Entre Alcohólicos Anónimos, el golf, el Grupo de Debate de los lunes y la clase nocturna de los jueves en Pete (junto con los incontables e interminables cursos por correspondencia), amén del turno de noche de los martes, y de los sábados, en que suelo pasar el rato con mis amigos en la Cuarenta y cuatro… Entre éstas y otras cosas, mi novio dice que no me queda tiempo para tener novio, y quizá tenga razón. Pero tengo novio: Tobe. Un tipo encantador al que estimo en lo que vale, y necesito. Diré una cosa de Tobe: sabe hacer que una mujer se sienta delgada. Tobe es enorme. Enorme de verdad. Llena la habitación. Cuando llega tarde al apartamento, es peor que el tren nocturno: cada viga del edificio despierta y gime. El amor me resulta difícil. Y al amor yo le resulto difícil. Lo aprendí con Deniss, por las malas. Y Deniss también lo aprendió. Es así de simple: el amor me desequilibra, y no puedo permitirme desequilibrarme. Así que Tobe me viene al pelo. Su estrategia, sospecho, es «pegarse» a mí y acabar gustándome de veras. Y le está funcionando. Pero tan lentamente que no creo que yo llegue a vivir lo suficiente para ver si acaba resultando.
Tobe no es ningún tipo remilgado, por supuesto: vive con la detective Mike Hoolihan. Pero cuando le dije lo que iba a poner aquella noche en el vídeo se largó a Fretnick’s a tomarse unas cervezas. En el apartamento tenemos bebida, y de alguna forma me gusta saber que está allí, a mano, por mucho que sepa que si la toco me mata. Le preparé la cena temprano. Y hacia las siete Tobe dejaba reluciente el hueso de su chuleta de cerdo y salía por la puerta.
Ahora quiero decir algo acerca de mí y del coronel Tom. Una mañana, hacia el final de mi época en Homicidios, llegué al turno de ocho a cuatro tarde, borracha, con la cara congestionada y el hígado en la cadera, a modo de faltriquera. El coronel Tom me hizo pasar a su despacho y me dijo: Mike, puedes matarte si eso es lo que quieres. Pero no esperes que yo me quede mirando cómo lo haces. Me cogió de la mano y me condujo a la segunda planta del garaje de la central. Y me llevó en coche al Lex General. El médico de Admisiones me miró de arriba abajo y lo primero que dijo fue: Vive usted sola, ¿no? Y yo dije No, no, no vivo sola. Vivía con Deniss… Después del tratamiento de desintoxicación pasé toda mi convalecencia en el hogar de los Rockwell (en aquel tiempo vivían en Whitefield). Pasé una semana en cama en una pequeña habitación del fondo de la planta baja. El lejano tráfico era para mí como una música, y la gente, seres que no eran personas —y también gente de carne y hueso—, venía y se quedaba al pie de la cama. El tío Tom, Miriam, el médico de la familia. Y los otros, los otros seres. Y Jennifer Rockwell, que entonces tenía diecisiete años, venía a leerme por las noches. Yo trataba de escuchar su clara voz juvenil, allí acostada, preguntándome si Jennifer era real o sólo otro de los fantasmas que de cuando en cuando se detenían a mi lado, figuras frías, autosuficientes, no reprobadoras, de caras cinceladas y azules.
Nunca me sentí juzgada por ella. También ella tenía sus problemas, en aquella época. Y era hija de un poli. Y no juzgaba.
Lo primero que hago es volver a consultar la carpeta del caso, donde se consigna hasta el más mínimo y soporífero detalle, como lo que marcaba el odómetro del coche camuflado cuando Johnny Mac y yo llegamos aquella noche al lugar de los hechos. La noche del cuatro de marzo. Pero lo quiero revisar todo hasta el último detalle. Quiero organizarme una secuencia mental con sentido.
19.30: Trader Faulkner es el último en prestar declaración. Trader ha declarado que la dejó a esa hora, como solía hacer los domingos por la tarde. El aparente estado de ánimo de Jennifer es descrito como «alegre», y «normal».
19.40: La anciana dama del ático, que dormitaba delante del televisor, se despierta al oír un disparo. Y llama al 911.
19.55: Llegan los policías de la ronda. La vieja dama, la señora Rolfe, tiene un juego de llaves del apartamento de Jennifer. Los policías entran en él y encuentran el cuerpo.
20.05: Tony Silvera recibe la noticia en la brigada. El oficial de turno le comunica el nombre de la víctima.
20.11: Me llama el sargento John Macatitch.
20.55: Levantamiento del cadáver de Jennifer Rockwell.
Doce horas después se le hace la autopsia.
TACEANT COLLOQUIA, se lee en la pared. EFFUGIAT RISUS. HIC LOCUS EST UBI MORS GAUDET SUCCURRERE VITAE.
(Que cesen las conversaciones. Que la risa se apague. Éste es el lugar donde la muerte se deleita ayudando a los vivos.)
Muere sospechosamente, muere violentamente, muere singularmente —de hecho, muere en cualquier parte que no sea una unidad de cuidados intensivos o un hospicio— y serás diseccionado. Muere inesperadamente, y serás diseccionado. Si mueres en esta ciudad norteamericana, los servicios paramédicos te llevarán a la oficina del forense, sita en Battery and Jefferson. Y cuando llegue el momento de ocuparse de ti te sacarán de la sala frigorífica, te pesarán y te depositarán sobre una camilla rodante de zinc, bajo una cámara cenital. Solía ser un micrófono, y te sacaban fotos con la polaroid. Pero ahora es una cámara. Ahora es la tele. En este punto te despojarán de la ropa; después de examinarla, la meterán en una bolsa y la enviarán a Control de Pruebas. Pero Jennifer no lleva encima más que una etiqueta en el dedo gordo del pie.
Y la autopsia comienza.
Quizá convenga señalar que el proceso en sí mismo, para mí, no significa gran cosa. Cuando trabajaba en Homicidios, la sala de autopsias formaba parte de mi rutina diaria. Y sigo visitándola por motivos profesionales al menos una vez a la semana. En Confiscación de Activos —subdepartamento de Crimen Organizado— hay mucho más trabajo práctico de lo que se piensa. Lo que hacemos, básicamente, es lo siguiente: despojamos de sus bienes al Crimen Organizado. Un rumor de trama delictiva captado a pie de piscina, por ejemplo, y confiscamos todo el puerto deportivo. Así que tenemos que vérnoslas con cuerpos. Cuerpos encontrados, casi siempre, en maleteros de coches alquilados en el aeropuerto. Impecablemente ejecutados, llenos de balas. Hay épocas en que te ves visitando la oficina del forense la mitad de las mañanas, dada la cantidad de balas que tienen que localizar… El proceso en sí mismo, pues, no me dice gran cosa. Pero Jennifer sí. Estoy dando por sentado que el coronel Tom no ha visto el vídeo, que se ha fiado del informe de Silvera. ¿Por qué estoy viéndolo yo, entonces? Quita los cuerpos de en medio, y la sala de autopsias es como la cocina de un restaurante que aún no ha abierto. Estoy viendo el vídeo. Estoy sentada en el sofá, fumando, tomando notas, utilizando mucho el botón de Pausa. Estoy siendo testigo.
Silvera está en la sala: le oigo informando al patólogo. Jennifer está también, con la etiqueta en el dedo gordo. Su cuerpo. Las fotografías de la carpeta de su caso, con esos ojos y boca húmedos, podrían casi considerarse pornográficas (artísticas, «de buen gusto», una especie de ecce femina), pero ahora ya no hay nada erótico en ella: está rígida, como recién sacada del congelador, tendida sobre una plancha entre luces fluorescentes y paredes de azulejo. Y todos los colores desvirtuados. La química de la muerte se halla muy atareada con ella, transformándola de alcalina en ácida. Éste es el cuerpo… Un momento. Ése parece Paul No. Sí, el «cortador» es Paulie No. Supongo que a un tipo no se le puede reprochar que adore su trabajo, o que sea indonesio, pero tengo que decir que ese pequeño oriental me pone la carne de gallina. «Éste es el cuerpo», está diciendo, como en un eco del sacramento: Hoc es corpus.
—Es el cuerpo de una mujer blanca bien constituida, bien alimentada, de un metro setenta y ocho de estatura y unos sesenta y cuatro kilos de peso. Sin ninguna prenda encima.
Lo primero, el examen externo. A una indicación de Silvera, el doctor No echa un vistazo preliminar a la herida. Dirige una luz al interior de la boca, que en su rigidez cadavérica está entreabierta, y ladea el cuerpo hacia un costado para ver el orificio de salida. Luego examina toda la epidermis para detectar cualquier posible anormalidad, marca o señal de lucha. En particular las manos, las yemas de los dedos. Toma unos recortes de las uñas, y realiza las pruebas químicas para detectar restos de bario, antimonio y plomo (para determinar si disparó ella el arma). Recuerdo que fue el coronel Tom quien le compró ese 22, años atrás, y le enseñó cómo usarlo.
Diligente como de costumbre, Paulie No toma muestras orales, vaginales y anales. Examina también la zona perineal en busca de eventuales desgarros o lesiones. Y de nuevo pienso en el coronel Tom. Porque ahí reside la única posibilidad de que su hipótesis funcione. Me explico: para que Trader tenga algo que ver en esa muerte, tiene que ser un crimen sexual, ¿no? Necesariamente. Y tengo la impresión de que el coronel está equivocado. En la mesa del patólogo que hace la autopsia pueden suceder cosas muy curiosas. Un doble suicidio puede resultar un homicidio-suicidio. Una violación y asesinato puede convertirse en un suicidio. Pero ¿puede un suicidio resultar una violación-asesinato?
La autopsia es también una violación, y hela ahí, va a comenzar. En el momento en que se lleva a cabo la primera incisión, Jennifer se convierte en todo cuerpo, en sólo cuerpo. El doctor No entra en él ahora. Adiós. La elevación del encuadre hace que Paulie No parezca un colegial, con la lustrosa cabeza sesgada y el escalpelo cogido como una pluma. Hace los tres cortes en forma de Y: dos que descienden desde ambos hombros hasta la boca del estómago, el tercero hasta la pelvis. Separa y levanta los laterales de los cortes (lo cual me hace pensar en una alfombra que alguien levanta tras los daños causados por una inundación o un incendio), y el doctor No entra en las costillas con la sierra eléctrica. Y el plano pectoral entero se alza como la tapa de una trampilla, y el árbol de órganos es retirado de su cavidad (el árbol de órganos, con sus extraños frutos) y colocado en una cubeta de acero. El doctor No disecciona el corazón, los pulmones, los riñones, el hígado, y toma muestras de tejido para su posterior análisis. Ahora está afeitándole la cabeza, y va despejando el camino hacia el orificio de salida de la bala.
Pero aquí viene lo peor. La sierra eléctrica circunnavega el cráneo de Jennifer. Se encaja una palanca bajo la tapa del cráneo…, y me quedo esperando el ruido que hará al saltar. Y entonces siento que mi cuerpo, tan vulgar y asimétrico, fuente de tan poco placer y orgullo, tan descuidado, tan reseco, da un súbito respingo, empieza a protestar: pide que reparen en él. Quiere alejarse de todo esto. La tapa del cráneo, al saltar, emite un ruido tan estridente como un disparo. El doctor No está señalando algo, y Silvera se inclina hacia adelante, y los dos se echan hacia atrás de pronto con un gesto de sorpresa.
Sigo mirando, y pienso: Coronel Tom, le estoy oyendo. Pero no estoy segura del sentido cabal de lo que digo.
Resulta que Jennifer Rockwell se disparó en la cabeza tres veces.
No, no. No vivo sola, dije. Vivo con Deniss. Y, sólo esa vez, se me cayeron las lágrimas. No vivo sola. Vivo con Deniss.
Mientras yo pronunciaba esas palabras, lo que hacía Deniss, de hecho, era fruncir el entrecejo ante el parabrisas de un camión de mudanzas, desplazándose a toda velocidad con sus pertenencias hacia la frontera del estado.
Así que vivía sola. No vivía con Deniss.
¿Es Tobe que vuelve, que empieza a subir las escaleras? ¿O es el primer barrunto lejano del tren nocturno? El edificio siempre parece oír llegar al tren nocturno, prepararse para su paso en cuanto oye en la lejanía su desesperado lamento.
No vivo sola. No vivo sola. Vivo con Tobe.