18 de marzo

En el entierro, pues, no hubo guardia de honor del cuerpo, no hubo veintiún disparos de homenaje, no hubo música de gaitas. Un par de sombreros blancos, algunos galones dorados y condecoraciones, y una ceremonia religiosa completa, con aquel pequeño individuo de vestidura gris cuyo discurso decía: ahora nos toca a nosotros. Que sea confiada a nuestro cuidado, a este lugar… (verdes campos, una iglesia no muy lejos, con su aguja apuntando al cielo…). No, no era una ceremonia policial. Los polis éramos los menos. Allí estábamos de pie, con los ojos caídos y el compartido fracaso, rodeados de un ejército de civiles: era como si hubiera acudido todo el campus. Yo jamás había visto tantas caras jóvenes y guapas tan transfiguradas por el dolor. Trader estaba allí también, cerca del grupo familiar. Sus hermanos estaban al lado de los hermanos de Jennifer. Tom y Miriam, ante la fosa, seguían inmóviles, como tallados en madera.

Tierra, acoge al más extraño de los huéspedes.

En la Zona de Despedida me escabullí hacia los tejos para fumarme un pitillo y darme unos toques al maquillaje. La pena hace que el tabaco sepa mejor que nunca; mejor que el café, mejor que el alcohol, mejor que el sexo. Cuando me volví vi que se acercaba a mí Miriam Rockwell. Bajo el pañuelo de cabeza negro parecía una bella mendiga de las callejas de Casablanca o Jerusalén. Bella, pero rotundamente exigente, no dadivosa. Y entonces supe que su hija aún no había desaparecido de mi vida. En absoluto.

Nos abrazamos…, en parte por el calor, porque hasta el sol —cual bola de hielo amarillo que helara el cielo— te daba frío aquella mañana. Miriam, en mis brazos, parecía pesar menos físicamente, pero era obvio que no había menguado, que no se había encogido como el coronel Tom, que permanecía a cierta distancia de nosotras, esperando. El coronel Tom parecía no medir ni uno sesenta. Parecía menos trastornado, sin embargo. Más triste, más hundido, pero menos trastornado.

Miriam dijo:

—Mike, creo que es la primera vez que te veo las piernas.

Dije:

—Disfrútalas, pues. —Miramos hacia abajo, a mis piernas, enfundadas en medias negras. Y me pareció oportuno decir—: ¿De dónde sacó Jennifer las piernas? No de ti, amiga mía. Tú eres como yo.

Las piernas de Jennifer eran del tipo de las de los caballos de carreras. Las mías son como esas taladradoras que vemos en las carreteras en obras. Y las de Miriam no son mucho más bonitas.

—Yo solía decir: dejemos que Jennifer se pregunte durante el resto de su vida de quién heredó su figura. Dejemos que trate de averiguarlo poco a poco. El tipo y la cara. ¿Las piernas? De Rhiannon. De la madre de Tom.

Se hizo un silencio. Que viví intensamente, con mi pitillo en la boca. Era mi momento de descanso.

—Mike. Mike, sabemos algo de Jennifer que queremos que sepas también. ¿Estás preparada para oírlo?

—Sí, estoy preparada.

—No has visto el informe de toxicología. Tom lo ha hecho desaparecer. Mike, Jennifer estaba tomando litio.

Litio… Digerí lo que había oído… Litio. En nuestra ciudad, en Ciudad Droga, los polis enseguida aprenden de farmacia. El litio es un metal ligero, con aplicaciones en lubricantes, aleaciones, reactivos químicos. Pero el carbonato de litio (una especie de sal, creo) se utiliza como estabilizador psíquico. Vemos, pues, de dónde viene esa muerte inesperada y violenta. Porque el litio se utiliza en lo que he oído describir (con exactitud y justicia) como el Mike Tyson de los trastornos mentales: el maníaco-depresivo.

Dije:

—¿Nunca supisteis que tuviera un problema de ésos?

—No.

—¿Habéis hablado con Trader?

—No se lo he dicho. A Trader le he hablado un poco por encima. Pero no. ¡No! ¿Jennifer? ¿Has conocido a alguien más equilibrada que ella?

Ya, pero la gente hace cosas sin que lo sepan los demás. La gente mata, oculta, se divorcia, se casa, cambia de sexo, se vuelve loca, pare… sin que la otra gente se entere. La gente tiene trillizos en el cuarto de baño sin que nadie se entere.

—Mike, es extraño, ¿sabes? No digo que así sea mejor. Pero con esto hemos doblado una especie de esquina.

—¿Y el coronel Tom?

—Ha vuelto. Pensé que lo habíamos perdido para siempre. Pero ha vuelto.

Miriam se volvió. Y allí estaba su marido: el pesado labio inferior, las marcadas ojeras. Como si él también estuviera «en litio» en aquel momento. Su ánimo se mantenía estabilizado. Miraba fija, obstinadamente, tratando de ver a través del aire cargado del universo.

—¿Entiendes, Mike? Estábamos buscando un porqué. Y supongo que hemos encontrado uno. Pero de pronto no tenemos un quién. ¿Quién era mi hija, Mike?

Aguardó en silencio.

—Respóndeme a eso, Mike. Hazlo. Si no lo haces tú, ¿quién va a hacerlo? ¿Henrik Overmars? ¿Tony Silvera? Tómate el tiempo necesario. Tom hará que te liberen temporalmente de tus obligaciones. Hazlo. Tienes que ser tú, Mike.

—¿Por qué?

—Porque eres una mujer.

Y dije que sí. Dije que sí. Sabiendo que lo que iba a encontrar no era ningún ketchup de Hollywood ni ningún otro camelo por el estilo, sino algo sobremanera sombrío. Sabiendo que ello me obligaría a ir más allá de mis límites personales y me haría pasar al otro lado. Sabiendo también —porque creo que ya lo sabía, incluso entonces— que la muerte de Jennifer Rockwell iba a brindar al planeta una insólita nueva: algo nunca visto antes.

Dije:

—¿Estás segura de querer una respuesta?

—Tom quiere una respuesta. Es policía. Y yo soy su esposa. No te preocupes, Mike. Eres una mujer. Pero con la dureza necesaria.

—Sí —dije, y bajé la cabeza.

Soy lo bastante dura. Y cada día menos orgullosa de serlo.

Volvió a darse la vuelta hacia la figura quieta de su marido, que le esperaba, y le dirigió un lento movimiento de cabeza. Y antes de que fuera a reunirse con él, y de que yo la siguiera con la cabeza aún baja, Miriam dijo:

—¿Quién diablos era mi hija, Mike?

Creo que todos tenemos esa imagen en la cabeza, y esos sonidos. Esas imágenes de película. Tom y Miriam las tienen. Yo las tengo. En la sala de interrogatorios las he visto formarse al otro lado de los ojos de Trader… Esas imágenes de película que nos muestran la muerte de Jennifer Rockwell.

No se la ve a ella. Vemos la pared que hay detrás de su cabeza. Luego se oye la primera detonación, y se ve su pavorosa flor. Luego hay una especie de chasquido, luego un gemido y un estremecimiento. Luego un segundo disparo. Luego un chasquido, un resuello, un suspiro. Luego el tercer disparo.

A ella no la vemos.