CAMBIAR TODO «LO DADO»

Esta noche tengo la entrevista con Trader.

Antes de ir a su apartamento, hago una cosa: volver a oír la transcripción del interrogatorio al que le sometí en la brigada. Mi esfuerzo, allí, en la pequeña sala de interrogatorios, tuvo un enfoque erróneo. Pero su tenacidad me ha impresionado. Y ahora caigo en la cuenta de lo siguiente:

Tengo un testigo que le sitúa a usted fuera de la casa a las siete y treinta y cinco. Con expresión desolada. «Como loco.» Fuera de sí. ¿Le suena, Trader? Sí. El momento… El estado de ánimo.

Antes lo había pasado por alto. Y ahora me digo que tengo que volver sobre ello esta noche. ¿Por qué desolado?

Otra cosa que hago, antes de salir, es pasarme una hora en el cuarto de baño maquillándome las ojeras. Dándome sombra de ojos, perfilándome los labios. Y con las pinzas…, Dios santo. Y ayer por la noche me lavé el pelo, y me acosté muy temprano. Supongo que una mujer hace este tipo de cosas a veces —sin ninguna razón especial, sólo por amor propio— para sentirse bien consigo misma cuando va a ver a un hombre que le gusta. Pero también podría ser que estuviera loca por Trader. ¿Y qué, si así fuera? No quiere decir gran cosa. Sólo lo siguiente: que si él necesita consuelo, yo estoy dispuesta a dárselo. Cuando salía por la puerta Tobe me ha mirado de un modo extraño. Tobe es un tío majo. Es un gigante amable. No es de los violentos. No es como Deniss, Shawn, Jon, Duwain.

Hace ya mucho tiempo que aprendí que no puedo conseguir al chico bueno.

Yo pertenezco al grupo de los «chicos buenos», y salgo al mundo y no consigo más que a los chicos malos. Puedo conseguir a los malos.

Pero no logro conseguir a los buenos.

Me resulta imposible conseguir a los chicos buenos.

Ha sido una velada larga, y ha transcurrido a ráfagas.

Trader ha vuelto a instalarse en el apartamento. Mi escenario del crimen se ha desbaratado: Trader lo ha cambiado de arriba abajo. La silla del dormitorio (¿es la misma?) está cubierta por una sábana blanca. La escalera de tijera sigue en un rincón. Trader dice que aún no ha dormido en ese cuarto. Que acaba durmiéndose en el sofá. Viendo la televisión.

—Vaya, una tele. Al fin vuelve a la vida —digo. Es difícil encontrar palabras inocentes, dadas las circunstancias—. ¿Cómo se siente, de nuevo aquí?

—Mejor estar aquí que no estar aquí.

Una vez más: no es, a grandes rasgos, una opinión que Jennifer Rockwell hubiera compartido.

Le hago compañía en la cocina mientras me prepara una soda. Con limón y hielo. El cuerpo de Trader siempre se ha movido con lentitud. Su cara, esta noche, parece velada por una sombra de torpor. Si no fuera por las matemáticas y demás, habría momentos en que le tomarías por uno de esos galanes retrasados mentales…, uno de esos tipos a quienes la belleza les ha sido dada para nada. Salvo para sembrar un poco más de dolor en este mundo. Pero luego la luz de la inteligencia vuelve a la suavidad castaña de sus ojos. Trato de recordar si siempre ha tenido ese velo, esa sombra. ¿O ha caído sobre él hace sólo un mes, el cuatro de marzo? La fecha en que le sobrevino tamaño anonadamiento. Se sirve una copa. Sigue bebiendo toda la velada. Jack Daniels. Con hielo.

Levanta el vaso, se vuelve hacia mí y dice:

—¿Qué tal, Mike?

Pero no se vuelve hacia mí y me dice: ¿Qué has descubierto? ¿Has conseguido algo? Yo quiero saber lo que él sabe. Él no quiere saber lo que yo sé.

A veces nuestra conversación es muy…, ¿cómo lo diré?, muy «metódica».

Y ¿qué me dice de los hijos, Trader? Supongo que sigo buscando algún «precipitante» adecuado. ¿Llegó a sentir Jennifer alguna ansiedad al respecto?

No la sometía a ninguna urgencia. Yo tenía muchas ganas, pero no la presionaba. Si no quería tener ninguno, pues muy bien. Si quería tener diez, pues muy bien también. Es como lo del aborto. Una opción de la mujer.

Eso es muy poco convencional. ¿Cuál era su opinión acerca del aborto?

Era casi la única cuestión polémica que le suscitaba cierto interés. Libertaria, sí, pero con muchos escrúpulos. Yo también. Por eso me muestro reacio en este asunto y se lo dejo a las mujeres.

A veces no somos tan «metódicos». A veces nuestra charla tiende a no ser tan disciplinada.

—Mire esto.

Está en el sillón, el que utiliza para leer. Al lado está la mesa redonda llena de libros apilados (y una lámpara, y un vaso, y fotografías enmarcadas). Alarga la mano hacia un pequeño libro de bolsillo, de cantos arrugados, y dice:

—Estaba en una estantería con el lomo hacia la pared. No puedo creerme que de veras lo leyera.

—¿Por qué?

—Está tan pésimamente escrito…

Un librito de una editorial desconocida: El suicidio con sentido. Escrito por cierto doctor con dos iniciales entre nombre y apellido. Le echo una ojeada. No es ninguna de esas guías de «cómo hacerlo» que tanto han proliferado últimamente. Pretende más bien ser un elemento de asesoramiento en el proceso: dónde acudir en la crisis, con quién hablar, teléfono de ayuda…

—Lo subrayó —digo.

—Sí. Por costumbre. Siempre leía con un lápiz en la mano. No sé dónde lo compró. Pudo ser en cualquier momento de los últimos diez años.

—Lo firmó.

—Pero no le puso fecha. Y la firma…, la letra la tenía idéntica desde hace muchos años. ¿Por qué no lo somete a un bombardeo nuclear, Mike? Con su arsenal forense. El test de activación del boro. ¿No lo ha estado utilizando hace unos días?

Me echo hacia atrás en la silla. No estoy muy segura de cuál es su talante en este momento. Digo:

—Fue cosa del coronel Tom, Trader. Tom ha estado a punto de volverse loco. Tuve que hacerlo por Tom.

—Oiga, tengo algo para usted: lo hizo Tom.

—¿Hizo… qué?

—Matar a Jennifer. Asesinar a su hija Jennifer.

—¿Puede repetírmelo?

—Es la menos verosímil de las hipótesis. Luego tiene que ser él. Venga, vamos a montarnos la película. Lo único que necesitamos es ser un poco insensatos. Es como cambiar de decoración tu cuarto: puedes hacerlo cien veces. La mató Miriam. La mató Bax Denziger. La mató usted. Pero quedémonos con Tom. Lo hizo Tom. Esperó a que me fuera. Se coló en el apartamento, y la mató.

—De acuerdo. Entonces ¿por qué no lo deja todo como está? ¿Por qué me mete a mí en el asunto? ¿Qué estoy haciendo yo aquí esta noche?

—Es para despistar. Una maniobra de diversión. Así, la verdad jamás se le ocurrirá a nadie en su sano juicio.

—¿Móvil?

—Muy sencillo. Lo tengo. Jennifer recordó un terrible secreto de su pasado. Un recuerdo que trató de sepultar. Con drogas.

—¿Con drogas?

—Cuando era una niña pequeña le preguntaba a su padre… por qué se metía en su cuarto. Por qué le hacía hacer aquellas cosas malas. Por qué… Oh, no. Oh… Lo siento, Mike.

—No se preocupe. Pero dejémoslo. Lo hizo Jennifer. Se mató ella misma.

—Se mató ella. ¿Lo ve? ¿Por qué la gente no se calla la boca? ¿Por qué la gente no… se calla la puta boca?

Me llega una revelación. Le digo:

¿Ha hablado con el profesor Denziger?

Sí, he hablado con Bax.

¿Le dijo lo de…?

Sí, me lo dijo. Lo está pasando muy mal a causa de eso. A mí, en cierto sentido, me pareció algo muy de ella. No la incompetencia. Eso no era nada propio de ella. Sino cómo lo hizo. Cambiar los valores. Cambiar todo «lo dado».

¿Por qué lo dice?

Es como si se me hubiera ocurrido preguntarle a Jennifer…, no sé, quién iba a ganar las elecciones de noviembre. Difícilmente se hubiera interesado. A causa de «lo dado». Los parámetros. No sólo los candidatos…, todo el montaje. Había perdido el hilo de todo eso hace mucho tiempo.

¿Le dijo Denziger que lo que hizo tenía todas las trazas de haber sido intencionado?

Creo que la única posibilidad real de equivocarse en ese campo es cuando entra en juego un interés personal. Como cuando Sandage empezó a entusiasmar a todo el mundo con sus descubrimientos de los quásares. Sus resultados se vieron contaminados por las enanas marrones, a las que pueden asemejarse los quásares. Es como en el tenis: deseas tanto que la pelota sea buena que de hecho ves que ha sido buena cuando no lo ha sido en realidad. Jennifer jamás vería nada que no estuviera viendo. Creo que todo formaba parte del patrón.

Antes ha dicho que ella no era muy amiga de patrones.

Pero eso es lo que la enfermedad mental hace… Te encadena a un patrón. Muy mal asunto. Hay algo más que empezó a hacer. Empezó a comprar cosas.

¿Qué? No me diga… Coches. Pianos.

No, cuadros. Una mierda de cuadros. No era una persona particularmente visual; yo tampoco lo soy. Pero a mí me parecían arte de aeropuerto. Aún sigo devolviendo cuadros que siguen llegando. Las galerías no protestan demasiado. Es un suicidio. No es la primera vez que les sucede algo parecido.

Pagaba con talones con fechas posteriores…

… Sí. Con cheques posfechados. El viernes me llegaron dos entregas. Los cheques llevaban la fecha del uno de abril.

Inocente.

Inocente.[18]

Al rato, otra revelación:

Acaba de «sablearme» un pitillo: el primero de la noche. Yo voy ya por el segundo paquete. Digo:

—Esto tal vez podría sorprenderle, aunque no lo creo. Es de la autopsia. De toxicología. Tengo la impresión de que Tom ya se lo ha contado.

—Me lo ha contado Miriam. Miriam, al final, me lo cuenta todo. ¿El litio? Me hice el sueco. Pero ya lo sabía.

—¿Sabía que Jennifer estaba tomando litio?

—No cuando estaba viva. —Deja escapar un suspiro y dice—: Mike, dígame una cosa. Ese libro…, El suicidio con sentido, no aporta ningún sentido al suicidio, ni a nada de nada. Y además es extremadamente vago en relación con las notas de los suicidas. ¿Cuántos suicidas dejan notas de suicidio?

Las estadísticas, a ese respecto, son muy poco de fiar, y se lo digo.

—¿Y qué diferencias hay? —dice él—. ¿Qué sentido tiene eso?

Nada en sí mismo, le digo. Depende de la persona, depende de la nota. Algunas tratan de ofrecer consuelo. Otras, reproches.

—Jennifer dejó una nota. Dejó una nota. Me envió una nota por correo. Volví al despacho una semana después y la encontré allí, en mi bandeja de la correspondencia. Aquí está, léala. Yo voy a hacer lo que ella hizo el sábado por la mañana, cuando la echó al buzón. Voy a darme un paseo alrededor de la manzana.

Espero hasta que oigo la puerta. Me encorvo sobre la grabadora. Trato de que mi voz suene más fuerte que un susurro, pero no lo consigo. Tengo que subir el volumen del aparato, porque el mío se niega a funcionar.

—Querido mío —leo en un susurro—, has vuelto al trabajo y eso me consuela. Eso y el hecho de que seas el amante más tierno del planeta y de que finalmente tendrás que perdonarme por lo que he hecho.

»Me conocías cien veces mejor que cualquier otra persona, pero yo no era totalmente como tú pensabas que era. Hace casi exactamente un año empecé a sentir que estaba perdiendo el control de mis pensamientos. No encuentro otra forma de explicarlo. Mis pensamientos se ponían a girar en torno a la cosa que pensaba, y seguía su propio curso mientras yo me convertía en un mero, inocuo espectador. No me atreví a acudir al doctor Tulkinghorn, porque no me podía fiar de que no fuera a correr a contárselo a mi padre. Pensé que podía arreglármelas yo sola…, y sospecho que al decírmelo no hacía sino jugar de farol en mi partida de dados íntima. He leído mucho sobre ello. Y cuando pensabas que estaba en el Brogan los lunes, en realidad estaba en el Rainbow Plaza, donde los de la GCG pasan el descanso del almuerzo sobre el césped, y donde consigues droga sin el menor problema. Desde mayo pasado estoy tomando «estabilizadores» psíquicos (no siempre las mismas dosis). Serzone, depecote, tegretol… Suenan a actitudes morales. Te dejan la cabeza “seca”. Pero dejaron de hacerme efecto.

»Estoy asustada. No dejo de pensar que estoy a punto de hacer algo que jamás nadie ha hecho antes…, algo absolutamente inhumano. ¿Es eso lo que estoy haciendo ahora? Mi niño, estaré contigo hasta mañana por la noche. Has sido perfecto para mí. Y ten presente siempre que no habrías podido hacer nada, no habrías podido cambiar nada.

»Ayuda a mamá. Ayuda a papá. Ayuda a papá. Lo siento lo siento lo siento lo siento lo siento lo siento lo siento lo siento…

Y sigue diciéndolo hasta el final de la hoja: Lo siento.

Al rato estoy de nuevo en la cocina, bebiéndome otra soda. Mirando al hombre que acaba de volver al apartamento. No es sólo que el aire frío le haya devuelto el color de las mejillas. Sus movimientos, ahora, son más bruscos y ruidosos, más metálicos. Y su respiración es viva. Cambio la cinta de la grabadora. Fumo. Alimento lo que hay dentro de mí. La «cosa» que hay dentro de mí… no se ha calmado en absoluto. También ella es más brusca, más ruidosa…, más fría, más furiosa.

Me dice por encima del hombro:

—Mike, ¿no se tienen síntomas cuando se está tomando esa mierda? ¿Síntomas físicos?

—Sí, puedes tenerlos —digo.

—¿No se te hincha la cara, no se te empieza a caer el pelo?

—Puede ser, sí. De pronto te conviertes en Kojak.

—Mike, me creerá si le digo… Mi fe en mis dotes de observación ha…, ha conocido mejores días. He vivido con una futura suicida con la psique alterada por las drogas durante un año y no me he dado cuenta. Puede que tampoco me hubiera dado cuenta si hubiera estado viviendo con Kojak. Pero me habría dado cuenta si hubiera estado follando con Kojak, ¿no le parece? Tranquilíceme al respecto.

—Hay gente que no presenta ningún síntoma físico. No se pone bizca ni nada parecido. Ni siquiera le cambia el aliento. Jennifer… Jennifer era muy afortunada con su cuerpo.

—Qué lástima… Qué lástima.

Su fulgor ha abandonado el apartamento. El prurito del orden de Jennifer ha abandonado todas las piezas del apartamento. Comienza a darse en ellas una entropía masculina…, pero de momento no ha cambiado nada más. Su baúl azul sigue ocupando su sitio, debajo de la ventana. Su mesa sigue reflejando el atareado ritmo de trabajo de antes de su muerte. El bol de pétalos secos sigue marchitándose en su fragancia, entre la lámpara y la fotografía enmarcada, sobre la mesa donde estamos sentados.

—Dios —digo, sonriendo—. ¿Qué había tomado? ¿Hongos alucinógenos?

Trader se inclina hacia adelante.

—¿Quién, Jennifer?

Es la licenciatura. En la fotografía, las tres chicas están de pie —no, dobladas— con sus togas y birretes. Jennifer se está riendo, con la boca abierta al límite de lo que una boca puede abrirse. Sus ojos son apenas unas líneas húmedas. Sus dos amigas no parecen mucho más circunspectas. Pero hay una cuarta chica en la fotografía, atrapada en un vértice del marco, que parece inmune a toda aquella risa (tal vez inmune a toda risa).

—No —dice Trader—. ¿Jennifer? No. Y es ahí, precisamente en eso, donde empiezo a no entender nada.

Calla unos instantes. Vuelve a su cara ese ceño o esa sombra.

—¿Qué? —digo—. ¿A qué se refiere?

—A que ella odiaba todo lo que pudiera… alterarle anímicamente. Bueno, se fumó sus porros en la facultad y demás, como todo el mundo. Luego lo dejó, y se acabó. Ya sabe cómo era Jennifer. Una copa de vino, pero nunca dos. Le producía rechazo todo eso. Durante todo el primer año en que la conocí tuvo a esa compañera chiflada…

—Phyllida —digo. Y veo cómo le vuelve la sombra.

—Phyllida. Estaba tomando cinc y manganeso y acero y cromo. Y Jennifer decía: «Se toma todos los días un tanque Sherman. ¿Qué le vas a hacer? Ha llegado a no ser nadie». Bueno, a mí me gusta beber algunas noches, y fumarme algún porro de vez en cuando, y a Jennifer no le importaba en absoluto. Pero ¿ella? No, ella ni pastillas para dormir siquiera, nada de nada. Hasta las aspirinas eran siempre el último recurso.

—¿Seguía viéndose con la tal Phyllida?

—No, a Dios gracias. Hubo unas cuantas cartas. A Phyllida la mandaron a vivir con su madrastra. Y se mudaron a Canadá. Eso he oído.

Al cabo de unos segundos digo:

—¿Le importa si le hago una pregunta personal?

—Adelante, Mike. No sea ridícula.

¿Cómo era su vida sexual?

Buena, gracias.

Me refiero al último año. ¿No le pareció que «bajaba» un poco?

Puede. Puede que bajara un poco, sí.

Porque casi siempre es un síntoma. ¿Cada cuánto hacían el amor?

Oh, no sé… Supongo que el último año la frecuencia bajó a una o dos veces al día.

¿Al día? ¿No querrá decir una o dos veces a la semana?

Una o dos veces al día. Y más los fines de semana.

Y ¿quién solía empezar?

¿Cómo?

¿Se le ocurría siempre a usted? Mire, puede mandarme a tomar por culo y demás, pero algunas mujeres, cuando son tan afortunadas físicamente como Jennifer, son como miel recién sacada de la nevera. No se unta bien con ella. ¿Qué tal era en la cama?

… Adorable. No se preocupe: me siento bien contándole esto. Es curioso. Esa carta que acaba de leer es casi la única de las suyas dirigida a mí medianamente publicable. Solía decir: «¿Crees que alguien se creería la cantidad de tiempo que nos pasamos en la cama? ¿Dos adultos racionales?». Cuando fuimos al sur de vacaciones, al volver la gente nos preguntaba por qué no estábamos morenos.

Así que el sexo era… una gran parte del todo.

No era un todo dividido en partes.

… ¿Nunca le notó ningún desasosiego, o algo? Me refiero a que se ató a usted siendo muy joven. ¿No cree que a lo mejor empezó a sentir que se estaba perdiendo algo?

Y yo qué coño sé, Mike. Escuche: se lo voy a contar. Déjeme contarle cómo era lo nuestro. Nunca quisimos estar con otra gente. Era un poco preocupante. Teníamos amigos, teníamos hermanos, veíamos mucho a Tom y a Miriam, íbamos a fiestas y nos relacionábamos con la gente. Pero nada nos gustaba tanto como estar juntos. Nos pasábamos la vida hablando, riendo, follando, trabajando. Nuestra idea de «salir» una noche era quedarnos en casa esa noche. ¿Va a decirme que a la gente no le apetece eso? Nosotros esperábamos que la cosa se calmase un poco, pero no fue así. Jennifer no era de mi propiedad. No estaba seguro de ella al ciento por ciento…, porque si alguna vez llegas a estarlo, lo mejor ya ha pasado. Sabía que había una parte de ella que no podía ver. Una parte que se guardaba para sí misma. Pero era una parte de su intelecto. No ningún jodido estado de ánimo. Y creo que ella sentía lo mismo respecto a mí. Los dos sentíamos lo mismo respecto al otro. ¿No se supone que es eso lo que busca todo el mundo?

Estoy yéndome hace rato. Tengo ya el bolso en el regazo cuando digo:

—La carta. ¿La tenía en la cartera cuando le estuve presionando en la sala de interrogatorios? —Asiente con la cabeza. Digo—: Habría podido bajarme algo los humos enseñándomela.

—Mike, no creo haberle visto ningunos humos. Usted pensaba que los tenía, pero no era así.

—Al que tenía detrás dándome humos era al coronel Tom. Esa carta podía haber acelerado las cosas.

—Sí, pero yo no quería que las cosas fueran más deprisa. Quería que fueran más despacio.

—El cuatro de marzo… Ha dicho que Jennifer parecía alegre. Durante todo el día. «Alegre como de costumbre.»

—Exacto. Pero ojo: Jennifer pensaba que uno tenía el deber moral de estar alegre. No de «parecer» alegre. De estar alegre.

—Y ¿usted, querido? Usted ha dicho que, al salir del apartamento aquella noche, estaba «desolado». ¿Por qué desolado?

Tiene la cara sin expresión. Pero de pronto la ilumina una especie de humillación divertida. Fugazmente. Cierra los ojos e inclina la cabeza sobre la mano.

—Ahora no… —Se pone de pie, y dice—: Volveremos a mi «desolación» en otra ocasión.

Estamos en el recibidor y me está ayudando a ponerme la chaqueta. Y me toca. Me levanta el pelo y lo retira de debajo del cuello, y me pasa la mano por la espalda. Me siento turbada. Me vuelvo y digo:

—Cuando la gente hace eso… Cuando la gente hace lo que ella ha hecho, hay algo que no hay que olvidar. Para ellos acaba todo. Se evaden. Todo termina para ellos. Pero lo que hacen es «pasar la bola» a los demás.

Me estudia detenidamente unos segundos. Y dice:

—No, no he sentido eso que dice…

—¿Estás bien, cariño?

Le miro con la más tierna de las miradas. Pero me siento acobardada. Con toda sinceridad: ¿puedo siquiera pensar en ser capaz de lograr que Trader deje de pensar en ella un solo instante, o aun menos estar a la altura de Jennifer en algo? Pero si no te gustas a ti misma, en este tipo de momentos, tampoco vas a gustarle a nadie. Aunque puede que mi mirada no fuera tan tierna. Puede que, hoy día, mi mirada más tierna no resulte en realidad tan tierna.

—Sí. ¿Y tú, Mike? Este sitio… —dice, y echa una vaga mirada alrededor—. Me doy cuenta… ¿Has vivido alguna vez con alguien físicamente bello? Físicamente.

—No —digo, sin tener que pensarlo. Sin tener que pensar en Deniss, en Duwain, en Shawn, en Jon.

—Me doy cuenta de la increíble suerte que he tenido… Este sitio… Supongo que este apartamento sigue estando bien. Pero ahora me parece un sitio inhóspito. Un cuchitril. Un cuartucho frío. Un camastro.

Volvía a casa, pues, sin otra cosa en las manos que El suicidio con sentido.

Y en sus páginas, contra todo pronóstico (está, como dice Trader, pésimamente escrito, amén de ser pretencioso y mojigato y estar totalmente anticuado), encontraría lo que necesitaba saber.

El recorrido era gélido, el frío alcanzaba el cero absoluto. Pero luego sentí un estremecimiento parecido al que se siente cuando por fin empiezas a entrar en calor.