El Mallard es el mejor hotel de la ciudad, o al menos eso creen sus propietarios. Yo conozco bien el Mallard, porque siempre he sentido debilidad (¿qué diablos fallará en mí?) por los cócteles de veinte dólares. Y por los de un cuarto de dólar. Pero nunca me ha dolido este exceso: vale la pena por el ambiente. Un Johnny Black doble en un marco elegante, con un soplapollas de aire somnoliento en esmoquin blanco encorvado sobre un piano de media cola: tal era mi idea de la diversión. Afortunadamente, nunca vine aquí borracha como una cuba. Para las farras de dos días me quedo con York’s o el Dreeley’s de Division. Me quedo con la larga hilera de antros de Battery. El Mallard es esa mansión de piedra de Orchard Square. Dentro todo son paneles de madera y media luz de sociedad anónima. Ha sido reformado recientemente. Todo un monumento high-tech al Reino Unido. Y, miraras donde miraras, jodidos patos por todas partes.[14] Grabados, figuras, señuelos de todas clases… Esas pequeñas tallas de cuacuás, sin valor alguno aparte de su rareza, se venden por decenas de miles de dólares. Llegué pronto, equipada con la información sobre Arn Debs que me había proporcionado Silvera. Me senté en una mesa y pedí un Virgen María bien sazonado de especias.
Arn Debs está suscrito al Bussiness Weekly, al Time y al Playboy. Como es lógico, todavía me pregunto por qué le daría Jennifer mi teléfono. Arn Debs conduce un Trans Am y lleva una Mastercard con un límite de 7.000 dólares. De momento he de suponer que Jennifer le dio mi teléfono para que le hiciera de tapadera, o de enlace, lo que supongo que habría hecho sin poner demasiados peros. Creo que, en principio, estaría dispuesta a hacerlo por cualquier mujer que me lo pidiera. Con una excepción: la madre de Jennifer. Nadie parece preocuparse demasiado por Miriam: quizá demos por sentado que, con su pasado, la catástrofe es inevitable. Arn Debs tiene un abono para los Dallas Cowboys. Y alquila películas de acción a toneladas. Y vota al Partido Republicano. Y lleva un puente de colmillo a colmillo. Otra hipótesis: Jennifer le dio mi teléfono porque el tipo la estaba molestando, y me lo «enviaba» para que lo pusiera en su sitio. Arn Debs tiene tres condenas penales. Dos por fraude al servicio de Correos (ambos fuera de Texas). Y otra, por agresión con agravantes, que se remonta al tiempo en que era un jovencito de tierra adentro.
Jennifer jodiendo su trabajo: podía tener dos lecturas. La primera: una «venada». Y la segunda: algún tipo de móvil personal. Algo que le brindara una razón más para no llegar al lunes…
Un momento. La sala Decoy, cuando llegué, era un auténtico zoo. Pero las ocho habían pasado hacía rato, y me dije: No te preocupes: es esta puta sala, que está más vacía al final de la barra. ¿Cómo voy a perder al tipo? Lo tenía perfectamente identificado. Sabía sus datos. Fecha de nacimiento. Un metro noventa de estatura. Cien kilos de peso. Pelo rojo. Creo que no lograba imaginármelo: Jennifer y él relacionados de algún modo… Lo había estado observando. No había escapatoria para Arn Debs. Hasta las ocho y cuarto le había estado «dando» a la cerveza, quizá como deferencia para con su polla dura. Luego, desesperado, se pasó al escocés. Y ahora estaba encrespándose y maldiciendo y mofándose de las camareras. Y dando la lata al barman: preguntándole por su vida amorosa, por lo «diestro» que era en este campo, como si tal vocablo fuera el femenino de «galante»[15]. Dios, ¿no son los borrachos un auténtico coñazo? Los barmans lo saben todo de los «rollos» de estos pelmas. Es su trabajo. No pueden plantarlo todo y largarse a casa.
Me hago la remolona hasta que el pobre barman se inventa un quehacer ineludible. Y entonces me dirijo hacia el fondo de la barra. Todo el mundo dice que me gusta vestir como una poli de barrio. Como la poli de barrio que fui en un tiempo. Pero mi chaqueta es de algodón negro, no una cazadora de cuero ni de tela satinada. Y mis pantalones son también de algodón negro, no de la sarga del cuerpo. Y no llevo porra ni linterna ni radio ni gorra ni pistola. El tipo va con botas de cowboy debajo del pantalón. Y es otro gigante. Los norteamericanos están llegando hasta los techos. Sus madres los ven crecer primero con orgullo, luego con pánico.
—¿Es usted Arn Debs?
—¿Quién cojones lo pregunta?
—La ley —digo—. La ley es quien cojones lo pregunta. —Me abro la chaqueta y le dejo ver la placa prendida a mi blusa—. ¿Ha quedado aquí con Jennifer Rockwell?
—Puede que sí y puede que no. Y váyase a tomar por el culo, en cualquiera de los dos casos.
—Muy bien, Jennifer está muerta —le digo. Y hago un gesto como para calmarlo con las manos levantadas—. Tranquilo, señor Debs. Todo va a ir bien. Vamos a sentarnos en aquel rincón a charlar tranquilamente del asunto.
Dice en tono suave:
—Quíteme las jodidas manos de encima.
Digo en tono suave:
—Muy bien. ¿Quiere acompañarme a ver cómo llamo a la central? ¿Saben su mujer y su hija lo de usted y Jennifer? ¿Saben algo de aquel «tropiezo» suyo de agosto del 81? ¿Cómo se llamaba la chica…? ¿«Septiembre», Duvall? ¿Le acusaron de violación, no? Y lo dejaron en agresión con agravantes… Era cuando vivía en aquel pueblucho de Nebraska, ¿se acuerda?
—¿Eric? —llamé al barman—. Ponme un Virgen María y un doble de Dewar’s para el caballero y llévalos a mi mesa.
—Al instante, detective Hoolihan. Se lo llevo en un segundo.
A quien estoy mirando, creo (y ahora lo tengo delante, apretado contra un rincón al lado de la ventana, con sendos patos prácticamente encaramados sobre sus hombros), es a un patán medio reformado con una buena chaqueta de tweed, aficionado a las farras de alcohol y de sexo siempre que sale de viaje. De los que reservan dos mesas en el restaurante francés de la planta de arriba. Bronceado de Texas, gafas oscuras en ristre en el bolsillo exterior y un pelo rojizo del que se siente orgulloso. Me sorprende que no se llame Randy o Rowdy o Red. Alto, ancho, guapo, de ojos diminutos. El genuino casanova al que no le falta ni esto para ser maricón.
Digo: Beba, señor Debs.
Dice: Joder, qué negra se me pone la velada…
Digo: ¿Así que era amigo de Jennifer Rockwell?
Dice: Sí. Bueno, sólo la vi una vez.
Digo: ¿Cuándo?
Dice: Pues…, quizá hace un mes. Hago estos viajes de trabajo regularmente, cada tres o cuatro semanas. La conocí la última vez que vine a la ciudad. El veintiocho de febrero. Lo recuerdo porque no es año bisiesto. Estuve con ella el veintiocho de febrero.
Digo: ¿Dónde?
Dice: Aquí. Aquí mismo. En la barra. Estaba sentada un par de taburetes más allá, y empezamos a hablar.
Digo: ¿Estaba sola? ¿No esperaba a nadie?
Dice: Estaba sola. Sentada en la barra, tomándose un vino blanco. Ya sabe…
Digo: ¿Y qué pensó usted?
Dice: Si le digo la verdad, pensé que parecía una modelo, o puede que una puta de categoría. De las que te encuentras en los mejores hoteles. No es que pensara en irme con ella pagando. Empezamos a hablar. Me di cuenta enseguida de que era una buena chica. No llevaba alianza. ¿Estaba casada?
Digo: ¿De qué hablaron?
Dice: De la vida. Ya sabe. La vida y esas cosas…
Digo: ¿Sí? ¿Qué tipo de cosas? Que algunas veces estás bien y otras mal. Que hay que pensarse bien las cosas… ¿Ese tipo de cosas?
Dice: ¡Eh, oiga! ¿Qué es esto? Estoy respondiendo a sus preguntas, ¿de acuerdo?
Digo: ¿Le dijo que tenía mujer e hija?
Dice: No salió el tema.
Digo: Y concertaron una cita. Para esta noche…
Dice: Oiga: me porté como un caballero.
Y se pone a contarme algo de la empresa para la que trabaja en Dallas. Que habían traído a un tipo del distrito de Columbia para darles un seminario sobre modos sociales. Un seminario sobre cómo evitar querellas por acoso sexual. Y me recuerda que uno nunca toma demasiadas precauciones, que hoy día la cosa está imposible, y que él siempre se comporta como un caballero.
Digo: Y luego ¿qué sucedió?
Dice: Le pregunté si le apetecía cenar algo. Aquí en el hotel. Dijo que le gustaría, pero que aquella noche no podía. Que quedáramos para la próxima vez que yo viniera a la ciudad.
Digo: ¿Y cómo es que le dio mi teléfono?
Dice: ¿Su teléfono?
Digo: Sí. Con quien habló anoche fue conmigo.
Dice: ¿Era usted? Vaya. Quién sabe. Lo que me dijo fue que no era su teléfono. Dijo que era el de una amiga. Dijo que si la llamaba a casa podía tener problemas con el tipo con el que vivía.
Digo: Muy bien, follador. No es eso lo que pasó. Lo que pasó fue lo siguiente: usted la estuvo molestando. ¡Un momento! Usted la estuvo molestando, en el bar, en el vestíbulo, no sé… Puede que la siguiera hasta la calle. Y ella le dio mi número de teléfono para quitárselo de encima. Usted la estuvo…
Dice: No, no fue eso lo que pasó. Lo juro. De acuerdo, la acompañé hasta la calle, hasta la parada de taxis. Y me escribió el número ella misma. Mire. Mire…
Del bolsillo interior de la chaqueta saca la cartera. Con sus enormes dedos se pone a pasar unas cuantas tarjetas sueltas. Aquí está. Me la tiende. Mi número de teléfono, seguido de la clara firma de Jennifer. Seguida de dos X, dos pares de trazos cruzados: besos…
Digo: ¿La besó, Arn?
Dice: Sí, la besé.
Se queda callado. Poco a poco se estaba dando cuenta de que ahora la posición fuerte era la suya. Volvía a sentirse a sus anchas. Gracias a la adrenalina y al doble Dewar’s que hacía rato que se había echado al coleto, como a contrarreloj.
—Sí, la besé. ¿Es que ahora hay alguna ley que lo prohíba?
—¿Con lengua, Arn?
Me apunta con un dedo y dice:
—Me porté con la mayor de las correcciones. Oiga: la caballerosidad no ha muerto. Y ¿de qué ha muerto Jennifer, si puede saberse?
Vaya por Dios. Ella está muerta. Pero no la caballerosidad.
—De un accidente. Con una arma de fuego.
—Qué horrible. Tanta belleza… Y tanta clase, ¿no le parece?
—Muy bien. Gracias, señor Debs.
¿Eso es todo?
—Sí, eso es todo.
Se inclina hacia mí. Su aliento, por encima del alcohol, está lleno de hormonas masculinas. Dice:
—Cuando hablamos por teléfono ayer por la noche pensé que era usted un tío. Y no un tío pequeño. Alguien de mi tamaño. La gente comete errores, ¿no? No he estado seguro de que era una mujer hasta que se ha abierto la chaqueta para enseñarme la placa. ¿Qué tal si me la enseña otra vez? Para su información, en mi cuarto tengo una botella de Krug en un cubo con hielo. Puede que la velada no se haya ido del todo al traste. ¿Eh?, ¿qué prisa tiene? ¿Está de servicio? Venga. Quédese y tómese unos tragos conmigo.
En los viejos tiempos a veces seguía bebiendo a pesar de haberme provocado la «aversión clínica». Después de haber tomado esas pastillas que te producen ataques epilépticos si las mezclas con alcohol. Y eso es precisamente lo que hacía: mezclarlas con alcohol. Me parecía que valía la pena. A tomar por el culo. Las convulsiones sólo te duraban unos días. Y luego adiós problema.
Ahora no podría hacerlo. Si me mezclo con alcohol yo misma, el resultado sería un fulminante fallo hepático. Y tampoco podría seguir bebiendo después de haber tomado esa mierda. Porque ya me habría muerto.
No es demasiado tarde. Voy a cambiarme de nombre. Voy a ponerme algo femenino. Como detective Jennifer Hoolihan, por ejemplo.
Que una chica tenga nombre de chico y que lo conserve no es tan raro como puede pensarse. He conocido a una Dave y a una Paul que jamás han intentado cambiárselos por lindezas como Davina o Pauline. Incluso he conocido a otra Mike. Y todas hemos seguido con esos nombres. Pero ¿cuántos hombres adultos conozco que sigan llamándose Priscilla?
Es algo que a menudo me he preguntado: ¿por qué me llamó así mi padre si tenía pensado follarme? ¿También era maricón, amén de todas las demás cosas? Y he aquí algo aún más misterioso: nunca dejé de quererle. Nunca he dejado de querer a mi padre. Siempre que pienso en él, y antes de que pueda hacer algo al respecto, siento que mi amor por él me desborda.
Ahí viene el tren nocturno. Primero ese sonido como de cuchillos que alguien estuviera afilando. Luego el grito, duro pero sinfónico, como un arpegio de cláxones.