En el CID la gente no habla de ello. Como si hubiéramos fracasado en este caso. Pero ahora todo el mundo sabe con seguridad que Jennifer Rockwell cometió un crimen la noche del cuatro de marzo.
Si se hubiera montado en el coche y hubiera conducido cien kilómetros hacia el sur, y cruzado la frontera del estado, habría podido morir sin culpa, en la inocencia. En nuestra ciudad, sin embargo, lo que cometió fue un delito grave. Un crimen. El crimen perfecto, en cierto modo. No se ha librado de que le descubran. Pero ha escapado al castigo.
Y ha escapado a la deshonra pública. Si queremos llamarla así. Pregúntenle al juez que entiende en las muertes violentas, que la ha absuelto.
En el pasado un juez de este tipo no era sino una especie de recaudador de impuestos. Para seguir con los latinajos de la muerte: Coronae custodium regis. Custodio de los derechos del rey. Gravaba con impuestos a los muertos. Y los suicidas perdían todos sus bienes. Como otros criminales.
Hoy día, en nuestra ciudad, este juez trabaja en colaboración con la oficina de la Jefatura Forense. Su nombre es Jeff Bright, y es muy amigo de Tom Rockwell.
Bright presentó un dictamen de Causa Indeterminada. El coronel Tom, según sé, presionó para que fuera Accidental. Pero se conformó con Indeterminada. Como todos nosotros.
Ya he dicho que nunca me sentí juzgada por Jennifer, ni siquiera cuando me encontraba indefensa frente a toda crítica. Y, en relación con esto que escribo, no siento necesidad alguna de juzgar a Jennifer Rockwell. En el suicidio, como en todos los grandes derrumbamientos, huidas, deserciones, rendiciones, se ha llegado a un punto en el que no hay otra salida.
Y siempre hay mucho sufrimiento. Pienso una y otra vez en aquellos días en que estuve recluida en casa de los Rockwell, apurando mi angustia entre las sábanas. Ella también tenía sus problemas. A los dieciocho años —más delgada, más desgarbada, con los ojos más abiertos—, también se sentía acosada. Ahora lo recuerdo. Era una de aquellas convulsiones del final de la adolescencia, bajo los ojos vigilantes de sus padres. Había un novio despechado, que no quería o no podía resignarse. Sí, y una amiga íntima (¿qué pasó…, algo de drogas?), una compañera de cuarto que se volvió loca. Jennifer daba un respingo cada vez que sonaba el teléfono o llamaban a la puerta. Pero, por triste o asustada que estuviera, en ningún momento dejó de leerme y de cuidarme.
No me juzgó. Y no la juzgo.
He aquí lo que sucedió: una mujer perdió la vida de forma súbita y violenta.
Sí. Y yo de eso sé mucho.