LO QUE RETRASÓ AL GRAN HOMBRE

Guillermo, tomado su carácter en conjunto, no era del género artístico. Nada tenía de la sensibilidad ni de la delicada imaginación del verdadero artista. Pero subsiste el hecho de que, aquel verano, algún impulso interior le indujo a escribir una obra de teatro.

Se había ido desarrollando la idea en su cerebro desde hacía algún tiempo. Había visto representar obras a la compañía de aficionados del pueblo, compañía famosa más por su confianza absoluta en el apuntador, que por talento histriónico alguno.

Guillermo los había considerado perfectos. Después de ser testigo de su última representación, había decidido debutar como actor. Pero ninguno de sus amigos podía darle detalle alguno acerca de los pasos preliminares para realizar su sueño. Verdad era que el dependiente de la zapatería, cuyo primo segundo desempeñaba el cargo de tramoyista en un «music-hall» de provincia, le había prometido usar su influencia; pero cuando le dijeron a Guillermo la semana siguiente que el primo segundo había sido despedido por presentarse en estado de innegable embriaguez e insistir en salir a escena con la protagonista, comprendió que debía abandonar toda esperanza por aquel lado. Fue entonces cuando se le ocurrió la brillante idea. Escribiría él mismo una obra y trabajaría en ella.

Guillermo tenía gran confianza en su propia capacidad. No dudaba ni un momento de su habilidad como escritor, ni como actor. Si no le era posible debutar en «el» teatro, debutaría en «un» teatro. Nadie podría oponerse a eso. Lo único que necesitaría sería papel, pluma y algo de ropa. No era posible que su familia —siempre dispuesta a estropearle todos sus momentos de felicidad— tuviera nada que objetar a ello.

—Nada más que papel, pluma y ropa vieja —le dijo a su madre.

Ella le miró con una desconfianza hija de la experiencia que su hijo menor le había proporcionado en sus once años de existencia.

—¿No te serviría igual un lápiz? —inquirió.

—¡Lápiz! —exclamó el niño, con desdén—. ¿Escribió con lápiz Shakespeare o… o el autor de «La Banda Roja»?

Como desconocía el asunto, la señora Brown cambió el punto de ataque.

—¿Qué clase de ropa necesitarás? —preguntó.

—Pues… pues ropa —contestó el niño.

—Sí; pero…, ¿qué clase?

—¿Cómo quieres que lo sepa —inquirió Guillermo, irritado—, hasta que haya «escrito» la obra?

* * *

La familia de Guillermo no olvidó en mucho tiempo el silencio y la paz que se gozaron las tardes siguientes. En ellas, Guillermo, tumbado en el suelo del invernadero, escribió su obra, salpicando la tinta, con liberalidad, sobre su cuerpo, su ropa, y cuanto le rodeaba. Guillermo no era de los autores que descuidan las necesidades del cuerpo. Después de las primeras palabras, echó un trago de la botella de gaseosa que tenía a su lado derecho y dio un bocado a la manzana, cubierta de tinta, que tenía a la izquierda. Había almacenado manzanas, caramelos y bombones debajo del asiento del invernadero para mientras durara la composición de su obra. De vez en cuando se llevaba la mano al fruncido entrecejo, dejando en él una nueva huella de sus entintados dedos.

—¿Dónde está? —preguntó su padre, maravillado por la paz anormal.

—Está en el invernadero escribiendo una obra de teatro —dijo la madre.

—¡Dios quiera que sea una obra bien larga!

* * *

Guillermo había reunido su compañía y repartido los papeles. La pequeña Molly Carter había de ser la heroína; Pelirrojo, el protagonista; Enrique, el amigo del protagonista; Douglas, un grupo de proscritos; Guillermo, el «traidor», el director artístico y el apuntador todo en una pieza. Repartió los papeles frunciendo el entrecejo. Éstos estaban escritos en un cuaderno muy sucio.

—Está todo escrito —dijo—, no tenéis más que aprender las cosas que lleven vuestro nombre. Molly es lady Elsabina.

—Elsabina es un nombre que yo «nunca» había oído —intervino la interesada.

—Y… ¿quién te ha dicho lo contrario? —contestó Guillermo, con frialdad—. Nada me sorprendería que hubiese la mar de nombres que nunca hubieras oído… Y Pelirrojo es Sir Rufus Archibald Green, y Enrique es el excelentísimo marqués don Leopoldo, y yo soy Carlo Rupino, el traidor. No tenéis más que aprenderos vuestro papel y el miércoles por la mañana lo ensayaremos y aquella misma tarde lo representaremos.

—No podemos aprender tres de un solo libro —dijo la heroína, que parecía dispuesta a encontrar dificultades.

—Sí que podéis —respondió Guillermo—; os sentáis los tres juntos y el del medio que se turne con los otros.

Lady Elsabina hizo un gesto de desdén.

—Y… ¡qué letra! —exclamó.

—Por lo menos yo no cuento con los dedos —dijo Guillermo, pagándole en la misma moneda—, a la vista de todo el mundo.

Ante cuya alusión pública a sus habilidades aritméticas, lady Elsabina soltó un resoplido, guardando, luego, desdeñoso silencio.

* * *

El ensayo no fue un éxito ni mucho menos. La heroína, como es corriente en las heroínas, se levantó aquel día de mal humor. Tras una emocionante escena doméstica, en el transcurso de la cual mordió a su aya y tiró un tazón de leche al suelo, llegó, lacrimosa e indignada, con media hora de retraso al ensayo.

—¿No podías haber venido más tarde? —inquirió el director artístico, con tono acerbo.

—Si vas a empezar a meterte conmigo —contestó la heroína, furiosa—, me vuelvo a casa.

—Está bien —murmuró el director artístico, acobardado, como la mayoría de los directores artísticos, por la amenaza de las lágrimas.

Lo primero a tratar era el asunto de la ropa. Guillermo había recibido una desagradable sorpresa que había hecho disminuir su fe en la naturaleza humana en general. Al hacer una visita clandestina al cuarto de su hermana, había encontrado todos los cajones —y hasta el armario ropero— cerrados con llave. Ethel se había preocupado de enterarse de la fecha exacta de la representación y había tomado sus medidas. No había podido recoger el niño más que una toalla, una de las cortinas de encaje de la ventana y un centro de mesa de hilo. Por lo demás, el registro había resultado infructuoso. Al pasar por la cocina, sin embargo, encontró uno de sus visos de seda colgado a secar y lo agregó a su botín. Halló varios otros artículos en otras partes de la casa. La caracterización se llevó a cabo en una dependencia que, antaño, había sido una cuadra, situada detrás de la casa de Guillermo. El vestido de la heroína consistía en el viso de seda de Ethel, en el que se habían practicado dos agujeros para que pudiera pasar los brazos. La cortina de encaje resultaba un tocado de gran efecto y el centro de mesa, prendido con un alfiler al extremo del viso, formaba una hermosa cola.

Quedaba completa la caracterización mediante la toalla, que le fue prendida a la cintura. Sir Rufus Archibald Green, envuelto en un tapete indio, bordado, con una almohada de satén negro prendida al pecho, una cubierta de tetera en la cabeza y un paraguas en la mano, parecía un protagonista principesco. El excelentísimo marqués don Leopoldo llevaba el mantel del comedor y una papelera con una pluma que Guillermo le había arrancado al gallo de la cola, a pesar de la oposición de éste. Douglas, que representaba a la muchedumbre, iba ataviado, simplemente, con el sombrero de copa del padre de Guillermo y un impermeable.

Guillermo se había llevado, sigilosamente, la chistera al saber, definitivamente, que su padre no asistiría a la función. El padre había de presidir un mitin político que se celebraba en el pueblo y en el que iba a hacer uso de la palabra un Gran Hombre del Consejo de Ministros que venía de Londres con ese exclusivo objeto.

—A pesar de lo vastas que son las atracciones de cualquier empresa en que tú te embarques, Guillermo —dijo, cortésmente, durante el desayuno—, el deber me reclama en otra parte.

Guillermo, mientras expresaba su sentimiento ante semejantes nuevas, repasaba, mentalmente, las prendas de vestir de su padre que, en consecuencia, podrían utilizarse sin peligro. Su propio disfraz como traidor le había costado mucho cuidado y reflexión. Se había decidido, por fin, por la alfombra de la sala, cruzada y prendida por el hombro y, en la cabeza, un tiesto negro. El tiesto negro era algo grande; pero descansaba sobre las orejas de Guillermo y le daba un aspecto siniestro y autoritario. Llevaba, también, un paraguas.

Estos preparativos requirieron más tiempo del que había previsto la compañía y cuando, por fin, hubieron sido pintados, con corcho quemado bigotes en los labios del protagonista, el traidor y la muchedumbre, sonó el timbre que convocaba al almuerzo.

—¡Hemos acabado justamente a tiempo! —dijo Guillermo, el optimista.

—Sí, pero, ¿y el ensayo? —preguntó la muchedumbre—. ¿Cuándo ensayamos?

—Ya habéis tenido el libro para aprenderos vuestro papel —contestó Guillermo—, ¿no os basta con eso? Yo no creo que los actores de verdad pierdan el tiempo ensayando. Es muy fácil. No tenéis más que aprender lo que os toca decir y luego decirlo. Es tonto perder el tiempo en ensayos.

—¿Te has aprendido tú lo que tienes que decir, Guillermo Brown? —inquirió la heroína, con voz aguda.

—Yo sé lo que digo. ¡Yo no necesito «aprender»!

—¡Guillermo! —llamó la voz de su hermana desde la casa—. Mamá dice que vengas a prepararte para la comida.

' Guillermo se limitó a sacar la lengua en dirección a la casa y no contestó.

—Más vale que nos vayamos quitando las cosas —dijo—, para llegar a tiempo esta tarde. Empieza la función a las dos y media. Guardad todas las cosas con cuidado detrás de esa caja para que la gente no la vea y le dé por armar escándalo.

—Guillermo, ¿«dónde» estás? —llamó la voz, impaciente.

El tono exasperó a Guillermo hasta el punto de hacerle contestar.

—Estoy en un sitio donde «tú» no puedes encontrarme —gritó.

—Estás en la cuadra —exclamó la voz, con dejo de triunfo.

—Cualquiera diría que la gente es incapaz de dejarme tranquilo un momento —murmuró el niño, quitándose el tiesto y la alfombra.

Y entró, caminando con lenta dignidad en la casa.

—Lávate primero, Guillermo —dijo la empachosa voz.

—Ya «estoy» lavado —respondió, fríamente, el niño, entrando en el comedor sin acordarse de la presencia del bigote que se había pintado en el labio superior.

* * *

La tarde no podía haber sido más desgraciada en cuanto a las probabilidades de conseguir un buen público se refiere. La mayoría de las personas mayores iban a escuchar hablar al Gran Hombre. Los jóvenes pensaban asistir a un partido de fútbol en su mayor parte. Además, los actores con el instinto de los niños, habían envuelto la cosa en tanto misterio con el fin de gozar de una sensación de superioridad, que ni habían mencionado en qué consistía la empresa ni la hora a que se iba a celebrar.

En la puerta lateral había, clavado, el siguiente cartel:

En la cuadra había una hilera de sillas viejas, todas ellas desterradas de la casa en diversas ocasiones por tener roto el respaldo o las patas. En realidad, a los actores les tenía completamente sin cuidado el público. Lo importante era que iban a trabajar en una obra de teatro —y apenas les importaba que hubiese público o no—. Sobre una silla rota, en el centro, había sentada una niña que había visto pegado el cartel en la puerta. Su silla no había perdido más que una pata conque, sentándose hacia un lado, lograba conservar el equilibrio. Al exigirle dinero Guillermo con severidad, introdujo medio penique en el tiesto que servía de taquilla a la par que de sombrero. La niña permanecía sentada —llena de emoción— mientras los actores se caracterizaban y discutían delante de ella.

Allá fuera, el Gran Hombre avanzaba por la calle. Había llegado más temprano, por equivocación, y se dirigía lentamente al lugar en que había de hablar, completamente aburrido ante la perspectiva de la tarde que le aguardaba. Se detuvo de pronto, atraído por el cartel que vio pegado en una verja:

Sacó el reloj. Aún le quedaba media hora. Vaciló un momento; luego se dirigió, con paso firme, a la Mano Sangrienta. Dentro de una especie de cobertizo, vio a un grupo de niños, curiosamente vestidos, que le miraban muy serios. Uno de ellos, que iba ataviado con una alfombra y tocado con un tiesto, le dirigió la palabra, frunciendo el entrecejo.

—Estamos a punto de empezar —dijo—. Siéntese.

El Gran Hombre se sentó, obedientemente, y dio con sus huesos en el suelo.

—No debía usted haberse sentado en una silla que no tiene más que dos patas —exclamó Guillermo, con impaciencia—. Ahora la ha roto usted del todo. Puede arreglárselas bien si se sienta en una que tenga tres patas. Estamos a punto de empezar.

El Gran Hombre se levantó, recogió su sombrero y se sentó cuidadosamente en el borde más seguro de una silla a la que sólo le faltaba una pata.

Guillermo, con los restos maltrechos de un cuaderno de ejercicios en la mano, se adelantó.

—«La mano sangrienta», por Guillermo Brown —anunció, con resonante voz.

—¿Y nosotros qué? —protestó la heroína, con voz chillona.

—Me parece a mí que vosotros no la escribisteis, ¿verdad? No hago más que decir quién la escribió.

—Bueno, y ¿no vas a decir quiénes hacen algo en ella? —preguntó la niña, con combatividad.

—«¡No, señor!» —contestó el director artístico, con determinación—. Nunca se dice más que el nombre del que la escribió. No se dice el nombre de todos los que salen en ella.

—Bueno, pues entonces yo no voy a salir en ella. Me marcho a casa.

Guillermo decidió odiar a las mujeres durante el resto de su existencia.

—Bueno —capituló—, si vas a ser desagradable… ¿Qué va uno a esperar de una muchacha…?

Volvió a dar un paso al frente y de nuevo alzó la voz:

—«La mano sangrienta» —declamó—, escrita por completo por Guillermo Brown… trabajan en ella Molly Carter, y Pelirrojo, y Douglas, y Enrique… Ellos no han hecho más que aprender lo que escribió Guillermo Brown.

»Y ahora —agregó, dirigiéndose al auditorio—, si guardan ustedes silencio un momento, empezaremos. Empieza tú (le ordenó a la damisela de la cortina de encaje).

La niña dio un paso al frente. Los demás se quedaron en un rincón, mirando.

—Está en escena —le anunció Guillermo al público—. Empezamos. ¡Anda!

—Voy a empezar ahora mismo —replicó ella, irritada—, en cuanto dejes de hablar.

Luego, cambiando su tono a uno de chillona artificialidad:

—¡Oh! ¿Dónde estoy? Perdida en un terrible bosque…

—Se supone que esto es un bosque —explicó el autor, dirigiéndose al público.

—Te agradecería que te callases —exclamó la heroína—. Me haces perder el hilo. ¡Perdida en un terrible bosque! ¿Qué haré? ¡Ay de mí! ¡Troncho! ¿Quién es el que se aposenta ante mi vista?

—«¡Presenta!» —corrigió el apuntador.

—Un villano feroz —prosiguió la heroína, sin hacerle caso—, ¡voto a tal! Nada me extrañaría que fuese Carlo Rupino, el de la Mano Sangrienta. ¡Caramba, caramba! ¿Qué haré yo? ¡Ay de mí! ¡Se acerca!

—Es él —apuntó Guillermo.

—Iba a decirlo yo si no me hubieses interrumpido. Es él. Iba a decirlo. ¡Ay de mí! ¿Qué hacer? ¿Adónde huiré? A ninguna parte. ¡Vive Dios! ¡Se acerca!

—Ahora entro yo en escena —explicó Guillermo, sosteniéndose el tiesto con una mano para que no se le cayera—. Yo soy (avanzó, amenazador, hacia la doncella). ¡Aha! ¡Troncho! ¿Sabéis, quizá, quién soy?

—Estoy perdida en el terrible bosque —contestó ella—. ¡Ay de mí! ¿Qué haré?

—Soy Carlo Rupino el de la Mano Sangrienta. ¡Anda! «¡Desmáyate!»

Estas últimas palabras las dijo en voz más baja.

—Si tú te has creído que voy a desmayarme en este suelo tan sucio, te equivocas de medio a medio. Debías de haberlo barrido un poco si querías que me desmayase en él.

—Es que no sabes hacerlo —se burló el niño.

—¿Que no? ¡Vaya si sé! Me desmayo estupendamente en la alfombra de nuestra sala. Pero no pienso desmayarme en un suelo sucio y no pienso salir más en tu obra como te empeñes en ser tan desagradable.

—Bueno, pues no salgas. Quítate ahora mismo el vestido de mi hermana, y nuestra cortina de encaje, y no salgas en mi obra si no quieres salir.

—Bueno, pues no saldré si sigues así.

—Si te empeñas en decir cosas que no están en la obra, ¿quién va a saber cuándo habla la obra y cuándo hablas tú porque sí?

—Cualquiera con sentido común sabría…

—Callaos de una vez y seguid con la obra —interrumpió el héroe, desde su rincón—. Nunca llegaréis a la parte en que entro yo si vais a estar así todo el día. «Haced» como si se hubiera desmayado y seguid adelante.

—Bueno —dijo el traidor, complaciente—. ¡Aha! ¡Os tengo en mi poder! Os colgaré, antes de que aparezca la aurora, en mi remota guarida de la montaña. (El centro de mesa se enganchó en un clavo y el viso se rasgó con un sonoro chasquido.) Eso; haz polvo las cosas de mi hermana para que no pueda volvérselas a poner.

—Si vas a seguir siendo tan desagradable conmigo —repitió la heroína—, me vuelvo directamente a casa y no saldré en tu obra.

—Bueno —dijo Guillermo, decidiendo, mentalmente, que su próxima obra no contendría heroínas—, ahora nos vamos nosotros y salen ellos a escena.

El protagonista y su amigo dieron un paso al frente.

—¡Ay dolor! —exclamó sir Rufus Archibald Green—. No veo rastro de ella. ¿Qué puede haberle ocurrido? Dios quiera que no se haya encontrado con ese horrible villano Carlo Rupino, el de la Mano Sangrienta. ¿Veis vos alguna huella suya, excelentísimo marqués don Leopoldo?

El excelentísimo marqués don Leopoldo examinó el suelo de la cuadra.

—Está buscando huellas de pisadas —explicó el director artístico al público.

—¡Ay de mí! ¡Ninguna! —contestó el excelentísimo marqués don Leopoldo. Luego, mirando con más atención—. ¡Troncho! ¡Sí! Veo huellas de pisadas. Son de ella y de Carlo Rupino. Conozco perfectamente sus botas.

—¡Ay dolor! —exclamó el protagonista—. ¿Qué catástrofe hay aquí? ¡Voto a tal! Sigámosle a su remota guarida de la montaña. Le mataré muerto y le arrancaré su villano y negro corazón y pondré fin a su negra y villana existencia.

Agitó, amenazador, el mejor paraguas de la señora Brown al hablar.

—Ahora se retiran de escena —explicó Guillermo— y salimos nosotros. Éste, es el cadalso.

Adelantó un facistol sacado del despacho de su padre; luego se adelantó, llevando de la mano a la linda Elsabina. «La muchedumbre», con su chistera e impermeable, hacía de espectador.

—¡Aha! —le dijo Carlo Rupino a su víctima—. ¡Os tengo en mi poder; doncella! ¡Ahora voy a colgaros de esta elevada horca! ¡Anda! —agregó, dirigiéndose a «la muchedumbre».

«La muchedumbre» se quitó la chistera y emitió un débil: «¡Hurrah!»

—Eso no está en la obra —protestó Guillermo.

—Ya lo sé. Eso lo dije yo por mi cuenta.

—Bueno, tú di lo que está en la obra.

En aquel momento, la silla en que el Gran Hombre estaba sentado con dificultad, se hundió de pronto, precipitando al Gran Hombre al suelo. Guillermo se volvió hacia él, con severidad.

—Si se empeña usted en hacer ruido rompiendo sillas —dijo—, ¿cómo cree usted que vamos a poder continuar?

El Gran Hombre se alzó de los restos de la silla, murmurando una excusa, se cepilló lo mejor que pudo y se sentó, silenciosamente, sobre un cajón.

—Bueno… ¡sigue! —le dijo Guillermo a la heroína.

—Algo así como «¡Oh, piedad, misericordia!» y me he olvidado de lo que sigue.

—Bueno, y ¿por qué no te lo aprendiste?

—No puedo leer tu letra… está llena de borrones y todo eso.

—Mira, tú eres incapaz de escribir una obra de teatro y, lo menos que puedes hacer, es no hacer comentarios de la gente que sabe escribir.

—¡Bueno, seguid de una vez! —dijo el protagonista egoísta—. Llegad a donde me toca a mí entrar en escena.

Guillermo estudió, cuidadosamente, su cuaderno de ejercicios.

—Esto es lo que tienes que decir —dijo—: «¡Oh, piedad, misericordia…!»

—Eso ya lo dije.

—¡Cállate! «¡Oh, piedad, misericordia…!»

—Eso ya lo dije.

—«¡Que te calles! «¡Oh, piedad, misericordia y dejadme volver al lado de mi pobre madre y de mi padre, y del joven con quien he de casarme! Se llama sir Rufus Archibald Green». Esto es lo que has de decir.»

—Bueno, ya lo has dicho tú, conque no hay necesidad de que yo lo repita.

—Si tú te has creído que voy a decir por ti todo lo que tú has de decir…

Elsabina, aburrida de la discusión, señaló, con dedo acusador, al Gran Hombre.

—¡Mira a ése! —exclamó—. ¡Ha entrado sin pagar billete!

Lleno de embarazo, el Gran Hombre sacó la cartera y entregó un billete de media libra esterlina a Guillermo. Media corona (dos chelines y medio), hubiera evocado un agradecimiento sin límites. Diez chelines era algo demasiado grande para que bastara el agradecimiento. Toda la «compañía» se agrupó alrededor de Guillermo.

—Es un billete de banco —dijo Douglas, impresionado.

—Con toda seguridad no «será» bueno —murmuró Guillermo, sombrío—. Bueno; ¿adónde habíamos llegado?

Se volvió bruscamente y el tiesto se le caló por completo, tapándole la cara. Luchó por quitárselo, sin lograrlo.

—¿No puede hacer alguien algo? —dijo su voz, amortiguada, desde el interior del tiesto—. No puedo seguir desempeñando mi papel así… el público no puede «verme». Bueno… ¿es que «nadie» piensa hacer «nada»?

La «compañía» tiró del tiesto en vano.

—Yo no os dije que me arrancarais la cabeza —murmuró la voz sarcástica desde el interior del cacharro—. Dije que me quitarais el tiesto.

El Gran Hombre se puso en pie y corrió en su ayuda. Por fin quedó destapada la cara del niño. Guillermo se llevó las manos a la cabeza.

—Cualquiera diría que quería usted arrancarme la nariz y las orejas… en la forma que lo hizo —exclamó—. Bueno; sigamos con la obra (se volvió hacia la heroína). «No; no os tendré misericordia. Odio a vuestra madre, y a vuestro padre, y al joven con quien habéis de casaros. Vuestra madre, vuestro padre y el joven con quien habéis de casaros, verán vuestro cuerpo sin vida colgar en mi remota guarida de la montaña antes de que auroree la aurora. ¡Troncho!» Ahora… ¡Anda…! ¡Chilla!

La heroína chilló.

La muchedumbre se quitó la chistera y tributó una ovación.

—Os tendré en una profunda y oscura mazmorra con toda clase de ratas y cosas que se arrastren… hasta la noche, y entonces… y entonces… (Consultó su cuaderno) y entonces os… Me he olvidado de este trozo y no puedo leer lo que sigue…

—«¡Ah!» —aulló la heroína, regocijada.

—¡Cállate! —ordenó Guillermo—. Ahora sal tú (Esto se lo dijo al protagonista). Hagamos lo que falta lo más aprisa posible. Me estoy cansando ya de la obra. Vayamos al estanque a hacer carreras de barcos cuando acabemos.

—¡Hombre! ¡Sí! ¡Hagámoslo! —exclamó «la muchedumbre», entusiasmada.

—Las niñas no podrán venir —le dijo Guillermo a Elsabina.

Elsabina hizo un gesto de desdén.

—¡Como si fuera yo a querer hacer carreras de barcos! —exclamó.

* * *

El padre de Guillermo entró, apresuradamente, en su casa.

—¿Es posible que se haya terminado ya el mitin, querido? —exclamó la madre.

—No se ha presentado —contestó el señor Brown—. Todo el mundo está esperando. Salimos a esperarle a la estación; pero no llegó en el tren que había dicho. El jefe de estación dice que llegó por el anterior y que se marchó a pie; pero nadie ha logrado encontrarle. Debe de haberse extraviado.

—Parece ser que Guillermo ha recogido, en la cuadra, a un viejo vagabundo —dijo la señora Brown—; quizás éste le haya visto por la calle.

—Iré a preguntarlo.

En la cuadra se estaba celebrando un combate entre su hijo, envuelto en una alfombra, y el amigo de su hijo ataviado con un mantel y la cubierta de la tetera. En ambos rostros se distinguían los restos de bigotes pintados con corcho quemado. En el suelo yacía un tiesto roto y una chistera hecha un acordeón: Otro niño con impermeable y una niña adornada con una cortina de encaje, presenciaban el combate.

—¡Ladrón, villano, sayón! —gritaba Douglas—. ¡Os mataré muerto y os arrancaré el negro y villano corazón!

—¡No! —aulló su hijo—. ¡Os ahorcaré en mi remota guarida de la montaña antes de que auroree la aurora y vuestro cadáver colgará de la horca…

Un anciano, de nostálgica mirada, sentado en un cajón, contemplaba, absorto, la lucha. Cuando vio al padre de Guillermo, sacó el reloj, con sobresalto.

—¿Es posible…? —exclamó—. No tenía la menor idea… «¡Cielos!»

Cogió el sombrero y salió, casi corriendo.

* * *

El Gran Hombre se puso en pie para dirigirle la palabra a la asamblea.

—Señoras y caballeros… He de empezar por excusarme por mi tardanza —dijo, con dignidad—. Me he visto obligado a retrasarme por causas ajenas a mi voluntad…

Procuró no tropezarse con la mirada del padre de Guillermo al hacer semejante aseveración.