LA AUTOPSIA PSICOLÓGICA

El suicidio es un tren nocturno, un tren que te lleva velozmente a la oscuridad. No podrías llegar tan rápido de otra forma, o por medios naturales. Compras el billete y subes a bordo. El billete te ha costado todo lo que tienes. Pero no hay trayecto de vuelta. Este tren te lleva al interior de la noche, y te deja en ella. Es el tren nocturno.

Ahora siento que hay alguien dentro de mí, como un intruso, alguien que esgrime una linterna. Jennifer Rockwell está dentro de mí, y trata de revelarme lo que yo no quiero ver.

El suicidio es un problema mental y físico que termina violentamente sin que gane nadie.

Tengo que hacer que esto vaya más lento. Tengo que hacer que vaya más lento.

Lo que hago aquí con mi bolígrafo, mi grabadora y mi ordenador es lo mismo que hacía Paulie No en la oficina del forense con sus abrazaderas, su sierra eléctrica y su bandeja de cuchillos. Sólo que a esto que hacemos nosotros lo llamamos autopsia psicológica.

Sé cómo hacerlo. Tengo mucha experiencia en este campo.

Rememoremos un poco:

En cierta época —durante un tiempo muy breve, y sólo una vez a la cara— solían llamarme «Mike Suicidio». Luego lo juzgaron demasiado ofensivo, incluso para nuestro curtido medio urbano, y abandonaron tal apelativo. Ofensivo no para los pobres diablos a quienes se encontraba hundidos en el asiento de un coche, en algún garaje cerrado a cal y canto, o en una bañera teñida de carmesí. Ofensivo para mí: hacía referencia a que estaba lo bastante chiflada como para acudir a ocuparme de la muerte de cualquier paria. Porque los suicidios de nada te servían para tu tasa de casos resueltos o para las horas extraordinarias. En los turnos de noche sonaba el teléfono y O’Boye o Mac se ponía a hacer pucheros, con la mano tapando el micrófono, y me decía: ¿Qué tal si te encargas de esto, Mike? Es una m.s., y yo necesito pasta para la operación de mi madre. Una muerte sospechosa, no el asesinato con el que ellos sueñan. Porque los pobres chicos, además, piensan que los suicidios son un insulto a sus brillantes dotes forenses. Lo que ellos quieren es un asesino como es debido. No ningún imbécil que un siglo atrás habría sido enterrado en un cruce de caminos, bajo un montón de piedras, con una estaca en el corazón. Luego, durante un tiempo —un tiempo breve, como he dicho— se limitaban a pasarme el teléfono y a decirme con semblante inexpresivo: Para ti, Mike. Es un suicidio. Y entonces yo les ponía verdes. Pero puede que no fueran tan descaminados. Puede que me conmoviera y me motivara más que a ellos ponerme de cuclillas bajo el puente, a la orilla del río, o estar de pie en el hueco de la escalera de alguna casa de pisos mientras una sombra giraba despacio sobre sí misma contra un muro, y pensar en aquellos que odiaban su propia vida hasta el punto de desafiar la terrible providencia de Dios.

Como parte de mi formación profesional, y al igual que muchos de mis colegas, hice el curso «El suicidio: crudas conclusiones». Eso fue en Pete, y más tarde, ya en la ciudad, lo completé en el CC con la serie de conferencias «Patrones de suicidio». Me familiaricé con los gráficos y diagramas del suicidio, distribución de porcentajes, círculos concéntricos, códigos de color, flechas, fluctuaciones y escalas. Con mis rondas de Prevención del Suicidio, de nuevo en la Cuarenta y cuatro, y el centenar de suicidios en los que trabajé en Homicidios, llegué a conocer no sólo las secuelas físicas del suicidio sino el retrato robot del suicida antes de su muerte.

Y Jennifer no entra en esos esquemas. No da el tipo.

Es domingo por la mañana. Tengo las carpetas encima del sofá. Y reviso mis notas para ver lo que tengo:

* El riesgo de suicidio, en todas las culturas, se incrementa con la edad. Pero no uniformemente. La línea diagonal del gráfico parece tener una zona media un tanto plana, como un tramo de escaleras en el que hubiera un descansillo. Estadísticamente (valgan lo que valgan las estadísticas en nuestro medio), si uno se suicida a los veinte años lo hace en la zona baja del gráfico, y la incidencia sólo se incrementa al llegar a la edad mediana.

Jennifer tenía veintiocho años.

* Aproximadamente un 50 por ciento de los suicidas han intentado matarse antes. Son parasuicidas o seudosuicidas. Aproximadamente un 71 por ciento lo advierte con anterioridad. Aproximadamente un 90 por ciento tiene un historial de deserciones, de huidas.

Jennifer no lo había intentado nunca. Que yo sepa, no advirtió de nada a nadie. Y siempre llevaba a cabo aquello que empezaba.

* El suicidio es en extremo dependiente de los medios. Retira los medios a su alcance (el gas doméstico, por ejemplo) y cae en picado la tasa de suicidas.

Jennifer no necesitó el gas. Como muchos otros norteamericanos, tenía una pistola.

Éstas son mis notas. Pero ¿qué hay de las suyas, de las notas que dejan los suicidas? ¿Y del porcentaje de ellos que las dejan? Algunos estudios hablan de un 70 por ciento, otros de un 30. Muchas veces, según se acepta comúnmente, las notas de suicidio las hacen desaparecer los propios deudos del suicida. Los suicidios, como ya hemos visto, son con frecuencia camuflados…, «emborronados», «blanqueados». Axioma: los suicidios generan datos falsos.

Jennifer, al parecer, no dejó ninguna nota de suicidio. Pero sé que escribió una. Siento que lo hizo.

Puede que se dé mucho en una familia, pero no se hereda. Es un patrón, o una configuración. No una predisposición. Si tu madre se mata, no te vendrá nada bien, te deja abierta una puerta…

He aquí otras cosas que «sí» y que «no», en el suicidio. O que «no», sencillamente:

No trabaje en cosas de la muerte. No trabaje en productos farmacéuticos.

No sea emigrante. No sea alemán, sobre todo recién llegado.

No sea rumano. No sea japonés.

No viva donde no haya sol.

No sea adolescente y homosexual: uno de tres lo intentará.

No sea nonagenario en Los ángeles.

No sea alcohólico. El alcoholismo no es más que un suicidio a plazos.

No sea esquizofrénico. Desobedezca a esas voces que oye en su cabeza.

No se deprima. Anímese.

No sea Jennifer Rockwell.

Y no sea hombre. Sobre todo, sea lo que sea, no sea hombre. Tony Silvera hablaba con el culo, por supuesto, cuando decía que el suicidio era cosa de «féminas». El suicidio, por el contrario, es cosa de varones. Intentarlo es cosa de féminas. Las mujeres lo intentan el doble que los hombres. Conseguirlo es cosa de hombres: lo llevan a cabo con doble éxito que las mujeres. Sólo hay un día al año en que se está más a salvo siendo hombre: el Día de la Madre.

El Día de la Madre es el día de las suicidas. ¿Cuál es la razón?, me pregunto. ¿Es el desayuno-almuerzo («coma todo lo que le permita el cuerpo») en el Quality Inn? No. Las suicidas son las mujeres que se ahorraron esa comilona. Son las mujeres que se ahorraron tener niños.

No sea Jennifer Rockwell.

La pregunta es: ¿Por qué no?