12 de marzo

Hoy tengo el turno nocturno: de doce a ocho. Me paso la noche sentada, fumando y poniendo cintas: de audio, de vídeo, audiovisuales. Estamos investigando el nuevo hotel en Quantro, porque sabemos que la Organización ha metido dinero en el negocio. Y por fin consigo el documento visual que estaba buscando: dos tipos en el gran atrio, de pie en la penumbra, detrás de la fuente. Cuando hablamos de la Organización o del Crimen Organizado, en esta ciudad, no nos referimos a los Colombianos o a los Cubanos, o a la Yakuza, o a los Jake o a el Ruk o a los Crips o a la Mafia Negra. Nos referimos a los italianos. Así que observo cómo aquellos dos latinos con trajes azules de quinientos dólares charlan y gesticulan, muy corteses. Hombres de honor, merecedores de respeto. Los maleantes listillos dejaron las viejas pautas hace mucho tiempo, pero luego se han hecho ciertas películas que les han recordado que sus abuelos profesaban toda esa mierda, lo del honor y todo eso, y han empezado otra vez a practicar los viejos modos.

Dicho sea de paso: queremos ese hotel.

Siento gratitud por los días apacibles de trabajo, por los días como éste: de letargia y de una leve aunque persistente náusea que tiene que ver con mi época vital, y con mi hígado. Más con mi hígado que con mi útero no usado. Mi única solución para el hígado es el trasplante, un trasplante de hígado en toda regla, algo factible pero muy caro. Pero la precariedad —el riesgo de un fallo hepático irreversible— me mantiene en el buen camino. Si me comprara otro hígado, acabaría también por hacerlo polvo.

A primeras horas de la tarde el coronel Tom me llama y me pregunta si puedo pasar a verle a su despacho del piso veintitrés.

Se está como encogiendo. Su escritorio es muy grande, es cierto, pero ahora parece un portaviones. Y la cara del coronel, una pequeña torreta artillera con sus dos botones de emergencia rojos. No está mejorando nada.

Le digo lo que tengo planeado para Trader.

Vas a jugar duro, me dice. Lo sabía.

Sabe que sé hacerlo. El coronel Tom.

A tu aire, Mike, me dice. Detenlo por lo que sea. No me importa si confiesa y sale a la calle. Lo que quiero es oírselo decir.

¿Oírselo decir, coronel Tom?

Es lo único que quiero: oírselo decir.

Con Silvera y Overmars, uno siempre sabe cuándo un caso está empezando a derrotarles: empiezan a afeitarse sólo de cuando en cuando. Amén de los habituales síntomas de no haber pegado ojo en un mes. Pronto son como esos tipos que se apiñan en torno al brasero en los apartaderos de ganado… Fantasmas de una cuadrilla ganadera de la Depresión, iluminados por el fulgor de la lumbre… El coronel tiene las mejillas afeitadas, suaves. Unas mejillas tersas. Pero de nada le serviría la navaja de afeitar para las manchas pardas de dolor de debajo de los ojos, que se hacen cada vez más hondas y duras y van asemejándose a postillas.

—No te dejes embaucar por toda su palabrería de la Ivy League y la Calavera. Por su voz suave. Por su lógica. Por su pose de que hasta él mismo piensa que es demasiado bueno para ser real. Hay maldad en él, Mike. Es…

Calla. Su cabeza vibra; su cabeza literalmente se estremece ante los horrores que imagina. Imaginaciones que quiere y necesita que sean ciertas. Porque cualquier horror, sí, cualquiera: violación, mutilación, desmembramiento, canibalismo, torturas maratonianas de ingenuidad china, de refinamiento afgano…, cualquier horror es mejor que el de su hija metiéndose el 22 en la boca y apretando el gatillo tres veces.

El coronel Tom ahora está a punto de cargarme una nueva responsabilidad sobre los hombros. Lo veo venir. Parece cobrar ánimo. Con viveza, aunque nervioso, empieza a hurgar en las hojas de una carpeta (parece un informe del laboratorio del forense). Me pregunto cómo estará siguiendo y controlando el goteo de hallazgos de la autopsia que van llegando a su despacho.

—Jennifer ha dado positivo en la prueba del semen; vaginal y oralmente —dice, y le cuesta enormemente seguir mirándome de frente—. Oral, Mike. ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo?

Asiento con la cabeza. Y mientras lo hago, por supuesto, estoy pensando: Dios, esto es jodido de verdad.

Han pasado ocho días y Jennifer Rockwell sigue tendida y expuesta como una bandeja en un banquete en el cuarto frigorífico de Battery and Jefferson.