Aquella noche estaba sola. Mi compañero Tobe estaba de viaje, en no sé qué convención de informática. Yo ni siquiera había empezado a cenar. Estaba sentada con mi biografía para el Grupo de Debate abierta sobre el sofá, junto al cenicero. Eran las ocho y cuarto. Recuerdo bien la hora porque me acababa de despertar de una cabezada el tren nocturno, que pasaba temprano como todos los domingos. El tren nocturno que hace temblar el suelo de mi apartamento. Y permite que no me suban el alquiler.
Sonó el teléfono. Era Johnny Mac. Le llamamos así al sargento John Macatitch. Un colega en Homicidios que luego ha ascendido a supervisor de la brigada. Un gran tipo, y un poli de primera.
—¿Mike? —dijo—. Voy a tener que pedirte un favor muy gordo.
Y yo le dije: Venga, suéltalo.
—Algo muy feo, Mike. Quiero que me hagas una nota.
Una «nota» es una n.d.m., una notificación de muerte. Dicho de otro modo, quería que fuera a ver a determinada persona para comunicarle la muerte de alguien muy cercano a ella. Para notificarle que uno de sus seres queridos había muerto. Eso quedaba claro por el tono de su voz. Y que había muerto de forma repentina. Y violenta. Me quedé pensativa unos segundos. Podía haberle dicho: «Ya no hago esas cosas» (aunque de hecho el departamento de Confiscación de Activos tampoco está exento de algún que otro cadáver). Y entonces podíamos haber tenido una de esas conversaciones insulsas de la tele en las que él diría «Tienes que ayudarme, Mike», y «Te lo ruego», y yo diría «Nada de eso» y «Ni hablar» y «Ni lo sueñes, colega», hasta que los dos nos moriríamos de aburrimiento y al final yo acabaría dando mi brazo a torcer. O sea, ¿por qué decir que no si tienes por fuerza que decir que sí? Para que las cosas marchen bien. Así que volví a decir: Bien, suéltalo.
—La hija del coronel Tom se acaba de suicidar.
—¿Jennifer? —Y acto seguido me salió espontáneamente—: ¡No me jodas…!
—Ojalá te estuviera jodiendo, Mike. Es la verdad. Tan horrible como eso.
—¿Cómo?
—Con una 22, en la boca.
Esperé un poco.
—Mike, quiero que se lo notifiques tú al coronel Tom. Y a Miriam. Ahora mismo.
Me encendí otro pitillo. Ya no bebo, pero fumar fumo como un carretero. Dije:
—Conozco a Jennifer Rockwell desde que era una cría de ocho años.
—Sí, Mike. ¿Lo ves? ¿Quién mejor que tú para hacerlo?
—De acuerdo. Pero vas a tener que llevarme tú al lugar de los hechos.
En el cuarto de baño me puse un poco de maquillaje. Como quien se somete a una penosa tarea. Después de barrer de un manotazo las cosas de una repisa. Con los labios apretados malévolamente. Antes valía algo, supongo, pero ahora no soy más que una rubia más, grande y madura.
Mecánicamente, sin pensarlo, cogí el cuaderno de notas, la linterna, los guantes de goma y la pipa del 38.
En la práctica policial te acostumbras pronto a lo que llamamos los suicidios «sí, ya». Son esos en los que entras por la puerta, ves el cuerpo, echas un vistazo al cuarto y dices: «Sí, ya». Estaba claro que éste no era un suicidio «sí, ya». Conocía a Jennifer Rockwell desde que tenía ocho años. Era mi chiquilla preferida. Pero también era la preferida de todo el mundo. Y la vi crecer hasta convertirse en una especie de perfección turbadora. Brillante, bella. Sí, así era: extraordinariamente brillante, deslumbrantemente bella. Y nada «intimidadora», o sólo en la medida en que las mujeres brillantes y bellas no pueden evitar serlo, por muy accesibles que parezcan. Jennifer lo tenía todo. Todo. Más que todo. Su padre es poli. Sus hermanos —mucho mayores que ella— son polis. Están en el DP de Chicago, área Seis. Jennifer no era poli. Era astrofísica, y trabajaba aquí, en Mount Lee. ¿Hombres? Tenía que quitárselos de encima, y cuando estudiaba en la CSU salía con varios al mismo tiempo. Pero desde hacía…, Dios, no sé…, unos siete u ocho años vivía con un tipo tan brillante y atractivo como ella: Trader. El profesor Trader Faulkner. No, definitivamente no era un suicidio «sí, ya». Era un suicidio «no, en absoluto».
Johnny Mac y yo llegamos en el coche camuflado a Whitman Avenue. Chalets independientes y casas adosadas en una calle ancha y flanqueada de árboles: una zona dormitorio para docentes universitarios situada en la linde de la Veintisiete. Me bajé del coche con mis pantalones elásticos y mis zapatos bajos.
Había radiopatrullas y policías de la ronda de la zona, y dentro estaban el equipo científico y los peritos forenses, y Tony Silvera y Oltan O’Boye. Y algunos vecinos. Pero luego mirabas la escena con detenimiento y veías que las figuras uniformadas bullían bajo las luces de los coches patrulla, y comprendías que se disponían a dejar el campo libre de inmediato para atender otros asuntos más urgentes. Como cuando en la Zona Sur abrías el micro y decías que había un compañero en apuros. «En apuros», en algunos casos, quería decir jodido para siempre en alguna calleja, después de una persecución, o en el suelo de algún almacén, o dando tumbos solo en alguna esquina de venta de droga ya desierta, con las dos manos sobre los ojos. Cuando alguien cercano a Homicidios empieza a dedicar tiempo fuera de horario a los asuntos de Homicidios, entran en funcionamiento unas normas especiales. Es algo «racial». Es un ataque a todos y cada uno de nosotros.
Me abrí paso enseñando la placa por el túnel de uniformes de la puerta principal, y dejé a la casera para el final (sería, probablemente, mi mejor testigo). La luna llena reflejaba a mi espalda los últimos rayos de sol. Ni siquiera los polis italianos se ponen sentimentales con la luna llena. Con la luna llena el trabajo aumenta de un veinticinco a un treinta por ciento. Una luna llena en viernes por la noche supone un par de horas de refuerzo en la sala de Emergencias, y largas colas de gente entrando y saliendo de la sala de Lesiones.
En la puerta del apartamento de Jennifer salió a recibirme Silvera. Silvera. Él y yo habíamos trabajado juntos en muchos casos. Habíamos estado así, codo con codo, en muchos hogares golpeados por la desgracia. Pero no exactamente como ahora.
—Dios, Mike…
—¿Dónde está?
—En el dormitorio.
—¿Has terminado? Espera, no me lo digas. Voy a entrar.
El dormitorio daba a la sala. Sabía el camino. Porque había estado ya en aquel apartamento quizá una docena de veces en media docena de años (para dejar algo para el coronel Tom, para llevar a Jennifer a un partido de béisbol o a una fiesta en la playa o a algún acto en la Jefatura del Departamento). A ella y, en un par de ocasiones, también a Trader. Nuestra relación era de ese tipo, una especie de amistad funcional, pero con muy buenas charlas durante el trayecto, en el coche. Y cuando crucé la sala de estar y me apoyé en la puerta del dormitorio me vino a la cabeza un recuerdo de un par de veranos atrás: en una fiesta que Overmars daba para inaugurar su nuevo porche me encontré de pronto con la mirada de Jennifer, que sonreía por encima de la copa de vino blanco que llevaba haciendo durar toda la velada. (Todo el mundo estaba como una cuba, por supuesto; no sólo yo.) En aquella ocasión pensé que Jennifer era un ser realmente dotado para la felicidad. Se percibía en ella una gran gratitud. Yo habría necesitado un megatón de whisky escocés para arder así por dentro, pero a ella le había bastado media copa de vino para parecer enamorada. Entré en el cuarto y cerré la puerta a mi espalda.
Así es como lo haces. Das una vuelta por la escena, despacio. Primero la periferia. El cuerpo, lo último. Me refiero a que sabía dónde estaba el cuerpo. Mi radar dirigía mi atención hacia la cama, pero Jennifer se había matado en una silla. En un rincón, a mi derecha. Otros detalles: las cortinas medio echadas, filtrando la luz de la luna; el tocador perfectamente ordenado, las sábanas revueltas y un tenue olor a sexo en el aire. A los pies del cuerpo, una vieja funda de almohada manchada de negro y un spray de aceite lubricante.
He dicho ya que estoy acostumbrada a andar entre cadáveres. Pero cuando vi a Jennifer Rockwell desnuda e inerte en la silla, con la boca abierta y los ojos aún húmedos, con una expresión de infantil sorpresa en el semblante, me entró un sofoco en toda regla. Su sorpresa era leve, no intensa: como si hubiera encontrado algo que había perdido y no esperaba ya encontrar. Y no estaba totalmente desnuda. Oh, Dios. Se había matado con una toalla arrollada a la cabeza, como cuando te estás secando el pelo. Pero ahora, como es lógico, la toalla estaba empapada y solidificada y roja, y su peso parecía excesivo para cualquier cabeza femenina.
No, no la toqué. Me limité a tomar notas, y a trazar el croquis de la posición del cuerpo con gran esmero profesional, como si hubiera vuelto a Homicidios. El 22 estaba del revés, casi caído hacia un lado, apoyado contra una pata de la silla. Antes de salir del cuarto apagué la luz durante unos segundos con la mano enguantada, y en la oscuridad vi sus ojos aún húmedos a la luz de la luna. Los «escenarios del crimen» los miras como si fueran adivinanzas. De esas que vienen en los periódicos y en las que hay que encontrar las diferencias. Y en aquél algo fallaba. El cuerpo de Jennifer era bello —nadie osaría anhelar un cuerpo como el suyo—, pero había algo en él que no cuadraba. Estaba muerto.
Silvera entró para recoger el arma y guardarla en una bolsa. Luego los técnicos del laboratorio criminalista tomarían las huellas al cadáver y medirían las distancias y sacarían montones de fotografías. Y luego vendrían los de la oficina del forense para llevársela. Y certificarían su defunción.
Todavía se sigue debatiendo sobre las mujeres policía. Sobre si son o no capaces de desempeñar este trabajo. O sobre durante cuántos años. Pero puede que sea cosa mía; puede que sea demasiado quisquillosa. En el Departamento de Policía de Nueva York, por ejemplo, el quince por ciento de la plantilla es femenino. Y en todo el país las mujeres policía siguen realizando un trabajo excelente y reconocido. Pero estoy pensando que debe de tratarse de un puñado de damas muy, muy excepcionales. Cuando estaba en Homicidios, multitud de veces me decía a mí misma: Déjalo, chiquilla. Nadie te retiene. Déjalo. Los homicidios son un trabajo de hombres. Los cometen los hombres, los hombres se ocupan de ellos, los resuelven, los llevan a juicio. Porque a los hombres les gusta la violencia. Las mujeres no cuentan demasiado en este asunto, salvo como víctimas, y como deudos de las víctimas, por supuesto, y como testigos. Diez o doce años atrás, durante la escalada armamentística que tuvo lugar hacia el final del primer mandato de Reagan, cuando la amenaza nuclear estaba en todas las mentes, yo tenía la impresión de que el «homicidio final» se acercaba y que un día el oficial que distribuye las tareas me anunciaría por radio la muerte de cinco mil millones de seres humanos. «Todo el mundo, excepto usted y yo.» Con absoluta conciencia y a plena luz del día, los hombres se sentaban ante sus mesas de trabajo y concebían planes de emergencia para matar a todo el mundo. Y me repetía en voz alta: «¿Dónde están las mujeres? ¿Dónde estaban las mujeres?» No hay duda: ellas eran las testigos. Todas aquellas chicas plantadas desordenadamente en sus tiendas de campaña en Greenham Common, Inglaterra, sacando de quicio a los militares con su presencia y su mirada obstinada…, eran testigos. Los preparativos nucleares, la máquina nuclear, no había duda, era algo estrictamente masculino. El homicidio es cosa de hombres.
Pero si hay algo en el trabajo de Homicidios que las mujeres hacen mil veces mejor que los hombres es una «nota», una notificación de muerte. Las mujeres somos buenas en esto, en dar este tipo de noticias. Los hombres siempre lo joden todo por su forma de encarar las emociones. Siempre tienen que «actuar» al dar estas «notas», y se comportan como predicadores o como pregoneros públicos, o se quedan todos envarados o hipnotizados, como si estuvieran enumerando una lista del mercado de futuros o el tanteo de una partida de bolos. Luego, a medio camino, se dan cuenta de lo que están haciendo y ves claramente que están a punto de echarlo todo por tierra. He visto polis de uniforme echándose a reír en la cara de un pobre diablo cuya mujer acaba de ser atropellada por un camión. En tales momentos, los hombres se dan cuenta de que son impostores, y entonces puede suceder cualquier cosa. Mientras que yo diría que las mujeres perciben la verdadera gravedad de la situación de inmediato, y a partir de ahí… la cosa es difícil pero no antinatural. A veces, como es lógico, son ellos los que se echan a reír; me refiero a los familiares supuestamente desconsolados. Estás entrando en tu rutinario «es mi triste deber comunicarles…» y ellos van y despiertan a los vecinos a las tres de la madrugada y organizan una fiesta por todo lo alto.
Bien, esto no era lo que iba a suceder aquella noche.
La casa de los Rockwell se halla en un barrio residencial del noroeste, a unos veinte minutos de Blackthorn. Dejé a Johnny Macatitch en el coche y me dirigí hacia la parte de atrás como solía hacer siempre que les visitaba. Iba por un costado de la casa cuando me detuve unos instantes. Para pisar el cigarrillo. Para tomar aliento. Y los vi. Los vi a través de las ventanas emplomadas, más allá de las macetas de la cocina. Miriam y el coronel Tom, bailando. Bailando el twist, lentamente, sin toda aquella serie de juegos de rodilla, al son de un lascivo saxo que sonaba como si estuvieran friendo algo en la sartén. Brindaban haciendo chocar las copas. Con vino tinto. En el cielo lucía la luna llena, y las nubes que la surcaban parecían más las nubes de la propia luna que las nuestras. Sí, una noche bella, inolvidable. Y esa belleza forma parte de esta historia. Era como si se representara para mí exclusivamente, aquella escena enmarcada por la ventana de la cocina: un matrimonio que, después de cuarenta años, seguía follando. En una noche tan suave que parecía pleno día.
Cuando se van a transmitir noticias como las que yo llevaba se dan ciertos efectos físicos secundarios. Sientes el cuerpo muy concentrado. Sientes el cuerpo «importante». Sientes que posee poder, porque lleva dentro una verdad incuestionable. Se diga lo que se diga sobre la nueva que uno trae, es la verdad. Es la verdad. Es el caso.
Di unos golpecitos en la parte acristalada de la puerta.
El coronel Tom se volvió, y se alegró de verme. Ni la más leve muestra de sentirse importunado (ni un asomo de ceño ante mi posible expolio de la magia de la noche). Pero en cuanto abrió la puerta sentí que el temple de mi cara se venía abajo. Y supe lo que pensó. Pensó que había recaído. Me refiero a la bebida y todo eso…
—Mike. Dios santo, Mike, ¿estás bien?
Dije:
—Coronel Tom… Miriam… —Pero Miriam huía ya de la cocina y desaparecía de mi vista. Desapareció de mi vista a la velocidad del rayo—. Hoy han perdido a su hija. Han perdido a Jennifer.
El coronel seguía intentando sonreír como si no me hubiera oído. La sonrisa, luego, empezó a hacerse suplicante. Habían tenido primero a David, y un año después a Yehoshua. Y luego, una década y media después, nació Jennifer.
—Sí, ha muerto —dije—. Se ha matado.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Coronel Tom, sabe que le quiero y que nunca le mentiría. Pero parece, señor, que su hija se ha quitado la vida. Sí, es verdad. Sí, lo ha hecho.
Cogieron sus abrigos y fuimos al centro en el coche. Miriam se quedó en el coche con Johnny Mac. El coronel Tom hizo la identificación apoyado en la puerta de una de las cámaras frigoríficas del depósito de cadáveres de la oficina del forense, en Battery and Jeff.
Oltan O’Boye iría ahora en su coche hacia el este, hacia el campus. A darle la noticia a Trader Faulkner.