9 de marzo

Acabo de volver de mi entrevista con Silvera.

Lo primero que ha dicho al verme ha sido: «Odio esto».

Yo he dicho ¿Odias qué?

Él dice que todo este maldito asunto.

Yo digo que el coronel Tom piensa que todo apunta a un homicidio.

Él dice que qué todo.

Yo digo que los tres disparos.

Él dice que Rockwell nunca fue bueno. En las calles.

Yo digo que le pegaron un tiro cuando cumplía con su deber, por el amor de Dios. Le pegaron un tiro cuando cumplía con su maldito deber.

Silvera calla un momento.

—¿Cuándo ha sido la última vez que te han pegado un tiro defendiendo al estado? —le pregunto.

Silvera sigue en silencio. Pero no es eso. No está pensando en aquella vez, años atrás, en que Tom Rockwell recibió un disparo en la Zona Sur mientras hacía su ronda y trataba de limpiar las calles de traficantes de drogas. No, Silvera está pensando en su propia carrera en el cuerpo.

Me enciendo un pitillo y digo:

—El coronel Tom quiere que se considere la hipótesis de un homicidio.

Él se enciende un pitillo y dice:

—Porque no le queda más que eso. Te pegas un tiro en la boca una vez. Así es la vida. Te pegas dos tiros. Oye, los accidentes suceden. Te pegas tres tiros. Hay que tener ganas de matarse, ya lo creo.

Estábamos en Hosni’s, ese pequeño local de sándwiches que hay en Grainge. Muy popular entre los polis por su maravillosa sección de fumadores. Hosni no fuma. Es un libertario. Ha quitado la mitad de las mesas con el solo propósito de burlar las leyes municipales. No es que yo esté orgullosa de mi vicio, y sé muy bien que la cruzada de Hosni acabará por fracasar. Pero todos los polis fuman como carreteros; supongo que forma parte de lo que le damos al estado: nuestros pulmones, nuestros corazones.

Silvera dice:

—Y fue con un 22. Con un revólver.

—Sí. No con una de esas pistolas caseras. Ni con una de esas de maricón. Ya sabes, una Derringer o algo parecido. La vieja de arriba…, ¿dijo que no había oído más que un disparo?

—O que le había despertado un disparo, y lo que oye es el segundo o el tercero. Estaba ciega de jerez delante de la tele, ¿qué diablos va a saber, la pobre?

—Iré a hablar con ella.

—Este jodido caso es curioso de verdad —dice Silvera—. Cuando Paulie No le estaba haciendo una fluoroscopia, de pronto nos vimos ante tres balas. Una sigue en su cabeza, ¿vale? Otra está en Control de Pruebas: la que encontramos en la pared de su cuarto. Después de la autopsia volvimos al apartamento. En la pared sólo hay un agujero. Pero sacamos otra bala. Dos balas, un agujero.

El hecho en sí no era nada del otro jueves. La policía está bastante de vuelta en cosas de balística, no hay más que acordarse del asesinato de Kennedy y la «bala mágica». Nosotros los polis sabemos que todas las balas son mágicas. En especial las de morro redondo de los 22. Cuando una bala entra en un cuerpo humano, se pone como histérica. Es como si supiera que no debe estar allí.

Digo:

—He visto dos tiros. En algún suicidio. Y puedo imaginar que los tiros sean tres.

—Escucha: he visto a maleantes con tres tiros en el coco.

Lo cierto es que estamos esperando una llamada. Silvera ha pedido al coronel Tom que deje entrar a Overmars en el caso. Parece el tipo adecuado, con sus relaciones en Quantico y demás. Y en este mismo instante Overmars está poniendo al rojo los ordenadores federales en busca de suicidios documentados en los que el suicida se haya disparado en la cabeza tres veces. A mí todo esto se me antoja un cálculo un tanto extraño. ¿Cinco tiros en la cabeza? ¿Diez? ¿Cuándo se está seguro de verdad?

—¿Qué has conseguido esta mañana?

—Músicas sentimentales. ¿Y tú?

—Lo mismo.

Silvera y yo también hemos estado trabajando en el teléfono esta mañana. Hemos llamado a todo aquel que pudiera tener una opinión sobre Jennifer y Trader como pareja, y los dos hemos cosechado la misma historia rosa: una pareja ideal, parecían hechos el uno para el otro…, todo beatífico. No había —para decirlo en dos palabras— ninguna prueba de violencia previa entre ellos. Según la gente, Trader jamás le había levantado la voz —y menos aún el puño— a Jennifer Rockwell. Resultaba casi embarazoso: todo el mundo deshaciéndose en músicas celestiales.

—¿Por qué estaba desnuda, Tony?

El coronel Tom había dicho que Miss Recatada no había tenido en su vida un bikini. ¿Cómo iba a querer que la encontraran como vino al mundo?

—Desnuda es lo de menos. Está muerta, Mike. Qué desnuda ni qué coño.

Tenemos los cuadernos de notas abiertos sobre la mesa. Tenemos nuestros croquis del escenario de los hechos. Jennifer dibujada como una figura de palotes: una línea para el torso, cuatro para los miembros, un pequeño redondel para la cabeza y una flecha que apunta hacia ella. Un monigote. Algo impropio de verdad.

—Dice algo —digo.

Silvera me pregunta qué.

—Venga ya… Dice: Soy vulnerable. Dice: Soy una mujer.

—Dice que la mires y la mires.

—Chica del Mes.

—Chica del Año. Pero no es ese tipo de cuerpo. Es más un cuerpo deportivo con tetas.

—Puede que estemos llegando al desenlace de un asunto sexual. No me digas que no se te ha ocurrido a ti también.

Si eres un poli durante el tiempo suficiente, y ves día tras día todo tipo de cosas, acabas por sentirte atraído por uno u otro vicio humano. El juego o las drogas o la bebida o el sexo. Si estás casado, todas estas «inclinaciones» apuntan en la misma dirección: el divorcio. Lo de Silvera es el sexo. O quizá el divorcio. Lo mío era la bebida, lisa y llanamente. Una noche, casi al final, se resolvió un caso importante y todo el grupo del turno se fue a cenar a Yeast’s. Estábamos ya terminando y noté que todo el mundo me miraba. ¿Por qué? Porque estaba soplando en mi plato para enfriar el postre. Y mi postre era helado. Y encima era una borracha con muy mal vino, el peor; era como siete horribles enanos hechos un ovillo y apretados dentro de una chaqueta de cuero y unos vaqueros muy justos: Chillona, Camorrista, Desaliñada, Sórdida, Odiosa, Llorona y Cachonda. Entraba en un bar de mala muerte y avanzaba hasta la barra mirando a todo el mundo uno por uno. Ninguno de los tipos presentes sabía a ciencia cierta si iba a agarrarle del cuello o de la polla. Y yo tampoco. Y en el CID las cosas no eran demasiado diferentes. Cuando estaba hecha un despojo humano, no había ni un solo poli en todo el edificio al que, por una razón u otra, no le hubiera agarrado por las solapas y aplastado contra la pared de los retretes.

Silvera es más joven que yo y ya está a punto de fracasar en su cuarto matrimonio. Hasta los treinta y cinco años, cuenta, se follaba a la mujer, la novia, la hermana y la madre de todo individuo que detenía. Y la verdad es que tiene pinta de estar perpetuamente empalmado. Si Silvera estuviera en Narcóticos, nadie dudaría un segundo en pensar que era corrupto: los trajes amplios, a la última, las ojeras como maquilladas, el pelo italiano peinado hacia atrás, sin raya. Pero Silvera está «limpio». No hay dinero en Homicidios. Y es un poli como la copa de un pino. Sí, señor. Lo que pasa es que ha visto demasiadas películas, como todos nosotros.

—Está desnuda —digo— en la silla de su cuarto. En la penumbra. Hay ocasiones en las que una mujer abre la boca con gusto ante un hombre.

—No se lo digas al coronel Tom. No podría soportarlo.

—O esta otra hipótesis: Trader se marcha a las 19.30. Como de costumbre. Y entonces aparece el otro novio.

—Ya, y hecho una fiera por los celos. Escucha, sabes muy bien lo que el coronel Tom está intentando.

—Quiere encontrar «quién». Te diré una cosa: si es un suicidio, voy a tener que enfrentarme a un gran y horrible por qué.

Silvera me mira. Los polis somos como soldados rasos, al menos en esto. No nos compete preguntarnos por qué. Solemos decir que nos den el cómo, y luego que nos den el quién. Pero que le den por el culo al porqué. Entonces me acuerdo de algo, de algo que he estado queriendo preguntar.

Digo: Tú intentas ligarte a todo lo que lleve faldas, ¿no?

Dice: Sí, por supuesto.

Digo: Ya. Siempre que no te fallen las ganas. ¿Lo intentaste con Jennifer?

Dice: Claro, por supuesto. Con una mujer como ella lo menos que puedes hacer es intentarlo. No te lo perdonarías en la vida si al menos no lo hubieras intentado.

Digo: ¿Y?

Dice: Me rechazó. Pero con delicadeza.

Digo: Así que no tuviste que llamarle frígida o tortillera, ¿no? O monja. ¿Era religiosa?

Dice: Era una científica. Una astrónoma. Los astrónomos no son religiosos, ¿no?

Digo que cómo diablos voy a saberlo.

—¿Podría apagar ese cigarrillo, por favor, señor?

Me vuelvo.

El tipo dice:

—Oh, disculpe, señora, pero ¿podría apagar ese cigarrillo, señora? Por favor.

Es algo que me sucede cada día más: que me llamen «señor». Si cuando hablo por teléfono me presento, a nadie se le ocurre confundirme con un hombre. Voy a tener que llevar encima un pequeño envase con nitrógeno o algo parecido…,[2] eso que hace que «suenes» a un Coñito de Voz Chillona.

Silvera se enciende un pitillo y dice:

—¿Y por qué va a apetecerle apagar el cigarrillo?

El tipo sigue de pie allí delante, mirando a su alrededor en busca de un cartel que prohíba el tabaco. Es un tipo grande y gordo, y está desconcertado.

—¿Ve aquel apartado detrás de la puerta de cristal —dice Silvera—, donde están todos aquellos viejos ficheros amontonados?

El tipo se vuelve y echa una mirada.

—Pues aquella es la sección de «no fumadores». Si lo que le interesa es gente que apaga los pitillos, puede que encuentre más juego allí dentro.

El tipo se larga por donde ha venido. Seguimos sentados, fumando, tomándonos el café solo y cargado, y digo: Eh, ¿en los viejos tiempos, te eché alguna vez los tejos? Silvera se queda pensativo. Y al final dice que, que él recuerde, lo único que hice fue darle de sopapos unas cuantas veces.

—Cuatro de marzo —digo—. Fue O’Boye el que le dio la noticia a Trader, ¿no?

La noche de la muerte de Jennifer, el detective Oltan O’Boye se dirige en su coche al campus de la CSU a informar de los hechos al profesor Trader Faulkner. Trader y Jennifer viven juntos, pero los domingos por la noche Trader se va a dormir al catre de su despacho del campus. O’Boye llama a su puerta a eso de las 23.15. Trader está ya en pijama, bata y zapatillas. Puesto al corriente de los hechos, muestra una hostil incredulidad. Allí tenemos a O’Boye, metro ochenta y tres de estatura, ciento treinta y cinco kilos de carne y grasa de comisaría, con una chaqueta sport de poliéster, cara de caimán y una Magnum pegada a la cadera. Y tenemos al catedrático adjunto en zapatillas, llamándole puto mentiroso y aprestándose a lanzarle un puñetazo.

—O’Boye le llevó a la ciudad —dice Silvera—. Mike, he visto tíos en mi vida, pero éste es un puto «bellezón». Los cristales de sus gafas son como los del telescopio de Mount Lee. Y no te lo pierdas: gasta chaqueta de tweed con coderas de cuero. Y ahí lo tienes sentado en un banco del pasillo, con las manos en los ojos, llorando, sin recatarse un pelo. El muy cabrón.

Digo: ¿Vio el cuerpo?

Dice: Sí. Le dejaron verlo.

Digo: ¿Y?

Dice: Pues lo que hizo fue inclinarse sobre él. Pensé que iba a abrazarlo, pero no lo hizo.

Digo: ¿Dijo algo?

Dice: Dijo Jennifer… Oh, Jennifer, ¿qué es lo que has hecho?

—¿Detective Silvera?

Es Hosni. Una llamada de Overmars. Silvera se levanta, y yo me pongo a recoger nuestras cosas. Luego espero un par de minutos y voy a reunirme con él en el teléfono.

—Muy bien —digo—. ¿Cuántos tenemos de tres disparos en la cabeza?

—Es fantástico. Siete en los últimos veinte años. Ningún problema. Y hasta tenemos uno de cuatro.

Camino de la puerta echamos una mirada a la zona de «no fumadores». El tipo de antes está allí sentado, solo, olvidado, desatendido, con aire vigilante y tenso.

—Es como el coronel Tom —dice Silvera—. Está en la sección equivocada. Oh, y adivina qué. Cinco de ellos eran mujeres. Es lo que decimos siempre. Los hombres matan gente. Matar es cosa de hombres. Las mujeres se matan a sí mismas. El suicidio es cosa de féminas, Mike.