6 de marzo

Los martes tengo el turno de noche. Así que los martes normalmente me paso la tarde en el Leadbetter. Vestida con un traje pantalón gris oscuro, me siento en mi despacho a dieciocho pisos de altura de donde Wilmot confluye en Grainge. Trabajo unas horas de asesora de seguridad en esta empresa, y trabajaré media jornada o tal vez la jornada entera cuando en mi expediente figuren los veinticinco años preceptivos de servicio en la policía. Mi FI (Fecha de Ingreso) es el 7 de septiembre de 1974. La jubilación ya me está husmeando alrededor para ver si estoy madura.

Me llamaron de recepción para decirme que tenía una visita: el coronel Rockwell. Francamente, me sorprendió mucho que viniera a verme. Tenía entendido que sus hijos habían llegado de Chicago y que la familia había descolgado el teléfono. Que los Rockwell se estaban replegando sobre sí mismos.

Dejé a un lado el informe CSSS que había estado estudiando y me arreglé un poco la cara. Llamé a Linda por el interfono y le pedí que recibiera al coronel en el ascensor y lo hiciera pasar a mi despacho.

Entró el coronel Rockwell, y dije:

—Hola, coronel Tom.

Di un paso hacia adelante, pero él pareció eludir el abrazo que me disponía a darle, y mantuvo la barbilla baja mientras le ayudaba a quitarse el abrigo. Siguió con la cabeza baja al sentarse en el sillón de cuero. Volví a sentarme ante mi mesa y dije:

—¿Cómo le va, coronel Tom? Mi querido amigo…

Se encogió de hombros. Exhaló el aire despacio. Levantó la mirada. Y vi lo que raras veces se ve en los afligidos. Pánico. Un pánico primitivo, un pánico de cociente de inteligencia bajo en los ojos…, algo que le hacía a uno pensar en la palabra atarantado. Y me contagió su pánico. Pensé: Está viviendo una pesadilla, y me la ha contagiado. ¿Qué hago si se pone a gritar? Si se ponía a gritar…, ¿tendría que ponerme yo a gritar al unísono?

—¿Cómo está Miriam?

—Muy calmada —dijo al cabo de unos segundos.

Esperé.

—Tómese su tiempo, coronel —dije. Pensé que tal vez estaría bien hacer algo trivial y tranquilizador, como coger unas facturas—. Diga lo que quiera: lo mucho o lo poco que quiera.

Tom Rockwell fue supervisor de la Brigada durante la mayor parte del tiempo que yo pasé en Homicidios. Y eso fue antes de que se subiera a su personal ascensor «expreso» y apretara el botón hasta el ático. En diez años había pasado de teniente jefe de turno a capitán a cargo del departamento de Crímenes contra Personas y a coronel jefe del CID. Ahora está en las altas esferas. Ya no es un policía, es un político, alguien que maneja estadísticas y presupuestos y relaciones públicas. Podría llegar a concejal de Operaciones. Dios, podría llegar incluso a alcalde. «Todo es manipular cabezas y besar culos», me dijo una vez. «¿Sabes lo que soy en realidad? No soy un poli. Soy un comunicador.» Pero ahora el coronel Tom, el comunicador, se limitaba a seguir sentado frente a mí, muy callado.

—Mike, hay algo raro en todo esto.

Volví a guardar silencio.

—Algo que no cuadra.

—También a mí me lo parece —dije.

Una respuesta diplomática. Pero sus ojos se alzaron para mirarme.

—¿Cómo lo ves tú, Mike? No como amiga. Como policía.

—¿Como policía? Como policía, coronel Tom, tengo que decirle que parece un suicidio. Pero podría tratarse de un accidente. Está la funda vieja de almohada y el spray… Cabe pensar que estuviera limpiando el revólver y que…

Hizo un gesto de extrañeza. Y, como es lógico, lo entendí. Sí. ¿Qué estaba haciendo, entonces, con el cañón del 22 en la boca? Puede que probando su sabor. Probando el sabor de la muerte. Y luego…

—Es Trader —dijo—. Tiene que ser Trader.

Bien, esto exigía un tiempo de reflexión. De acuerdo. Veamos: a veces es cierto que un aparente suicidio se convierte, tras una detenida inspección, en un homicidio. Pero esa inspección lleva escasos segundos. Veamos: son las diez de la noche de un sábado, en Destry o en Oxville, y un tipo acaba de volarle los sesos a su novia con una pistola. Pero después de un par de porros concibe un brillante plan: hará que parezca que se ha matado ella misma. Así que limpia el arma y pone el cuerpo incorporado en la cama o algo parecido. Puede incluso ocurrírsele garabatear una nota… con su propia letra. En Homicidios teníamos una de esas notas clavada en el tablón de anuncios. Decía: «Adiós, mundo cruel». Bien, qué cosa tan triste, Marvis, dices al llegar al lugar de los hechos respondiendo a la llamada de Marvis. ¿Qué ha pasado? Y Marvis dice: Estaba deprimida. Y Marvis abandona discretamente la habitación. Ha representado su papel. ¿Qué más puede hacer? Ahora nos toca a nosotros. Echas un vistazo al cadáver: no hay quemazón o aureola en la herida, y la salpicadura de sangre está en la almohada equivocada. Y en la pared equivocada. Sigues a Marvis a la cocina y lo ves de pie con una bolsita de papel vegetal en una mano y una cucharilla caliente en la otra. Homicidio. Heroína. Muy bonito, Marvis. Venga. Vente con nosotros al centro. Porque eres un asesino de mierda. Y un hijo de perra degenerado. Por eso. Un homicidio disfrazado de suicidio: puedes esperártelo de un tipo descerebrado de la Setenta y siete. Pero ¿de Trader Faulkner, catedrático adjunto de Filosofía de la Ciencia en la CSU? ¡Por favor! El asesinato inteligente no existe. No son más que bobadas. Es tan… patético. El catedrático lo hizo. Oh, seguro que sí. El asesinato es estúpido, más que estúpido. Sólo hay dos cosas que pueden hacer que te salga bien: la suerte y la práctica. Si se trata de gente razonablemente joven y sana, y si la muerte es violenta, entonces el escenario natural de un asesinato-suicidio es la tele, y todo es una gilipollez, todo es ketchup. Pero que nadie se equivoque: si hay suicidio, lo vemos. Porque siempre queremos que los suicidios sean homicidios. Porque preferimos infinitamente los homicidios. Un homicidio en toda regla significa horas extras, una estadística de casos resueltos alta, cariñosas palmadas «mano contra mano» en la sala de la brigada. Y un suicidio no le sirve de nada a nadie.

No soy yo, pensé. No soy yo aquí sentada. No estoy.

—¿Trader?

—Trader. Estaba allí, Mike. Fue la última persona que vio mi hija. No estoy diciendo que él… Pero es Trader. Mi hija pertenecía a Trader. Fue Trader.

—¿Por qué?

¿Quién si no?

Me eché hacia atrás en mi silla, como apartándome de aquello. Pero él continuó, con su voz contenida.

—Corrígeme si me equivoco. ¿Has conocido en tu vida a alguien más feliz que Jennifer? ¿Has oído hablar en tu vida de alguien más feliz que Jennifer? ¿Más equilibrada? Era…, era radiante.

—No, no se equivoca, coronel Tom. Pero cuando nos adentramos en el fondo de una persona… Usted y yo sabemos que siempre hay mucho dolor en las personas.

—No había ningún…

Aquí su voz emitió como un hipido de miedo. Y pensé que debía de estar imaginando los últimos momentos de su hija. Tuvo que tragar dos veces saliva, pero al final continuó hablando:

—Dolor… ¿Por qué estaba desnuda, Mike? Jennifer. Miss Recatada. Una chica que jamás tuvo bikini. Con el tipo que tenía…

—Disculpe, señor, pero ¿están ocupándose del caso? ¿Está Silvera a cargo de él? ¿Qué…?

—Al final he dado mi visto bueno. Mike. Pero todo está pendiente. Porque te voy a pedir que hagas algo por mí.

La televisión y su parafernalia han producido un efecto terrible en los perpetradores de homicidios. Les ha dado estilo. Y la televisión ha arruinado a los jurados norteamericanos para siempre. Y a los abogados norteamericanos. Pero la televisión nos ha jodido también a los polis. Ninguna profesión ha sido tan masivamente trasladada a la ficción como la de poli. Así que tenía unas cuantas grandes frases preparadas. Como: Coronel, cuando ha entrado aquí yo estaba libre de obligaciones. Ahora, para usted, estoy doblemente libre. Pero estaba hablando con el coronel Tom, y dije la verdad lisa y llana:

—Usted me salvó la vida. Haría cualquier cosa por usted. Y usted lo sabe.

Bajó la mano hacia la cartera que había dejado en el suelo. La cogió y sacó una carpeta. Jennifer Rockwell. H97143. Me la tendió diciendo:

—Tráeme algo con lo que me sea posible seguir viviendo. Con esto me resulta imposible.

Ahora me dejó que le mirara. El pánico había desaparecido de sus ojos. Y lo que quedaba…, bueno, lo he visto miles de veces. La piel mate, carente del más mínimo destello. La mirada en ninguna parte de este mundo. Incapaz de penetrar en nada. Yo estaba sentada al otro lado de la mesa, pero me hallaba ya excluida de su campo visual.

—Las cosas no están nada fáciles, ¿eh, coronel Tom?

—Sí, no están nada bien. Pero así es como vamos a hacerlo.

Me recosté hacia atrás y dije, elucubrando:

—Sigo pensando una y otra vez en el asunto. Estás sentada en tu casa y andas con ella en la mano…, con el arma, me refiero. Limpiándola. Jugando con ella. Y entonces te asalta un pensamiento perverso. Un pensamiento infantil. —Quiero decir que es así como un infante inteligente va descubriendo las cosas: llevándoselas a la boca—. Te la metes en la boca. Y…

—No fue un accidente, Mike —dijo el coronel, poniéndose en pie—. Las pruebas excluyen esa hipótesis. Recibirás un paquete mañana a esta misma hora.

Me dirigió un movimiento de cabeza. El paquete —parecía decirme su gesto— me pondría al corriente.

—¿De qué se trata, coronel Tom?

—Es una casete de vídeo.

Pensé: Oh, Dios. No me lo cuente. Los jóvenes amantes en su mazmorra de diseño. Podía verlo. Los jóvenes amantes, enclaustrados en un calabozo hecho a medida… Trader con su traje de Batman; Jennifer encadenada al potro del tormento, sin otro atuendo que plumas y alquitrán…

Pero el coronel Tom se apresuró a tranquilizarme.

—De la autopsia —dijo.