Llegué a casa a eso de medianoche.
En el cuarto me quedé mirando a Tobe durante largo rato. Lo que el pobre tiene que soportar con ese cuerpo… Lo único que puede hacer en una noche de verano es sentarse y ponerse a ver algún partido en la tele, con una rezumante lata de cerveza en la mano. Hasta dormido sufre. Como las montañas, siempre dolientes a causa de los resbaladizos discos de sus placas tectónicas. El cartílago atrapado entre la corteza y el manto.
Cuando dejé de trabajar en Homicidios y no tenía mucho que hacer durante el día —fuera del lento trabajo de mantenerme sobria—, solía quedarme en vela, por tarde que fuera, hasta que pasaba el tren nocturno. Y luego, el largo sueño. Esperaba despierta hasta que pasaba el tren nocturno causando el pánico en mi vajilla, sacudiendo el suelo bajo mis pies.
Y eso es lo que me dispongo a hacer ahora. Por tarde que llegue.
Mi Mike Hoolihan va a encargarse del asunto.
Y lo hice. Y resolví el caso del crimen de la Noventa y nueve.
Fue un asesinato absolutamente horrible —miserable de verdad—, pero era el típico caso con el que sueña todo poli de homicidios. Un auténtico filón para los periódicos. Un caso acaparador de titulares, políticamente urgente. Lo resolví enseguida, con concentración e instinto.
Se encontró el cuerpo de un bebé varón de quince meses dentro de una nevera de picnic, en una zona de recreo público de la Noventa y nueve, cerca de Oxville. Un rastreo del barrio llevó a la policía al mil doscientos y pico de McLellan. Para cuando llegué a la casa, había como un millar de personas acordonadas en la calle, amén de un montón de unidades móviles de los diferentes medios y, arriba en el cielo, todo un Vietnam de helicópteros geoestacionarios de las cadenas de televisión.
Dentro, cinco detectives, dos supervisores de brigada y el adjunto a Jefatura se preguntaban cómo diablos lograr que todo aquello no degenerara en una revuelta retransmitida en directo. Y mientras tanto interrogaban a una mujer de veintiocho años, LaDonna, y a su novio, un tal DeLeon. Una década atrás, un mes atrás, al contarlo, habría dicho que ella era una portorriqueña y él un negro. Lo cual era verdad. Pero baste decir que eran gente de color. Había también, sentadas en sendas sillas de la cocina, y balanceando los pies enfundados en calcetines blancos, dos calladas chiquillas de trece y catorce años, Sophie y Nancy, hermanas pequeñas de LaDonna. LaDonna afirmaba que se trataba de su bebé y de su nevera portátil.
Es un día como tantos en Oxville: la familia disfruta de una merienda al aire libre (es en enero); el bebé corretea y va alejándose más y más del grupo (con un pañal por todo atuendo) hasta perderse, y al rato empieza la búsqueda en el campo abierto. Infructuosamente. Y la familia vuelve a casa. Y se deja olvidada la nevera. Lo sucedido, según LaDonna, no puede ser más obvio: la criatura acabó volviendo y se metió en la nevera y la tapa se le cerró encima (el cierre encajó solo, con el golpe). Y el bebé murió asfixiado. Sin embargo, el examen inicial del forense —más tarde confirmado por la autopsia— dictamina que el infante había muerto por estrangulamiento. La versión de DeLeon habla de algo un poco más complejo. Cuando se marchaban ya de la zona de recreo, después de abandonar la búsqueda, vieron a unos cabezas rapadas blancos —un grupo de nazis y traficantes de drogas— saltar de una camioneta y dirigirse hacia la zona de campo abierto donde se había visto por última vez al desaparecido.
Estamos allí sentados, escuchando a estos dos genios, pero yo observo a las dos chiquillas. Observo a Sophie y a Nancy. Y de pronto todo se me hace diáfano. Por lo siguiente: desde el cuarto de al lado nos llega el llanto de un bebé. Un bebé acaba de despertarse: tiene el pañal sucio o tiene hambre o se siente solo. LaDonna sigue hablando —no ha dejado de hacerlo ni un segundo—, pero Sophie da un fugaz respingo en la silla y la cara de Nancy, de pronto, se llena de odio. Y lo comprendo todo de inmediato:
LaDonna no es la madre del bebé asesinado. Es su abuela.
Sophie y Nancy no son las hermanas pequeñas de LaDonna, sino sus hijas.
Sophie es la madre del bebé que acaba de despertarse en el cuarto. Nancy es la madre del bebé de la nevera.
Y Sophie es la asesina.
Caso cerrado. Tenemos también el móvil: Nancy, horas antes, le había quitado a Sophie el último pañal de su pequeño.
Aquella tarde, en las noticias de las seis, hablo ante el país entero.
—En este crimen no ha habido conflictos de raza —comunico a 150 millones de telespectadores—. Ni ningún asunto de drogas. —Todos pueden, pues, respirar—. El móvil, en este crimen, ha sido un pañal.
Hay tres cosas que no le he dicho a Trader Faulkner.
No le he dicho que, a mi juicio, la carta de Jennifer no es obra de una mujer sometida a una tensión insostenible. He visto centenares de notas de suicidio. Y todas tienen rasgos comunes. Expresan inseguridad, y son desabridas, secas. «Serzone, depecote, tegretol… Suenan a actitudes morales.» En los momentos terminales de su vida, todos los suicidas alimentan parecidos pensamientos de autolaceración. Los suicidas, en sus notas, podrán tratar de consolar o podrán lamentarse amargamente, podrán humillarse o podrán jactarse, pero jamás tratarán de «entretener» a nadie.
No le he dicho a Trader que, cuando se padece un trastorno afectivo o emocional, el apetito sexual decae drásticamente. Ni he añadido que, cuando el trastorno es de ideación, u orgánico, invariablemente desaparece. A menos que el trastorno sea en sí mismo sexual. En cuyo caso siempre sería, de un modo u otro, perceptible.
No le he dicho nada a Trader sobre Arn Debs. No porque no me atreviera, sino porque nunca creí en Arn Debs. No creí en Arn Debs ni una décima de segundo.
Son las dos menos cuarto de la madrugada.
Pensamientos al azar:
El homicidio no puede cambiar. Puede evolucionar. No puede cambiar. No puede «desplazarse» a ninguna parte.
Pero ¿y el suicidio? ¿Qué sucedería si en el suicidio pudiera darse el cambio?
El homicidio puede evolucionar en el sentido de incrementar su disparidad (nuevas modalidades de homicidio).
Disparidad al alza:
En cierta ocasión, en los años cincuenta, un hombre inauguró una nueva modalidad de homicidio. Colocó e hizo estallar una bomba en un avión comercial. Para matar a su mujer.
Un hombre puede derribar —quizá lo haya hecho ya— un 747 para matar a su mujer.
Un terrorista arrasa una ciudad con una bomba de hidrógeno portátil. Para matar a su mujer.
El presidente hace que estalle una guerra termonuclear. Para matar a su mujer.
Disparidad a la baja:
A todo poli norteamericano le resulta familiar el extremo salvajismo doméstico del día de Navidad. En Navidad, todo el mundo coincide en el hogar. Y la cosa acaba en desastre… Nosotros los llamamos homicidios de «¿estrella o hada?»: la gente se pone a discutir sobre qué diablos poner en lo alto del árbol de Navidad. Citemos otro ejemplo: la gente se apuñala mortalmente tras discutir por cómo trinchar el pavo.
Y se asesina por un pañal.
Imaginemos un asesinato por un imperdible.
Un asesinato por un buche de leche rancia.
Pero la gente ha matado incluso por menos que eso. La disparidad a la baja ha sido ya «sondada»: rastreada con sonar y «diseccionada». La gente ha matado incluso por nada. Se ha tomado la molestia de cruzar la calle para matar por nada.
Luego están los «copiones», los tipos que copian lo que ven en la tele, o a algún otro tipo, o a algún otro tipo que ha copiado lo que ha visto en la tele. Creo que los copiones son tan viejos como Homero, más viejos; más viejos que la primera historia pintarrajeada con mierda en la pared de una caverna. Son anteriores a las historias al amor de la lumbre, anteriores al fuego.
En el suicidio también se dan los «copiones». Sí, señor. Lo llaman el «efecto Werther». El nombre viene de una melancólica novela alemana, prohibida luego durante un tiempo a raíz de la estela de suicidios de jóvenes que venía desencadenándose en la Europa del siglo XVIII. Veo lo mismo aquí en las calles: un gilipollas de bajista se ahoga en su propio vómito (o se fríe con su amplificador) y de repente el suicidio se extiende por toda la ciudad.
Existe la angustia recurrente, generación tras generación, de que el estallido de una shoah[19] de suicidios barrerá a los jóvenes de la faz de la tierra. Es como si todo el mundo estuviera suicidándose. Y el fenómeno acaba remitiendo. La «imitación» es un precipitante más fuerte que la causa. No hace sino dar forma a algo que sucederá de todas formas.
El suicidio no ha cambiado. Pero ¿y si cambiara? El homicidio ha prescindido del porqué. Se dan homicidios gratuitos. Pero uno no se…
Son las dos y media de la madrugada y el teléfono está sonando. Supongo que para una persona normal eso supondrá un auténtico trastorno, o incluso una especie de catástrofe. Pero yo levanto el auricular como si estuviera sonando poco después del mediodía.
—¿Sí?
—Mike. ¿Sigues levantada? Tengo otra hipótesis para ti.
—Sí, Trader. Sigo levantada. ¿Vamos a volver ahora a tu «desolación»?
—Considéralo un preámbulo de lo de mi «desolación». Tengo otra hipótesis para ti. ¿Estás lista?
Su voz no suena oscura: suena como ralentizada, como a unas 33 revoluciones por minuto.
—Espera un segundo… Estoy lista.
—Hay un cartero viudo que ha trabajado toda su vida en una ciudad pequeña. Una ciudad pequeña de condiciones climáticas extremas. Su jubilación está próxima. Una noche se queda hasta altas horas redactando una nota de emocionado adiós a la comunidad. En la que dice cosas como las siguientes: «Os he servido en la lluvia y el hielo, en el trueno y el sol, bajo el relámpago, bajo el arco iris…». La manda imprimir. Y en su penúltimo día deja una copia en cada buzón de su ruta.
»La mañana siguiente es fría y desapacible. Pero la respuesta es enormemente cálida. Le invitan a un café aquí, a un trozo de pastel allá. Rechaza las modestas gratificaciones económicas que le ofrecen. Da apretones de mano, sigue su camino. Un tanto decepcionado, tal vez, por el escaso eco que la… calidad de su nota parece haber suscitado. Por la calidad de su poesía, Mike.
»La última puerta a la que llama es la de un abogado de Hollywood y su jovencísima esposa de diecinueve años. Una chica preciosa, imponente, de ojos muy francos y abiertos, que tiempo atrás ha trabajado en una tienda de sombreros y complementos. El cartero llama al timbre y ella sale a recibirle.
»—Usted es el hombre que ha escrito esa nota. Lo del trueno y el sol radiante. Pase, por favor, señor.
»En el comedor hay una mesa repleta de exquisitos manjares y vinos. La chica explica que su marido se acaba de marchar a Florida a jugar al golf. ¿Le apetecería quedarse a comer? Tras el café y los licores le coge de la mano y le conduce hasta una alfombra blanca que hay frente al espléndido fuego de la chimenea. Hacen el amor durante tres horas seguidas. A la luz ámbar de la sala, Mike. El cartero no puede dar crédito a esa pasión. A esa fuerza. ¿Ha sido su poesía la que ha movido tan intensamente a esa mujer joven? ¿Ha sido el arco iris? Piensa que, pase lo que pase, ella seguirá siendo suya de por vida.
»Se viste en un estado de aturdimiento. Enfundada en una vaporosa bata, la chica le acompaña hasta la puerta principal. Y al llegar alarga la mano hasta el bolso que hay encima de la mesita del vestíbulo. Y le tiende un billete de cinco dólares.
»Y él dice:
»—¿Para qué es esto? Perdona, pero no entiendo.
»Y ella dice:
»—Ayer por la mañana, en el desayuno, le leí tu nota a mi marido. Lo del hielo y la lluvia y el relámpago. Y dije: “¿Qué diablos se supone que debo hacer con este hombre?”. Y él me dijo: “Fóllatelo, y dale cinco dólares”. Lo de la comida ha sido idea mía.
Ensayé una especie de risa.
—No lo has cogido.
—Te equivocas. Lo he cogido. Pero ella te amaba, Trader. Estoy segura.
—Sí, pero no lo suficiente para quedarse. Muy bien. Ahora volvamos a mi «desolación». Te pido disculpas por anticipado. Porque no te va a servir de nada.
—Volvamos, de todas formas.
—Pasábamos los domingos por la noche separados. Así que siempre nos apetecía irnos a la cama por la tarde, antes de marcharme. Es lo que hacíamos todos los domingos. Y es lo que hicimos el cuatro de marzo. Me gustaría poder decir, me gustaría de veras poder decir que aquella vez fue diferente. Que aquel domingo, durante el acto del amor, ella «dejó de estar allí» o «desapareció». O algo por el estilo. Podríamos inventarnos algo al respecto. Tú y yo. ¿No te parece? Hacer que ella dijera, por ejemplo: «No me dejes embarazada». Pero no fue así. Fue exactamente igual que siempre. Me tomé una cerveza. Le dije adiós. ¿Por qué mi «desolación», entonces?
Ahora su voz suena como mi grabadora cuando está a punto de quedarse sin pilas. Me enciendo un pitillo y aguardo.
—Muy bien. Mientras bajaba por las escaleras me piso un cordón de los zapatos. Me agacho a atármelo, y el cordón se rompe. Y, encima, se me engancha un padrastro en el calcetín. Y cuando estoy saliendo por la puerta lateral me rasgo un bolsillo de la chaqueta con la manilla… Ahí tienes. Por eso, al poner el pie en la calle, me siento lógicamente «desolado». Mike, tenía un ánimo «suicida».
Siento ganas de decir: voy para allá.
—«Fóllatelo, y dale cinco dólares.» Me pareció bastante gracioso cuando lo oí por primera vez. Ahora me hace reír a carcajadas.
Siento ganas de decir: voy para allá enseguida.
—Oh, Dios… No lo entendí, Mike.
De mi lista con el encabezamiento «Acicates y Precipitantes» ahora ya no queda gran cosa. Para mantenerme tranquilamente entretenida, pienso en confeccionar otra lista, que más o menos sería como sigue:
Astrofísica | Confiscación de Activos |
Trader | Tobe |
Coronel Tom | Papá |
Bella |
Pero ¿de qué me va a servir hacerla? Zugts afen mir!, ¿no? Todos deberíamos tener esa gran suerte. Y sin embargo no la tenemos, y aquí seguimos.
«Acicates y Precipitantes.» ¿Qué nos queda? Tenemos: 7. ¿Otras personas de importancia? Y tenemos: 5. ¿Salud mental? Naturaleza del trastorno: a) ¿psicológico? b) ¿de ideación, orgánico? c) ¿metafísico?
Tacho la 7. Tacho a Arn Debs.
Y tacho la 5 a). Después de pensarlo un rato tacho la 5 c). Y finalmente mi cabeza, de repente, asiente, y tacho la 5 b). Sí, tacho también la 5 b).
Ahora ya no hay nada.
Son las tres y veinticinco de la madrugada cuando caigo en la cuenta. Ayer fue domingo. El tren nocturno habrá pasado hace unas horas. Hace ya unas horas que el tren nocturno ha pasado y se ha alejado.
La noche en que murió Jennifer Rockwell, el cielo estaba claro y la visibilidad era excelente.
Pero la «visión»… —la visión, la visión…— no era en absoluto buena.