Jennifer Rockwell, para decirlo todo de una vez, trabajaba en el Departamento de Magnetismo Terrestre del Instituto de Cuestiones Físicas. El Instituto se halla situado al norte del campus, en las colinas al pie de Mount Lee, donde se alza el viejo observatorio. Lo que hay que hacer para llegar al Instituto es lo siguiente: tomar la MIE que rodea la CSU e ir bordeando Lawnwood. Y pasarte veinte minutos varado en el atasco de Sutton Bay. Los embotellamientos de Sutton Bay: otra excelente razón para volarte la tapa de los sesos.
Luego aparcas y caminas hacia un grupo de edificios bajos rodeados de boscaje, y lo que te esperas es que te salga al paso un guardabosques o un boyscout o una ardilla listada. Por ahí viene Chip. Por ahí viene Dale. Por ahí llega el Pájaro Loco con una gorra de béisbol del revés. El Departamento de Magnetismo Terrestre tiene la siguiente leyenda en el frontispicio del vestíbulo: ET GRITIS SICUT DEI SCIENTES BONUM ET MALUM. Consigo que un jovencito que pasa por allí me lo traduzca: Y seréis como dioses, pues conoceréis el bien y el mal. Es del Génesis, ¿no? ¿No es lo que dice la Serpiente? Cuando he tenido que venir al campus de la CSU —por alguna conferencia de Criminología, una gestión informativa, el suicidio de un estudiante en época de exámenes—, siempre he sentido lo mismo. Siempre he pensado: es horrible no ser joven, pero al menos no tienes que presentarte a ningún examen mañana por la mañana. Otra cosa que noto en el Instituto de Cuestiones Físicas es que alguien ha trastocado las leyes de la atracción entre los sexos. La «química» sexual es una cuestión física de la que ya ningún estudiante se preocupa. En mis tiempos de la Academia de Policía, las tías no eran más que tetas y culos y los tíos pollas y bíceps. Ahora el colectivo de estudiantes es un cuerpo sin cuerpo. Ahora no es más que un suéter muy holgado, enorme, asexuado.
En el pasillo de la entrada soy identificada y recibida por el jefe del departamento de Jennifer. Su nombre es Bax Denziger, un investigador con mucho prestigio en su disciplina. Y un tipo muy grande: no una mole apisonadora como Tobe, sino un tipo con aire de oso, barbado, de mirada fulgurante, un tanto baboso…, y puedes apostarte lo que quieras a que la piel de la espalda la tiene de un grosor de varios centímetros. Sí, uno de esos tipos que son en esencia todo pelo. El pequeño espacio libre alrededor de la nariz es el único claro en su tupida foresta. Me hace pasar a su despacho, donde me siento rodeada de inmensas cantidades de información, toda ella disponible, «invocable», al alcance de la mano. Me ofrece un café. Me imagino pidiéndole permiso para fumar, e imagino la manera en que me diría no: con una flema pasmosa. Le repito que estoy realizando una investigación informal en torno a la muerte de Jennifer, auspiciada por el coronel Rockwell y su esposa. Todo será off the record, por supuesto, pero ¿le importaría que utilizara una grabadora? ¿No? Mueve una mano en el aire.
Bax Denziger, dicho sea de paso, es un personaje famoso: sale en la tele. Sé cosas de él. Tiene un avión de dos hélices gemelas y una casa en Aspen. Es esquiador y montañero. En un tiempo levantaba pesas para el estado. Y no me refiero a que lo hiciera en la cárcel. Hace tres o cuatro años estuvo al frente de una serie en el Canal 13 titulada La evolución del universo. Y aparecía en los programas informativos y de divulgación siempre que el tema tenía algo que ver con su disciplina. Bax es un experto «comunicador» que habla en parrafadas, como delante de una cámara. Y así es en gran medida como voy a consignarlo aquí. El lenguaje técnico será bastante ajustado, espero, ya que he hecho que Tobe coteje la terminología en su ordenador.
Empecé preguntándole lo que hacía Jennifer en el curso de su jornada laboral. ¿Podría describirme su trabajo?
Por supuesto. En un departamento como el nuestro existen tres tipos de personas. Las que llevan batas blancas y se ocupan de los laboratorios y los ordenadores. Las personas como Jennifer —gente con un doctorado, quizá adjuntos a cátedra—, que mandan al personal de bata blanca. Y las personas como un servidor de usted. Yo mando a todo el mundo. Diariamente nos llega una tonelada de información que ha de ser examinada y procesada. Que ha de ser reducida. Ése era el trabajo de Jennifer. También trabajaba en algunas líneas de investigación propias. El otoño pasado estuvo trabajando en la velocidad gravitatoria de Virgo en la Vía Láctea.
Le pregunto: ¿Podría ser más concreto?
Estoy siendo concreto. Quizá debería ser más general. Como todo el personal del departamento, Jennifer trabajaba en cuestiones relacionadas con la edad del universo. Un campo extremadamente polémico y competitivo. Un campo en el que existe una rivalidad implacable. Estudiamos el ritmo de expansión del universo, el ritmo de desaceleración de esa expansión, y el parámetro de la masa-densidad total. Para abreviar, y respectivamente: la constante de Hubble, el q-nada y la materia oscura. Nos estamos preguntando si el universo es abierto o cerrado… La miro, detective, y estoy viendo una residente del universo perceptible. Seguro que no le interesan demasiado estos temas.
Digo: Bueno, no mucho. Puedo pasarme sin ellos. Pero continúe, por favor.
Lo que vemos en el cielo, las estrellas, las galaxias, los cúmulos y supercúmulos de galaxias, no son más que la punta del iceberg. La capa de nieve de la montaña. El noventa por ciento del universo, como mínimo, es materia oscura, y no sabemos lo que es la materia oscura. Ni qué sentido tiene. Si la masa-densidad total está por debajo de determinado punto crítico, el universo seguirá expandiéndose eternamente. Los cielos seguirán quedándose cada vez más vacíos. Si la masa-densidad total está por encima de determinado punto crítico, la gravedad acabará por prevalecer sobre la expansión, y el universo empezará a contraerse. Del big bang al big crunch.[10] Luego, quién sabe…, otro big bang. Y así sucesivamente. Lo que se ha dado en llamar «el latido de ochenta mil millones de años». Intento darle una idea del tipo de cosas sobre las que reflexionaba Jennifer.
Le pregunto si Jennifer solía subir mucho al telescopio. Me sonríe con indulgencia.
Burbujas, burbujas, Hoyle y Hubble. Allan Sandage necesita una venda.[11] Ah, la jaula a medianoche, con la petaca de licor, la trenca, el culo duro y la vesícula de acero. ¡La visión!
Disculpe. ¿La… qué?
La visión. En realidad es una palabra que aún utilizamos. La calidad de la imagen. Depende de la claridad del cielo. La verdad, detective, es que ya no hacemos demasiada visión hoy día. Hoy todos son píxeles y fibras ópticas y CCDs[12]. Nos vemos abocados al final de todo aquello, con los ordenadores y demás…
Le hago la pregunta más simple. Le pregunto si Jennifer era feliz en su trabajo.
¡Por supuesto! Jennifer Rockwell nos infundía aliento a todos. Tenía un ánimo fantástico. Era tenaz, fuerte, íntegra. Sobre todo fuerte. Su intelecto era fuerte en todos los aspectos. Las mujeres… Déjeme que lo diga de otra forma. Quizá no al nivel del Nobel, pero la cosmología es un campo en el que las mujeres han hecho contribuciones harto válidas. Jennifer tenía posibilidades razonables de aportar algo en ese campo.
Le pregunto si había en ella un lado poco ortodoxo, un lado místico. Digo: Ustedes son científicos, pero entre ustedes hay quienes acaban profesando alguna religión, ¿no es cierto?
Algo hay de cierto en eso. Conocer la mente de Dios y esas cosas. Uno se siente ciertamente afectado por la increíble grandeza y complejidad de la creación revelada. Pero no pierda de vista el hecho de que lo que investigamos es la realidad. Las cosas objeto de nuestro estudio son sobremanera extrañas y distantes, pero tan reales como el suelo que pisamos. El universo es todo lo que se supone encarnan las diferentes religiones, y aun mucho más, y misterioso, bello, terrorífico… Pero el universo es el tema, es de lo que se trata. Aunque bien es verdad que entre los científicos hay quienes se precian de decir: «No se trata más que de un problema físico. Eso es todo». Pero Jennifer era más romántica que todo eso. Poseía mucha más grandeza que todo eso.
Romántica ¿en qué sentido?
No se sentía en absoluto marginada, como quizá algunos de nosotros. Sentía que la nuestra era una actividad humana de primera importancia. Y que su trabajo era…, «para bien de todos». Y lo sentía de forma muy intensa.
Disculpe. ¿El estudio de las estrellas es «para bien de todos»?
Verá. Voy a hablarle con cierta libertad y optimismo a este respecto. ¿De acuerdo? Resulta razonable afirmar, en sentido amplio, que el Renacimiento y la Ilustración se nutrieron en parte de los descubrimientos de Copérnico y Galileo. Y de Brahe y Kepler y otros. Se podría pensar que resultó desolador descubrir que la tierra no era sino un satélite del sol, y que habíamos perdido el lugar central en el universo. Pero no fue así. Todo lo contrario. Resultó vigorizante, alentador, liberador. Era fantástico saberse en posesión de una verdad hurtada a todos y cada uno de quienes les precedieron en el tiempo. No actuamos en consonancia con lo que sabemos, pero actualmente nos hallamos en el umbral de un cambio de paradigma semejante. O de una serie de esos cambios. El universo ha seguido siendo del tamaño de la sala de estar de uno hasta la entrada en escena de los grandes telescopios. Ahora tenemos una idea de lo realmente frágil y aislado de nuestra situación, y yo creo, como Jennifer, que cuando todo esto —toda esta información inexistente hace tan sólo sesenta o setenta años— se instale en nuestra conciencia, tendremos una visión muy diferente de nuestro lugar y papel en el universo. Y toda esta lucha incesante, toda esta competición desaforada, toda esta lucha despiadada entre humanos se verá reducida a su verdadera y vana dimensión. La revolución está al llegar, detective. Y es una revolución de la conciencia. Y Jennifer creía en ello.
Y usted se la estaba follando, ¿no, profesor? Y no estaba dispuesto a dejar a la parienta, ¿no?
No le dije esto último, claro está. Aunque me entraron ganas de hacerlo, la verdad. Si algo sabía ya de Bax Denziger era lo siguiente: era un tipo de una mujer y doce hijos. De ese tipo de persona. Y sin embargo, pese a su desenfado y brillantez en la tele, pese a su entusiasmo y facundia, ahora apreciaba en él cierto desasosiego, cierta reserva…, ciertos escrúpulos. Había algo que quería y no quería revelar. Y yo también me sentía incómoda. Estaba teniendo que confrontar su universo con el mío. Me veía forzada a ello, porque Jennifer los había «conectado». Y ¿qué decir de mi universo, también real, también presente, también el tema en cuestión, con todas sus pasiones primarias? A aquel científico mi jornada cotidiana debía de parecerle una especie de serial psicótico…, lleno de frenética actividad superficial. Jennifer Rockwell había pasado de un mundo a otro, de la creación revelada a la oscuridad de su dormitorio. Seguí adelante, confiando en que ambos —él y yo— fuéramos capaces de encontrar las palabras necesarias.
Profesor, ¿se sorprendió usted al enterarse?
Me quedé consternado. Todos aquí nos quedamos consternados. Seguimos estándolo. Consternados y destrozados. Pregunte por aquí. A las señoras de la limpieza. Al personal más cualificado. Que alguien tan…, que una persona tan «luminosa» como ella haya decidido quitarse la vida. No puedo hacerme a la idea. No puedo, de verdad.
¿Alguna vez tuvo alguna depresión, que usted sepa? ¿La vio cambiar de humor? ¿Encerrarse en sí misma?
No, estaba siempre alegre. A veces se sentía frustrada. A todos nos pasa. Porque nosotros… estamos siempre al borde del clímax. Sabemos mucho. Pero en nuestro saber hay lagunas más hondas que el Vacío de Bootes.
¿Qué es eso?
Es la mayor cantidad de nada que en su vida podría usted imaginar. Una cavidad de una hondura de 300 millones de años luz. Donde no hay nada. La verdad, detective, es que los seres humanos no estamos lo bastante evolucionados para llegar a entender el lugar en que habitamos. Somos todos retrasados mentales. Einstein era un retrasado. Yo soy un retrasado. Vivimos en un planeta de retrasados mentales.
¿Jennifer decía eso?
Sí, pero también pensaba que tenía su grandeza. El golpearte y golpearte la cabeza contra la tapa.
Y hablaba de la muerte, ¿verdad? ¿Le hablaba Jennifer de la muerte, profesor?
No. Sí. Bueno, no a menudo. Pero en una ocasión sí hablamos de la muerte. Hace muy poco. No se me ha ido de la cabeza. No he dejado de darle vueltas. Como usted. No estoy muy seguro de que el pensamiento fuera suyo, original. Pero lo expresaba de forma… memorable. Newton, Isaac Newton, solía mirar fijamente el sol. Se quedaba ciego durante días, semanas, mirando fijamente el sol. Tratando de imaginar cómo sería el sol. Jennifer…, estaba ahí mismo, sentada donde usted. Y citó un aforismo. De un francés. Un duque. Que decía algo así: «Nadie puede mirar fijamente el sol o la muerte sin…, sin protegerse los ojos». Y lo interesante es lo siguiente. ¿Sabe quién es Stephen Hawking, detective?
Es ese… tipo de la silla de ruedas. Que habla como un robot.
Y ¿sabe lo que es un agujero negro, detective? Sí, supongo que todos nos hacemos una idea. Jennifer me preguntó: ¿Por qué fue Hawking quien descifró el enigma de los agujeros negros? Bueno, en los años sesenta todo el mundo se partía el pecho por descubrir algo sobre los agujeros negros. Pero fue Stephen Hawking quien aventuró algunas respuestas. Y Jennifer me preguntó: ¿Por qué él? Y yo le di la respuesta de rigor del físico: Porque es el más inteligente de todos ellos. Pero Jennifer quiso que considerase una explicación más… romántica. Dijo: Hawking entendió los agujeros negros porque podía mirarlos fijamente. Los agujeros negros significan olvido. Significan muerte. Y Hawking lleva mirando fijamente la muerte toda su vida adulta. Hawking es capaz de ver.
Bien, yo me dije: Lo que me acaba de contar no es lo que… Y entonces Denziger miró su reloj con aire de irritación o de inquietud. Y dije rápidamente:
—La revolución de la que hablaba antes… La de la conciencia. ¿Producirá bajas?
Oí que se abría la puerta. Giré la cabeza y vi a una mujer en chándal negro en el umbral, diciéndole por señas que le llamaban por teléfono. Cuando me volví de nuevo hacia él, Denziger seguía mirándome. Y dijo:
—Supongo que no tendría por qué ser necesariamente incruenta. Perdone, pero tengo que hablar con Hawai.
—Muy bien. No tengo prisa. Voy a fumarme un cigarrillo ahí fuera, en las escaleras. ¿Luego tendrá un momento para acompañarme hasta el coche?
Alargué la mano hasta la grabadora y apreté el botón de Pausa.
Con los brazos cruzados para darme calor y estimularme el pensamiento, permanecí en la escalinata contemplando aquella calidad de vida. Era la vida de Jennifer. La vida de Jennifer… La fauna de principios de la primavera: pájaros, ardillas, hasta conejos. Y los agitados físicos…, pequeños seres anodinos, memos, ratas de la ciencia… Un cielo blanco que daba paso a píxeles de azul, y que contenía el sol y la luna, de los cuales Jennifer lo sabía todo… Sí, y Trader, al otro lado de la colina verde. Sí, yo también podría habituarme a todo aquello.
El universo perceptible a simple vista. La visión. El latido de ochenta mil millones de años. La noche en que murió, el cielo estaba tan claro, la visión era tan nítida… Pero el ojo desnudo no basta y necesita ayuda… En la noche del cuatro de marzo, en su cuarto, Jennifer Rockwell llevó a cabo un experimento con el tiempo. Tomó cincuenta años y los comprimió hasta convertirlos en unos pocos segundos. En momentos de crisis extremas, el tiempo se hace más lento: las sustancias químicas de la calma fluyen desde el cerebro al resto del cuerpo, a fin de facilitar el tránsito hacia «el otro lado». Cuán lento debió de pasar el tiempo en aquel trance. Debió de sentirlo físicamente. Jennifer debió de sentirlo…, debió de sentir el latido de ochenta mil millones de años.
Aquí y allá se ven algunos estudiantes. No, yo no tengo que pasar ningún examen mañana por la mañana. Se acabó el que me examinen. Pero, entonces, ¿por qué me siento como me siento? ¿Me está «examinando» Jennifer? ¿Es eso lo que está haciendo? ¿Poniéndome a prueba? Esa cosa terrible que hay en mí se está haciendo más y más fuerte. Lo juro por Dios: casi me siento embarazada. Esa cosa terrible que hay en mí está viva y pujante, y se hace más y más fuerte.
Parpadeando con toda la frente, Bax Denziger sale desmañadamente hacia la luz. Me hace una seña con la mano, se acerca. Caminamos a la par. Y sin el menor preámbulo dice:
—Anoche soñé con usted.
Alcancé a decir:
—¿Sí, eh?
—Soñé con todo esto. Y ¿sabe lo que le dije? Le dije: «Deténgame».
—Y ¿por qué me dijo eso, Bax?
—Escuche. La semana antes de su muerte, por primera vez en la vida, Jennifer la jodió bien jodida. Metió la pata en el trabajo. Gravemente.
Aguardé.
Suspiró y dijo:
—Le había encargado comprobar la validez de ciertas distancias del M101[13]. Princeton nos estaba dando en las narices de mala manera. Nos estaba zurrando de lo lindo. Se lo explicaré de la manera más sencilla posible. La exploración por escáner de la densidad de placa da un montón de números, millones, que se meten en el ordenador para cotejarlos con los algoritmos y evaluarlos. Los…
Un momento, dije. Cuanto más me habla menos entiendo. Vayamos al resultado.
—Jennifer cambió…, cambió el programa. Examino los cálculos el lunes por la mañana y me digo: «Bueno». Había estado rezando para obtener unos datos la mitad de contundentes. Vuelvo a estudiarlos y me doy cuenta de que son pura basura. Las velocidades, las metalicidades…, todo. Jennifer había cambiado todos los valores. Y echado por tierra todo un mes de trabajo. Me había dejado en pelotas ante Princeton. En pelota picada.
—Y no era un accidente, está diciendo. No era una equivocación de buena fe.
—No. Era un error con malicia. Y le diré lo siguiente. Cuando Miriam me llamó por teléfono para contármelo, mi primera reacción fue de alivio. Así no tendría que matarla en cuanto la viera. Y luego, acto seguido, me sentí culpable, terriblemente culpable. Mike, esto me está resultando un verdadero tormento. ¿Soy así de brutal? ¿Tanto miedo a mi cólera tenía Jennifer?
Estábamos ya en el aparcamiento, y rodeábamos mi coche. Me había sacado las llaves del bolsillo del pantalón. Y vi en Denziger algo extraño: como si en aquel preciso instante le estuviera sobreviniendo en carne propia una operación matemática. Parecía restado. Como si gran parte de su fuerza vital —y de su coeficiente de inteligencia— le hubiera de pronto abandonado.
—No es más que un elemento más. En un patrón de fuga —dije, con intención de consolarlo con algo que sonara a técnico—. ¿Conoce a Trader?
—Sí, claro que le conozco. Trader es amigo mío.
—¿Le ha contado la pifia de Jennifer?
—¿La pifia? No, aún no. Pero deje que le diga una cosa acerca de Trader Faulkner. Va a sobrevivir a esto. Le llevará años, pero sobrevivirá a esto. Por lo que tengo oído es…, bueno, Tom Rockwell el que lo está pasando francamente mal. Trader es fuerte como un toro, y además es un filósofo de la ciencia. Vive con preguntas sin respuesta. Y Tom va a querer una respuesta clara. Algo que…
—Que esté a la altura de las circunstancias.
—A la altura de las circunstancias. —Me montaba ya en el coche cuando frunció el frondoso ceño y dijo—: Una buena broma la que me gastó Jennifer… Me sigo metiendo en esas pendencias científicas porque mis predilecciones son muy, muy fuertes. Ella siempre decía que me tomaba el universo demasiado personalmente.
Tom va a querer algo «que esté a la altura de las circunstancias». Y me asaltó de nuevo el pensamiento: Jennifer era hija de un poli. Y eso tenía que tener su importancia. ¿Cuál?