¡QUE TE CREES TÚ ESO!

Guillermo bajó por la calle del pueblo cantando a voz en grito. Su voz joven, poco melodiosa y estridente, repercutía con aspereza. Su rostro estaba congestionado como consecuencia de sus esfuerzos vocales.

«Osa ser Daniel,

Osa sólo andaaaar,

Osa una intención teeneeeer,

Osaba explicaaaar».

Cansándose del asunto y por desconocer la segunda estrofa, cambió, bruscamente, de tonada:

«Echo de menos mi querido hogaaaar;

mi casa en el sendero junto al maaaar,

donde tañen las campanas

muy temprano en las mañanas

y por eso echo de menos yo mi hoooogar».

Los residentes de la calle por la que pasaba Guillermo, se apresuraron a cerrar las ventanas o huyeron de las habitaciones delanteras y se pusieron a hacer comentarios más o menos subidos, según sus caracteres. Guillermo siguió adelante cantando, sin inmutarse. Un loro que había rechazado toda invitación a hablar desde el día que le habían comprado, alzó, de pronto, la voz, haciéndole el acompañamiento al niño con penetrantes gritos. La tranquila calle se había convertido en una verdadera babel de inarmónicos sonidos de pesadilla. Un hombre le tiró una bota a Guillermo desde la ventana de un piso. Dio a una gallina que estaba en el jardín de un vecino. La gallina juntó su voz a la del niño y la del loro. Guillermo siguió adelante, cantando y sin inmutarse…

«Tengo una novia en Navarra;

Tengo una novia en Sahara;

Tengo unas cuantas niñas

a las que amor he juraaaadooo-ooo».

Torció por una bocacalle. El horrible sonido fue perdiéndose, gradualmente, en la lejanía, y renació la calma en aquella vecindad. Se abrieron las ventanas, la gente volvió a las habitaciones delanteras, el loro se sumió en su acostumbrado silencio.

Guillermo siguió, cantando, en dirección a su casa. A la entrada del jardín cambió la canción en silbido monótono y penetrante. Cruzó, silbando, el jardín. Su padre al oír el estruendo abrió una ventana, con ferocidad.

—¡Calla ese ruido! —gritó.

Guillermo siguió su camino.

—¡Calla… ese… ruido!

Guillermo se detuvo.

—¿Qué ruido? —preguntó.

—Ese… ese endemoniado ruido que estabas haciendo.

—¿El silbido? No sabía yo que estuvieses hablando del silbido. No sabía que estuvieses hablándome siquiera, al principio. Creí…

Era evidente que el niño tenía ganas de entablar conversación con un semejante. Su padre se apresuró a cerrar la ventana y a dejarse caer, de nuevo, en su sillón.

Guillermo abrió la boca como para romper a cantar. De pronto pareció cambiar de opinión y contrajo los labios, como para silbar. Luego, tras un momento de emocionante silencio, cambió nuevamente de opinión y, tarareando desatinadamente, entró por la puerta lateral.

El vestíbulo estaba desierto. Por la entreabierta puerta de la cocina vio a su madre y a Ethel que cortaban emparedados en una mesa, y a la cocinera y la doncella que hacían lo propio en otra. Entró en la cocina.

—¿Para quién estáis haciendo emparedados? —preguntó.

La madre le miró, con tristeza.

—¡Cuánto me gustaría que fueses capaz de conservarte limpio más de dos minutos seguidos, Guillermo! —murmuró.

Guillermo se alisó el indomable cabello con una mano muy sucia.

—Sí —asintió, automáticamente—; pero…, ¿para quién estáis haciendo emparedados?

Ethel interrumpió su tarea, con el cuchillo lleno de mantequilla, en la mano.

—¡No se lo digas, por lo que más quieras! —exclamó—. Y Dios quiera que no se acerque para nada por aquí hasta que todo haya acabado. Bastantes preocupaciones tendremos sin necesidad de que ande él por aquí.

Guillermo le sacó la lengua, por detrás de la espalda de su mamá.

—Sí… pero… ¿para… quién… estáis… haciendo… emparedados? —dijo lentamente, con énfasis, y con expresión de paciencia que empieza ya a agotarse.

—Yo creo que más bien será una ayuda que otra cosa —murmuró la madre, colocando, cuidadosamente, unos pedazos de lengua sobre un trozo de pan con mantequilla.

Ethel se limitó a encogerse de hombros.

—Supongo —dijo el niño, con sarcasmo—, que los estáis haciendo nada más que por diversión.

—¡Qué listo eres! —exclamó Ethel, cortando la corteza de un emparedado.

Guillermo, cuyo apetito siempre parecía abierto, se abalanzó sobre las cortezas y empezó a comérselas.

—No vayas a estropearte la comida, querido —murmuró la señora Brown.

—No —prometió el niño—; pero… lo… único… que quiero… saber… es… ¿para… quién… estáis… haciendo… los… emparedados?

—¡Por favor! ¡Di algo y que deje de repetir esa frase! —gimió Ethel.

—Verás, hijo mío —dijo la madre con voz muy dulce—, ¿te gustaría una fiesta esta tarde?

—¿Va a venir gente a tomar aquí el té? —inquirió Guillermo, con cautela.

—Sí, querido. ¡Podrías ayudarnos tanto! Y…

Guillermo la interrumpió.

—Me comeré, después, todo lo que ellos dejen, para quitarte estorbos —dijo, con generosidad—; pero me parece que no iré a la fiesta esta vez.

—¡Alabado sea Dios! —murmuró Ethel.

—No sirvo yo para fiestas —aseguró el niño, haciéndole una mueca a su hermana.

—Pe… ¿no te gustaría ayudar a repartir las cosas, querido? —preguntó la señora Brown.

—No, gracias; pero te ayudaré después, comiéndome todo lo que hayan dejado.

—¡Qué generoso! —dijo Ethel.

Guillermo, empujado al fin a contestar, se volvió hacia ella.

—Si me dices mucho más —aseguró, sombrío—, no te ayudaré a «ti» en ninguna de las fiestas que des.

Luego imitó su risa burlona con penetrante voz de tenor.

—Guillermo, querido —suspiró la señora Brown—, haz el favor de irte a lavar la cara.

Guillermo se metió un puñado de cortezas en la boca, plantó el cojín del sillón encima del gato, y salió al vestíbulo. Allí prorrumpió, bruscamente, en un torrente de roncos sonidos:

«¡Oh! ¿Quién conmigo pasear quisiera?

¿Quién a caballo seguirme querrá?»

El señor Brown abrió la puerta de la biblioteca.

—¿Quieres… callar… ese… maldito… ruido? —preguntó, con énfasis.

—Perdona —respondió el niño, amistosamente—; me había olvidado que a ti no te gusta la música.

* * *

Después de comer, Guillermo volvió a salir. Se sentía algo aburrido. Sus tres inseparables, Pelirrojo, Douglas y Enrique se hallaban todos ausentes, de vacaciones. Guillermo no consideraba las vacaciones una bendición. Por lo menos, opinaba, debía de haber una ley que decretara que todo el mundo se fuera de vacaciones al mismo tiempo. Volvió a bajar por la calle del pueblo. Esta vez no cantó. En lugar de eso, empezó a tirar piedras contra los postes del telégrafo. Se paraba junto a un poste e intentaba dar al del otro lado de la calle. Cada poste al que daba, era, para Guillermo, un magnífico tigre que caía sin vida, alcanzado por un disparo de Guillermo, en el corazón. El loro, viéndole otra vez, emitió un grito excitado. Esto hizo que perdiera el niño el tino. Le contestó al loro con otro grito, no dio al poste del telégrafo y su piedra fue a estrellarse contra un perrito de aguas que había en un jardín. Entonces soltó las piedras que le quedaban y huyó de la indignada propietaria del animal. Ella le persiguió, calle abajo.

—¡Niño cruel! —exclamaba—. ¡Se lo diré a tu padre…! ¡Un pobre animalito indefenso…!

Abandonó la persecución al otro extremo de la calle y Guillermo siguió su camino silbando, con las manos metidas en los bolsillos. Al doblar una esquina, se quedó, de pronto, callado. Delante de él caminaba un grupo de niños. Era evidente que acababan de salir-de la estación. Delante de ellos iba un hombre alto y delgado. Los niños —de ambos sexos— eran, aproximadamente de la misma edad que Guillermo. Iban muy limpios; pero muy mal vestidos y sus rostros tenían la palidez de la de los habitantes de los barrios bajos londinenses. Guillermo apretó el paso. Una niña volvió la cabeza.

—¡Hola! —dijo, con una sonrisa amistosa—. Por poco te has quedado atrás, ¿eh? ¿Cómo te llamas?

A Guillermo le gustó el ensortijamiento casi increíble de su cabello, sometido a un exceso de rizadores. Le gustó la pluma sucia que llevaba en el sombrero y el azul violento de su vestido. Le gustaron sus medias blancas y botas amarillas. Se le antojó encantadora a más no poder. Toda su personalidad le resultaba interesante. En su rostro apareció una sonrisa.

—Guillermo —contestó—, ¿y tú?

—Eglantina. Es un nombre bonito, ¿verdad? Mi hermana se llama Horacio. Se venía muy bien en el tren, ¿eh?

Al parecer, le tomaba por uno de los de su grupo. Guillermo aprovechó la oportunidad para fomentar la amistad.

—¡Hum! —contestó, sin comprometerse.

—No te vi en el tren. Había tanta gente…, ¿verdad? Niños de San Lucas y niños de Santa María. No conozco a la mitad de ellos y, por su cara, me parece que no vale la pena conocerlos. Estaba buscando a alguien que me hiciera compañía.

El corazón de Guillermo dio un vuelco de alegría ante la implicada superioridad suya. Un niño de los que iban delante se volvió. Era paliducho y bajo y llevaba una chillona gorra a cuadros que le hubiera ido bien a una persona mayor.

—¡Hola, Pecas! —le dijo a Guillermo.

Guillermo le dirigió una mirada asesina.

—¡Anda con mucho cuidado con lo que me llames! —exclamó, amenazador.

Eglantina se apresuró a intervenir.

—¡Vamos, Elberto Holmes! —dijo con voz incisiva, echando hacia atrás la cabeza, con un brusco movimiento—. ¡Aquí frescuras no! ¡Cuidado con lo que nos dices a mí y a mis amigos!

El niño rió, y se reunió con ellos.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó, con tono conciliador—. No hay gran cosa que hacer en el campo, ¿no os parece? No hay «cines» ni nada de eso.

—Hay juegos —replicó Guillermo, procurando imitar el extraño acento de sus nuevos amigos.

Decidió adoptarlo permanentemente. Le pareció mucho más interesante que el acento de la gente que él conocía.

—¡Juegos! —exclamó el de la gorra a cuadros, con infinito desdén—. ¡Carreras y todo eso! «Y» mirar vacas y coger flores… «¡Que te crees tú eso!»

Guillermo archivó la expresión para hacer uso de ella más adelante.

—Bueno, pues no haber venido, Elberto Holmes —dijo, punzante, Eglantina—; no haber venido si no querías.

—Dijeron —contestó Elberto sombrío— que habría un té y no sería yo quien perdiera un té… un té de verdad, con pasteles y todo… ¿Perder yo el té? «¡Que te crees tú eso!»

Guillermo miraba la gorra a cuadros, fascinado.

—¿De dónde sacaste esa gorra? —preguntó, por fin.

—No lo sé.

Se la quitó y miró la de Guillermo.

—¿Quieres cambiar?

Guillermo movió, afirmativamente, la cabeza. El niño le entregó la gorra en silencio y aceptó la que el otro le ofrecía. Guillermo, con un suspiro de gozo, se la puso. Le cubría la cabeza y la frente por completo, sobresaliendo, la enorme visera, por encima de su nariz. Se la caló bien. Era la gorra de sus sueños… la gorra de un capitán de bandidos.

—Vamos la mar de elegantes, ¿eh? —dijo Eglantina, con una risita aguda.

Guillermo se sentía muy feliz caminando a su lado.

—¿Qué hace tu padre? —le preguntó Elberto a Guillermo, de pronto.

—¿Y el tuyo? —inquirió Guillermo, con cautela.

—Va por ahí con un carrito vendiendo cosas —contestó Elberto.

—El mío es deshollinador —dijo Eglantina en voz chillona—. ¡Se pone más negro…!

Los dos se volvieron hacia Guillermo.

—¿Qué hace el tuyo?

Guillermo agachó la cabeza, avergonzado. No se atrevía a confesar que su padre ni vendía cosas ni limpiaba chimeneas, sino que se limitaba a tomar el tren todas las mañanas para irse a su despacho de Londres.

—No tengo padre —contestó, por fin.

—Entonces eres un «hórfano» —dijo Eglantina, dándose aires de mujer de mundo.

—¡Hum! —gruñó Guillermo.

En aquel momento, el hombre alto y delgado se detuvo y reunió a los niños a su alrededor. Su rostro reflejaba el cansancio y la ansiedad.

—¿Estamos todos? —dijo, empezando a contar— uno… dos… tres… cuatro…

—¿Sabe usted? —exclamó Eglantina, excitada—. ¡Guillermo es «hórfano»!

—Sí, sí… Me parece encontrar uno más; pero no importa… ¿Guillermo huérfano? ¡Qué pena! ¡Pobre chiquillo! Vamos… Vamos a jugar en el bosque primero niños y luego iremos a casa de una persona muy bondadosa a tomar el té. El pastor protestante la llamó por teléfono esta mañana y ella tuvo la amabilidad de ofrecer daros el té. ¡Muy bondadosa! ¡Mucho! Sí, sí… Creo que es por aquí.

La pequeña procesión se puso en marcha otra vez.

—¡Manos-blancas! —comentó Eglantina, con desdén—. Es uno de los de postín. Es amigo del pastor y vino porque el pastor no podía venir. Yo no tengo paciencia con esa clase de gente. ¿Por qué no hablar como la demás gente?

Guillermo redobló sus esfuerzos por hablar con la misma entonación y acento que su amiga.

—Sí; eso quisiera saber yo —murmuró, agresivo, calándose aún más la gorra.

El hombre alto y delgado volvió a detenerse.

—Voy a entrar un momento en esta casa, niños —dijo—, y preguntar por dónde se va al bosque.

Cruzó el jardín y llamó a la puerta. El grupo de niños se aglomeró ante la puerta del jardín, a esperar. Una doncella abrió. El hombre alto y delgado desapareció dentro de la casa. Se cerró la puerta.

—¿Es que vamos a ir cargados con «él» a todas partes? —inquirió Guillermo, con descontento—. ¿Crees que vamos a divertirnos con él…? «¡Que te crees tú eso…!»

—Él sabe el camino y nosotros no —intervino Elberto.

—También lo sé yo —aseguró Guillermo—. Venid conmigo… ¡pronto! ¡antes de que salga él!

Siguieron a Guillermo, en silencio, por detrás de la casa y a través de un campo. Desde el otro extremo del mismo, vieron al hombre alto salir de la casa, quitarse el sombrero con cortesía y luego quedarse parado a la puerta del jardín mirando a su alrededor con asombro. Los niños saltaron el seto y salieron a otra carretera. Allí, una niña muy pequeña que iba a la cola de la procesión, empezó a decir, entre sollozos:

—¡Booo! ¡Estoy harta del campo…! ¡Boooo! ¡Quiero volver a casa!

Eglantina salvó la situación.

—Si no dejas de hacer ese ruido, Cristina Hawhins —dijo—, una vaca o algo así te comerá. Una nunca sabe lo que le va a pasar en el campo.

Los sollozos cesaron como por arte de magia. Guillermo condujo a sus amigos por la carretera. Eglantina se detuvo al llegar a unas verjas de hierro. La puerta de la finca estaba abierta. Cerca de ella y al lado del camino que atravesaba el parque, estaba el pabellón de los porteros.

—Estoy harta de andar por esta carretera —anunció—. Entremos aquí.

Hasta Guillermo se quedó como de piedra.

—Es un parque particular —explicó.

—Creí que se podía ir por donde se quisiera en el campo —murmuró Eglantina, quejosa—. Eso es lo que dijeron por lo menos. Decían que se podía ir donde se quisiera en el campo. No sé para qué hemos venido.

La chillona queja volvió a alzarse, de nuevo, a la cola de la procesión.

—¡Boooo! ¡Estoy cansada del campo! ¡Quiero volver a casa!

Eglantina franqueó la entrada del parque, con determinación.

—¡Vamos! —dijo.

—Nos echarán —contestó Guillermo.

Eglantina cuadró sus delgados hombros.

—¡Que prueben echarme a mí! —contestó.

—«¡Que te crees tú eso!» —murmuró Guillermo, con orgullo.

Recorrieron, sin oposición, la primera mitad del paseo. Eglantina vio un seto con una puerta abierta y condujo a su grupo hacia ella. Al otro lado vieron un campo, unos jardines y un surtidor.

—No parece mal —murmuró Eglantina.

Un joven se alzó, lánguidamente, de una hamaca.

—¿Ustedes perdonen? —dijo, cortésmente.

—Queda usted perdonado —contestó Eglantina, que no se dejaba ganar por nadie en cortesía.

—¿Puedo servirles en algo? —inquirió el joven.

—Somos los San Lucas y Santa María —explicó Eglantina, dándose importancia.

—Ya… Tú, seguramente, eres una Santa María y el de la gorra a cuadros un San Lucas.

—¿Éste? —dijo Eglantina señalando a Guillermo—. Es un «hórfano».

El joven se puso un monóculo.

—¿De veras? —murmuró—. ¡Cuán interesante!

—Hemos venido al campo de excursión —prosiguió la niña—, y entramos aquí para ver qué tal se estaba aquí dentro.

—¡Cuánta amabilidad! —exclamó el joven—. Espero que os habrá gustado.

Eglantina echó una mirada a su alrededor.

—Con una banda, unos columpios y un carro de helados, no estaría del todo mal —reconoció.

El joven exhaló un suspiro.

—Supongo que tienes razón —dijo.

La mayoría de los niños estaba aprovechando la ocasión. Unos intentaban cazar mariposas, otros cogían flores, otros se habían quitado botas y medias y se habían metido en el estanque. El joven les miró algo triste.

—Si yo hubiera sabido que ibais a venir —dijo—, hubiera procurado que no faltasen ni la banda ni el carrito de helados.

Eglantina tampoco se quiso dejar ganar en cortesía aquella vez y movió, levemente, la cabeza.

—No se preocupe. Eso carece de importancia —dijo, con afabilidad.

Era dueña de la situación por completo. Hasta Guillermo, a pesar de ser un caudillo nato, quedaba pequeño a su lado —y estaba contento de que así fuera—. Dos niños pequeños acababan de encaramarse al pedestal que se alzaba en el centro del estanque y hacían esfuerzos por cortarle el agua al surtidor, cuando llegó un mayordomo con gesto de horror. El joven le despidió con un gesto.

—No se preocupe, Thomson —le dijo—. No pasa nada.

—No, señor; pero su Señoría ha llegado, señor. Su Señoría ha hecho subir al equipaje a su cuarto. Creí conveniente advertírselo, señor.

El joven exhaló un gemido.

—¿Hay tiempo para que finja haber sido llamado a la ciudad? —preguntó.

—Me temo que no, señor. Va a salir a buscarle ahora mismo… ¡Aquí está!

Una señora corpulenta se acercó a ellos. Llevaba una capa grande y un sombrero enorme y la seguían varios perros de Pomerania.

El joven se levantó para recibirla.

—Aquí estoy, Bertrán —dijo—. No me invitaste; pero he venido.

—¡Qué buena eres! —murmuró el joven, con aplanamiento.

La señora sacó unos impertinentes y miró a los niños.

—¿Quiénes… son… estos… golfillos? —preguntó lenta y claramente.

—¡Oh, unos invitados míos! —contestó, afablemente, el interpelado—. Son Lucas y Santa María. Te enamorarás de ellos. Son muy simpáticos.

En el rostro de la dama apareció una expresión de dureza.

—¿Te das cuenta —inquirió— de que están pisoteando las flores, chapaleando en el estanque y de que se han subido al reloj de sol?

—¡Ah, sí! —sonrió el otro—. Travesuras de muchachos, ¿sabes?

—Y ése que lleva esa gorra a cuadros tan horrible…

—Es huérfano. Voy a darte a ti la habitación contigua a la suya. Tiene una voz preciosa. Le oí tararear en voz baja hace un momento.

En aquel momento sucedieron cuatro cosas.

Primera: Guillermo, que había estado vagando por entre las flores, impulsado, sin duda, por el buen tiempo, sintió la necesidad de dar rienda suelta a sus sentidos mientras, rompiendo a cantar…

«Un río más, y ese río es el Jor… or… ordán,

un río más, hay un río más que cruzar…»

Aulló las palabras, contento, con su estridente voz.

Segunda: La pequeña pesimista volvió a entonar su queja: «¡Booo! ¡Estoy harta del campo! ¡Quiero volverme a casa! ¡Booooo!»

Tercera: Eglantina, que había estado contemplando a la vista con indignado silencio, rompió a hablar, por fin. Se posó las delgadas manos en las delgadas caderas y, así, en jarras, empezó:

—Y… ¿quién es usted para hablar de golfillos? Reina de Inglaterra, ¿eh? ¿Y su sombrero, o lo que usted llama sombrero? ¡Mira que atreverse a insultar a la gente en una casa que no es suya…!

Cuarta: Los cinco perritos, excitados por el jaleo, rompieron, simultáneamente, a ladrar.

Entre los horribles sonidos del canto de Guillermo, los gemidos de la pesimista, las recriminaciones de Eglantina y los ladridos de los perros, la señora le gritó a su sobrino:

—¡Me vuelvo ahora mismo a casa, Bertrán! Cuando tengas una casa cristiana a la que invitarme, tal vez me avisarás.

—Sí, tía —contestó el joven, a voz en grito también, para hacerse oír—; ¿quieres que te acompañe hasta tu coche?

Abandonó a los niños unos instantes y volvió, enjugándose el sudor de la frente, a tiempo para salvar a tres niños de hallar la muerte, por asfixia, en el estanque. Guillermo y unos cuantos espíritus osados más estaban haciendo equilibrios, a gran altura, encima del muro. El joven empezaba a palidecer cuando se presentó el mayordomo.

—Hay un caballero a la puerta, señor —dijo—, que parece muy excitado, señor. Dice que ha perdido unos niños de los barrios bajos de Londres…

El semblante del joven se animó.

—¡Ah! —murmuró—. Dígale que yo me he encontrado unos cuantos y suplíquele que venga a ver si son los suyos. Me han hecho un favor muy grande; pero no me importaría que me los quitaran de encima ahora.

* * *

—Ese era de postín de verdad —le dijo Eglantina a Guillermo—. No tuve paciencia con él ni con su manera de hablar. Yo sé ser tan «pera» como cualquiera cuando me da la gana… lo fui con él, ¿no? Pero los desprecio.

Guillermo miraba con ansiedad la calle por donde el hombre alto y delgado les llevaba.

—¿Dónde vamos? —preguntó, con desconfianza.

—A casa de la bondadosa señora que nos ha invitado a tomar el té —contestó el hombre, que le había oído.

Guillermo siguió andando, en silencio. Eglantina volvió a hablar otra vez.

—Fíjate en todas estas casas —dijo, dirigiendo una mirada de desdén a las casas por entre las que estaban pasando—. ¿Para qué necesitan estas casas tan grandes? ¡Para darse postín y nada más! ¡Postineros! ¡Mira que vivir en unas casas tan grandes y hablar como libros! Me acaban la paciencia. No quisiera ser uno de ellos por nada del mundo…

Pero la inquietud de Guillermo iba en aumento.

—¿Para qué vamos por aquí? —murmuró, con truculencia.

El hombre alto franqueó la puerta de un jardín. El niño se humedeció los labios.

—Se ha «equivocado» de casa —exclamó, calándose aún más la gorra de cuadros.

En la puerta se hallaban la señora Brown y Ethel. Su mirada se posó, primero, en Eglantina.

—¡Qué niña más horrible! —susurró la señora Brown.

A continuación se posó en todo lo que podía verse del compañero de la niña.

—¡Qué gorra más criminal! —susurró Ethel.

Luego se adelantaron para recibirles.

—Henos aquí —dijo el hombre alto, con expresión de alivio—. Henos aquí… lo hemos pasado muy bien… pero que muy bien… en conjunto… No hubo más que un pequeño equívoco… una… ah… separación momentánea; pero todo se arregló. Es usted muy amable. Ésta es… ah… Eglantina y… ah… este niño es huérfano, ¡pobre chico!

La señora Brown posó, cariñosamente, una mano sobre la gorra a cuadros.

—¡Pobre muchacho! —empezó a decir—. ¡Pobre…! De pronto tropezó su mirada con los ojos que se ocultaban debajo de la visera.

—«¡Guillermo!» —exclamó, con voz incisiva—. ¡Quítate esa gorra tan horrible y ve a lavarte la cara!

* * *

Guillermo, limpio, cepillado y ceñudo, miraba desde el otro lado de la mesa, a sus amigos de poco antes. Se sentía deshonrado para siempre. Era un paria: algo despreciable, uno de los «postineros» que vivían en casas grandes y hablaban como libros. El acento y la entonación de su madre y de su hermana Ethel, se le antojaban, en aquel momento, una humillación pública para él. No se atrevía a encontrarse con la mirada de Eglantina. Mascó un bollo con ferocidad. En su mano libre se introdujo otra mano, pequeña y sucia.

—No te preocupes —susurró Eglantina—; tú no tienes la culpa.

Y Guillermo susurró, agradecido:

—¿Tenerla yo? «¡Que te crees tú eso!»