo!
—Sí, para que vuelvas a dejarlo escapar. ¡Que te crees tú eso!
—Ahora está tranquilo. No le importará que lo mire. Quiero ver si se ha puesto muy sucio.
La resistencia de Guillermo se debilitó.
—Seré yo quien le mire esta vez —dijo—. Así, tal vez, no se nos escape.
Alzó, cautelosamente, la tapa. Su rostro expresó el más vivo horror. Esta expresión acabó por desaparecer, dejándole el semblante, sombrío y desdeñoso.
—¡Ah, sí! ¡Tú lo hiciste! —dijo, con sarcasmo—. Lo hiciste con la mar de habilidad, como dijiste. ¡Oh, no! Yo no te ayudé gran cosa. Lo cogiste tú… ¡vaya si lo cogiste tú!
Alzó más la tapa. Un gato corriente, amistoso, con una oreja rota, les miró y se puso a ronronear.
—¡Vaya si lo cogiste tú! Sólo que… ¡te «equivocaste» de gato!
Pelirrojo lo miró, incapaz de articular palabra en su asombro. Por fin se dominó, mediante un esfuerzo.
—Bueno, pues no nos quedará más remedio que hacer creer que éste es el que te dieron.
—Sí —contestó Guillermo—; y ella creerá que es un gato blanco en un estado de mucha excitación nerviosa, ¿no te parece? ¡Oh, sí! ¡Lo creerá a pie juntillas!
Se sentaron en la calle y se miraron, con impotencia. El gato no daba señales de querer abandonarles, aun cuando, en su desesperación, habían dejado la cesta abierta.
—Po… podríamos hacer algo para que se pusiera nervioso —sugirió Pelirrojo.
Empezó a hacer ruidos raros, con evidente intención hostil e insultante. El gato empezó a ronronear. Guillermo observaba con frío desdén.
—Sí; y luego haz algo para que sea de valor; y luego otra cosa para hacerle blanco.
Ambos guardaron, nuevamente, silencio después de la idea que estas últimas palabras les había dado. Su semblante pareció aclararse.
—A lo mejor no aguanta, claro está —dijo Guillermo—; pero tal vez haga que pueda pasar, de momento.
—¿Dónde podríamos comprarla? —inquirió Pelirrojo, leyendo los pensamientos de su amigo.
—Tal vez tenga Lawkins. Tendrás tú que pagarla.
Volvieron a meter el gato, cuidadosamente, dentro de la cesta y se dirigieron a la tienda del pueblo.
Guillermo entró y dijo lo que necesitaba.
—¿Pintura blanca? —exclamó el tendero—. Creo que sí. ¿Para hierro?
—En realidad es para piel —confesó el niño—, es decir… (enmendó apresuradamente), para algo… para algo más blanco que el hierro.
—¿Para madera?
—Supongo que esa servirá. Y una brocha también, haga el favor.
Se retiraron a un campo desierto para efectuar su delicado trabajo.
Guillermo cogió la brocha con una mano y colocó el bote de pintura en la hierba, a sus pies. Luego sacó el gato.
—«Yo» me encargaré de hacer esto —explicó—, porque quiero que quede hecho como es debido. No quiero que este gato se escape.
Sujetó el gato con una mano y le dio un brochazo de pintura blanca por el lomo. Un instante después se chupaba un arañazo profundo en cada mano y el gato, con su lista blanca, desaparecía a lo lejos.
—Hiciste eso la mar de bien, ¿eh? —dijo Pelirrojo, no sin cierta satisfacción.
Guillermo se levantó, cogiendo la cesta vacía. Estaba demasiado desanimado para querer recoger la pintura que quedaba.
—Dejémosle ya y volvámonos a casa —dijo Pelirrojo.
—Ah, sí; todo está muy bien… muy bien para «ti». Tú no tienes que ir a casa y decir que has perdido un gato blanco de mucho valor, con los nervios muy excitados, que alguien le regalaba a Ethel.
—Bueno pues, ¿qué quieres que haga? —exclamó, con brusquedad, Pelirrojo.
—Presentarme un gato. Eso es lo único que digo. Dejaste escapar al primero; conque tendrás que encontrar otro. Eso es lo único que digo. Yo no vuelvo a casa sin un gato de alguna clase. Me tiene sin cuidado ya que sea de valor, blanco o nervioso; pero he de volver a casa con un gato. Lo único que te pido es que me traigas un gato.
—Te agradecería que no repitieses tanto las cosas —dijo Pelirrojo, irritado.
—Preséntame un gato y no lo haré.
—Debiera haber la mar de gatos por ahí. Volvamos a la calle otra vez.
Recorrieron la calle del pueblo. No se veía más que un gato. Guillermo y Pelirrojo se acercaron a él.
—¡Gatín! ¡gatín! —murmuró Guillermo, roncamente.
—Ven aquí, monada —dijo Pelirrojo, con voz melosa.
—Anda, gatito, preciosidad… ¡Con las ganas que tengo de asesinarte!
El gato se acercó a ellos.
Guillermo lo cogió, acariciándolo cariñosamente, reflejando su semblante el odio más profundo.
—¡Abre la cesta aprisa, Pelirrojo!
—¡Mamá! —gritó una voz aguda detrás de él—. ¡Unos niños están robándonos el gato!
Guillermo soltó el gato y huyó calle abajo, seguido del palo de una escoba que le tiró la dueña del animal y una piedra que le lanzó la niña. Cuán quebrantado tenía el niño el espíritu, lo demuestra el hecho de que soportara todos estos ultrajes sin corresponder a ellos.
Cuando, pasado el peligro, aflojó el paso, se volvió hacia Pelirrojo.
—Probaré un gato más —dijo— y se acabó. Después de eso, ya no quiero nada con gatos.
Encontraron un gato más. Respondió a la adulación de Guillermo. Se dignó dejarse coger en brazos y se sometió a las caricias.
No fue hasta casi hallarse dentro de la cesta que demostró cuán falsa era su amistad. Su furia fue superior incluso a la del primer ocupante de la fatal cesta.
—Bueno, pues yo ya no quiero saber nada de los gatos —anunció el niño, solemnemente, sacándose la mano de la boca y viendo cómo desaparecía el animal en la lejanía—. Yo ya no quiero nada con gatos. No los tocaría aunque viniesen ahora a millones «pidiciéndome» que los metiese en el cesto. No «quiero» nada con gatos. Me darán náuseas cada vez que vea un gato, durante el resto de mi vida.
Bajó un niño la calle con algo que se movía dentro de uno de los bolsillos.
—¿Qué es eso? —preguntó Guillermo, desanimado.
El muchacho sacó un animal pequeño.
—Un hurón. Mi papá los usa para cazar conejos. Hay que tener cuidado de cómo se les coge.
—¿Quieres vendérmelo? —preguntó Guillermo, tristemente, sacando su media corona.
—No es un gato —dijo Pelirrojo, con hastío.
Pero Guillermo no había perdido su optimismo.
—Hay gente que entiende muy poco de animales —contestó—. ¡A lo mejor lo toman por un gato!
El papá, la mamá y la hermana de Guillermo se hallaban en la salita cuando entró el niño con la cesta. Se la ofreció a Ethel.
—Ahí tienes tu gato —dijo.
—¿El del señor Ramford?
—Sí.
La joven alzó un poco la tapa y volvió a dejarla caer, en silencio. Parecía intrigada.
—¡No es un gato!
El semblante de Guillermo parecía el de una esfinge.
—Yo no puedo decirte más que lo que él me dijo —anunció, con monótona voz—. Dijo que era un gato blanco de mucho valor y muy nervioso.
—«¿Esto?»
—A lo mejor ha cambiado algo por el camino; pero eso es lo que dijo. Dijo que era un gato blanco de mucho valor y muy nervioso.
—No es necesario que repitas eso tanto —dijo Ethel, irritada.
—Es lo que dijo él —insistió Guillermo—. Dijo claramente, que era un gato blanco de mucho valor y muy…
—¡«Cállate», Guillermo!
El padre del niño cruzó el cuarto y alzó la tapa. De pronto la soltó, dando un grito de dolor, y salió apresuradamente, del cuarto, mascullando maldiciones.
—¿Es posible, Guillermo —la señora Brown inquirió—, que el señor Ramford mandara a Ethel eso… lo que sea?
—Lo único que puedo decirte es lo que él me dijo. Dijo que era un gato blanco de…
—Mamá, si Guillermo vuelve a decir eso, me volveré loca.
Guillermo se acercó, con curiosidad.
—Déjame que lo vea —explicó—. ¡Aaaay! ¡Me ha mordido!
El animal saltó, bruscamente, del cesto, y cruzó el cuarto como una exhalación. Ethel lanzó un penetrante gritó. El bicho se encontró con «Jumble» en el vestíbulo y el perro se puso a perseguirlo. La persecución no pudo ser más desastrosa. Se oyó la carrera por la otra sala, la caída de una mesita con todos sus adornos, los feroces gruñidos de «Jumble» y, luego… silencio.
—No puedo soportar mucho más esto —dijo la señora Brown—. No sé lo que ocurre, ni qué es el animal, ni si ha matado a «Jumble» o «Jumble» le ha matado a él; pero el hecho de que un hombre se «atreva» a mandar… como regalo de Navidad sobre todo… Guillermo; te está sangrando el dedo y lo tienes lleno de porquería además. Más vale que vayas a lavártelo.
—Sí, mamá —murmuró el niño, con humildad.
De pronto vio a un hombre que cruzaba el jardín, con un gato blanco sucio.
—¡Mirad! —exclamó—. ¡Ahí está!
—Es el señor Ramford —murmuró Ethel.
La joven salió al vestíbulo. La conversación se oyó claramente.
—¿Cómo está usted, señorita Brown? Me temo que ha ocurrido algún accidente. He…
—Muchísimas gracias —le interrumpió Ethel, con frialdad—, pero aquí no queremos más «gatos» ya.
—Me temo que ha habido un error…
—Lo mejor y más caritativo, señor Ramford, es pensar que no se daba usted cuenta de lo que hacía.
—Ha habido un e…
—Mi padre y mi pobre hermano pequeño han sufrido heridas de consideración. Estas cosas resultan, con frecuencia, mortales.
—Ha habido un e…
—Mi madre está terriblemente disgustada. Usted me perdona si…
—Puedo explicárselo todo, señorita Brown…
—Seguramente. Usted perdone. Adiós.
Cerró la puerta y volvió a la salita.
—Ve a lavarte las manos, Guillermo —dijo la señora Brown.
Guillermo estaba viendo cómo se marchaba el señor Ramford con el rabo entre las piernas. Renació su indignación.
—¡Mira que convertirme a mí en porta-gatos! —murmuró.
—Guillermo, ¿te quieres marchar de una vez?
—Y… ¿cuánto creéis que me dio por traerlo?
—No tengo la menor idea y como la porquería se te meta en una herida como ésa…
—«¡Nada!» —dijo el niño, con gesto teatral, dirigiéndose a la puerta.