Ahí es donde lo sentí por primera vez: en las axilas. El cuatro de marzo Jennifer Rockwell desaparecía de este mundo con dos disparos en la cabeza. Y ahí es donde yo sentí los fogonazos: en las axilas.

Me he despertado tarde. Y sola. Bueno, no totalmente. Tobe se había ido hacía rato. Pero había alguien en el cuarto…, alguien que se estaba yendo en ese mismo instante.

A la mañana siguiente de su muerte, Jennifer estuvo en mi cuarto. Permaneció quieta al pie de mi cama hasta que abrí los ojos. Y entonces, claro está, desapareció. Volvió al día siguiente, pero más tenue. Y siguió volviendo, siempre más tenue. Pero esta mañana ha vuelto con toda su fuerza original. ¿Es por eso por lo que los padres de los niños muertos se pasan años y años durmiendo en cuartos oscuros? ¿Esperan que los fantasmas de sus pequeños muertos vuelvan con toda su fuerza original?

Pero esa vez no se limitó a quedarse allí quieta. Se pasó varias horas yendo de un lado a otro, recorriendo el cuarto con paso vivo, encorvada, tambaleándose. Me dio la impresión de que el fantasma de Jennifer tenía ganas de vomitar.

Trader tenía razón: El suicidio con sentido no tenía mucho sentido. En ningún sentido, suicidio incluido. Pero me dijo lo que necesitaba saber. No me lo dijo el autor. Me lo dijo Jennifer.

En los márgenes del libro Jennifer había hecho ciertas anotaciones: signos de interrogación, signos de admiración, líneas verticales (unas muy rectas, otras no tanto…). Había marcado pasajes de auténtico interés, cosas que le hubieran chocado a cualquiera que fuera nuevo en ese campo, como que cuanto mayor era la ciudad, mayor era la tasa de suicidios. Había otros pasajes que no podía haberlos subrayado sino por su banalidad. Por ejemplo: «Muchos jóvenes, tristemente, se matan en época de exámenes». O: «Cuando te encuentres con una persona deprimida, dile cosas como ésta: “Te veo un poco bajo de ánimo”, o “¿No te van bien las cosas?”. O: “En la aflicción, hazte mejor, no más amargado”. Cosas de este tipo. Haz esto y lo otro».

Trader había llamado hacía rato, y yo seguía levantada, anonadada ante lo que estaba leyendo en aquel libro (lo desdichado que era el suicidio para todos los implicados en él, etc…). Y entonces vi el siguiente pasaje, marcado con una doble interrogación por la mano de Jennifer. Y sentí la ignición, como si alguien hubiera encendido una cerilla. La sentí en las axilas.

Es parte del patrón: prácticamente todos los estudios conocidos revelan que la persona que se suicida deja avisos y pistas sobre sus intenciones.

Parte del patrón. Avisos. Pistas. Jennifer dejó pistas. Era hija de policía.

Eso sí importaba.

El otro cabo me ha venido esta mañana cuando revolvía los armarios de la cocina en busca de un paquete de Sweet «N» Low[20]. Me he sorprendido mirando fija y obtusamente las botellas de lo que suele beber Tobe. Y en respuesta he sentido que el hígado se me alborotaba, como si quisiera excretar algo. Y he pensado: Un momento. Un cuerpo tiene un interior y un exterior. Incluso el de Jennifer. Especialmente el de Jennifer. Al que hemos dedicado todos tanto tiempo. Es el cuerpo…, es el cuerpo que Miriam llevó en su seno, que el coronel Tom protegió, que Trader Faulkner acarició, que Hi Tulkinghorn cuidó, que Paulie No diseccionó. Dios, ¿es que no sé nada de cuerpos? ¿Es que no sé nada del alcohol…, no sé nada del Sweet «N» Low?

Tú le haces algo al cuerpo, y el cuerpo te hace algo a ti.

A mediodía llamo a la Secretaría de la CSU, doy el nombre y el año de licenciatura, y digo:

—Se lo deletreo: T-r-o-u-n-c-e. Nombre de pila: Phyllida. ¿Qué dirección tienen ustedes?

—Un momento, señor.

—Oiga, nada de «señor», ¿me entiende?

—Lo siento, señora. Un momento. Tenemos una dirección de Seattle. Y otra en Vancouver.

—¿Eso es todo?

—La de Seattle es más reciente. ¿La quiere?

—No. Phyllida ha vuelto a la ciudad —digo—. ¿Puede decirme el nombre de su tutora? Deletréemelo, por favor.

Le paso estos datos a Silvera inmediatamente.

Luego llamo por teléfono a Paulie No, el «cortador» del estado. Le pregunto si podemos vernos a tomar una copa esta tarde, a las seis. ¿Dónde? Qué coño: en el Decoy Room del Mallard.

Luego llamo al coronel Tom. Le digo que voy a decirle algo. Esta noche.

A partir de ahora, al menos, ya no voy a hacer más preguntas. Salvo las que estaban exigiendo una respuesta concreta. No voy a hacer más preguntas.

Phyllida Trounce había vuelto a la ciudad. O a los suburbios: a Moon Park. Phyllida no ha tenido mucho que ver en este asunto. Pero, mientras cruzo el río en el coche y me dirijo hacia Hillside, siento una gran falta de tolerancia en mí. Pienso: Si esta tía no estuviera tan loca podríamos haber solventado el jodido asunto por teléfono. ¿Falta de tolerancia, o simplemente una terrible impaciencia por cerrar de una vez por todas este caso? La loca vive en otro país, en Canadá. Pero ha vuelto a la ciudad. Y los cuerdos odian a los locos. Jennifer también odiaba a los locos. Porque Jennifer estaba cuerda.

Phyllida, por teléfono, se ha esforzado por darme indicaciones. Y la pobre se ha perdido. Pero yo no me he perdido. Nací en Moon Park. Y crecí en la peor de sus zonas: Crackertown. Esto: casuchas de madera con chamizos anexos en forma de A, o cobertizos de ladrillo de ceniza con ventanas de cartón. Todo ello salpicado de detritos de la vida contemporánea: plástico aguado de muebles de jardín, de marcos de ventanas, de piscinas infantiles, montones y montones de coches medio desguazados con hordas de niños enredando en sus entrañas… Aminoré la marcha al pasar por mi antigua casa. Todos los míos habíamos salido de ella, pero mi miedo seguía morando allí, en el hueco de los cables eléctricos y las tuberías, bajo el piso…

Phyllida y su madrastra vivían en la zona de Crescent, donde las casas son más grandes, más antiguas, más fantasmales. Un recuerdo: de niña, en Halloween, mis amigas y yo teníamos que azuzarnos mutuamente para atrevernos a ir a Crescent. Y yo iba la primera. Con la máscara de un horrible espíritu necrófago en la cara, tocaba la aldaba de una casa y, minutos después, una mano nudosa asomaba por la puerta y dejaba caer sobre el felpudo una bolsita de chucherías de diez centavos.

Ha llovido, y la casa está en una suave pendiente.

—Usted y Jennifer fueron compañeras de cuarto en la facultad, ¿no es cierto?

—… En una casa. Con otras dos chicas. Una tercera chica…, y una cuarta…

—Y entonces usted se puso enferma, ¿no, Phyllida? Pero aguantó hasta licenciarse.

—… Aguanté, sí.

—Y luego perdieron el contacto.

—… Nos escribimos durante un tiempo… No soy una persona que viaje mucho…

—Pero Jennifer vino a verla aquí, ¿verdad, Phyllida? La semana antes de su muerte.

Pongo unos puntos suspensivos, sí, pero se necesitarían muchos más de tres para dar una idea de la morosidad de las pausas de Phyllida (era como en las llamadas internacionales de hace diez o quince años —si hacemos abstracción del eco—, con aquel desfase que te hacía empezar a repetir la pregunta justo cuando la respuesta empezaba por fin a llegarte). Pero ahora me dedico a mí misma ese encogimiento de hombros de los polis, y pienso: Sé exactamente por qué se mató Jennifer: porque puso el pie en este puto tugurio. Se mató por eso.

—Sí —dice Phyllida—. El jueves antes de su muerte.

La sala está toda tapizada de polvo, pero hace frío. Phillida está sentada en su silla como una fotografía de tamaño natural. Está como en la fotografía del apartamento de Jennifer. Idéntica, sólo que con aspecto más marginal. Derecha, delgada, de frágil pelo castaño sobre una mirada que no se adentraba ni un palmo en nuestro mundo. En la sala hay también un tipo de unos treinta años, rubio, de bigote ralo, que no dice ni media palabra ni mira hacia mí en ningún momento. Se limita a atender al zumbido de los auriculares que lleva puestos. Su semblante no ofrece la menor «pista» del tipo de música que está escuchando. Puede ser perfectamente heavy metal. Puede ser perfectamente «Aprenda por sí mismo francés». Hay una tercera persona en la casa. La madrastra. No logro llegar a verla, pero la oigo. Tropezando contra todas partes en la habitación del fondo, y lamentándose, con infinita fatiga, cada vez que se materializa ante ella un nuevo obstáculo.

—¿Se quedó mucho rato Jennifer?

—Diez minutos.

—Phyllida, usted es maníaco-depresiva, ¿no es eso?

Pienso que mis ojos son brutales al decirlo, pero ella asiente con la cabeza y sonríe.

—Pero ahora está usted bajo control, ¿verdad, Phyllida?

Asiente con la cabeza y sonríe.

Sí: una pastilla de más y entra en coma; una pastilla de menos y va y se compra un avión. Dios, la pobre diablo…, hasta los dientes los tiene locos. Hasta las encías.

—Lleva la cuenta de las pastillas, ¿verdad, Phyllida? Y tiene la lista de las que toma. Seguramente tendrá también una de esas cajitas amarillas con los compartimentos de las horas y las dosis.

Asiente con la cabeza.

—Hágame un favor, Phyllida. Vaya a contar las pastillas y dígame cuántas le faltan. De los «estabilizadores». Del tegretol o lo que sea…

Mientras se va a hacer lo que le pido atiendo al zumbido tenaz de los auriculares de aquel tipo. Un zumbido de insecto…, la música de la psicosis. Escucho también a la mujer de la habitación del fondo. Tropieza y gime… Con un cansancio difícil de olvidar…, con un cansancio indeleble. Y digo en alta voz:

—¿También ella se volvió loca? Dios santo, estoy rodeada.

Me pongo de pie y voy hasta la ventana. Pim, pim, canta la lluvia. Y es entonces cuando me hago una promesa, una promesa que sólo unos pocos podrían entender. La madrastra sigue tropezando y gimiendo, tropezando y gimiendo…

Phyllida vuelve como flotando por el pasillo, como un fantasma. Me dirijo hacia la puerta. Phillyda no ha tenido mucho que ver en este asunto. No ha sido más que el «contacto».

—¿Cuántas? —le pregunto de lejos—. ¿Cinco? ¿Seis?

—Creo que seis.

Y, sin más, me voy.

Deprisa, rápido… Porque verás: aquí es donde entramos nosotros. Son las cinco de la tarde del uno de abril, y dentro de una hora me reuniré con Paulie No. Le haré dos preguntas, él me dará dos respuestas. Y se acabó. Caso cerrado. Y de nuevo me pregunto: ¿Será el caso? ¿Será la realidad, o seré yo? ¿Será sólo Mike Hoolihan?

Trader dice que es como desear que la pelota sea buena en un partido. Hasta te engañan los ojos. Crees que ha sido buena porque lo deseas intensamente. Y lo deseas tan intensamente que de hecho ves que ha sido buena. Está en todo orden del día: ganar, vencer. Y te engaña hasta la vista.

Cuando trabajaba en homicidios a veces era como en la tele. Pero mal. Como si un memo viera una película de crímenes (¿basada en un hecho real?) y la pusiera en práctica al revés. Como si la tele fuera el maestro de criminales que proporcionara a los sonámbulos mortales todo un arsenal de maquinaciones. Piensas: Esto es «salsa de tomate». Salsa ketchup de un envase de plástico todo reseco alrededor de la abertura.

Estoy cogiendo un nudo fuerte y compacto y lo estoy dejando reducido a un amasijo de cabos sueltos. Y ¿por qué habría de verlo así si no fuera realmente así? Es lo último que podría desear. Así no gano. Así no triunfo.

Pero vayamos con el ketchup…, con el ketchup «de procedimiento» de las preguntas y los números y los testimonios de los expertos. Luego podremos probar el noir. Aún puede que me equivoque.

Aquí es donde entramos nosotros.

Por teléfono había dicho que invitaba yo, pero cuando de pie en la barra del salón Decoy nos vemos ante aquella auténtica empalizada de botellas allá enfrente, Paulie No alisa un billete de veinte dólares sobre la barra y dice:

¿Con qué quieres envenenarte?

Y yo digo: Con agua de Seltz.

En su voz hay una leve cadencia, y sus ojos velados por pliegues miran hacia abajo. Como sin duda se ha dado cuenta de que en este momento no estoy trabajando para el CID, parece pensar que esto es algo que equivale a una cita «personal». Lo cual me choca, porque siempre he pensado que era marica. Como casi todos los patólogos que hayas conocido en tu vida. Bien mirado —parece pensar— todo el mundo tiene un «polvo».

Hablamos de golf y de béisbol y de si los Traficantes podrán con los Violadores el sábado que viene, o cuando sea, y al cabo digo:

Paulie. Esta conversación nunca ha tenido lugar, ¿de acuerdo?

… ¿Qué conversación?

Gracias, Paulie. Paulie… Le hiciste la autopsia a la hija de Rockwell, ¿te acuerdas?

Por supuesto. Todos los días deberían ser como ése.

Mucho mejor que los fiambres reventados, ¿eh, Paulie?

Y mucho mejor que los que sacan del agua. Oye, ¿vamos a hablar de cadáveres? ¿O de carne viva y coleando?

Paulie habla un perfecto inglés norteamericano, pero parece el sobrino de Fu Manchú. Me quedo mirando su bigote, que es lustroso pero desigual, descuidado y ralo. Dios, es como el tipo de los auriculares de casa de Phyllida. Quiero decir que es de cajón, ¿no?: ¿qué necesidad había de bigote si ninguno de los dos ha tenido nunca lugar? Paulie tiene las manos limpias, hinchadas, grises. Como las de cualquier lavaplatos de la cocina de un restaurante. Me felicito a mí misma. Soy de carne y hueso; no soy pellejo y hielo: aún se me pone la carne de gallina cuando estoy cerca de Paul No, un «cortador» del estado que ama su trabajo. Pero a cada rato me estremece pensar en lo encallecida que me he vuelto.

—La noche es joven, Paulie. Eric, otra cerveza para el doctor No…

—Con los suicidas, ¿sabes lo que solían hacer en otros tiempos?

—¿Qué, Paulie?

—Diseccionar su cerebro en busca de lesiones específicas. Lesiones de suicida. ¿Causadas por…?

—Dímelo tú.

—La masturbación.

—Muy interesante. Pero esto también es interesante: hay un informe toxicológico sobre la hija de Rockwell que tú no has visto.

—¿Por qué tendría que haberlo visto?

—Bueno, porque el coronel Tom lo tiene guardado bajo llave.

—Mmm… ¿Y qué es? ¿Marihuana? —Luego, exagerando un terror fingido, añade—: ¿Cocaína?

—Litio.

Todos, en mayor o menor medida, nos creímos lo del litio. Todos nos lo tragamos. El coronel Tom, porque está desquiciado. Hi Tulkinghorn, porque cada día es más pequeño y mezquino y se encierra más en sí mismo. Trader…, porque ha creído las palabras últimas de Jennifer. Porque ha sentido el peso especial que tienen, como testimonio, las últimas palabras. Y yo también me lo tragué. Porque si no…

—¿Litio? —dice Paulie—. Imposible. ¿Litio? Nada de eso.

Henos aquí en la sala Decoy del Mallard, el día uno de abril, día de los Inocentes. Pero estoy segura de que no ha sido una humorada de Jennifer. Ha sido el mundo, con su torpeza. En el centro de la sala, además, el pianista de aire somnoliento, sentado al piano blanco de media cola… Permítaseme rehacer la frase entera: Sobre el piano blanco de media cola, el pianista de la larga cabellera está tocando Tren nocturno. Precisamente. Al estilo Oscar Peterson, pero con gorjeos y adornos. No con pasión y fuerza. Hago girar la cabeza ciento ochenta grados y espero ver, a horcajadas sobre el taburete de al lado, los muslos prietos y rotundos de Arn Debs. Pero lo que veo es un puñado de bebedores de lunes por la noche, y señuelos y más señuelos de cazar patos, y la empalizada de botellas de la pared y la línea de espuma en el bigote de Paulie…

Digo: Bien, pues dime lo que le pasaría a alguien que se metiera esa mierda dentro del cuerpo durante un tiempo. Un año, por ejemplo. ¿Qué verías en la autopsia?

Dice: Oh, seguro que encontrarías síntomas de daños renales. No haría falta más que un mes. No hay ninguna duda.

Digo: ¿Qué tipo de síntomas?

Dice: Túbulos distales donde la sal fue reabsorbida. La tiroides, además, funcionaría mal y se habría agrandado.

Digo: ¿Y la hija de Rockwell?

Dice: De ninguna manera. Su árbol orgánico era «de libro». ¿Sus riñones? Perfectos. No, señor. Esa chica era…, era un dechado de salud.

—Paulie, jamás hemos tenido esta conversación.

—Ya, ya.

—Creo que vas a cumplir tu promesa, Paulie. Siempre me has gustado y siempre he confiado en ti.

—¿Sí? Pues yo siempre he creído que tenías algo contra los «ojos rasgados».

—¿Yo? No, en absoluto —digo. Y soy sincera. No tengo la menor idea de lo que estoy sintiendo en este momento. Punzadas aleatorias de amor y odio. Mezcladas. Pero le dedico el encogimiento de hombros de los polis y digo—: No, Paulie. Pero parecías siempre tan absorto en tu trabajo…

—Eso es verdad.

—Ha estado bien, y lo vamos a repetir muy pronto. Pero siempre que nuestro buen entendimiento siga en pie. Así que mantén la boca cerrada sobre Jennifer Rockwell. O el coronel Tom te pondrá de patitas en la calle. Créeme, Paul. No volverías a «cortar» en Battery and Jefferson. Te pondrían a fregar suelos en el Descanso Final. Pero confío en ti: sé que mantendrás la promesa que me has hecho. Y por eso mereces mi respeto.

—Tómate otra, Mike.

—La espuela —digo.

Y siento un enorme alivio cuando añado:

—Una agua de Seltz. Sí, claro, ¿por qué no?

Tobe está asistiendo a un torneo de videojuegos y no volverá a casa hasta las once. Ahora son las nueve. A las diez he quedado en hablar con el coronel Tom por teléfono. La cosa, por teléfono, tiene que funcionar. Estoy sentada en la mesa de la cocina con el cuaderno de notas, la grabadora y el ordenador. Llevo puestos los pantalones de golf nuevos, con el gran logotipo dorado, y una camiseta blanca de los Brooks Brothers. Y estoy pensando… Oh, Jennifer, chica mala…

Tengo una cita telefónica con el coronel Tom porque no sería capaz de hacerlo cara a cara. Por varias razones. Una de ellas es que el coronel Tom siempre sabe cuándo no digo la verdad. Me diría: «Mírame a los ojos, Mike…», como un padre. Y no sería capaz de hacerlo.

En el Times de hoy aparece un artículo sobre un trastorno mental recientemente tipificado: el síndrome del Paraíso. Pienso: No busques más. Eso es lo que tenía Jennifer. Es un trastorno por el que ciertos multimillonarios ignorantes —estrellas de los seriales de la tele, y del rock, y de los deportes— consiguen «montarse» ciertas penas de las que lamentarse. Ciertos cepos…, ciertas trampas en el paraíso. Zugts afen mir! Que lo digan de mí. Miro a mi alrededor: los gigantescos montones de revistas de informática, el polvo de mis felicitaciones enmarcadas… Nada del otro mundo en el hábitat de media tonelada de humanidad desastrada y puerca. Nada parecido al síndrome del Paraíso. No hay miedo de que se contraiga tal trastorno en esta casa. En el Times veo también el seguimiento informativo y un editorial sobre esos microbios de la roca marciana. Una simple mancha de un semen de tres mil millones de años atrás, y todo el mundo se pone a decir de pronto: «No estamos solos».

Yo personalmente no creo que el trabajo de Jennifer —su afición primera, su vocación— tuviera mucho que ver con nada de esto, salvo que agudizó las cosas. Y con esto quiero decir algo parecido a lo siguiente: el desfase intelectual entre Jennifer y LaDonna, entre Jennifer y DeLeon, entre Jennifer y la chiquilla de trece años que asesinó a un bebé por un pañal…, seguro que es inmenso, pero podría estrecharse si pensáramos más asiduamente en el universo. De forma semejante, Trader era «el amante más tierno del planeta»…, pero ¿cuánta ternura es ésa? Miriam era la más dulce de las madres…, pero ¿cuánta dulzura es ésa? Y el coronel Tom era el más amoroso de los padres…, pero ¿cuánto amor es ése? Jennifer era bella, pero ¿cómo de bella? Y pensemos, de todas formas, en la cara humana, con sus estúpidas orejas, sus brotes pilosos, sus insensatos y absurdos agujeros de las narices, la humedad de sus ojos y de su boca, donde crecen unos huesos blancos…

En los estudios sobre el suicidio solía formularse una regla categórica que decía lo siguiente: «Cuanto más violento es el modo elegido, mayor es el exabrupto dirigido a los vivos». Mayor es el grito: ¡Mirad lo que me habéis hecho hacer! Si el suicida deja su cuerpo entero, intacto, y queda como remedando un sueño, se considera que no es tan fiero su reproche a los que quedan atrás. (¿Quedan atrás? ¡Nada de eso! Ellos se detienen. Nosotros seguimos. Ellos, los muertos, son los que quedan atrás…) Pero yo jamás me he creído eso. La mujer que se corta la garganta con un cuchillo de trinchar eléctrico…, ¿alguien quiere convencerme de que va a detenerse a pensar un solo segundo en los demás? Pero… tres disparos…: lo más opuesto a tres palabras de consuelo. Qué razonamiento… Qué… sublimidad. Qué hielo. Hirió a los vivos: una razón más para odiarla. Y tampoco le importó un pimiento que todo el mundo la recordase como una puta demente más. Todo el mundo menos yo.

Injusto. Era hija de un policía; su padre mandaba a tres mil hombres sujetos a un juramento. Sabía que su padre seguiría su rastro. Y creo que sabía también que yo participaría de algún modo en tal pesquisa. No me cabe duda. ¿Quién si no? Si no era yo, ¿quién sería? ¿Quién? ¿Tony Silvera? ¿Oltan O’Boye? ¿Quién? Al acercarse a la muerte se ajustó a un patrón (la locura) que —pensó— serviría de consuelo a los vivos. Un patrón: algo visto antes innumerables veces. Jennifer dejó pistas. Pero sus pistas eran todas cortinas de humo. ¿El desbaratado algoritmo de Bax Denziger? Una cortina de humo (y una broma, además, que decía algo así como: No afiles tu hacha contra el universo. Yo afilo la mía contra la madre tierra). ¿Los cuadros que compró? Otra cortina de humo…, una inocua ocurrencia de última hora. El litio era también otra cortina de humo. Arn Debs era otra cortina de humo. Dios, un tipo como Arn Debs… Durante días he odiado a Jennifer por lo de Arn Debs. La he detestado, la he despreciado. He odiado que pensara que me «tragaría» lo de Arn Debs…, que pensara que Arn Debs serviría a su propósito, siquiera como señuelo. Pero vamos a ver, mierda… ¿Con qué clase de tipos me había visto salir Jennifer? Desde que tenía ocho años me había visto colgada del brazo de tipos que odiaban a las mujeres, de tipos que pegaban a las mujeres. Yo con mi ojo morado, Duwain con el suyo. Deniss y yo, de la mano y cojeando, camino de la cola de Urgencias. Esos tipos no me vapuleaban y ya está. No, señor: teníamos peleas que duraban media hora. Jennifer debió de pensar que el negro y el azul eran mis colores preferidos. ¿Qué se iba a esperar de Mike Hoolihan, una mujer que fue desvirgada por su propio padre? Seguro que me gustaba Arn Debs. ¿Y, siendo una jodida imbécil, por qué no me iba a figurar que también le había gustado a ella? ¿Es que Jennifer jamás vio inteligencia alguna en mí? Porque si a mí me quitan la inteligencia, si me quitan la inteligencia de la cara, no me dejan con gran cosa.

Ajustas la radio y oyes ese graznido que a nadie le gusta escuchar: comprobad ese tufillo sospechoso. Yo he comprobado tufillos sospechosos. ¿Sospechosos? Nada de eso. Crímenes palmarios. La fulminante química de la muerte en el planeta de los retrasados mentales. He visto cuerpos, cadáveres, en depósitos de paredes de azulejo, en bloques de viviendas-celdas, en calabozos de barrio, en maleteros de coches, en huecos de escaleras en obras, en embarcaderos, en zonas de maniobra de tractores y tráilers, en casas en hilera arrasadas por las llamas, en restaurantuchos de comida para llevar, en callejones transversales, en los huecos de los cables eléctricos y las tuberías de las casas, y jamás he visto ninguno que quedara en mí del modo en que ha quedado el cuerpo de Jennifer Rockwell, apoyado y desnudo tras el acto del amor y de la vida, diciendo «hasta esto, todo esto, lo dejo atrás…».

Un recuerdo repentino. Dios, ¿de dónde me viene esto? Una vez vi a Phyllida Trounce. En los viejos tiempos, me refiero. En casa de los Rockwell. Estaba sudorosa entre las mantas, y en un momento dado me volví sobre un costado y me puse a manosear el pestillo de la ventana. Y allí estaba, como a un metro de distancia, mirándome fijamente. En vela. Nos miramos. Nada memorable. Dos fantasmas que se decían: «Hola, tía…».

Phillida Trounce aún sigue caminando. La madrastra de Phyllida sigue caminando, tropezando, lamentándose. Todos seguimos caminando, ¿no es cierto? Seguimos empeñándonos, insistiendo, durmiendo, despertando, agachándonos en retretes, encogiéndonos en coches, conduciendo, conduciendo, conduciendo, aguantando, haciendo de tripas corazón, haciendo mejoras en la casa y pagando letras, esperando, haciendo cola, hurgando en el bolso en busca de las llaves.

¿Alguna vez has tenido ese sentimiento infantil, con el sol en la cara salada y el helado derritiéndose en tu boca, el sentimiento pueril de que tienes ganas de cancelar la felicidad terrena, de rechazarla como falsa? No sé. Eso pertenece al pasado. Y a veces pienso que Jennifer Rockwell vino del futuro.

Las diez en punto. Lo grabaré y luego lo transcribiré.

No tengo nada que decirle al coronel Tom; nada más que mentiras: las mentiras de Jennifer.

¿Qué más puedo decirle?

Señor, su hija no tenía ningún móvil. Sólo tenía «patrones». Pautas muy elevadas. Y nosotros no supimos estar a su altura.

En la sala Decoy, con Paulie No, cuando pedí la segunda agua de Seltz…, fue un momento dulce de verdad. El momento de un aplazamiento. Que sabe mucho más dulce que lo que ahora estoy gustando.

Lo grabaré y luego lo transcribiré.

Oh, padre…

¿Coronel Tom? Soy Mike.

Hola, Mike. Escucha, ¿estás segura de que quieres que lo hagamos por teléfono?

Coronel Tom, ¿qué puedo decirle? La gente se presenta al mundo de una determinada forma. La gente muestra «una vida» al mundo. Pero la miras detenidamente y ves que no es como te la presentan. En un momento dado el cielo está claro y azul. Y cuando vuelves a mirar está lleno de nubes de tormenta.

No tan aprisa, Mike. ¿No podemos hablarlo con más calma?

Todo está bien, coronel Tom… Todo está a la altura que tiene que estar. Su pequeña estaba en una encrucijada. No le estaba recetando esa mierda ningún médico. La conseguía en la calle. En la…

Mike, estás hablando muy alto. Yo…

En la puta calle, coronel Tom. Llevaba un año escudriñando y criticando su propia mente. Bax Denziger me ha contado que estaba empezando a perder la cabeza, y a equivocarse gravemente en el trabajo. Y a hablar de la muerte. De mirar a la muerte cara a cara, fijamente. Y las cosas fueron deteriorándose con Trader, porque Jennifer tenía una relación con otro hombre.

¿Con quién? ¿Con qué otro hombre?

Un tipo cualquiera. Que conoció en un bar. Puede que sólo fuera un flirteo, pero ¿se da cuenta de lo que eso significa? No se lo cuente a Trader. No se lo cuente a Miriam, porque ella…

Mike. ¿Qué diablos te pasa?

Es un patrón. Todo muy clásico, coronel Tom. Una putada. Un trozo de mierda.

Voy para allá.

No voy a estar. Escuche: estoy bien. Estoy perfectamente…, de veras. Un segundo… Así está mejor. Lo que me pasa es que estoy disgustada con todo esto. Pero ya ha acabado. Y usted debe dejarlo así, coronel Tom. Lo siento, señor. Lo siento tanto…

Mike…

Caso cerrado.

Se acabó. Ya pasó todo. Ahora me voy a Battery a recorrer su larga hilera de tabernas. Quiero llamar a Trader Faulkner para decirle adiós, pero el teléfono está sonando otra vez y se acerca el tren nocturno y oigo a ese saco de mierda sin picha descoyuntando las escaleras, y va a ver lo que sucede como se le ocurra impedirme el paso o simplemente mirarme de ese modo o abrir la boca para atreverse a decirme una sola palabra.