CONCLUSIÓN: DESPUÉS DEL FINAL

El viaje de Magallanes y Elcano fue al mismo tiempo un éxito y un fracaso. Un fracaso porque había llevado a casi todos los expedicionarios a la muerte, y porque los dieciocho supervivientes habían tardado tres años en regresar, después de haber sufrido increíbles penalidades, como pocos hombres, por valerosos y fuertes que sean, pueden soportar. Consideradas las cosas desde un punto de vista puramente humano, tiene razón Pigafetta cuando piensa que nadie volverá a intentar semejante navegación. Y en nuestros tiempos es fácilmente imaginable que nadie hubiese querido repetir la misma prueba, con unas probabilidades inmensas de no salir de ella (como, efectivamente, Elcano y dos compañeros repetidores no salieron). Fue un éxito, en el sentido de que los que llegaron en la Victoria dieron la primera vuelta al mundo, cumplieron los fines de la expedición —llegar a las Molucas por el oeste—, y trajeron una cantidad de especias que amortizaba con creces todos los gastos del viaje y les hacía famosos y ricos. Para Carlos V y los españoles que conocieron la gesta, apenas contaba más que el hecho mismo de que habían regresado victoriosos y eran portadores de los tesoros del Oriente. De aquí que cundiera muy pronto la idea de una nueva expedición por el camino recién encontrado, en que un paso hasta entonces desconocido llevaba del mar Océano al mar Pacífico, y de allí a maravillas en parte descubiertas y tal vez en su mayoría por descubrir. Así comenzó —o más exactamente, se continuó— una aventura que iba a durar muchos años, o si se quiere muchos siglos. Es preciso saber cuando menos algo de ellas, para comprender su desenlace. La historia es siempre continuidad. Y esa continuación es, además, una aventura tan increíble como la que se acababa de vivir.

La atracción irresistible de la mar

El marino que había dirigido la gesta no se durmió en los laureles. Poco después de su última entrevista con Carlos V viajó a su Guetaria natal. Es lógico, quería abrazar a su familia, a sus amigos, y compartir con todos la alegría del triunfo. Pero Navarrete nos cuenta que allí reclutó «maestres, pilotos y gentes de mar». Estaba preparando una segunda expedición. Fue también a Portugalete, Vizcaya, «para acelerar la construcción de cuatro naos». Qué duda cabe de que el emperador le había comisionado semejante encargo. Ambos estaban de acuerdo en que había que volver cuanto antes a las Molucas, para conservar el dominio de Tidore y ayudar a los poquísimos españoles que se habían quedado allí, y en lo posible proceder a la conquista de otras islas, antes de que lo hicieran los portugueses. Luego viajó a La Coruña, donde ya se estaban aprestando otras tres naves. No cabe la menor duda: Juan Sebastián Elcano había renunciado al disfrute de su fama, su nobleza y su riqueza, y se estaba afanando, pocos meses después de haber llegado a la Península, en la preparación de una segunda expedición a las tierras del Maluco por el mismo itinerario que había seguido la primera. Era un lobo de mar, y el afán de aventura sobre la inmensidad de los océanos era mucho más fuerte que el de disfrute de su fama y riqueza y también que el de la prevención de los peligros y sufrimientos que sabía muy bien que iban a acecharle.

Efectivamente, en La Coruña acababa de establecer el emperador una Casa de Contratación de la Especiería, destinada a organizar la navegación al Lejano Oriente: un cometido que tal vez llegaría a igualar el que ya desde 1504 ostentaba Sevilla para el tráfico con América. Las causas de una decisión semejante pueden ser muchas. Tal vez no convenía concentrar en un solo puerto todo el trajín del descubrimiento, conquista y comercio de tierras allende los mares. Ya bastante carga de esfuerzos y burocracia estaba soportando (para su propia prosperidad, eso es cierto) la afortunada Sevilla. Eran aquellos los años de la conquista de México, la colonización de las Antillas y el establecimiento en los vastos territorios de Tierra Firme en América del Sur. Pesaban las presiones de los navegantes y armadores norteños, especialistas en la construcción de navíos de alto porte y gran solidez; pesaba la solicitud del conde de Andrade, que buscaba para Galicia un papel fundamental en la política ultramarina, y hasta pesaban las peticiones de los flamencos que deseaban comunicarse con una base más cercana para ellos que Sevilla. Pudo influir también la conveniencia de encontrar un puerto más favorable para arribar desde la «vuelta de Poniente». Un trabajo reciente (2008) de Istvan Szászdi pone de relieve el interés de Carlos V de romper el monopolio de la sevillana Casa de Contratación, que ya estaba en cierto modo escapando del control de sus manos. La fundación de una nueva Casa, más ágil y expedita, que revertiese más directamente sus beneficios en la hacienda real, agobiada en aquellos momentos por las guerras con Francia, podía ser una buena idea. Y quién sabe si la navegación más allá del Estrecho de Magallanes iba a proporcionar a España nuevas y más fabulosas conquistas.

El plan de una nueva expedición no fue suspendido, pero sí aplazado por la indignada protesta de Portugal, que alegaba que las islas del Maluco se encontraban en su esfera de influencia, y los españoles se disponían a cometer una nueva intromisión, más grave todavía que la primera. Para resolver el contencioso, se reunió en 1524 la Junta de Elvas-Badajoz, dos ciudades, portuguesa y española, a solo ocho kilómetros de distancia. Las sesiones se celebraban en un lugar y otro en jornadas alternas. Allí acudieron los más famosos navegantes y cartógrafos de ambos reinos; por España figuraban, entre otros, Hernando Colón, Juan Sebastián Elcano y Juan Vespucio, sobrino de Américo. Fue imposible trazar una línea segura. Ambos bandos presentaron sendos mapas, en que las Molucas caían en su respectiva línea de influencia. El problema de la determinación de la longitud era todavía insoluble, por precisas que fueran las medidas y el cálculo de escuadra sobre una esfera. Por supuesto, Elcano no insistió en la longitud inmensa del Pacifico. No hubo acuerdo posible. ¡Ahora si que era preciso organizar la expedición a toda prisa, antes de que se adelantaran los portugueses! Elcano viajó rápidamente a La Coruña.

La segunda aventura

Relatar el viaje de Loaysa-Elcano (y de sus sucesores) exigiría un libro tan extenso, o todavía un poco más extenso que este. Sin embargo, resulta procedente recordar sus puntos fundamentales, cuando menos hasta la muerte de Elcano, o más bien prolongarlo hasta más tarde, porque la tragedia no impidió la llegada de un número apreciable de supervivientes a las Molucas. La historia no depende solo de la vida de una persona, por importante que sea. Intentaremos abreviar, como es lógico, cuanto sea posible. Elcano no fue, como sin duda esperaba, el jefe de la expedición. El emperador, por razones que en parte se nos escapan, nombró para dirigirla a don Francisco García Jofre de Loaysa, perteneciente a una familia ilustre —como que descendía de Godofredo de Bouillon—, y a la sazón Maestre de la Orden de Santiago, pero desconocedor de los secretos de la mar. Tal vez quiso evitar rivalidades entre iguales, como las que habían envenenado el viaje de Magallanes, y dejar el mando supremo a un hombre indiscutible. Elcano sería el segundo jefe y al mismo tiempo piloto mayor de la expedición. La idea estaba bastante clara: Loaysa sería jefe militar y político, Elcano tendría el mando en lo que se refería a la navegación, el rumbo a seguir, las maniobras propias de la vida de la mar. No tenemos noticia de que le disgustara esta suerte de relegamiento. Era marino por encima de todo.

La flota zarpó del puerto coruñés el 25 de julio de 1525, y estaba compuesta por siete naves: Santa María de la Victoria, Sancti Spíritus, Anunciada, San Gabriel, San Lesmes, Santa María del Parral y Santiago. Curiosamente —o intencionadamente— se repetían dos nombres: el de la nao de la vuelta al mundo, y el del barco más pequeño y destinado a exploraciones ligeras. Por lo menos, los cinco primeros eran naos, y Magallanes hubiera envidiado su categoría, como que la Victoria tenía 360 toneladas. Las tripulaban 450 hombres, el doble de la expedición anterior. Y se explica: la finalidad era no solo llegar a las Molucas, sino conquistar algunas de ellas para el rey de España. Fue una expedición tan lucida como desgraciada. La travesía del Atlántico se hizo con menos percances que la de Magallanes; pero una vez frente a las costas patagónicas, las tempestades separaron a los navíos, algunos de los cuales no aparecieron hasta unos meses más tarde. Al fin pudieron reunirse todos el 22 de enero, en pleno verano y en un momento magnífico para atravesar el Estrecho. Pero los males se acumulaban: erraron la entrada, varias naves encallaron, y otras tormentas volvieron a dispersarlas. En una de ellas, que duró cuatro tremendas jornadas, la Victoria quedó desarbolada, y la Anunciada desertó, como seis años antes había hecho la San Antonio. Conseguiría llegar a Bayona de Galicia, aunque sus responsables fueron juzgados por la deserción. Reparaciones, nuevos intentos, nuevas tempestades. En una de ellas, se perdió la nao vicecapitana Sancti Spíritus, comandada por Elcano. Este consiguió salvarse y organizó la expedición de rescate de los supervivientes. Por su parte, la San Lesmes fue arrastrada hacia el sur, hasta que su capitán, Francisco de Hoces, vio un cabo «donde se acababan las tierras»: había descubierto el cabo de Hornos, cien años antes de que lo hicieran los holandeses, que gozarían ante la mayor parte del mundo la fama de haber sido sus descubridores.

Después de múltiples intentos, los cuatro barcos que quedaban consiguieron a duras penas traspasar el Estrecho en dificilísimas condiciones, entre el 8 de abril y el 25 de mayo, ya muy entrados en el otoño. Cuarenta y ocho días de lucha continua contra las angosturas, los islotes y los arrecifes en vez de los 29 que le habían costado a Magallanes. Los elementos, no cabe la menor duda, estaban mucho más desatados que en 1520, el año feliz de El Niño. Y esta vez el Pacífico tampoco tuvo nada de pacífico. Se vivieron duras tempestades, durante una de las cuales se perdieron la San Lesmes y la Santiago. No se hundieron, navegaron juntas, hasta que una nueva tormenta las separó. La Santiago, aquel barco ligero, pero capaz de saltar sobre las olas, se salvó de la muerte, pero, sin la menor posibilidad de sumarse a la flota navegó largamente hacia el Norte, y un buen día pudo arribar a las costas de Nueva España, México. De la San Lesmes se han contado las historias más inverosímiles, desde que arribó a Tahití, y por eso los polinesios aprendieron unas cuantas palabras vascas, hasta que descubrió Nueva Zelanda y Australia. Todo es posible, aunque poco probable. Más tarde la Santa María del Parral embarrancaría sin remedio en la isla de Sanguín, y no hubo forma de sacarla de allí. Al final, de las siete naves solamente quedaría la capitana, la Santa María de la Victoria, en la cual seguirían viaje Loaysa y Elcano. Pero ninguno de los dos llegaría a su destino. En la interminable travesía del Pacífico, ambos enfermarían de escorbuto. Esta vez parece que no llevaban membrillo, o si pudieron tomarlo, no les sirvió para nada. El 30 de julio de 1526 murió Loaysa. Elcano, enfermo, pero dotado de extraordinaria voluntad, asumió el mando. No sobreviviría mucho tiempo. Dictó su testamento, acordándose de todos sus seres queridos, de su tierra de Guetaria, de la Iglesia, de sus favorecedores. Falleció el 6 de agosto en aquel océano Pacífico que había conocido sus sufrimientos y sus glorias.

No terminó aquí la historia. La Santa María de la Victoria, tripulada por unos 150 hombres maltrechos y hambrientos, continuó el viaje, mandada ahora por Alonso de Salazar. Los enfermos y enflaquecidos supervivientes, que siguieron, a lo que parece, la derrota de Magallanes, consiguieron llegar, el 5 de septiembre, a las islas de los Ladrones, donde pudieron rescatar, no sin sorpresa, a nuestro ya conocido Gonzalo de Vigo. Se detuvieron allí varios días, pero las frutas frescas no lograron salvar a Salazar, que falleció poco después, para ser sustituido por Hernando de Bustamante y Martín de Zarquizano. Al fin, el 2 de octubre, pudieron recalar en Mindanao, al sur de Filipinas, donde ya habían estado Elcano y los suyos. Fueron bien recibidos, y con buena alimentación y días de reposo pudieron reponer sus fuerzas. Pero, como tantas veces, a los peligros del mar sustituyeron los peligros de los hombres; uno de los cabecillas de los indígenas tramó una emboscada, de la que afortunadamente se salvaron gracias a que Gonzalo de Vigo podía conocer palabras del lenguaje de los isleños. El 22 de octubre llegaron los navegantes a la isla de Tálao, en el archipiélago de las Célebes, y a partir de aquí ya intuyeron el camino de las Molucas. Aún se libraron de otro peligro: un reyezuelo quiso aliarse con ellos para derrotar a otro; estaba tan cerca el episodio de Cebú, que los navegantes no quisieron exponerse más: prefirieron desaparecer. El 20 de octubre arribaban a Gilolo, la mayor de las Molucas. Los indígenas les recibieron hablando portugués. ¡Habían llegado demasiado tarde!

Aquellos 120 españoles —que más no quedaban— se descorazonaron por un momento, pero estaban decididos a no cejar. Una vibrante arenga de Zarquizano les animó a luchar por lo imposible. Y en aquellas remotísimas tierras los españoles y los portugueses de entonces desconocían esa palabra. Así es como se libró en aquellas islas de los antípodas la primera guerra colonial de la historia, una guerra llena de pequeños encuentros entre masas reducidas de hombres y un solo barco contra varios, en que ninguno de los bandos cejó durante siete años. Los portugueses disponían de una cadena de bases —la última de ellas Malaca— que les permitían llegar a las Molucas con más facilidad, en tanto que los españoles, con el inmenso Pacífico por medio, se encontraban del todo aislados. Solo en junio de 1528 llegó de México una nao, La Florida, mandada por Álvaro de Saavedra. Otro barco y unos cuantos hombres más. Los españoles quisieron hacer efectivo su dominio y al mismo tiempo atraer nuevas expediciones cargando la nao de especias, y devolviéndola a México. Por dos veces fracasó el intento de navegar por el Pacífico hacia el este, y en el segundo esfuerzo Saavedra pagó sus dificultades con la vida. Los españoles, sin desanimarse, consiguieron al fin apoderarse de Tidore, se defendieron, y hasta hubo una pequeña batalla naval, en que los portugueses fueron rechazados, pero la castigada Victoria quedó en tales condiciones que no le permitían navegar. Aislados del todo, con muy pocas esperanzas de recibir refuerzos, siguieron resistiendo. Con la artillería de la Victoria construyeron un fuerte que aguantó nuevos ataques.

En 1529 Carlos I firmaba con Portugal el tratado de Zaragoza, por el que cedía los derechos sobre las Molucas a Portugal a cambio de 350 000 ducados. Tres motivos influyeron en aquella cesión: la inmensa dificultad que suponía la travesía del Pacífico y sobre todo el imposible viaje de regreso; el convencimiento cada vez mayor de que las Molucas correspondían al hemisferio portugués, y la necesidad imperiosa de dinero que acuciaba al emperador, en medio de sus empresas europeas. Meses más tarde, una nave portuguesa llegó a las lejanas islas con la noticia, pero los últimos de las Molucas hicieron lo mismo que los últimos de Filipinas: no se lo creyeron, y siguieron resistiendo heroicamente. Pasados unos años, ya más convencidos, una parte de ellos se entregaron a la generosidad de los portugueses, que no fueron generosos y trataron con dureza a los prisioneros. Otros españoles siguieron resistiendo increíblemente hasta 1533. Al fin presos, los 24 supervivientes terminaron su calvario con su repatriación a España en 1536.

Las expediciones de socorro

En el siglo XVI las distancias exigían tiempo. En una obra clásica, Fernand Braudel ha estudiado cómo Sevilla, estaba a cinco días de Madrid, París a quince, Brujas a dieciocho, Lepanto a veintiuno. Y explica cómo los estados tenían que adelantarse a los acontecimientos si querían acertar. Los portugueses se encontraban a tres o cuatro meses de la India. La llegada de la noticia y la decisión correspondiente tardaba como mínimo un año en hacerse efectiva. Mucho más lejos se encontraban las Molucas para los españoles, que no solo necesitaban llegar a aquel fin del mundo que era el estrecho de Magallanes, y atravesar la inmensidad del Pacífico, sino elegir las fechas para evitar invernadas. Habían de salir en verano para alcanzar la Patagonia a fines de la primavera austral, y luego aprovechar los alisios del Pacífico por su zona —e incluso por su hemisferio— más favorable. Tenían que valorar las especias en su peso en oro, o poseer un afán de aventuras ilimitado para tratar de repetir la hazaña, y por eso lo intentaron. Pero habían de prever también los retrasos, las dificultades, hasta la posibilidad de que una escuadra zozobrase antes de llegar a su destino. Por eso se apresuraron a organizar nuevas expediciones.

La primera, decidida antes que los supervivientes de la flota de Loaysa llegaran al Maluco fue la de Sebastián Caboto. El famoso veneciano seguía siendo entonces importante miembro de la Casa de Contratación sevillana. Y fueron los sevillanos los que forzaron este viaje. No querían perderse los fabulosos tesoros del país de las Especias, y trataron de montar una segunda expedición para participar de los beneficios. De esta disputa Coruña-Sevilla deriva la confusa finalidad de este viaje. Primero se encargó a Caboto seguir la ruta descubierta por Magallanes, y más tarde se definió otro objetivo, ¡todavía mucho más ambicioso!, «ir al descubrimiento de Tarsis, Ofir Cipango y Catayo oriental», es decir, a los grandes territorios del Extremo Oriente: las fabulosas tierras del Rey Salomón, de cuya existencia nadie podía estar seguro, y dos grandes países a los cuales todavía no habían llegado los portugueses: Japón y «China oriental», así de fino hilaban los castellanos, por si la parte occidental de China, a la altura de Malaca más o menos, correspondía a Portugal. La misión de Caboto era puramente descubridora, no en absoluto conquistadora, pues constaba de dos barcos más bien ligeros y solo 150 hombres.

Al fin salió de Sevilla en febrero de 1526. Se detuvo en el mar del Plata, pensando que aquel entrante fuera un paso entre mares, o más bien que diese acceso a tierras riquísimas. Todo hace suponer que Caboto nunca había estado allí —contra lo que algunos dijeron o dicen—, ni tuvo buen conocimiento de lo ya explorado por Solís y Magallanes. Buscando sin grandes frutos permaneció en tierra de lo que hoy es Argentina durante dos años. Casi puede decirse que el más importante de sus hallazgos fue ¡un superviviente de la expedición de Solís!, Francisco del Puerto, que había sobrevivido a la matanza y permanecido en aquellas tierras como un gato de siete vidas. Caboto fundó un fuerte en el delta del Paraná y luego otro más extenso cientos de kilómetros aguas arriba, no lejos de donde hoy se asienta la ciudad de Rosario: fue el primer establecimiento español en el actual territorio de Argentina: hoy se llama Gaboto. Pero no encontró las fabulosas riquezas que buscaba. Hubo de regresar a España en 1530. Sería juzgado por haber eludido intencionadamente su objetivo, y más tarde perdonado.

Estaba visto que nadie se atrevía a desafiar de nuevo al mortal estrecho de Magallanes. La de Caboto sería la última expedición española que partiría de la Península. Carlos V escribió a Hernán Cortés que enviase expediciones de socorro desde la costa del Pacífico mexicano, y así se hizo desde entonces. En 1527, solo un año después de Caboto, y con diez mil kilómetros de ventaja, salió de Veracruz Álvaro de Saavedra, con cuatro naves. La travesía del Pacífico no fue fácil, pero incomparablemente más corta y menos peligrosa que las emprendidas desde la Península. Saavedra llego a Mindanao y de allí alcanzó las Molucas, donde llegó a tiempo de ayudar al puñado de españoles que seguían defendiéndose frente a los portugueses. ¡Al fin había llegado la ansiada expedición de socorro! Pero el problema era no solo sostenerse en el Maluco con un puñado de hombres, sino regresar por el Pacífico a América (ya nadie soñaba con volver a Europa por aquel camino). La travesía de vuelta no era más larga que la de ida, pero infinitamente más difícil. Saavedra, al mando de la ágil Florida, se internó en el Pacífico y se estrelló durante tres meses con vientos contrarios, hasta que se vio obligado a regresar. Una segunda tentativa, por latitudes distintas, descubrió las Carolinas, las islas Marshall y las del Almirantazgo, pero fracasó en su objetivo final; y en el tercer intento, cuando ya había logrado atravesar más de la mitad de océano, murió Saavedra. Aquella empresa no era posible ni siquiera para titanes. Y la dificultad suprema para el regreso fue uno de los motivos que aconsejó a Carlos I el abandono de las Molucas.

La exploración del Pacífico era como un viaje al castillo de «Irás Pero No Volverás». Sin embargo, los españoles persistieron en el intento, por más que no tenían derecho a establecerse en las Molucas. Otras islas, otras tierras podían estar esperando. En 1535 Hernando de Grijalva fue enviado por Cortés a Perú, para ayudar a Pizarro que se veía en apreturas por la sublevación de los incas. Llegado a las costas del Pacífico sudamericano, supo que la ayuda no era necesaria, y decidió explorar la inmensidad del océano. Siguió una trayectoria errática, tanto por el hemisferio Norte como por el Sur, en continuos zigzags: absurda pero quizá no del todo disparatada, atendiendo a los distintos indicios, porque no sabía lo que buscaba, ni podía saberlo. Llegó a muchas islas, incluso a algunas de los papúas, quién sabe si a Nueva Guinea. Cuando les faltaba todo, intentaron regresar, sin conseguirlo. Murió Grijalva, y al final solo dos o tres —las versiones no coinciden— se salvaron, cayendo, por supuesto, en manos de los portugueses. Pero la aventura del Pacífico siguió siendo una atracción invencible para aquellos españoles dispuestos a afrontar todas las dificultades. En 1542 el virrey de México, Mendoza, envió a un buen navegante, Ruy López de Villalobos a explorar de nuevo el Pacífico. Partió con seis naves ligeras, que se estimaba que tendrían más facilidad para navegar contra viento, con un total de 370 hombres, entre los que se contaban un buen grupo de misioneros. Descubrieron, a 18º Norte, la isla de Santo Tomé (hoy Socorro), a 10º Los Matalotes (quizá en las Marshall) y luego Los Jardines, un típico atolón con bellas islitas llenas de vegetación, que M. J. Noome identifica con Eniwetok. (Los Jardines desaparecieron por completo entre 1952 y 1958, cuando los americanos realizaron allí una serie de pruebas nucleares, la última con una tremenda bomba de hidrógeno). Villalobos llegó en 1542 a Mindanao, donde se estableció por un tiempo, lo mismo que en la isla de Leyte. Mindanao, ya descubierta desde la expedición de Magallanes-Elcano, fue objeto de una solemne toma de posesión por parte de Villalobos, que la bautizó pomposamente como Cesárea Carola, en honor de Carlos V. El nombre no prosperó. Allí se quedaron para siempre los misioneros: comenzaba la evangelización de Filipinas.

Villalobos contaba con más hombres que sus predecesores. Pero en vano podía esperar una fructífera colonización de la gran isla sin traer más gente, y era preciso resolver el problema que traía locos a todos los navegantes españoles desde los tiempos de la pérdida de la Concepción veinte años antes: ¡regresar por el Pacífico! Villalobos envió a varios navegantes a explorar posibles caminos de retorno. El más importante de ellos fue Íñigo Ortiz de Retes, que intentó una ruta por el sur, y descubrió varias islas, hasta dar con una grandísima —realmente es la más extensa del mundo—, que estuvo costeando a lo largo de 1200 kilómetros, sin encontrar su terminación. Sus habitantes «son tan atezados como los de Guinea»: de aquí el nombre de Nueva Guinea que recibió el territorio, que aún no se sabía si era isla o continente, el gran continente austral que se buscaba. Nueva Guinea Papúa había sido ya avistada por Grijalva y otros; pero fue Ortiz de Retes el que la bautizó y tomó teórica posesión de ella en nombre de España. Los descubridores quisieron llevar la noticia a Méjico, pero fracasaron. Era el sexto fracaso en veinte años de lucha. ¿No existía la posibilidad de encontrar una ruta de regreso?

Legazpi y Urdaneta: la conquista y la Vuelta de Poniente

Podíamos haber mencionado ya el nombre de Andrés de Urdaneta, uno de los más activos e inquietos protagonistas de la época de los descubrimientos. Vasco de nacimiento, como tantos otros grandes marinos, participó con dieciocho años en la expedición Loaysa-Elcano; a esa edad pudiéramos suponerle grumete o paje, pero lo cierto es que debió ser considerado como alguien de cierta importancia cuando fue uno de los firmantes, en plena travesía del Pacífico, del testamento de Juan Sebastián Elcano. Figuró entre los supervivientes que con Zarquizano llegaron a las Molucas y allí resistieron a los portugueses. Urdaneta sobrevivió a todos los peligros imaginables y permaneció once años en Extremo Oriente. Hay quien pretende que estuvo en Japón diez años antes que san Francisco Javier, aunque el hecho es francamente improbable. Sí puede considerarse seguro que, curioso por la geografía y por la navegación, se relacionó con pilotos de la zona, y supo mucho de rumbos y derrotas. Fue repatriado por los portugueses en 1535-36, y huyó de Portugal en 1537. Permaneció unos años en España, pero cuando oyó hablar de las expediciones que se organizaban en México para la exploración del Pacífico, un impulso irresistible le hizo viajar a Nueva España. No pudo ir con Grijalva o Villalobos, pero recorrió territorios mexicanos y ocupó diversos cargos públicos. Nunca dejó de hacer toda clase de exploraciones por América, y aprendió mucho más. Dotado, como otros inquietos vascos, de una simultánea vocación religiosa, profesó en 1553, ya maduro, en la orden de los agustinos. Fue misionero de indios, pero no por eso se extinguió su curiosidad por mundos lejanos.

En 1562 el nuevo monarca, Felipe II pensó en la conveniencia de conquistar las islas Filipinas, insertas, como las Molucas, en el área de derecho de Portugal, pero de las cuales los portugueses no se habían ocupado. Las Filipinas habían comenzado a ser colonizadas y evangelizadas en los años 40 por López de Villalobos y los suyos, pero desde entonces no se había hecho allí nada nuevo. Felipe II no quería que tantas y tan esforzadas expediciones españolas por el Pacífico quedasen sin premio alguno, y escribió al virrey de Nueva España, Velasco, proponiendo una doble misión: la conquista de Filipinas y la resolución del problema que había vuelto locos a tantos navegantes: el hallazgo de una ruta de regreso. Así fue como se decidió la gran expedición de otro vasco insigne, Miguel López de Legazpi, un hombre con el mismo espíritu misional como Quirós, pero no soñador como él. Fue entonces cuando fray Andrés de Urdaneta, ya al filo de los sesenta años, sintió de nuevo el hormiguillo de los exploradores natos, y declaró que conocía la ruta de regreso. Fue admitido en la misión como posible ejecutor de su segundo objetivo. No sabemos cómo Urdaneta adquirió tan admirables conocimientos náuticos, pero lo cierto es que fue él quien guio con acierto los cinco barcos de Legazpi, consiguiendo atravesar el Pacífico en tres meses y sin incidentes desagradables. Tocaron Mindanao y fueron luego a Leyte. En Cebú —la filipina, no la moluqueña— fundaron la primera ciudad española en aquellas islas que llevarían el nombre del rey Felipe. No es preciso relatar aquí la expansión española por aquel archipiélago. Legazpi actuó con energía y habilidad; luchó cuando hacía falta, y procuró que no hiciera falta, llegando casi siempre a pactos amistosos con los indígenas. A Legazpi como hombre de paz se ha referido en un útil trabajo Leoncio Cabrero. A diferencia de sus antecesores, prefirió el Norte al Sur, y acabó llevando el peso de su labor a la isla de Luzón, la más cercana a China. Por eso todavía hoy consideramos filipinos el mantón de Manila y los farolillos de colores que alegran nuestras ferias, cuando son originarios de China (y adoptados por los españoles de Filipinas). Legazpi fundaría en 1570 la ciudad de Manila, que cuatro siglos y medio más tarde sigue siendo la capital de aquellas islas. Sabemos que ya por entonces había unos 3000 españoles establecidos en Filipinas […] gracias al descubrimiento de Urdaneta.

Efectivamente, el buen fraile emprendió muy pronto, en 1565, la travesía del Pacífico en sentido inverso, allí donde habían fracasado los más expertos navegantes. Cómo intuyó aquella derrota, no lo sabemos: solo sabemos que acertó plenamente, y aquel camino, el «tornaviaje», se mantendría por siglos en tanto perdurase la navegación a vela. ¿Tuvo suerte, o tuvieron mala suerte sus predecesores? Consta que ya intentó aquel camino —¡incluso más al Norte!— Gómez de Espinosa con la Concepción en 1521, y más tarde Villalobos y otros de sus pilotos. Urdaneta mandó hacer rumbo norte aprovechando el monzón de verano, y luego navegó hacia el este describiendo zigzags entre los grados 34 y 40. En menos de tres meses, oh sorpresa, llegó a la californiana isla de Santa Rosa, y desde allí, siguiendo la costa, en quince días más, bajó hasta México, para desembarcar en Acapulco el 8 de octubre de 1565. En algún documento, un tanto oscuro, cuya posibilidad se admite como buena, se dice que en otra nave se le adelantó por la misma ruta Alonso de Arellano, que habría llegado antes que Urdaneta; pero como Arellano fue juzgado por desertor, puesto que se escapó por su cuenta, Urdaneta figura como el descubridor de la Ruta de Poniente o Tornaviaje, y sin duda alguna con todo mérito. Las Filipinas, más tarde, con las Marianas y las Carolinas, serían el único florón de la gran aventura española del Pacífico. Pero de todas formas aquella aventura valió mil veces la pena.

Por los mares del sur

Sería quizás injusto no coronar el relato de las expediciones descubridoras del Pacífico iniciadas con el viaje de Magallanes-Elcano recordando, siquiera sea muy brevemente, las aventuras vividas en el Pacífico Sur por las expediciones que salieron de Perú. Hasta 1560, todas la grandes navegaciones partían de México, hasta que quedó asegurada la ruta de ida y vuelta entre Acapulco y Manila. No es que el llamado «Galeón de Manila», aquella flota que atravesaba el Pacífico Norte una o dos veces al año, fuera un plácido paseo; pero la aventura descubridora propiamente dicha del Pacífico Sur se desarrolló desde Perú. Siempre se intuyó que quedaba una parte del mundo por descubrir. Los humanistas del Renacimiento estaban convencidos de la existencia de la Terra Australis Incognita, intuida ya por Ptolomeo como contrapeso de los continentes situados en el hemisferio norte. También pensaban que por aquellos mares lejanos se encontraban las fabulosas minas del rey Salomón, llenas de oro. Y por si fuera poco, las tradiciones incas hablaban de algo por el estilo. Ya por 1549 el pacificador de Perú, Lagasca, escribía al Consejo de Indias: «parece que esta Mar del Sur está sembrada de islas, muchas y grandes». Pedro Sarmiento de Gamboa, navegante, científico y escritor, creyó entender incluso que los propios incas procedían de esas misteriosas islas, situadas más allá de los mares.

En 1567, el virrey de Perú encomendó la exploración a su sobrino Álvaro de Mendaña, aunque el piloto principal era Sarmiento de Gamboa. Salieron dos barcos en noviembre de ese año, y aproaron al oeste. No sabían lo que iban a encontrar, pero las esperanzas eran muy grandes. El 15 de enero de 1568 llegaron a la isla de Niu. Vieron al parecer la de Puka Puka, la misma que habían encontrado de 1520 Magallanes y los suyos. El 2 de febrero dieron con un archipiélago de grandes atolones, que llamaron —por razón de la fecha— Candelaria: se supone que eran lo que hoy se llama Ontong Java. El piloto Hernán Gallego decidió un cambio de rumbo, contra la opinión de Sarmiento de Gamboa: se dice que este cambio impidió que los españoles descubrieran Australia. La tesis no es segura, aunque sí es cierto que Sarmiento criticó a Mendaña por este cambio, que pudo ser fatal. El 10 de febrero llegaron los barcos a una isla grande, que llamaron Santa Isabel. Pronto se autoconvencieron de que se encontraban en las islas del Rey Salomón. ¡Qué fácil es que los descubridores de lo desconocido se dejen seducir por sus fantasías… o por sus fervientes deseos!

Fundaron en aquella isla un establecimiento, exploraron la tierra, y descubrieron algunos yacimientos de oro, no precisamente las riquísimas minas de la Reina de Saba. ¿Habían llegado a un paraíso o tenían que seguir adelante? Pronto surgió la diversidad de opiniones. Navegaron en torno y encontraron otras islas, entre ellas Guadalcanal, y de nuevo surgió la pregunta: ¿se establecerían allí, para buscar desde aquella isla cosas más apetecibles, o regresarían a Perú para dar la noticia y requerir más refuerzos? Prevaleció una idea intermedia: se quedaron en las supuestas islas del Rey Salomón seis meses, y al cabo, puesto que no habían encontrado nada sorprendente, emprendieron el viaje de regreso no sin antes tomar solemne posesión de las islas en nombre de España. Hoy se siguen llamando islas Salomón. Mendaña tenía idea de la ruta descubierta por Urdaneta, y aunque la maniobra desde aquellas latitudes australes era un poco absurda, todos se decidieron por lo seguro: navegaron hasta el hemisferio Norte. Por el camino descubrieron las Marshall y las Gilbert, y la solitaria isla de Wake. Llegaron al parecer a 30º Norte. Navegaron hacia el Este con viento favorable, hasta alcanzar las costas de California, y de allí siguieron hasta México y después a Perú, a donde llegaron después de innúmeras peripecias en 1569. ¡Qué larguísima navegación! No deja de ser sorprendente este hecho: el famoso «tornaviaje» de Urdaneta se había convertido en una obsesión, como si no hubiera otra ruta de regreso por el Pacífico: por supuesto, tal camino era seguro, aunque el rodeo, desde las islas del sur era inmenso. Tal vez este sortilegio o como quiera llamarse lastró las exploraciones del Pacífico austral, que bien pudieron haber llegado con seguridad a Nueva Zelanda y Australia misma, contando por el sur con una excelente ruta de regreso hasta Chile, y desde Chile, si era preciso, costeando por la corriente de Humboldt, hasta Perú. Por qué no se utilizó nunca aquella ruta, larga pero más sencilla que ninguna, sigue siendo un misterio histórico.

Mendaña regresó asegurando que había descubierto las islas del Rey Salomón, por más que Sarmiento de Gamboa pretendía que se había errado por poco la ruta verdadera. Hubo dificultades administrativas y ciertas polémicas. Mendaña viajó a la Península y rogó a Felipe II que autorizara una segunda expedición. En Perú iban las cosas despacio, y no se organizó la flota hasta 1594. Eso sí, era un viaje colonizador y poblador con todas las de la ley. Por eso participaron en él mujeres y niños. Seis barcos bien pertrechados, con 400 colonos y abundantes provisiones, salieron al fin de El Callao en abril de 1595. Parece que por un error cometido en el diseño de la ruta del viaje anterior, erraron por poco las Salomón, y descubrieron otras islas, llamadas de Santa Cruz (conservan también el nombre), administrativamente incluidas hoy en el archipiélago de Salomón. En la isla principal se estableció Mendaña, y emprendió una difícil obra de colonización, por la escasa productividad de la isla y por la hostilidad de los indígenas. A todo ello se sumó una peste, al parecer malaria, víctima de la cual falleció el propio Mendaña. Fue sucedido por su esposa, doña Isabel Barreto, una mujer original, enérgica y activa, la primera que actuó de gobernadora de una isla del Pacífico. Algunos, basados en la fama de las islas Salomón, la llamaron «la Reina de Saba». La colonia no tuvo gran éxito, y al fin, después de diversos incidentes, doña Isabel decidió dirigir sus barcos a las Filipinas, a donde llegó tras nuevas y sorprendentes aventuras. Considerada como «reina de las Islas Salomón», acabó casando con un noble, Fernando de Castro, primo del gobernador de Filipinas. La historia no termina ahí, pero tal vez conviene dejarla en este punto.

La última expedición propiamente descubridora en los mares del Sur tuvo lugar ya a comienzos del siglo XVII. Pedro Fernández de Quirós había sido uno de los compañeros de Mendaña en el viaje de 1595-96; hombre esforzado, soñador, muy religioso, con vocación mística misionera y al tiempo con una gran inquietud exploradora, soñaba con descubrir la «Gran Tierra del Sur». En el fondo, como todos los demás navegantes que partieron de Perú, soñaba, sin saberlo, con Australia. Zarpó en 1605 de El Callao con tres barcos y 300 hombres. En la inmensa travesía, siguiendo más o menos los 20º sur, descubrió varias de las islas Tuamotu —otras, recordemos, ya habían sido avistadas por anteriores navegantes españoles— y luego las llamadas después Nuevas Hébridas. Al final, en lo que hoy es estado de Vanuatu encontró una isla grande, que creyó continente, que llamó Austrialia, una palabra que probablemente encierra un símbolo conjunto de la casa de Austria, reinante en España, y del continente austral. Allí fundó la ciudad de Nueva Jerusalén, un lugar que en sus ensoñaciones imaginó tierra de hermandad entre distintas clases de hombres. No todos —incluidos los hostiles indígenas— le entendieron, y siguió explorando. Envió a Luis Váez de Torres, su mejor piloto, a buscar nuevas tierras. Esperó varios meses, hasta que le creyó perdido. Entonces decidió regresar a América, no sin antes tomar posesión en un acto simbólico de todas las tierras australes, «hasta el polo sur». Dio la enorme y absurda vuelta por el Norte, para llegar a Méjico. Siguió soñando con la gran tierra austral, y como no le hicieron mucho caso, viajó a España, donde al fin le recibió Felipe III y le confió el encargo de nuevas exploraciones. Ya que en Perú se opuso a sus pretensiones Fernando de Castro, esposo de Isabel Barreto y presunto depositario de los derechos de los sucesores de Mendaña sobre los mares del sur, viajó a Panamá, donde trató de organizar una nueva expedición. Según la leyenda, llegó a Australia, pero el hecho es absolutamente incierto, puesto que se sabe que murió en Panamá pocos años después.

Váez de Torres, entretanto, no había desaparecido. Exploró nuevas islas, al norte de las descubiertas por Quirós y se adentró en mares desconocidos. Regresó a Nueva Jerusalén para dar cuenta de sus aventuras, y encontró la pequeña ciudad abandonada. ¿Habían fallecido todos sus pobladores, o se habían trasladado a otro lugar? En vano buscó. Al fin decidió llegar a Filipinas, puesto que la travesía del Pacífico en un barco solitario se le antojaba imposible. Tropezó con Nueva Guinea, la enorme isla ya descubierta probablemente por Grijalva y con seguridad por Ortiz de Retes; pero Torres la recorrió por su litoral sur, y así avistó el estrecho que hoy sigue llevando su nombre, entre Nueva Guinea y Australia. Torres fue el primero que con seguridad vio el continente, puesto que, de acuerdo con lo que hoy han investigado Brett Hilder (1980) y M. Estensen (2006), se arrimó a la orilla sur, y vio en aquella dirección, como él mismo nos cuenta, «grandes islas y tierras». Las islas eran Badu, Thursday, Horn, Prince of Wales, todas ellas pertenecientes a Australia; la tierra no podía ser otra que el cabo York, la punta norte de aquel enorme territorio: Australia de todas formas. Luego pasó por las Molucas —sin entorpecimientos, puesto que Felipe III era también rey de Portugal—, para llegar finalmente a Filipinas, donde escribió un interesante relato de sus aventuras y descubrimientos, que no sería conocido hasta más tarde, y algunos mapas. (Según Hilder los escritos y mapas de Torres llegaron a ser conocidos por los ingleses en el siglo XVIII, y servirían a Cook para sus viajes en la zona y el descubrimiento definitivo de Australia). Aquí terminó el último gran viaje de exploración —que no de recorrido habitual— de los españoles por el Pacífico.

El lago español

La expresión, aunque pudo ser utilizada antes, quedó consagrada en un libro excelente del profesor de la Universidad Nacional de Australia, Oskar H. R. Spate, The Spanish Lake[16]. Los historiadores e intelectuales australianos han dedicado casi tanta atención como los españoles al tema de las navegaciones de los castellanos por el Pacífico, un interés que sin duda debemos agradecerles. Lourdes Díaz Trechuelo, Francisco Morales Padrón, M. Cuesta, P. Landín Carrasco (navegante e historiador), Rafael Bernal, Marcos Tarracido, J. M. González Ochoa. M. Cuesta, Luis Laorden y otros muchos han escrito muy buenas o en todo caso aceptables monografías sobre el tema, aunque es posible que estemos necesitados en España de un estudio amplio, ya que nunca puede ser definitivo, sobre él. Quizás, sugiero solo prudentemente, no se ha profundizado en una visión general sobre la inmensa importancia histórica que tuvo aquella increíble hazaña desde los tiempos de Magallanes-Elcano hasta los de Quirós y Torres.

El Pacífico nunca puede ser considerado como un lago. La expresión de Spate tiene más de admiración ante aquella hazaña y la casi total exclusividad española de las navegaciones por aquel inmenso océano durante dos siglos, que precisión geográfica. (Y la metáfora se entiende perfectamente, con más motivo aún si tenemos en cuenta que Spate es profesor de Geografía). El mérito de aquellas navegaciones, ya hayan sido provocadas por la ambición, por el deseo de hazañas descomunales, por interés de conocer el mundo, por afán misional, es un hecho que tenemos la obligación de reconocer, sean cuales hayan sido sus logros prácticos. Ibarrola habla del «Lejano Oeste», el Far West español, más allá, mucho más allá de América, una gesta más amplia, más mundial, y también más épica que la de los pioneros de las tierras de la «frontera» norteamericana. Es preciso partir del planteamiento desde el primer capítulo de Spate, «el mundo sin el Pacífico», en 1520, para comprender cuánto cambió el mundo entero, o lo que sigue siendo el mundo hoy día. Cuando Magallanes descubrió su Estrecho, el Pacífico, aquel trocito de agua que vio Balboa desde las montañas del Darién y llamó Mar del Sur (sin mengua alguna de la importancia de su descubrimiento) era «un inmenso vacío», vacío en el conocimiento de la mayoría de los hombres, que ocupaba más de un tercio del globo terrestre. Hoy sigue siendo, desde el punto de vista de las tierras habitables, un inmenso vacío, pero ya sabemos que existe, cómo es, qué significa en el conjunto del planeta, y porque lo sabemos, ya podemos trazar un mapamundi. Las inmensas penalidades de su exploración merecieron mil veces la pena.

Inmenso vacío, pero no del todo vacío. Las islas y tierras descubiertas por los españoles en aquel espacio durante el siglo XVI nutren una nómina interminable. Contemos solo por no cansar a nadie las Marianas, las Carolinas, las Palaos, las Gilbert, las Marshall, las Salomón, las Santa Cruz, las Nuevas Hébridas, las Tuamotu, las Cook, las Marquesas, las Hawaii, las Volcano y Bonin, las Banks, las Schouten, las Espóradas, sin tener en cuenta islas que se consideran parte de Asia, como las Filipinas, o las indonesias de Borneo, Molucas, Nueva Guinea, Joló, Palawan, Timor, y preferible es suspender de nuevo una enumeración que ocuparía por lo menos una página. El lector puede, si hasta ahí llega su curiosidad, consultar el Islario de Landín Carrasco, publicado por el Instituto de Cultura Hispánica en 1984. Los descubrimientos españoles cubren prácticamente todo el Pacífico, excepto las Aleutianas y las Riu Kiu. Las Volcano y Bonin pertenecen a Japón, y fueron descubiertas por Bernardo de La Torre, enviado por Villalobos; y en cuanto a las Hawaii, resulta difícil precisar qué otras islas pudieron ser encontradas por la expedición de Saavedra, cuando atravesó el punto que ocupan, y les dio un nombre en 1527. Los nombres. Cuántos nombres de islas y archipiélagos descubiertos en el siglo XVI y bautizados por los navegantes españoles llevan hoy nombres extranjeros: consecuencia de las exploraciones anglosajonas en el siglo XVIII y del colonialismo del siglo XIX.

Australia. A los australianos les gusta suponer que su isla-continente fue descubierta por los españoles en el siglo XVI, antes de los viajes muy posteriores de Dampier, Tasman o Cook. Torres, en una navegación que acabamos de narrar, y después el portugués Godinho, vieron parte de aquella gran tierra, eso es prácticamente seguro. Pero antes pudieron descubrirla otros navegantes españoles, y a eso se refieren algunos historiadores australianos o no australianos. Ahí está la nao San Lesmes, de la flota de Loaysa, mandada por Francisco de Hoces, que perdida antes de embocar el Estrecho, descubrió el cabo de Hornos y la mar libre hacia el Sur; supo regresar a donde estaba el resto de la flota, y llegó al Pacífico por la ruta magallánica. Murió Hoces y le sucedió Antonio de Solís. Luego la San Lesmes se perdió otra vez durante uno de los tremendos temporales que sacudieron el Pacífico aquel año de 1526, tan distinto del de 1520. La San Lesmes muy probablemente naufragó pero siempre cabe la posibilidad de que hubiera llegado a una tierra. Hay quien supone Tahití, que conserva también sus tradiciones; pero el australiano Robert Langdom ha estudiado —The last Caravel— la posibilidad de que Antonio de Solís arribara a Nueva Zelanda, donde también se conservan algunos indicios, y de que, reparada su nao, pudiera llegar finalmente a Australia: allí el barco, ya maltrecho, naufragó sin remedio en las dunas Waernambool, hoy región de Victoria, no lejos de Melbourne. Langdom se basa en que se encontraron en aquella zona unos indígenas más blancos que los otros, dotados de una cultura más parecida a la europea; pero sobre todo en indicios históricos, por discutibles que sean. Los españoles habrían construido una embarcación, que les permitió costear Australia por su fachada Este; llegaron hasta el cabo York, y poco después fueron apresados por los portugueses de la segunda expedición de Gomes de Sequeira. Los mapas que hicieron de la costa oriental de Australia aparecieron o fueron copiados en la escuela náutica de Dieppe, y aparecen en la famosa Carta del Delfín, en 1530-36. Fernández Shaw (2000) admite cuando menos la posibilidad de que Solís pudiera llegar a Australia; lo mismo hacen, con toda la prudencia necesaria, Francisco Mellen, de la Asociación de Estudios del Pacífico, o R. Hergé, investigador de la Sección de Mapas de la Biblioteca Nacional de París. Admiten, repitamos, y con mucha prudencia, esa posibilidad. Lo posible pudo haber ocurrido, pero la misión del historiador es la de averiguar lo que realmente ocurrió.

Otra posibilidad, admitida también por algunos australianos es la de que el piloto De Vega, de la nave Santa Isabel, que hizo la segunda expedición con Mendaña, fue el que realmente llegó al sur de Australia. De lo que no cabe duda es de que Mendaña, Sarmiento de Gamboa, Torres, Quirós buscaban y no sin un lejano fundamento, la Terra Australis Incognita; en el fondo, sin saberlo, buscaban Australia. Si no la encontraron fue porque poco antes de llegar alcanzaron otras tierras que confundieron su objetivo. Quirós, aquel hombre místico, soñador como pocos, murió pensando que había descubierto la Gran Tierra Austral, o «el gran continente del Sur», que tan afanosamente buscó. No es extraño que otro australiano que tiene mucho de poeta, Peter Sculthorpe, haya escrito: «Quirós tuvo un sueño, tuvo una visión de este maravilloso país […]; fue nuestro primer héroe […], o, casi, el primer australiano».

Lago español. Quizá pudiera buscarse otra palabra más ajustada, pero no menos expresiva de las esforzadas aventuras, unas veces increíbles, otras veces mortales, de navegantes que se adentraron en el Pacífico antes que nadie y descubrieron millares de tierras e islas, pero ante todo la inmensidad de un océano que nadie hubiera podido imaginar y que cambió para siempre la geografía y la historia del mundo. La aventura de Magallanes-Elcano debe terminar aquí.