SENTIDO DE UN FINAL

Los escenarios donde ha tenido lugar una muerte son tan delicados como orquídeas. Como la propia química de la muerte, parecen íntimamente ligados al deterioro y la decadencia. Pero este escenario de muerte posee la eterna juventud. Aún conserva la cinta en la puerta. Prohibida la entrada. Pero yo entro.

La sangre de las paredes del dormitorio ahora parece negra, y se halla recubierta por una levísima pátina de óxido. En la parte superior de la salpicadura, cerca del techo, se agrupan unas minúsculas gotas que parecen renacuajos cuyas colas se alejaran del centro de la herida. Un pequeño trozo rectangular de la pared ha sido cortado y retirado por el equipo científico, justo en el centro de la base de la mancha, donde se hallaba el agujero de bala. Y luego está la fuerte salpicadura hacia abajo procedente de la toalla que Jennifer se había arrollado a la cabeza.

Pienso en Trader, y caigo en la cuenta de que estoy contemplando este escenario como un problema de decoración de interiores. Me entran ganas de sacar la fregona y ponerme a darle un lavado de cara al dormitorio. Cuando Trader vuelva, ¿será capaz de dormir en este cuarto? ¿Cuántas manos de pintura le parecerán suficientes? Sorprendentemente, creo que en Trader Faulkner estoy encontrando un amigo. Poco menos de una semana después de que tratara por todos los medios de «empapelarlo», de hacer que lo condenaran a la inyección letal. Hablé con él en el velatorio, en casa de los Rockwell. Y es su llave la que tengo en la mano. Me ha dicho dónde tengo que buscar para encontrar las cosas.

Jennifer guardaba sus papeles personales en un arcón azul cerrado con llave que hay en la sala, y también tengo la llave. Pero lo primero que hago es recorrer el apartamento pieza a pieza, para «sentir» un poco el ambiente: notas adhesivas en el espejo, sobre el teléfono, fichas imantadas del Scrabble pegadas a la puerta del frigorífico (leo: LECHE y FILTROS), un armario en el cuarto de baño con cosméticos y champús y unas cuantas medicinas. En el armario del dormitorio los suéters están apilados en fundas de polietileno. El cajón de su ropa interior es una galaxia… fulgurante de estrellas.

Solía decirse, no hace mucho tiempo, que todo suicidio proporcionaba a Satán un placer intenso. No creo que sea cierto…, a menos que también sea mentira que el Diablo sea un caballero. Si el Diablo es un tipo sin «clase» alguna, entonces vale, estoy de acuerdo: el suicidio le produce un gozo profundo. Porque el suicidio es un desastre. Como objeto de estudio, el suicidio es quizá el súmmun de la incoherencia. Y el acto mismo carece de hechura, de forma. El proyecto humano «implosiona», estalla hacia dentro…, avergonzado, pueril, convulso, gesticulante. Un caos. Pero miro a mi alrededor y lo que veo es orden. Tobe y yo somos dos desastrados, y cuando dos desastrados se juntan el desastre no se multiplica por dos, se eleva al cuadrado. Se eleva al cubo. Y este lugar, para mí, es una obra maestra de orden armónico: exquisito sin ser pretencioso, sin un ápice de rigidez. Las casas de los que se quitan la vida suelen tener un aire de fracaso, un aire lúgubre. Sus pertenencias abandonadas parecen decir: ¿no éramos lo bastante buenas para ti? ¿No éramos en absoluto satisfactorias? Pero el apartamento de Jennifer parece a la espera de que su dueña regrese…, de que entre por la puerta en cualquier momento. Y contra todo pronóstico empiezo a sentirme feliz. Después de semanas de un acerbo retortijón en las entrañas. Es un edificio aislado, e incluso después de media hora puedes percibir cómo el sol se desplaza en torno y hace que los ángulos de las sombras vayan cambiando. Trader y Jennifer tenían dos escritorios, dos mesas de trabajo en la misma sala, a menos de tres metros una de otra. Sobre la mesa de él hay una hoja mecanografiada en la que se leen cosas como ésta:

En la mesa de ella hay una hoja mecanografiada en la que se leen cosas como ésta:

Y piensas: ¿Ves?: él estaba en sintonía con ella; ella estaba en sintonía con él. Hablaban la misma lengua. El amor entre iguales, a tres metros de distancia: silencio, esfuerzo, causa común. ¿No es todo lo que podemos desear? Para él, una mujer en la misma sala; para ella, un hombre en la misma sala. A tres metros de distancia.

Abrí el baúl azul.

En su interior había nueve álbumes de fotos y nueve manojos de cartas atados con cintas (todas ellas de Trader). Era su historia, ilustrada y con notas. Y, por supuesto, ordenada. ¿Ordenada especialmente o más o menos ordenada? En los suicidios premeditados suele darse un intento a medias de «poner las cosas en orden»: de consumación. Un intento de consumación. Pero allí no percibía ese tipo de vibraciones, y colegí que aquel «santuario» de Trader seguía así, inalterado y vigente, desde el primer día de su relación. Lo saqué todo del baúl y me arrodillé con ello sobre la alfombra. Y empecé por el principio. La primera carta —o nota— de Trader está fechada en junio de 1986:

Querida señorita Rockwell:

Perdóneme pero no pude evitar fijarme en usted en la pista dos esta tarde. ¡Qué maravilloso partido disputó usted…, y qué revés airoso el suyo! Me pregunto si algún día podría persuadirla para que jugase conmigo al tenis, o me diese alguna clase. Yo era el patoso de pelo oscuro y piernas arqueadas de la pista uno.

Y prosigue de ese tenor («¡Ése sí que fue un partido de tenis!»), con pequeñas referencias a conferencias y almuerzos de cuando en cuando. Pronto el álbum va constituyéndose en secuencia de la historia. Están en una pista de tenis. Luego surgen complicaciones. Luego las complicaciones desaparecen. Luego, sexo. Luego, amor. Luego vacaciones: Jennifer en traje de esquiar, Jennifer en la playa… Dios, qué cuerpo: a los veinte años parecía una modelo de esos anuncios de cereales que saben de maravilla y que además te hacen cagar como es debido. Y Trader, bronceado, a su lado. Luego la licenciatura. Luego la cohabitación. Y las cartas manuscritas siguen llegando, las palabras siguen llegando, las palabras que una mujer desea oír. Trader era perfecto: nada de rápidos faxes (los faxes se marchitan en seis meses, como los amores hoy día). Nada de notas garabateadas y apoyadas sobre la tostadora, como las que me deja Tobe. Y las que me dejaban Deniss, Jon, Shawn, Duwain. COMPRA PAPEL HIGIÉNICO, POR EL AMOR DE DIOS. Eso no habría funcionado con Jennifer. Lo que ella recibía de vez en cuando era un jodido poema.

¿Complicaciones? Las complicaciones se esfumaron, y no volvieron. Pero no había duda de que existieron. Su contenido: la inestabilidad mental. No la de ella. No la de él. La de otra gente. Y tengo que decir que me sorprendió mucho, mucho ver mi nombre en tal apartado…

Me preparé para eso que últimamente llaman una segue[7]. Pero gran parte de ello ya lo sabía. Lo del pretendiente abandonado. Lo de la compañera de cuarto que se quedó «colgada». El problema se planteó al principio, cuando Trader empezó a ponerse serio. Tenemos al tipo atlético llamado Hume, que hubo de ser desalojado de la escena. El Gran Tipo del Campus no fue capaz de soportar la tensión. Así que lo que hizo fue obsequiar a Jennifer con el espectáculo de cómo se venía abajo. Etcétera. El segundo problema no estaba relacionado con el anterior ni con ninguna otra cosa del mundo exterior: una compañera de habitación de Jennifer llamada Phyllida se despierta una mañana con un humo negro saliéndole por las orejas… De pronto esta pequeña gilipollas se queda mirando con la boca abierta a la pared del cuarto de baño o sale y se pone a aullar a la luna. Jennifer no puede soportar seguir viviendo con ella y se larga, vuelve a casa de sus padres. Y ¿a quién se encuentra dejando maloliente el cuarto de su hermano y parloteándole a la almohada? A la detective Mike Hoolihan. «Santo Dios» escribe Trader que exclama Jennifer: «Estoy rodeada».

Aquí me topo con la frustración de una correspondencia de «una sola dirección». El relato no aclara las cosas: lo que tenemos es una situación que ha cambiado. Hechos asombrosos se convierten lisa y llanamente en las Cosas Son Así. Sin embargo Trader dedica ahora un montón de tinta a la Jennifer que tiene al lado, y a cómo la va persuadiendo con paciencia de que abandone la idea de que no puede confiar en nada ni en nadie. La cordura, o al menos la lógica, vuelve. Y uno puede inferir el final de ambas historias:

El novio, Hume, se retira de la circulación durante un tiempo, y consume algunas drogas. Pero es «readmitido», y acaba comportándose como un ser civilizado. Él y Jennifer incluso llegan a tener un almuerzo de avenencia.

Fuertemente sedada, Phyllida consigue licenciarse. Unos familiares la acogen en su casa. Las referencias a Phyllida son constantes durante un tiempo. Luego, poco a poco, cesan.

Y Mike Hoolihan se recupera. Se reseña en tono de aprobación que hasta alguien con un pasado como el mío puede llegar a enderezar su vida, siempre que cuente con el adecuado apoyo y comprensión.

Entretanto, cómo no, Trader y Jennifer contemplan cómo esas cargadas nubes pasan sobre su cabeza y acaban desdibujándose en un claro cielo azul.

Ahora las mesas y los archivadores y la eterna, inacabable broza derivada de la ciudadanía, de la existencia cotidiana. Facturas y documentos, escrituras, contratos de arrendamiento, impuestos… Oh, Dios, la tortura china de seguir vivo. Una muy buena razón para acabar con la propia vida. Al tener que enfrentarse a todo esto, ¿quién no desearía descansar y conciliar el sueño?

Dos horas arrodillada me brindan tan sólo dos moderadas sorpresas. La primera: Trader, amén de todo lo demás, es un hombre que dispone de medios económicos propios. Creo recordar que su padre fue un pez gordo durante el boom de la construcción en Alaska. Aquí veo, sin embargo, la modesta cartera de valores de Trader, sus bonos y coberturas, sus generosas donaciones a instituciones de caridad. La segunda: Jennifer nunca abría sus extractos de cuenta bancarios. Los torvos sobres de las comunicaciones del fisco descansan sobre la mesa abiertos, pero no había ni una comunicación bancaria abierta. Aquí están, todas cerradas, y se remontan hasta el pasado noviembre. Bien, enmiendo tal omisión de inmediato, y me encuentro con prudentes gastos y un bonito saldo en depósito. ¿Por qué no leía, pues, tales buenas nuevas? Y entonces caigo en la cuenta. Jennifer nunca abrió las cartas del banco porque no tenía que hacer nada en relación con ellas. Eran cartas que no necesitaban respuesta. Sí señor, eso es disfrutar de una «saludable situación financiera». Eso es colocar la «pasta» en el lugar correcto.

Lo para mí más íntimo de todo lo he reservado para el final: su gastado bolso de piel, que está colgado del respaldo de una silla de la cocina. Es un respaldo como su hombro, erguido, recto, ancho, con una leve curvatura hacia dentro. Dios, mi bolso…, en el que me paso media vida hurgando, es como la masa de un vertedero que acabara de pasar por una de esas prensas que estrujan coches. No tengo ni idea de lo que sucede en su interior. Florecen allí ratones y hongos, entre parachoques y ruedas de recambio. Pero Jennifer, naturalmente, viajaba ligera de equipaje, y perfumada. Cepillo de pelo de cerdas, crema hidratante, brillo de labios, colirio, colorete. Pluma, monedero, llaves. Y una agenda. Y si lo que estoy buscando es el barrunto de un final, aquí lo voy a encontrar con creces.

Paso las páginas de la agenda. Jennifer no era de esas zascandiles que tienen montones de compromisos a lo largo de la jornada. Pero en los dos primeros meses del año tuvo bastante movimiento: citas, actividades programadas, fechas que debía recordar, expiración de plazos… Y luego, el dos de marzo, viernes, se acaba todo. No hay nada más para el resto del año, salvo lo siguiente: «23 de marzo: AD». Es decir, mañana. ¿Quién o qué es AD? ¿Anuncio?[8] ¿Anno Domini? Yo qué sé… ¿Alan Dershowitz?

Antes de irme, mientras cierro el baúl, echo otro vistazo a la última carta de Trader. La encuentro entre las fotos y papeles sueltos pendientes de ser agrupados y ordenados, y está fechada el 17 de febrero de este año. En el matasellos se lee Filadelfia, donde Trader asistía a un congreso de dos días sobre «Las leyes mentales y físicas». Me resulta realmente embarazoso: consigo a duras penas forzarme a citar ciertos pasajes. «Ahora el amanecer de cada instante de mí mismo se halla iluminado por ti y por el pensamiento de mañana…»

«Te amo. Te echo de menos. Te amo.» No, Jennifer Rockwell no tenía problema alguno con su compañero sentimental. Es el hombre perfecto. Es todo lo que todas deseamos. Así que lo que se me ocurre es que Jennifer debía de tener algún problema con su otro amigo varón.

Una fotografía en una estantería. De la licenciatura: Jennifer y tres amigas con la toga de rigor, todas altas pero dobladas por la risa. Ríen tan desaforadamente que parecen mortificadas por algo. Y la pequeña «colgada», Phyllida, atrapada en el marco, encogida en una de sus esquinas.

Hay algo extraño en el apartamento. Me ha llevado un buen rato darme cuenta.

No hay televisor.

Y un pensamiento extraño, a la salida. De pronto me sorprendo pensando: ¡Es hija de un poli! Eso querrá decir algo. Tiene que tener su importancia.

Supongo que, como todo poli, soy una consumada y refinada cínica. Por una parte. Y, por otra, no juzgo. Los polis nunca juzgamos. Podemos perseguirte y detenerte. Podemos hacer que te enchironen. Pero no te juzgamos.

Recién llegado de la última matanza callejera, ese teutón bruto de Henrik Overmars escucha la aciaga historia de un borracho con lágrimas en los ojos. Y he visto a Oltan O’Boye darle el último billete de cinco dólares a un gilipollas quejumbroso que se encuentra en Paddy’s, un tipo al que todos sus conocidos le han dado la espalda hace ya años. Y Keith Booker no puede pasar por delante de un pobre en una esquina sin deslizarle un dólar en la mano, y estrechársela luego. Yo soy igual. Los polis somos la gente más fácil de sablear.

¿Será porque somos brutales y sentimentales a un tiempo? No lo creo. No juzgamos a nadie. No te juzgamos porque sea lo que sea lo que hayas hecho, ni siquiera se aproxima a lo peor. Eres un tipo estupendo. No te follas a un bebé y lo estrellas luego contra la pared. No cortas en trocitos a ningún octogenario sólo para divertirte. Eres estupendo. Hayas hecho lo que hayas hecho, sabemos todas las cosas que podrías haber hecho y no has hecho.

Dicho de otro modo: en lo tocante a la conducta humana, nuestro rasero es inusitadamente bajo.

Pese a lo que acabo de decir, aquella noche iba a sufrir un verdadero shock. Me sentí como muy raras veces me siento: escandalizada. Sentí una sacudida por todo el cuerpo. Ni color con uno de esos sofocos propios de la edad. Prácticamente pasé de golpe la menopausia.

Estoy en mi apartamento, preparando la cena para Tobe y para mí. Suena el teléfono y una voz masculina dice:

—¿Oiga? ¿Puedo hablar con Jennifer Rockwell, por favor?

Y yo, imitando el sonsonete de una recepcionista, digo:

—¿De parte de quién?

—Arnold. Soy Arn.

—Un momento.

Estoy allí de pie, en el calor de la cocina, toda tensa. Y me digo a mí misma: sigue haciendo lo que estás haciendo: mantén ese tono agudo; has de sonar como una mujer.

—Bueno…, hola de nuevo…, la verdad es que Jennifer está fuera de la ciudad esta noche, y me estoy ocupando de los recados que le dejan. Tengo aquí su agenda. Dime, ¿habíais quedado en veros mañana a alguna hora?

—Eso es lo que quería.

—Vamos a ver. ¿Arnold qué…? ¿Empieza por D?

—Debs. Arn Debs.

—Eso es. Sí, lo que necesita saber Jennifer es dónde y a qué hora…

—¿Estaría bien a eso de las ocho? ¿Aquí en el Mallard? ¿En la sala Decoy?

—Estupendo.

Luego, en la cena, apenas abro la boca. Y cuando apagamos la luz, va Tobe y me solicita… En Tobe no es nada impulsivo. Es un quehacer administrativo ineludible. Como en las películas del Rey Arturo…, el caballero ha de encaramarse a su montura. Pero todo es muy suave, todo es muy tierno y delicado, como yo ahora necesito que lo sea. Ahora soy una persona sobria. Antes me gustaba con rudeza. O creía que me gustaba. Pero hoy odio sólo pensarlo. Se acabó lo de la rudeza, me digo. Se acabó lo de la rudeza.

El tren nocturno me despierta a eso de las cuatro menos cuarto. Me quedo quieta en la cama durante un rato con los ojos abiertos. No hay manera de volverme a dormir, así que me levanto y hago café y me siento y me pongo a estudiar mis notas.

Estoy molesta. Estoy molesta en general, pero también estoy furiosa por algo personal. A saber: los comentarios y descripciones que he visto en las cartas de Trader. ¿Por qué? No eran crueles, sino todo lo contrario. Y admito que debí de ofrecer un espectáculo patético en aquel entonces: pasar todo aquel calvario tras las cortinas echadas. ¿Qué es lo que me preocupa tanto entonces? ¿Mi intimidad? Oh, seguro… A medida que voy adentrándome en las notas voy comprendiendo mejor las cosas. Y la intimidad es algo que los polis se pasan la vida saltándosela a la torera, pisoteándola. Pronto perdemos totalmente el concepto de ella. ¿Intimidad? ¿Qué es eso? No, lo que me está molestando, creo, es lo de mi niñez. Como si, dada mi infancia, no fuera de extrañar lo que vino luego.

He aquí dos cosas relacionadas con lo que digo y que conviene reseñar:

La primera es la razón por la que quiero al coronel Tom. No la razón exacta, sino el momento en que me di cuenta de que le quería. Había un asesinato en la Noventa y nueve que alcanzó gran resonancia. Un bebé muerto en una nevera de picnic. Se hablaba de guerra de drogas y de revueltas raciales. Los medios de comunicación se ocuparon exhaustivamente del caso. Yo pasaba por su despacho y le oí hablando por teléfono. El teniente Rockwell —su rango entonces— hablaba con el alcalde. Y le oí decir, en tono rotundo y pausado: No se preocupe: mi Mike Hoolihan va a ocuparse del asunto. Le había oído emplear esa expresión otras veces. Mi Keith Booker. Mi Oltan O’Boye. Pero fue la manera de decirlo. «Mi Mike Hoolihan va a ocuparse del asunto.» Me metí en los lavabos y me puse a dar gritos. Y luego me ocupé del asunto y resolví el caso.

La segunda cosa es la siguiente: mi padre abusaba de mí cuando era niña. En Moon Park. Sí, me follaba, ¿estamos? La cosa empezó cuando tenía siete años, y acabó a los diez. Tomé una determinación: cuando cumpliera diez años ya no me iba a suceder más. Y para asegurarme de que así fuera me dejé crecer las uñas de la mano derecha. Y me las afilé, además; y me las endurecí con vinagre. Crecidas, afiladas, endurecidas: tal era mi determinación. A la mañana siguiente de mi décimo cumpleaños, mi padre vino a mi cuarto. Y casi le arranqué la puta cara de cuajo. Eso es lo que hice. Me quedé casi con su jodida cara en la mano, como si fuera una máscara de Halloween[9]. La tenía prendida por la sien, justo encima de un ojo, y tuve la sensación de que si tiraba de ella y la desgarraba iba a poder ver al fin quién era en realidad mi padre. Y entonces se despertó mi madre. Los Hoolihan nunca habíamos sido un modelo de familia. Y a mediodía de aquel mismo día dejamos de existir como familia.

Soy lo que suelen llamar una «educada por el estado». Viví en algunas familias de acogida, es cierto, pero básicamente fui educada por el estado. De niña siempre intenté amar al estado como se ama a un padre, y lo intenté con todas mis fuerzas. Luego nunca he querido tener hijos. Lo que siempre he querido es tener un padre. Así que ¿qué posición pasaré a ocupar yo ahora que el coronel se ha quedado sin su hija?

A la mañana siguiente, a las ocho menos cuarto, llamé al departamento. Johnny Mac: Mister Látigo en los turnos de noche, mister deshecho ahora por la mañana. Le pedí que Silvera o cualquier otro se ocupara de investigar al tal Arnold Debs en los ficheros informáticos.

Di un repaso a mi lista: Acicates y Precipitantes. A ver lo que sacaba en limpio. Taché la 2 (¿Dinero?). Y taché la 6 (¿Secreto profundo? ¿Trauma? ¿Niñez?). No me quedaba gran cosa.

Y en el curso del día indago la 3 (¿Trabajo?). Y esta noche me ocuparé del señor Siete.