11 de marzo

Sale una esquela esta mañana en el dominical del Times. Por su delicadeza y brevedad uno sabe que Tom Rockwell ha empleado toda su influencia.

Apenas unas líneas; la causa del óbito, «aún sin determinar». Y una fotografía. Que habría sido tomada…, ¿hace cuánto?, ¿unos cinco años? Jennifer sonríe con una pueril falta de inhibición, como si acabara de oír algo maravilloso. Si uno echara una ojeada a esta fotografía —la sonrisa, los ojos jubilosos, el pelo corto que realza el largo cuello, la mandíbula limpia—, pensaría que se encontraba ante alguien a punto de casarse un tanto prematuramente. No ante alguien que moriría de forma súbita unos años más tarde.

La doctora Jennifer Rockwell. Y las fechas de su nacimiento y de su muerte.

¿La chiquilla de Whitman Avenue, con sus cintas rosas y sus calcetines? No, ella no oyó nada el cuatro de marzo. Hoy, sin embargo, he ido a ver a alguien que sí oyó algo.

La señora Rolfe, la vieja dama del ático. Son las cinco y media de la tarde y está ya medio beoda. Así que no espero mucho de ella. Y no es mucho lo que consigo. Lo que bebe es jerez dulce: la mejor elección por lo que paga. El señor Rolfe murió hace muchos años, y ella vive plácidamente una viudedad que está durando más que su matrimonio.

Le pregunto por los disparos. Me cuenta que estaba dormitando (sí, dormitando) con la televisión encendida, y que también había disparos en la tele. Algo de polis, claro. Describe la detonación que oyó como la inconfundiblemente propia de un arma de fuego, aunque sin llegar a ser más ruidosa que una puerta al cerrarse dos o tres cuartos más allá. No es difícil calibrar la calidad del inmueble, construido en una época de materiales baratos. La señora Rolfe marcó el 911 a las 19.40. El primer policía apareció a las 19.55. Tiempo de sobra, en teoría, para que Trader levantara el campo y se largara. La niña se acercó en su bicicleta, según su madre, «a eso de las ocho menos cuarto». Lo que sitúa a Trader en la calle…, ¿a qué hora? ¿A las 19.30? ¿A las 19.41?

—¿Solían pelearse?

—No, que yo sepa no —dice la señora Rolfe.

—¿Qué le parecían a usted?

—La pareja soñada.

Pero ¿de qué clase de «sueño»?, me pregunto.

—Es tan horrible —dice, alargando la mano hacia la botella—. Me ha afectado mucho. Lo admito.

Sí, de acuerdo. Yo era así cuando era alcohólica. Cualquier mala noticia servía de pretexto. Hasta la muerte del perro de una amiga.

—Señora Rolfe, ¿le pareció alguna vez deprimida Jennifer?

—¿Jennifer? Siempre estaba alegre. Siempre alegre.

Trader, Jennifer, la señora Rolfe: unos vecinos bien avenidos. Jennifer solía hacerle recados a la vieja. Y si hacía falta cambiar de sitio algo pesado, arrimaba el hombro Trader. La pareja tenía llave de su apartamento. Y ella tenía llave del apartamento de Jennifer. Aún la conservaba (fue la que se utilizó para entrar en el apartamento la noche del cuatro de marzo). Me haré cargo de ella, muchas gracias, le digo. La consignaré en Control de Pruebas. Le dejo mi tarjeta, por si acaso necesita algo. Me veo pasando a verla de cuando en cuando, como todavía sigo haciendo con varios ancianos de la Zona Sur. Me veo acabar tomándomelo como un deber.

En el piso de abajo: la puerta del apartamento de Jennifer está precintada con la cinta anaranjada de los «escenarios del crimen». Entro en él unos segundos. Mi primera reacción, en el dormitorio, es estrictamente policial. Pienso: Qué hermoso escenario del crimen. No desvirtuado en absoluto. No sólo las salpicaduras de sangre de la pared, sino las sábanas de la cama conservan la apariencia exacta que recordaba.

Me siento en la silla con mi 38 en el regazo, tratando de imaginar cómo fue todo. Pero sigo pensando en la Jennifer que conocí. Por muchos que fueran sus dones, físicos y mentales, jamás te hacía de menos. Si te encontrabas con ella en una fiesta, por ejemplo, o por la calle en el centro, no sólo te saludaba y pasaba de largo. Siempre tenía unas palabras para ti. Siempre te dejaba algo de sí misma.

Jennifer te dejaba algo de sí misma.