10 de marzo

Sábado. A la mañana, por puro gusto, me paso por media manzana de Whitman Avenue haciendo preguntas. Ahora es un barrio muy agradable. Un enclave de clase media en la frontera de la Veintisiete. Tienes la vieja Biblioteca Universitaria en Volstead, y la Business School en York. Las ciudades norteamericanas gustan de asegurarse de que sus sedes del saber estén siempre rodeadas de zonas conflictivas (ésa es la realidad, amigos), y eso es exactamente lo que sucedía en ésta. Hace diez años, Volstead Street era algo así como la batalla de Stalingrado. Ahora está toda cerrada a cal y canto y con aire devastado: vacía o sencillamente abandonada, sin mucho más que un par de maleantes a la vista. Es duro tener que decir quién hizo esto. Lo hizo la economía.

Así que voy de puerta en puerta, bajo los olmos, y los vecinos cooperan muy amablemente. No es como hacerse una manzana de casas todas pegadas en Oxville, o una investigación exhaustiva en Destry. Nadie me dice que me vaya al infierno a chupar pollas. Pero nadie vio nada, tampoco, el cuatro de marzo. Ni oyó nada.

Hasta la última visita. Sí. Quién lo iba a decir. Una chiquilla, con cintas rosas y calcetines. Silvera tiene razón: este jodido caso es curioso de verdad. Pero no me topo con puro ketchup, porque los chiquillos, con sus ojos nuevos, ven cosas que nadie ve. Los demás no hacemos más que mirar y mirar y ver siempre la misma mierda.

Estoy acabando con la madre, que va y me dice de pronto:

—Pregúntele a Sophie. ¡Sophie! Sophie estaba fuera, yendo de un lado a otro de la calle en su bici nueva. No le dejo salir con ella de esta calle.

Sophie viene a la cocina y me pongo en cuclillas delante de ella.

—Atiende, cariño, porque puede ser muy importante.

—El número 43… Sí. La casa del cerezo…

—Piénsalo bien, cariño.

—Se me salió la cadena. Intentaba volver a ponerla.

—Sigue, cariño.

—Y salió un hombre.

—¿Qué aspecto tenía, cariño?

—De pobre.

—¿De pobre? ¿Qué quieres decir, cariño? ¿Que iba como andrajoso?

—Tenía remiendos en la ropa.

Tardé un segundo. Tenía «remiendos» en los codos. Un pobre. Exacto: ¿no suelen decir los niños las cosas más crueles?

—Cariño, ¿cómo era ese hombre?

—Parecía como loco. Pensaba pedirle que me ayudara a poner la cadena, pero no se lo pedí.

Instantes después, estoy diciendo:

—Gracias, cariño. Gracias, señora.

Cuando voy de puerta en puerta enseñando la placa, como ahora, y las mujeres me ven llegar por el camino de entrada…, no sé lo que pensarán. Ahí estoy con mi trenca y mis vaqueros negros. Piensan que soy una tortillera activa. O una camionera de la Unión Soviética. Pero los hombres saben al instante lo que soy. Porque les miro a los ojos, directamente. Cuando eres poli de patrulla, en las calles, es lo primero que tienes que aprender a hacer bien: mirar fijamente a los hombres. A los ojos. Luego, cuando ya fui de paisano, de incógnito, tuve que «desentrenarme» por completo y volver a empezar desde el principio. Porque no hay en el mundo ninguna otra mujer —ni estrella de cine ni neurocirujana ni jefa de estado— que mire a un hombre con la fijeza de una mujer policía.

Cuando vuelvo a casa me encuentro con la habitual decena de mensajes del coronel Tom. Cambia de opinión constantemente, se devana los sesos en busca de alguna «mancha» en la biografía de Trader. Y da con un «expediente» de inestabilidad y accesos de irritación que se resume en unos cuantos desacuerdos familiares y una reyerta en un bar cinco años atrás. Y algunos ejemplos de impaciencia, de no demasiada galantería con Jennifer. Ocasiones en que dejó que pisara un charco sin tender sobre él la chaqueta…

El coronel Tom está perdiendo el hilo de la historia. Me gustaría que pudiera oírse a sí mismo. Algunas de sus acusaciones son de una menudencia tal que me hacen pensar en asesinatos retóricos. Los asesinatos retóricos se dan cuando alguien es arrojado a los perros por cometer una falta de etiqueta que habría pasado inadvertida hasta a la mismísima Emily Post[3].

—¿Cuál es el plan de caza, Mike?

Se lo conté. Dios… En cualquier caso, pareció enormemente complacido.

Si el «jurado» sigue aún reunido para emitir un «veredicto» sobre las mujeres policía, sigue igualmente reunido para emitir un «veredicto» sobre Tobe. Sigue reunido —y lleva meses—, y sigue pidiendo a gritos la transcripción de la alocución inaugural del juez que lleva el caso.

El hombre está ahora mismo ahí al lado viendo un concurso de la tele grabado en el que los concursantes han sido aleccionados de antemano para que brinquen y griten y lancen vítores y se despellejen unos a otros cada vez que uno de ellos da con la respuesta acertada. Las preguntas —se proponen varias respuestas— no tienen que ver con hechos. Tienen que ver con lo que suele decirse. Los contrincantes responden no lo que piensan en realidad, sino lo que piensan que todo el mundo piensa.

Pasé a la habitación de al lado y me senté en el «gran diván» del regazo de Tobe, y durante cinco minutos observé cómo lo hacían. Adultos hechos y derechos comportándose como niños de seis años en una fiesta de cumpleaños, con el tenor siguiente:

«¿Cuál es, según los norteamericanos, el desayuno preferido de Norteamérica? Los cereales. ¡No está mal! Pero sólo un 30 por ciento. Café con tostadas ¡Fantástico! Correcto

«¿Cuál es, a juicio de los norteamericanos, el método de suicidio más utilizado? Los somníferos. ¡Sí, señor! ¡Bravo!»

«¿Dónde piensan los norteamericanos que está Francia? En Canadá. ¡No, señor!»