Le tocaba a Trader.
Mi primer pensamiento fue el siguiente: mandar a Oltan O’Boye y quizá a Keith Booker al departamento de Trader en la universidad, en un coche policial, y sacarlo del seminario que estuviera impartiendo. Sí, con luces pero sin sirenas. Sacarlo de un tirón del aula o de donde estuviese, y traerlo aquí al centro. El problema era que nos toparíamos con una acusación formulada precipitadamente. Y fuera lo que fuese lo que opinara el coronel Tom, aún no había pruebas para inculparle.
Así que me limité a llamarle a su habitación del campus. A las seis de la mañana.
—¿Profesor Faulkner? Le habla la detective Hoolihan. De Homicidios. Quiero que venga hoy a Investigación Criminal. Tan pronto como humanamente pueda.
Dijo: ¿Para qué?
—Le enviaré el furgón policial. ¿Quiere que le envíe el furgón policial?
Dijo: ¿Para qué?
Y me limité a decirle que quería aclarar unas cosas.
Es perfecto para mí, la verdad.
Hacia las ocho de la mañana nos azota una ventisca que nos llega en tromba desde Alaska. Hay granizo, aguanieve, nieve y espuma que nos llega desde el océano por el aire, amén de gruesas gotas de lluvia helada que te golpean la cara como latigazos. Trader se estará abriendo paso hacia la salida del metro o bajándose de un taxi ahí en Whitney. Mirará, en busca de abrigo, hacia arriba, hacia la Lubianka[4] del CID. Donde encontrará una sucesión de pasillos de linóleo mojado y sucio, un ascensor ruidoso y lento y, en Homicidios, una policía de cuarenta y cuatro años, de áspero pelo rubio, tetas de luchadora, anchas espaldas y ojos azules claros en una cara que lo ha visto ya todo.
Y Trader apenas se topará con nadie más. Es martes. En Homicidios el zoo hoy sólo da albergue a una breve muestra de testigos, sospechosos, malhechores y autores de algún delito. El fin de semana, que en nuestra jerga significa una buena «orgía» de crímenes urbanos, ya ha pasado. Y además está el mal tiempo: el mal tiempo es la policía más efectiva. Mientras está en el zoo, y a modo de compañía, Trader sólo encontrará al marido, al padre, al chulo de alguna prostituta apaleada, y a un asesino a sueldo del Crimen Organizado (el mejor pagado en la actualidad) llamado Jackie Zee, al que han llamado al Departamento para que explique con más detalle una coartada.
Los teléfonos están silenciosos. El turno de noche agoniza ya y está entrando en escena, renqueante, el de ocho a cuatro. Johnny Mac está leyendo un editorial del Penthouse. Keith Booker, un cabronazo negro lleno de cicatrices y de lingotes de oro en la dentadura, intenta ver un partido universitario de Florida en el televisor, que funciona más mal que bien. O’Boye se afana penosamente sobre la máquina de escribir. Los dos están en el ajo. Silvera está al corriente del asunto, pero estos dos están en el ajo. Trader Faulkner no va a recibir palabras de condolencia de nadie en el departamento.
A las 8.20 el catedrático adjunto se presenta abajo y es enviado al piso catorce. Lo veo llegar. En la mano derecha lleva la cartera, en la izquierda la tarjeta rosa que le han dado los de seguridad en recepción. El ala de su sombrero de fieltro, que ha perdido la rigidez con la lluvia, empieza a inclinársele sobre la cara ensombrecida, y el abrigo despide un tenue vapor bajo la luz fluorescente. Su manera de andar es resuelta, y un tanto abierta a la altura de las rodillas. Sus zapatos zambos se acercan hacia mí chapoteando.
Dice:
—Usted es Mike, ¿no? Me alegra volver a verla.
Y yo digo:
—Llega tarde.
Mientras está entrando en el zoo, Johnny Mac le echa una mirada de reojo, y Booker le mira sin dejar de darle a la mandíbula con el chicle. Le indico una silla. Y me voy. Si le apetece puede charlar filosóficamente con Jackie Zee. A la media hora vuelvo. En respuesta a un movimiento de cabeza que le dirijo, Trader se levanta y le conduzco de nuevo hacia los ascensores.
Entonces, como tenemos planeado, Silvera sale por la puerta donde se lee Crímenes Sexuales y dice: ¿Qué hay, Mike? ¿Qué tenemos entre manos?
Y yo digo algo como: Tenemos a la prostituta muerta que ha cambiado las citas de diez dólares por un Aparcamiento Para Siempre. Tenemos al gilipollas de Jackie Zee, el asesino. Y tenemos esto.
Silvera mira a Trader de arriba abajo y dice: ¿Necesitas ayuda?
Digo que no. Y lo digo en serio. Y ésa será toda la participación de Silvera en el asunto. Nada de toda esa mierda del poli malo y el poli bueno, que encima no funciona. No es sólo que Pepito Criminal conozca de sobra el juego después de ver cientos de veces las reposiciones de Hawai 5-0. Sino que desde el fallo en el caso Escobedo, treinta años atrás, los polis malos han perdido toda posibilidad legal de poner en práctica sus mañas. La única época en la que los polis malos sirvieron para algo fue en los viejos tiempos, cuando entraban en la sala de interrrogatorios cada diez minutos y le daban al sospechoso en la cabeza con las Páginas Amarillas. Y además: tengo que hacer esto sola, y a mi modo. Como siempre he trabajado.
Me vuelvo y conduzco a Trader Faulkner hasta la pequeña sala de interrogatorios, parándome sólo para coger la llave del gancho.
Excediéndome tal vez un poco, lo dejo allí encerrado y solo durante otras dos horas y media. Le digo que puede golpear la puerta si quiere algo. Pero en todo ese tiempo ni se mueve.
Cada veinte minutos voy a echarle un vistazo a través de la ventana corrediza, en la que por supuesto sólo se ve desde el lado mío. Lo único que él puede ver es un espejo rayado y turbio. Y lo que yo veo es a un tipo de unos treinta y cinco años que viste una chaqueta de tweed con coderas de cuero.
Axioma:
Si los dejas solos en la sala de interrogatorios, a algunos tipos se les pone aspecto de estar al borde del vómito. Y siguen así durante horas. Sudan tanto que parece que acaban de salir de una piscina. Comen, tragan aire. O sea, lo pasan fatal. Y entras y les pones una luz en la cara. Y tienen los ojos saltones: las órbitas grandes y rojas, y como con facetas, pequeños cuadrados alambrados, mohosos, de ángulos suaves.
Éstos son los inocentes.
Los culpables se echan a dormir. Sobre todo los veteranos. Saben que se trata de un tiempo muerto que forma parte del juego. Pegan la silla contra la pared y se acomodan en ella en el rincón, con profusión de gruñidos y chasquidos de autocomplacencia. Y se duermen.
Trader no estaba durmiendo. Y tampoco estaba crispado ni resollaba ni se rascaba el pelo. Trader estaba trabajando. Tenía un grueso texto mecanografiado encima de la mesa, junto al cenicero de hojalata, y hacía correcciones en él con un bolígrafo. Con la cabeza baja, con las gafas de aire lechoso bajo la desnuda bombilla de cuarenta vatios. Primero una hora, luego otra, luego otra media.
Entro y cierro la puerta a mi espalda. Esto pone en marcha la grabadora que hay debajo de la mesa donde está sentado Trader. Percibo a una tercera persona en la sala: es como si el coronel Tom estuviera ya escuchando. Trader ha levantado la vista y me está mirando con neutralidad paciente. Me saco de debajo del brazo la carpeta del caso y la lanzo sobre la mesa, delante de sus narices. Sujeta a la tapa con un clip, hay una fotografía de doce por veinte de Jennifer muerta. A su lado pongo una hoja con el encabezamiento «Comunicación de Derechos». Y empiezo.
Muy bien. Trader. Quiero que responda a algunas preguntas preliminares. ¿Le parece bien?
Supongo que sí.
¿Cuánto tiempo llevaban juntos usted y Jennifer?
Ahora me hace esperar a mí. Se quita las gafas y se mide conmigo con la mirada. Y luego la aparta. Sus dientes superiores van mostrándose poco a poco. Y para responder a mi pregunta parece tener que orillar como un obstáculo. Pero no un obstáculo del habla.
Casi diez años.
¿Y cómo se conocieron?
En la CSU.
¿Cuántos años le llevaba usted? ¿Siete años?
Ella estaba en segundo de carrera. Yo en posdoctorado.
¿Le daba clases? ¿Era alumna suya?
No. Estudiaba Matemáticas y Física. Yo estaba en Filosofía.
Explíquemelo. Usted da Filosofía de la Ciencia, ¿no es eso?
Ahora sí. Me cambié. En aquella época daba Lingüística.
¿Lengua? ¿Filosofía de la Lengua?
Exacto. El Condicional. Me pasaba el tiempo pensando en la diferencia entre «si era» y «si fuera»…
Y ahora, amigo, ¿se pasa el tiempo pensando en qué?
… En muchos mundos.
Perdone. ¿Se refiere a otros planetas?
Muchos mundos, muchas mentes. La interpretación de los estados relativos. Popularmente conocidos como «universos paralelos».
A veces tengo un aire de niña seria que trata de no llorar. Lo tengo ahora, lo sé. Como sucede con los niños, al mantenerme con los ojos secos mientras soporto la solidaria lástima, mi actitud es más desafío que autocompasión. Cuando no entiendo algo, me muestro desafiante. Pienso: No voy a quedar excluida en esto. Pero uno siempre está excluido, por supuesto. Siempre. Lo único que puede hacer es aguantarse.
Así que no fue un nexo académico. ¿Cómo se conocieron?
… En el ámbito social.
Y ¿cuándo empezaron a vivir juntos?
Cuando se licenció. Como un año y medio después.
¿Cómo describiría usted su relación?
Trader guarda silencio. Enciendo un cigarrillo con la colilla del anterior. Como de costumbre —y adrede— estoy convirtiendo la sala de interrogatorios en una cámara de gas. Los asesinos a sueldo, los que apalean a las prostitutas raras veces se quejan de esto (aunque a veces te llevas sorpresas). Pero supongo que un profesor de Filosofía tendrá un más bajo umbral de tolerancia. Al final, en ocasiones, esto es todo lo que te queda: un cenicero lleno. «Colillas y colillas», lo llamamos. Te quedas con el cenicero lleno, y el nivel de humo en los pulmones te sube hasta el infinito.
¿Puedo coger uno de ésos?
Adelante.
Gracias. Lo dejé. Cuando me fui a vivir con Jennifer, precisamente. Los dos lo dejamos. Pero parece que vuelvo a engancharme. ¿Que cómo describiría nuestra relación? Feliz… Feliz.
Pero estaba acabándose.
No.
Había problemas.
No.
De acuerdo. Todo iba viento en popa. Lo dejaremos así por el momento.
¿Perdón?
Estaban planeando un futuro en común.
Eso pensaba.
Casarse. Tener niños.
Eso pensaba.
Y hablaban de ello… Le pregunto que si hablaban de ello… Muy bien. Hijos. ¿Querían tener hijos? ¿Usted quería?
Claro. Tengo treinta y cinco años. Empiezas a sentir deseos de ver una cara lozana y nueva.
¿Y ella quería?
Era una mujer. Las mujeres quieren tener niños.
Me mira; mira mi carne urbana, mis ojos. Y está pensando: Sí. Todas las mujeres excepto ésta.
¿Se refiere a que las mujeres quieren tener hijos de un modo diferente? ¿Jennifer quería tener hijos de un modo diferente?
Las mujeres quieren hijos físicamente. Los quieren con el cuerpo.
Eso quieren, ¿eh? Pero usted no.
No, sólo que pienso es que si vas a vivir la vida…
Plenamente…
No, que si vas a vivir la vida a secas, entonces el asunto… Por favor, ¿puedo…?
Adelante.
Ahora debo despojarme de cualquier posible resto de afabilidad. Cosa nada difícil en mi caso, según algunos. Tobe, por ejemplo. Un policía fuerza una sospecha hasta convertirla en convicción: ése es el proceso externo. Pero también está el proceso interno. El mío. Sólo sé hacerlo de esa forma. Tengo que forzarme para que mi sospecha se vuelva convicción. En resumen: tengo que interiorizar la idea de que el tipo es culpable. En esto tengo que ser como el coronel Tom. Tengo que creérmelo. Tengo que querer que sea así. Tengo que saber que lo hizo. Lo sé. Lo sé.
Trader, quiero que me detalle con precisión todo lo sucedido el cuatro de marzo. Lo que pretendo, Trader, es lo siguiente: ver si lo que me cuenta usted coincide con lo que ya tenemos.
¿Con lo que ya tienen?
Sí, Trader. Las pruebas físicas obtenidas en el lugar del crimen.
En el lugar del crimen…
Trader, tanto usted como yo vivimos en una burocracia. Y en esto hay ciertas patrañas que tenemos que despejar.
Me va a leer mis derechos…
Sí, Trader. Le voy a leer sus derechos.
¿Estoy detenido?
Parece que le divierte. No, todavía no está detenido. ¿Quiere estarlo?
¿Soy sospechoso?
Veremos cómo se desenvuelve. Esta hoja…
Espere. Detective Hoolihan, puedo dejarlo, ¿no es cierto? No tengo que decirle nada. Puedo llamar a un abogado, ¿no es cierto?
¿Cree que necesita un abogado? Si cree que necesita un abogado, podemos hacer que venga uno ahora mismo. Y se acabó. Mandamos esta carpeta al ayudante del fiscal del estado y yo ya no podré hacer nada por usted. ¿Cree que necesita un abogado? ¿O quiere seguir aquí sentado conmigo intentando arreglar todo este asunto?
Trader vuelve a desnudar los dientes. Vuelve a instalarse en él ese aire de dificultad, de impedimento. Pero ahora hace un rápido gesto de asentimiento con la cabeza, y dice:
Empiece. Empiece.
El encabezamiento de esta hoja dice «Comunicación de derechos». Léala y firme cada apartado. Aquí. Y ahí. Muy bien. Perfecto. Domingo. Cuatro de marzo.
Trader enciende otro cigarrillo. Ahora la sala de interrogatorios desborda casi de humo. Trader se inclina hacia adelante y empieza a hablar, no ensoñadora o melancólicamente, sino de forma realista, con los brazos cruzados y la mirada baja.
Domingo. Era domingo. Hicimos lo que siempre hacíamos los domingos. Nos quedamos durmiendo hasta tarde. Yo me levanté a eso de las diez y media y preparé el desayuno. Huevos revueltos. Leímos el Times. Ya sabe, detective. En bata. Ella con las páginas de Arte. Yo con las de Deportes. Luego trabajamos como una hora. Y salimos justo antes de las dos. Dimos un paseo. Nos tomamos un sándwich en Maurie’s. Seguimos paseando. Por Rodham Park. Hacía un día precioso. Frío y claro. Jugamos al tenis, en pista cubierta, en el Brogan. Ganó Jennifer, como siempre. El resultado fue 3-6, 6-7. Volvimos a eso de las cinco y media. Hizo lasaña para cenar. Metí mis cosas en una bolsa y…
Exacto. Lió el petate.
No le entiendo. Nunca pasábamos los domingos por la noche juntos. Y era domingo. Metí mis cosas en una bolsa.
Eso es: lió el petate. Porque aquél no era un domingo cualquiera, ¿verdad, Trader? ¿Veía venir la cosa? ¿Desde hacía cuánto? La estaba perdiendo, ¿verdad, Trader? Quería quitárselo de encima, Trader, y usted se lo estaba oliendo. Puede que hasta se estuviese viendo con otro hombre. Puede que no. Pero la cosa se había terminado. Oh, venga, hombre de Dios. Pasa continuamente. Sabe muy bien cómo es la cosa, profesor. Hay canciones populares sobre ello. Sube a ese autobús, Gus. Deja la llave, Dave. Pero no iba a permitir que le sucediera a usted, ¿no es eso, Trader? Y yo lo entiendo. Lo entiendo.
No es verdad. No es así. Es falso.
¿Cómo ha dicho que era el estado de ánimo de Jennifer aquel domingo?
Normal. Alegre. Alegre como de costumbre.
Sí, muy bien. Así que después de un día alegre como de costumbre con su novio, también de natural alegre, espera a que éste se marche del apartamento para pegarse un par de tiros en la cabeza.
¿Un par de tiros?
¿Le sorprende?
Sí. ¿No le sorprende a usted, detective?
En el pasado, he entrado en esta sala de interrogatorios con munición más mojada que la que ahora estoy utilizando, y a su debido tiempo he conseguido una confesión. Pero no a menudo. A tipos acusados de auténticas matanzas, y no por primera vez; a asesinos con fichas policiales y carcelarias tan largas como rollos de papel higiénico les he hecho sudar la gota gorda sin esgrimir más que un pelo de tipo caucásico o media huella de una Reebok. Es sencillo. Les ganas por la ciencia. Pero es «Filosofía de la Ciencia» lo que enseña Trader precisamente.
Ahora voy a emplearme a fondo. Sin cuartel.
Trader, ¿en qué momento la fallecida y usted tuvieron una relación sexual?
¿Qué?
La fallecida dio positivo en la prueba de semen. Vaginal y oralmente. ¿Cuándo tuvo lugar eso?
No es asunto suyo.
Oh, sí es asunto mío, Trader. Es mi trabajo. Y ahora voy a decirle exactamente lo que sucedió esa noche. Porque lo sé, Trader. Lo sé. Es como si hubiera estado allí. Usted y ella discutieron por última vez. La última pelea. Y se acabó. Pero usted quería hacer el amor con ella una vez más, la última, ¿no es cierto, Trader? Y una mujer, en un momento como ése, cede. Es humano. Acceder a esa petición. Una vez más, la última. En la cama. Luego en la silla. Usted «acabó» en la silla. Usted acabó «lo suyo» en la silla, Trader. Y le disparó un tiro en la boca abierta.
Dos disparos. Ha dicho que fueron dos disparos.
Sí, eso he dicho, ¿no? Y ahora voy a contarle un secreto que usted ya sabe. ¿Ve esto? Son los resultados de la autopsia. Tres disparos, Trader. Tres disparos. Y déjeme decirle que eso descarta el suicidio. Descarta el suicidio. O sea que lo hizo la señora Rolfe, la dama de arriba; o la niñita de la calle. O lo hizo usted, Trader. O lo hizo usted.
El espacio que le rodea se vuelve gris y húmedo, y siento el depredador que hay en mí. Él está como borracho, no…, como drogado. Como si hubiera tomado anfetaminas: no hecho polvo sino «bloqueado». (Yo entendería más tarde lo que estaba sucediendo en su cabeza, la imagen que se estaba formando en ella. Lo entendería porque también yo la vería.)
Es la expresión de su cara lo que me hace preguntarle:
¿Cómo se siente con respecto a Jennifer? Ahora mismo. En este instante.
Homicida.
Dígalo otra vez.
Ya me ha oído.
Muy bien, Trader. Creo que vamos por buen camino. Y así es como se sentía la noche del cuatro de marzo. ¿No, Trader?
No.
Todas las horas que he pasado en las salas de interrogatorios a lo largo de los años se agolpan ahora en mí; todas las horas, todos los flujos y repeticiones de todo un abanico de las más intensas sensaciones. Todas las cosas que tienes que oír y que tienes que seguir oyendo: incluidas las que salen de tus propios labios.
Tengo un testigo que le sitúa a usted fuera de la casa a las siete y treinta y cinco. Con expresión desolada. «Como loco». Fuera de sí. ¿Le suena, Trader?
Sí. El momento… El estado de ánimo.
Veamos. Mi testigo dice que oyó los disparos antes de que usted saliera por la puerta. Antes. También le suena, ¿no, Trader?
Espere.
De acuerdo. Muy bien, esperaré. Porque le entiendo. Entiendo la presión que estaba soportando. Entiendo lo que ella le estaba haciendo pasar. Y por qué usted tuvo que hacer lo que hizo. Puede que cualquier hombre hubiera hecho lo mismo. Esperaré, claro que sí. Porque no va a decirme nada que no sepa.
Con su cenicero de hojalata, su guía telefónica curvada por las esquinas y su bombilla desnuda de cuarenta vatios, la sala de interrogatorios no tiene el menor aire de confesionario. Aquí el culpable no busca la absolución o el perdón. Busca la aprobación: una aprobación severa. Como los niños, quiere salir de su aislamiento. Quiere ser recibido de nuevo en la comunidad, por grave que sea lo que ha hecho. He estado sentada aquí en la misma silla barata de metal y he dicho rutinariamente, con cara grave, no…, con indignada camaradería: Bien, eso lo explica. ¿Cuánto tiempo llevaba su suegra enferma sin morirse? ¿Y usted iba a soportar esa postración interminable de su suegra? O he dicho: Basta ya, te dijiste. ¿Que el bebé se volvió a despertar llorando? Pues fuiste y le diste una lección. Sí, así fue. Te dijiste: ya vale, tío, ¿cuánto tiempo voy a seguir soportándolo? Le pongo a Trader Faulkner una gorra de béisbol al revés, una pastilla de chicle y un afeitado a medias, y me echo hacia adelante sobre la mesa y le digo, de la forma más rutinaria posible: Fue el tenis, ¿no? Fue el jodido tiebreak. La lasaña estaba tan asquerosa como siempre. Y luego va y lo remata con esa mierda de mamada…
Me santiguo por dentro y juro que voy a hacer ese esfuerzo de más por el coronel Tom…, que voy a poner en ello todo mi empeño, como hago siempre.
Tómate el tiempo que quieras, Trader. Y mientras piensas, no olvides esto: como te he dicho, todos hemos pasado por ello, Trader. ¿Crees que no me ha pasado a mí? Les das años y años. Les das tu vida. Y un buen día te ves en la calle. Ella solía decirte que no podía vivir sin ti. Y ahora te dice que no eres nadie. Puedo entender lo que se siente al perder una mujer como Jennifer Rockwell. Estás pensando en los hombres que ocuparán tu lugar. Que no tardarán en llegar. Porque Jennifer era caliente, ¿verdad, Trader? Sí, conozco el tipo. Se follará a tus amigos. Luego a tus hermanos. Pronto les estará haciendo en la cama esas sabrosas cosas que tú tan bien conoces. Vaya si lo hará, Trader. Vaya si lo hará. Ahora escucha: vayamos al final. A las últimas palabras, Trader. Al peso especial, como testimonio, de las últimas palabras.
¿Qué está diciendo, detective?
Estoy diciendo que el aviso de centralita nos llegó a las siete y treinta y cinco. Y que llegamos al lugar pocos minutos después. Y adivine qué, Trader. Ella aún estaba allí. Trader. Y le nombró a usted. Anthony Silvera lo oyó. Lo oyó John Macatitch. Lo oí yo. Ella le delató. ¿Qué le parece, Trader? Ahí tiene. La muy puta llegó a delatarle.
Llevamos aquí cincuenta y cinco minutos. Trader tiene la cabeza baja. Como prueba, el valor de una confesión está en relación directa con la duración del interrogatorio. Sí, su señoría…, tras un par de semanas allí, cantó de plano. Pero estoy mentalmente preparada para seguir seis, ocho, diez horas. Quince horas.
Dilo, Trader. No tienes más que decirlo… Muy bien, voy a pedirle que se someta a la prueba de activación de neutrones. Así podremos saber si ha utilizado recientemente un arma de fuego. ¿Aceptaría someterse al polígrafo? ¿Al detector de mentiras? Porque pienso que debería saber cuál es el siguiente paso que le espera. Trader, va a tener que presentarse ante el jurado de acusación. ¿Sabe lo que es eso? Sí, le voy a llevar a usted ante el jurado de acusación, Trader. Sí, voy a hacerlo… Muy bien. Empecemos por el principio. Vamos a volver sobre esto unas cuantas veces más.
Levanta la mirada despacio. Su cara es diáfana. Su expresión es diáfana. Complicada, pero diáfana. Y de súbito sé dos cosas. Primera: que es inocente. Y segunda: que si quiere puede probarlo.
Da la casualidad, detective Hoolihan, que sé lo que es un jurado de acusación. Es una vista para determinar si un caso tiene entidad suficiente para ser sometido a juicio. Eso es todo. Usted probablemente piensa que yo pienso que se trata del Tribunal Supremo o algo así. Como todos esos aturdidos pobres diablos que pasan por esta sala. Esto es tan… patético. Ah, Mike…, pobre imbécil. Le estoy escuchando. Pero no es Mike Hoolihan quien habla. Es Tom Rockwell. Y el muy memo debería ruborizarse por lo que le está haciendo pasar a usted. Pero también es… un tanto increíble. Quiero decir que todo este asunto tiene su lado bueno. La semana pasada he estado con unas diez o doce personas, una tras de otra. Mi madre, mis hermanos, mis amigos, los amigos de ella. No he hecho más que estar con la boca abierta, y no he dicho ni pío. Ni una sola palabra. Pero ahora estoy aquí sentado hablando, y venga, por favor sigamos, sigamos hablando. No sé cuánto de lo que me ha dicho es puro y simple camelo. Supongo que los informes de Balística no habrán sido falseados ni amañados, y que tendré que vivir con lo que dicen. Ahora quizá sea usted tan amable de decirme lo que es verdad y lo que es mentira. Mike, se ha hecho usted un verdadero embrollo consigo misma tratando de convertir todo esto en un misterio. Todo es pura morralla, y usted lo sabe. Un misterio chiquito, pulcro y bonito. Pero existe un verdadero misterio en todo esto. Un enorme misterio. Cuando digo que me siento homicida no estoy mintiendo. La noche en que murió Jennifer mis sentimientos eran los que siempre habían sido. Devoción, y seguridad. Pero ahora… Mike, lo que sucedió fue esto: una mujer perdió la vida de forma violenta e inesperada. Y ¿sabe una cosa? Me gustaría haberla matado de verdad. Tengo ganas de decirle: deténgame. Métame en la cárcel. Córteme la cabeza. Me gustaría haberla matado. Todo claro como el agua. Sin resquicios. Porque sería mucho mejor que lo que tengo delante de los ojos.
Si alguien mirara ahora a través del cristal del otro lado, no le parecería tan extraño el modo en que todo está acabando en esta sala. Al contemplar la escena, cualquier policía de Homicidios movería la cabeza y lanzaría un suspiro, y se iría a ocuparse de sus cosas.
El sospechoso y el interrogador tienen las manos enlazadas encima de la mesa. Y los dos lloran.
Yo lloro por él y lloro por ella. Y también lloro por mí. Por las cosas que he hecho a cierta gente en esta sala. Y por las cosas que esta sala me ha hecho a mí. Porque me ha hecho adoptar las más extrañas formas y tamaños. Y me ha dejado en la piel una especie de costra; por todas partes, incluso dentro. Como la pátina que antes sabía que iba a notarme, algunas mañanas, en la lengua.