Con frecuencia han sido enfrentadas las figuras de Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano. Ambas son complementarias y, aunque en vida los dos marinos no se entendieron bien, su tarea histórica, sumada, integra una gloriosa totalidad. Ambos eran igualmente necesarios. Sin Magallanes, Elcano no hubiera concebido una idea tan quimérica y ambiciosa, no hubiera tenido ocasión de embarcarse en la aventura y jamás se le hubiera ocurrido de buenas a primeras la idea de dar la vuelta al mundo. Sin Elcano, y tal como fueron las cosas, la gesta de Magallanes no hubiera pasado, (como decía en expresión bien gráfica Fitzpatrick) de una cita a pie de página. Ni alcanzó las islas de las Especias, que eran su objetivo y su ideal, ni tenía la menor intención de dar la vuelta al mundo. Solo la combinación de ambas hazañas sirvió para conferir a la gesta sus auténticas dimensiones históricas. Las historias escritas por no españoles suelen conceder a Magallanes todo el mérito del viaje, incluido el hallazgo de las islas de las Especias, que no encontró, y la vuelta al mundo, que no realizó ni jamás había soñado en realizar. Los portugueses, por su parte, tardaron en reconocer el mérito de Magallanes, una suerte de traidor o en todo caso desertor, que vino a servir al rey de Castilla, más todavía que el propio Colón, otro que desertó de ellos para servir a los castellanos. Magallanes era portugués, mientras que Colón no lo era, con lo que la segunda deserción dolió más que la primera. Finalmente, Magallanes ha sido rehabilitado por sus paisanos como gran navegante y descubridor de uno de los estrechos más importantes en la historia del mundo: si bien la ingrata situación de disputa por los derechos sobre las Molucas contribuyó por un tiempo a devaluar la figura del marino en su patria. Con todo, ha sido históricamente reivindicado, y su talla aparece entre las principales del monumental Padrâo dos Descobrimentos en Lisboa. Si hemos de descender a detalles, también hay que reconocer que Magallanes cuenta con más monumentos en Chile que en Portugal.
Juan Sebastián de Elcano, en cambio, aparece como un personaje secundario, que tuvo fortuna únicamente en el último acto del drama. Solo los estudiosos españoles, y singularmente los vascos, han destacado su figura de gran navegante y su capacidad para plantearse las cosas con ideas claras: una cualidad que por sí sola de poco le hubiera valido si no contamos su voluntad, su audacia, su persistencia hasta el heroísmo en los momentos difíciles y su capacidad de mando, que no falló ni en las situaciones más extremas. Y no solo fue el primero que dio la vuelta al mundo, y no solo el primero que concibió poner esa idea en acción, sino que fue quien realizó el propósito de Magallanes de llegar a las Molucas y traer desde ellas a España un cargamento de especias: que de eso justamente se trataba. Es absolutamente estúpido contraponer las figuras de Magallanes y Elcano: ambas fueron tan complementarias como necesarias. La historia no se explica sin ninguno de los dos.
La travesía del Índico por mares desconocidos
Una afirmación del literariamente espléndido relato de Stefan Zweig pretende que después de la muerte de Magallanes «el resto de la aventura ya no poseía mérito alguno, ya que los portugueses conocían muy bien la ruta desde los mares de las Molucas hasta Europa». El aserto resulta demasiado simplista. En primer lugar, es preciso recordar que Magallanes no llegó a las Molucas, porque no supo o porque al menos de momento no quiso alcanzarlas, enfrascado en otras empresas que desgraciadamente le salieron mal. El único que puso un interés exclusivo en llegar a las Molucas, y llegó a ellas a las pocas semanas después de tomar el mando fue Elcano. Y en segundo lugar conviene recordar ante todo que la ruta seguida por Elcano para cruzar el océano Índico y llegar al Atlántico era completamente distinta de aquella que conocían bien los portugueses: la evitó precisamente porque la conocían bien, y no deseaba de ninguna manera cruzarse con ellos. El viaje de la Victoria surcó mares nunca navegados por nadie, ni por europeos ni por hombres de ningún otro linaje: hizo lo mismo que Colón en su primer viaje al Nuevo Mundo, o que Magallanes, así que se aventuró en aguas de un océano inmenso cuya existencia ni siquiera conocía. La aventura de Elcano no fue menos radicalmente nueva que aquellas otras dos, y además extraordinariamente difícil por dos circunstancias que se combinaban contra él: la hostilidad de los elementos y la imposibilidad de buscar puertos de refugio, que sabía en manos de aquellos que ansiaban apresarle y dar al traste con su proyecto de regreso a España.
Por desgracia, tenemos muy pocas fuentes originales para conocer los avatares de aquella aventura. Faltan Ginés de Mafra y León Pancaldo, el piloto genovés, que fueron en la Concepción, y ese otro piloto portugués que tampoco fue con Elcano. Es cierto que Pigafetta quiso embarcarse en la Victoria, adivinando las emocionantes posibilidades de la empresa que iba a vivir, pero apenas dedica unas pocas líneas a la complicadísima travesía del Índico, ya sea porque no tenía una clara idea de por dónde iba, o porque gustaba más de describir las costumbres de los naturales que el comportamiento de los vientos y las aguas. Es justamente en este trayecto cuando el lombardo se entretiene en contar historias fantásticas de países que no conoció. El buen piloto Francisco Albo calcula lo mejor que puede las posiciones en un mar en que no encuentra puntos de referencia, y facilita detalles de rumbo o de andar en cada singladura, que nos permiten conocer el qué y el por qué de las situaciones. Como hombre frío y acostumbrado a las mayores dificultades, apenas se queja de las durezas de la mar y no concede demasiada importancia a las más fuertes tempestades. Ni que la travesía del Índico Sur hubiese sido poco más que un crucero de placer. Relata que «rompimos el mastelero del trinquete» como si el palo fuese tan fácil de quebrar como una caña. Con todo, siempre es posible reconstruir las situaciones y las dificultades de aquella travesía que costó sufrimientos y vidas humanas; y que a la postre fue superada con valor y con tenacidad sin cuento.
Algo más sabemos. Elcano escribió a Carlos V una carta tan sucinta como emocionante. No es mucho lo que puede colegirse de ella, aunque no faltan frases necesariamente expresivas; pero tanto el Emperador como quienes le rodeaban debieron enterarse de bastante más. Entre ellos Maximiliano de Transilvania, que admiró especialmente los últimos capítulos de la odisea, aquellos en que el jefe es el marino vasco. También tuvo noticias de aquella épica navegación Pedro Mártir de Anglería, entonces presente en España precisamente para informar al mundo de las cosas extraordinarias que estaban sucediendo en tierras y mares lejanísimos. Fernández de Oviedo y López de Gómara, cronistas de Indias, tuvieron noticias de primera mano, fragmentarias, pero siempre interesantes. Y más aún: el estudio de las condiciones del mar, de lo cambiante de los tiempos, y de las posibilidades y peligros de la navegación a vela (¡no lo olvidemos, de una sola embarcación, que no podía permitirse el lujo de pedir auxilio!), ayudan a obtener nuevas, a veces seguras inferencias de lo acontecido en aquellas jornadas. La novela histórica, como obra de ficción que es, puede contarnos hechos que pudieron haber sucedido, pero que no se sabe si realmente sucedieron. Al historiador le están negados estos lujos, pero sabe, en este caso, que lo que podemos deducir de los hechos mismos es tan impresionante como la más increíble novela.
De Tidore a Timor
Las dos naos que salieron de la isla del clavo tuvieron suerte por lo que a los primeros vientos se refiere. La Victoria se encontró con el monzón de invierno del sur de Asia, que en las Molucas se traduce en forma de un favorable viento norte. Tres meses y medio más tarde soplaba en Tidore viento del este, que sirvió a la Concepción para remontarse hacia el norte, que es lo que quería. Pena que aquella primavera y aquel verano fuesen tan tempestuosos en latitudes medias del Pacífico septentrional. No es fácil conocer la naturaleza exacta de aquel devastador huracán que dejó maltrecha la Concepción. Probablemente también influyó en el desastre la insuficiente reparación de que fue objeto en Tidore.
Elcano, en cambio, deseaba ir al sur todo lo posible para alejarse de las rutas frecuentadas por los portugueses. Tenía razones para suponer que el trato que habría recibido, si era capturada la Victoria, sería muy similar al que habrían de soportar los náufragos de la Concepción. De aquí que concibiera una idea tan necesaria en aquellas condiciones como técnicamente disparatada: una navegación en solitario y sin escalas por el Índico Sur y luego frente a las costas atlánticas de África… también sin tocarlas. Fue esta consigna de navegar por dos enormes océanos lo más lejos posible de tierras de las que sí tenía noticia, pero que no podía tocar sin perderlo todo, el motivo principal de la odisea de Elcano. Hasta entonces los expedicionarios habían logrado esquivar sucesivamente los peligros del océano y los peligros de los hombres. Ahora, por primera vez, Juan Sebastián Elcano se veía obligado a esquivar ambos peligros al mismo tiempo. Ahí estriban la suprema dificultad y el supremo mérito de este último capítulo de la odisea.
Siguiendo desde el primer momento ese camino hacia el sur, Elcano descubrió muchas islas de las Molucas, desconocidas aún de los portugueses y probablemente de los árabes. Al sur de Tidore están las islas de Mare, Tatomoetoe y Talapao, en rosario hacia el sur, mientras que por el este cierra el paso la gran isla de Maluku Vitara, hoy la principal del archipiélago, a la que entonces no se concedía importancia. Guiándose por indicaciones de pilotos indígenas, fue encontrando un dédalo de pequeñas tierras en las que progresivamente iba desapareciendo todo rastro de civilización; en la isla de Soela encontraron antropófagos, y en Boho salvajes extraños, para Pigafetta «muy feos», «los más parecidos a bestias salvajes que encontramos en nuestro viaje». Elcano se fija más en los frutos de la tierra que en la cara de sus habitantes, y escribe en su informe al Emperador: «en este camino descubrimos muchas islas riquísimas, entre las cuales Bandam, donde se dan el jengibre y la nuez moscada, y Zalba, donde se cría la pimienta». Es posible que las partidas de pimienta y nuez moscada que trajo la Victoria procedieran de estas islas Molucas del Sur. También se abastecieron de vituallas: cocos, conejos, gallinas y hasta cerdos (se conoce que los árabes no habían llegado allí), que les vendrían muy bien para el camino. La pequeña nao navegaba durante el día y trataba de fondear en lugar seguro durante la noche, tal era la abundancia de islas e islotes, unas dispuestas de norte a sur, otras atravesadas de este a oeste, con las que se hubiera topado sin remedio si navegara de noche. Al fin, traspuestas las Molucas, se encontró con el mar de Banda. Allí les sorprendió, el 8 de enero de 1522, una tempestad; que «nos golpeó tan fuerte —cuenta Pigafetta— que todos hicimos votos de ir a visitar a la Virgen de Guía[10]». Dieron con la isla Mallúa, (Moa), rocosa, y Elcano tuvo que hacer una difícil maniobra para pasar entre dos terribles masas de escollos. Cuando el temporal se sosegó, prefirió varar en una playa cercana para reparar la nao. Tuvieron que estar dos semanas trabajando a fondo hasta dejarla en tan perfectas condiciones, que la Victoria sería capaz de cruzar dos océanos limitados por tres continentes sin necesidad de una nueva reparación. Elcano oyó hablar de una isla muy grande, Timor, a donde no habían llegado los portugueses[11], y a ella arribó antes de lanzarse a una tremenda travesía de veintitantos mil kilómetros sin tocar tierra. Timor es, en efecto, una isla grande, de trescientos kilómetros de longitud, montañosa y volcánica, cuyos habitantes, por lo que sabemos, no estaban mucho más civilizados que los de las islas vecinas. Por allí alguien le cuenta a Pigafetta que «hay pigmeos de un codo de alto, y orejas más largas que todo el cuerpo, de modo que cuando se acuestan una les sirve de colchón y otra de manta». La fábula, realmente, se encuentra en Estrabón, de modo que el curioso vicentino la trasladó sin más a su relato cuando oyó hablar de pigmeos, una vez más para placer de sus lectores. Los marineros no pudieron hacer gran negocio porque ya casi no les quedaban baratijas que intercambiar. Con todo, consiguieron siete búfalos. Aquí parece que por esta u otra causa, hubo entre ellos una reyerta, que Elcano reprimió severamente. El hecho de que dos desertores prefirieran quedarse en Timor antes que sufrir un grave castigo, tal vez la muerte, debe estar relacionado con los sucesos, de que tenemos noticias un tanto vagas a través de López de Gómara. Pigafetta prefiere no contarnos nada. En Timor permanecieron, buscando los últimos abastecimientos y los vientos favorables, hasta el martes 8 de febrero de 1522. Elcano y los suyos zarparon sin saber que iban a realizar una travesía de cinco meses sin hacer escala alguna y sin ver otra tierra que un islote que no sería «descubierto» hasta el siglo XVIII. No lo sabían, ciertamente, pero estaban dispuestos a todo.
El descubrimiento del Índico Sur
Dicho queda que todo lo que relata Pigafetta de las singladuras a través de los siete mil kilómetros del Índico, de Timor a Sudáfrica, cabe en dos páginas. Y no es que dedique esas dos páginas a contarnos la travesía, sino que sustituye el relato de lo acontecido por una serie de leyendas sobre los pueblos del Lejano Oriente que ha oído de labios de algún marino portugués de los que viajaban a bordo, o más probablemente lo adapta de conocimientos adquiridos de antemano. Así cuenta de la isla de Java (que nunca conoció), que en ella se encuentra un tipo de árbol gigantesco en cuyas ramas se posan aves no menos descomunales, capaces de levantar con sus garras un búfalo, e incluso un elefante. Los frutos de este árbol son mayores que un melón. Se refiere con descripciones no menos imaginativas a regiones del sureste asiático, como la ciudad de Cingapala (Singapur) y la Cochinchina, entendamos el actual Vietnam, con su consiguiente cabo Gaticara o Cattigara. De la «India Mayor» cuenta que su monarca vive en un palacio rodeado de setenta murallas. Y tampoco deja de aprovechar la ocasión para referirse al maravilloso imperio chino, del cual ciertamente no sabe más cosas de las que cuenta Marco Polo, y en este caso precisa que el palacio del emperador es tan inmenso que se necesita un día entero para darle la vuelta. No es necesario decir que Pigafetta no dio esa vuelta, ni hubiera podido intentarla, porque los emperadores de la dinastía Ming, reinante por entonces en el Celeste Imperio, habían prohibido a los extranjeros acercarse a sus dominios so pena de la vida: al curioso vicentino le hubieran cortado la cabeza. Preciso es recordar que Pigafetta recoge leyendas y mitos muy antiguos sobre países imaginarios por motivos sensacionalistas o en todo caso para distraer a un público ávido de novedades fantásticas; y en esos relatos no se le puede tomar en serio. Por desgracia, ha llegado a seducir a algunos historiadores modernos que suponen que el regreso de Elcano se realizó costeando Sumatra, pasando cerca de Malaca —¡justamente dónde sabía por Pedro de Lorosa que estaban preparando los portugueses una pequeña escuadra para perseguirle!— y la costa de Birmania hasta la altura de la India, para tomar al fin la ruta portuguesa hacia el Cabo de Buena Esperanza. Es decir, se habría metido en la boca del lobo. Por supuesto que en ese caso ni hubiera salido con bien, ni hubiera descubierto las Molucas del Sur, ni menos Timor y nada digamos la isla Amsterdam, aparte de que hubiera dependido no de los vientos del oeste, sino de las imposiciones del régimen monzónico[12].
El 8 de febrero zarparon los de la Victoria del puerto de Timor donde habían hecho los últimos preparativos y avituallamientos para su aventura. Los días siguientes, hasta el 11, hubieron de navegar hacia el oeste, siguiendo de lejos la costa de la isla; se conoce que habían recalado en algún punto del centro-norte de Timor. Navegaron con «bonanza», es decir, con viento flojo, hasta que encontraron la punta occidental. Luego se dirigieron al sur, y, como reconoce Albo con sincero laconismo, «estábamos en el paraje de dos islas, las cuales no sabemos cómo se llaman, ni si están habitadas…». Eran las islas de Savu y Toti, las más meridionales del mar de la Sonda. Y sigue diciendo sin más complicación: «y de aquí tomamos nuestra derrota para el cabo de Buena Esperanza, y fuimos al oeste-suroeste». Comenzaba la gran aventura. Les quedaban tres meses de travesía por mar abierta, lejos de toda tierra conocida o desconocida, en una de las navegaciones más audaces de la era de los descubrimientos.
El Índico es, en efecto, el océano más desolado de los tres grandes del mundo. El Atlántico o el Pacífico cuentan con una buena cantidad de islas. El Índico, si nos situamos en su punto central, dista miles de millas de la tierra más cercana. Si Elcano buscaba atravesar mares nunca surcados por nadie, logró plenamente su objetivo. Los portugueses, que consta que le buscaron para apresarle, no le hubieran encontrado ni por casualidad. Antonio de Brito, el capitán portugués que apresó la Concepción, y tuvo noticias de la ruta que pensaba seguir la Victoria, escribe al rey de Portugal: «parece que será tamanho milagre yr a Castela como foy viren de Castela a Maluco». Y daba el barco de Elcano por perdido. Sin embargo, a veces los milagros se producen, sobre todo cuando se procuran con alteza de miras y ánimo esforzado. La ruta de la Victoria consistió en navegar al oeste-suroeste hasta alcanzar los 38/40 grados sur, el límite de una de las zonas de navegación más difíciles del mundo; luego al oeste, y finalmente, en parte forzado por las circunstancias, un poco hacia el oeste-noroeste. No parece que Elcano llevase en su pequeña nao una esfera, como la que al parecer portaba Magallanes en la Concepción: pero, es curioso, describió una ruta ortodrómica casi perfecta; es decir, siguió el camino más corto cuando se cruza la superficie de una esfera de un punto a otro. Así operan hoy los navegantes de altura cuando pueden hacerlo, y así hacen las líneas de aviación transoceánicas. El viajero que vuela de Madrid a Nueva York suele extrañarse al comprobar que el piloto abandona el Viejo Continente por encima de las rías gallegas, cuando lo más lógico parece que debiera ser tomar por el paralelo 40, en que se encuentran las dos ciudades. «Cosas de los pasillos aéreos», suele pensar. Y sin embargo, la línea más corta sobre la esfera terrestre entre Madrid y Nueva York pasa por Galicia. Basta tomar un globo terráqueo y tender un cordel bien tirante de un punto a otro para comprobarlo.
La ruta elegida por Elcano fue, desde el punto de vista de la geometría esférica, absolutamente perfecta. Sin duda lo fue por casualidad. Un navegante desprovisto de esfera no hubiera podido adivinarlo, ni tampoco la esfera —inspirada en Behaim o en cualquier otro—, que llevaba Magallanes le hubiera servido de gran cosa, puesto que ignoraba la existencia del Pacífico y de gran parte del Índico. No solo se descubren tierras nuevas, sino mares nuevos, y este hecho ha sido quizá poco resaltado por la Historia de los Descubrimientos. Magallanes descubrió el Pacífico y sus inmensas dimensiones. Elcano descubrió el Índico sur y su infinita soledad.
Sin embargo, no siempre la línea recta es la más corta entre dos puntos. En tiempos de la navegación a vela —es decir, a lo largo de toda la historia hasta el siglo XIX—, la ruta más «corta», digamos aquella que puede recorrerse en menos tiempo, es la que sigue los vientos favorables, aunque sea preciso describir una trayectoria curva. (Fue F. Maury, marino norteamericano, quien en 1855, publicó una famosa obra sobre las rutas más «cortas» en la navegación a vela). Un caso dramático: los españoles llegaron a las Molucas o a Filipinas atravesando el Pacífico, pero no consiguieron atravesarlo, pese a sus denodados esfuerzos, en una ruta de regreso, hasta que Urdaneta descubrió «la vuelta de Poniente» por los años sesenta del siglo XVI.
Elcano siguió la línea recta, pero tuvo que luchar con vientos y corrientes contrarias de principio a fin de su interminable viaje entre las Molucas y el Cabo. Tampoco puede decirse que la elección de ruta significase un error. Si no tenía la menor idea de lo que es una ruta ortodrómica, tampoco podía adivinar el régimen de vientos y corrientes en un océano que nadie hasta entonces había surcado. Ni se le puede felicitar por el acierto ni acusarle de la equivocación. Lo que sí resulta admirable es la capacidad de resistencia de la nao y sus tripulantes en una navegación tan larga por mares desconocidos después de haber dado tres cuartos de vuelta al mundo, y el hecho de haber llegado, orientándose por el sol y por una brújula imprecisa, y después de infinitas penalidades, a la punta sur de África, y finalmente por el Atlántico, hasta España.
Salieron de Timor hacia el oeste-suroeste. Por un tris no descubrieron Australia. Pasaron a unas ciento cincuenta millas de la isla Barrow y del cabo Norwest, donde ahora se encuentra Exmouth. Ni falta que les hizo ver la isla-continente más grande del mundo, como no fuera la gloria de haberla descubierto. No hubieran encontrado gran cosa en aquella costa semidesierta ni deseaban en modo alguno perder el tiempo. Hasta aquel punto les ayudaban las corrientes; a partir de entonces ocurrió todo lo contrario. Tenían que luchar contra vientos del sur y contra la corriente West Australian, cuya velocidad sobrepasa la de un hombre a la marcha. Ocurre que la corriente del Índico Sur choca contra el continente australiano, se concentra, se hace más rápida y más fría y dificulta la navegación de los que quieren ir al sur. Luego se desvía hacia el oeste, y forma la gran corriente del Índico, que va a estrellarse contra el continente africano y Madagascar. Era la que aprovechaban los portugueses para su viaje de regreso: ¡por eso precisamente no podía aprovecharla Elcano! Nuestros navegantes hubieron de sufrir también un brusco descenso de las temperaturas, tan cálidas y húmedas hasta el momento. Con todo, no puede decirse todavía que pasasen frío. Albo calcula el 18 de febrero que marchaban a una velocidad de 45 leguas por día, una marcha nada despreciable, supuesto un viento que no podía favorecerles; pero probablemente se equivoca. La corredera mide la velocidad del barco sobre las aguas; pero si las aguas se mueven en sentido contrario, hay que restar las velocidades, con lo que la marcha real resulta bastante menor; posiblemente no podían pasar de 35 leguas, digamos de 150 a 160 km/día. El cielo estaba nublado, y el cuidadoso Albo ni siquiera podía calcular la latitud por el sol. Al fin despejó el día 25, y pudo medir una latitud de -21º 40´. Estaban a la altura de la costa de Australia central, pero ya muy lejos de ella, a unas 1600 millas, puesto que caminaban, siempre que podían, en la dirección señalada por Elcano, hacia el OSO. Al finalizar febrero, se encontraban ya a 26º sur. Se estaban adentrando en las inmensidades del Índico, a más de 2000 millas de Australia, 3200 de Sumatra y 4000 de la India. Ni un barco navegaba en medio del océano en miles de millas a la redonda: era la soledad más absoluta, y al mismo tiempo la más firme garantía de que nadie podría encontrarles. Qué curiosa paradoja: No estaban en disposición de pedir auxilio ante cualquier emergencia que pudiera surgir; pero deseaban no tener ocasión de pedirlo, porque sabían muy bien que hacerlo hubiera significado la prisión, probablemente la condena a trabajos forzados, y la pérdida consiguiente de la gloria y de los tesoros que transportaban.
Mar hostil e isla inabordable
Marzo. Se aproximaba el otoño austral, y debían alcanzar el Cabo cuanto antes si querían librarse de las tempestades del invierno en aquellas latitudes; pero un barco de vela depende en exclusiva del viento, y en aquellas regiones del mundo los vientos no son caprichosos, sino más bien constantes, del oeste, y casi justamente en dirección contraria a la que deseaban. Tal vez por ese motivo Elcano prefería avanzar hacia el suroeste, surcando aguas progresivamente más australes, pero ganando terreno hacia poniente, que era lo que necesitaba. Le bastaba, para doblar el cabo de Buena Esperanza, alcanzar la latitud 35º sur; pero siguió avanzando más hacia el Austro, por dos razones sencillas: podía así ceñir mejor hacia poniente, y se libraba de las asechanzas de los portugueses, que según los rumores que escuchó el amigo Lorosa, se disponían a esperarle también en la región del Cabo para hacerle prisionero y apoderarse del cargamento. Elcano no tuvo demasiada mala suerte: el viento soplaba del oeste, a veces del noroeste, y le obligaba a ceñir más al sur; pero nunca fue tan fuerte como acostumbra por aquellos mares. Con frecuencia sabemos por Albo, y dos veces por Pigafetta, que hubieron de amainar las velas, ya por imposibilidad de orzar en buena dirección, ya por falta casi absoluta de viento. El 8 de marzo sopló viento, pero «hubieron de cambiar de derrota» hacia un rumbo poco favorable, primero hacia el norte, después hacia el sur. El 9 y el 10 pudieron avanzar al oeste pero con «poco viento». Estaban ya a una latitud entre 35 y 36º, y si embargo, no soplaban los huracanes entonces tan frecuentes, sino una brisa tan floja que el 11 y el 12 hubieron de amainar velas, porque con ellas izadas no harían más que retroceder. Los marinos sentían no solo —una vez más— la pesadumbre de una navegación interminable, sino la conciencia de que se les acababan las provisiones y no se acercaban al ansiado Cabo, que les abriría las puertas al Atlántico, y con ello a la esperanza. De aquí el extraño «síndrome de El Cabo» que tantas veces les atacó. Tenían que estar cerca, tenían que llegar de una vez, calculaban mal la distancia recorrida, porque la impaciencia puede más que la corredera, y la vuelta a casa se torna una ansiosa necesidad. Todo hay que decirlo también: las equivocaciones en la medida de la velocidad estaban influidas de nuevo por las corrientes contrarias, en este caso la Gran Corriente Austral, que les hacía avanzar más sobre el agua que sobre el mapa.
Arrumbaron un poco más al sur, y, encontraron vientos más fuertes, pero siempre contrarios. Estaban rozando la frontera de los «Roaring Forties» o Rugientes Cuarenta, una franja que abarca casi todo el mundo oceánico a partir de los 40º sur. Se dice que fue descubierta por el navegante holandés Hendrick Brouwer en 1610, por lo cual se habló también de «la ruta de Brouwer». A esa latitud, el océano no tiene otra barrera que la punta sur de Patagonia; el resto es mar libre, por donde los vientos pueden correr hasta rugir sin mayor obstáculo. Es un pasillo entre el anticiclón subtropical y el siempre helado del Antártico: por ese pasillo se cuelan las corrientes de aire, en una procesión continuada de borrascas que llegan a transformarse a veces en verdaderos huracanes, sobre todo cuando las bajas presiones propias de las latitudes 40 y 50 contrastan brutalmente con las altas del casquete antártico, que es, aunque mucha gente no lo imagina, una de las regiones más secas del mundo, tan seca como el Sahara, por más que esté cubierta de hielo, un hielo que ya era hielo hace millones de años. Los «Roaring Forties» fueron utilizados en los siglos XVIII y sobre todo el XIX por los grandes veleros que viajaban de Gran Bretaña a Australia y Nueva Zelanda. Marchaban siempre con viento en popa, yendo por el cabo de Buena Esperanza y regresando por el cabo de Hornos, dando la vuelta al mundo: por aquella ruta ganaban muchísimo tiempo respecto al que hubieran empleado regresando por el camino de ida; eso sí, tratando de resguardarse de los grandes temporales.
Hasta cierto punto, el descubridor de aquellos vientos constantes del oeste fue Elcano, que vaciló muchas veces entre engolfarse en las calmas o meterse en latitudes más altas, siempre ventosas, pero, por desgracia, en dirección contraria a la que deseaba. Albo explica que contra viento «capeaban con el trinquete», es decir, con la vela delantera, la más apropiada para ceñir. El 18 de marzo, cuando nadie lo esperaba, alguien gritó «¡Tierra!». No era Asia, ni África, ni Oceanía, sino una isla solitaria en los mares del sur, de la cual nadie tenía la menor noticia hasta aquel momento, ni casi tampoco ahora mismo. Albo la considera «una isla muy alta», es decir coronada de altas montañas, pero «deshabitada y sin árbol alguno». Hoy se la llama isla Amsterdam, por el nombre que le puso un navegante holandés del siglo XVII, Van Diemen, aunque el descubrimiento se debe a Elcano, que la vio cien años antes, y así se reconoce por los pocos geógrafos que la mencionan. De origen volcánico, muestra una forma ovalada de NE a SO, sin puerto ni abrigo de ninguna clase, batida por los vientos, y ofrece una forma monstruosa, asimétrica, con las principales cimas cónicas amontonadas caóticamente en su extremo sur y suroeste: la mayor de ellas se acerca a los mil metros. Vista desde el este o el oeste, ofrece un perfil asimétrico, como un triángulo escaleno tendido sobre las aguas; desde el sur, en cambio, parece un pico único y esbelto. Sigue despoblada, como que cada vez que se trató de establecer en ella colonos, murieron al poco tiempo de enfermedades o peste; hoy existe una comisión científica semipermanente, dedicada a estudios ecológicos, meteorológicos y oceanográficos. La potencia administradora es Francia.
El júbilo de los descubridores fue efímero. Tierra al fin, después de cinco semanas de océano interminable. Pero tanto Elcano como Albo confiesan el mismo fracaso: «no pudimos tomarla». Puede suponerse que llegaron por la parte norte, puesto que el 18 de marzo midieron una latitud de 37º 38´, y el día 19, cuando le dieron la vuelta, se consideraron a 38º (el centro de la isla se encuentra a 37º 50’: qué bien calculada fue la latitud). Si la costa septentrional, aunque no tan montañosa, era acantilada, sin la menor posibilidad de desembarco, la del sur era más inaccesible todavía, con grandes paredes basálticas que bajaban hasta el mar. La punta suroeste, la más imponente de todas, lleva el nombre de Pointe del Cano, único recuerdo de su descubridor. Las versiones que suponen que en aquella pequeña tierra inhóspita se reabastecieron son falsas. No pudieron poner pie en ella. Hubiera podido ser bautizada como Isla del Desengaño, lo mismo que aquellas otras dos inabordables que habían descubierto en medio del Pacífico. No había más remedio que seguir adelante, cada vez con menos provisiones, o más estropeadas, de suerte que el escorbuto comenzaba a aparecer, después de tantos días de escasos y corrompidos mantenimientos. Entretanto, la Victoria, aunque resistente como ella sola, se encontraba cada vez más maltratada por las olas y los vientos. Vieron ballenas, focas y en el aire albatros, pero no pudieron hacerse con ninguno de aquellos animales esquivos.
Era preciso seguir adelante. Por dos veces cuando menos traspasaron la terrible barrera de los 40º Sur, y se encontraron con vientos fuertes, a veces verdaderos temporales, siempre, no hace falta decirlo, del oeste, lo más contrario que hubiera podido desearse. Era necesario escoger entre vientos fuertes de proa, que obligaban a capear y a ceñir todo lo posible a una banda y otra, o subir hacia los vientos flojos, contrarios también, que obligaban igualmente a ceñir con poco andar, e incluso a amainar velas: fue un jugueteo trágico, que minó la salud de muchos tripulantes —«los más eran dolientes»— pero que no había más remedio que seguir. Al final, tendieron a aprovechar las ceñidas hacia el noroeste. No convenía acercarse a la ruta de los portugueses, pero era necesario evitar todos los temporales posibles a la maltrecha nao. Francisco Albo escribe el 1.º de abril: «me hago 400 leguas del Cabo»; el día 17 se imagina a 260 leguas, y el 2 de mayo a solo 57 leguas. No se estaba autoengañando, pero padecía como todos el síndrome de El Cabo. Parecía que no iba a llegar nunca. Empezaron las primeras bajas, como era ya previsible; tal era la situación desesperada en que se encontraban. Hubo un momento en que muchos llegaron a cavilar que valía la pena entregarse a los portugueses; y Elcano, honradamente, pensando en su gente y en la vida de todos, conferenció con los más entendidos hombres de mar. Cabía buscar el refugio de Madagascar, escala necesaria para todos los que regresaban de la India. Allí podrían abastecerse y reponerse como convenía, por más que el peligro de caer prisioneros y perderlo todo era máximo. La decisión fue tomada en consejo de pilotos y maestres, y aceptada valerosamente por todos. No irían a Madagascar, afrontarían todos los peligros, fuesen los que fuesen, con tal de mantener la libertad, el éxito y el servicio al rey. Desde aquel momento parece que cobraron más valor que nunca.
El Cabo: Buena Esperanza y desesperanza
Tiene razón Pigafetta cuando considera al de Buena Esperanza como «el más grande y peligroso cabo conocido de la Tierra». Debió vivir aquellos días con explicable terror, como lo vivieron tantos marineros y tantos viajeros a lo largo de los siglos. Puede parecer extraño: el Cabo se encuentra a unos 35º Sur, más o menos a la misma latitud que Buenos Aires o Sydney, que gozan de un clima que se considera «mediterráneo», templado, soleado, húmedo en grado suficiente, pero no en exceso, y dotado de temperaturas moderadas, por lo general gratas. De un clima más o menos similar, favorable para el desarrollo de la vida humana, goza también la propia Ciudad del Cabo o Capetown, y lo mismo puede decirse de la provincia correspondiente. Cerca de El Cabo encontramos hermosos naranjos y buenos viñedos, que nos permiten pensar en los parajes más amables de la Europa Latina. Sin embargo, una cosa es la tierra y otra muy distinta el mar, un mar con frecuencia tempestuoso, donde suelen soplar vientos que sobrepasan los 100 kilómetros por hora, y en puntos y momentos muy concretos pueden formar remolinos de casi doscientos. Doblar el Cabo —o su vecino, el que realmente marca la punta sur de África, al cabo Agulhas—, no fue ni es ahora mismo tarea fácil para los navegantes. El primero que lo hizo en embarcaciones de alto bordo —dos carabelas— Bartolomeu Dias, le puso el nombre bien merecido de cabo de las Tormentas, y sólo la consigna del rey Juan II, decidido a animar nuevas aventuras, cambió este nombre por el de cabo de Buena Esperanza. Ciertamente, la esperanza y las dificultades para hacerla buena van muchas veces enlazadas en la vida. Las tripulaciones de Bartolomeu Dias le obligaron a dar la vuelta cuando ya había sobrepasado el Cabo y pretendía llegar a la India: no hubo una rebelión abierta, pero sí una oposición unánime que le impidió seguir adelante. Sin embargo, aquella esperanza abrió las puertas de la historia a una hazaña todavía más amplia, la de Vasco da Gama. No fueron hazañas fáciles. Si Bartolomeu Dias lo pasó mal, sobre todo en el viaje de regreso, cuando le sorprendió la gran tormenta que bautizó el cabo, Vasco da Gama, aunque cruzó en pleno verano, se vio estrechado por vientos contrarios hasta el punto de que pensó que no podría salir del aprieto.
Veamos lo que ocurre. El cabo de Buena Esperanza no penetra profundamente en tierras antárticas, como el de Hornos, ni es tampoco un laberinto de islas inextricable como el estrecho de Magallanes. Es simplemente el límite, —en latitudes razonables—, entre dos grandes océanos, el Atlántico y el Índico, y se abre limpiamente al mar, sin obstáculos geográficos de ninguna clase. Sin embargo, los dos océanos luchan allí como en pocas partes del mundo. Muchos turistas acuden al Cabo, o a Agulhas (unos cien kilómetros al este) para contemplar esta lucha, y muchos navegantes deportivos son atraídos por aquel paraje del mundo precisamente por el riesgo[13]. Y es que las grandes tempestades de los vientos del oeste se aproximan a la costa en la zona del Cabo, como si se encontrara en los «Roaring Forties». El contraste de presiones y temperaturas entre el mar y la tierra provoca estos vientos fuertes responsables de duras tempestades a las que los navegantes han de estar muy atentos, porque el peligro llega cuando menos se le espera. Los sudafricanos suelen comentar que el Atlántico es bravío, mientras que el Índico es plácido. Más que el talante de los océanos la culpa la tiene el régimen de circulación atmosférica. En África del Sur, lo mismo que en Europa, los más violentos temporales vienen del oeste. Y en esta lucha continua de vientos, el de poniente es mucho más fuerte que el de levante, pero la alternancia se opera una y otra vez. Los dos vientos se suceden por periodos que duran varios días, generalmente de tres a cinco. Todavía hoy, los veleros deportivos que cruzan de océano a océano —por ejemplo en la prueba de la vuelta al mundo, casi siempre de oeste a este— hablan de «coger el tren». A veces, por un día de diferencia, el que llega tarde ha de esperar tal vez una semana para disfrutar de las mismas condiciones del que lo ha hecho la víspera. Cuestión de suerte, o de estar atentos a las previsiones meteorológicas, en que los sudafricanos se han especializado notablemente. Hoy se trata de un problema deportivo; hace quinientos años, en este jugarse el paso se jugaba también la vida. Quizá es José de Arteche quien mejor ha visto la escena de la Victoria luchando con la tempestad en el momento supremo de superar el Cabo: «La nao es lanzada de una ola a otra; tan pronto en lo alto de una montaña de espuma como en lo hondo de un abismo […]. Una y otra vez la Victoria desaparece, pero emerge siempre con la quilla casi al aire, vertiendo a cada banda ríos de agua…». Así la veríamos, si pudiéramos, desde fuera. Los que iban a bordo solo podían sentir la amenaza de aquellas enormes masas líquidas, como montañas, que parecían a punto de tragárselos. Fue en medio de aquella tempestad, justo en el momento de trasponer el Cabo, el 16 de mayo, cuando se quebró el mastelero de proa: nunca pudo ser debidamente reparado. Bien sabido es que la leyenda del Holandés Errante, —convertida en música por la maestría de Wagner— nació precisamente, como sabe casi todo el mundo, de una tempestad frente al cabo de Buena Esperanza.
Pero las dificultades para la navegación, y esto no lo sabe todo el mundo, dependen mucho más de las corrientes que de los vientos propiamente dichos. Y aquí sí que lo que viene del este es mucho más peligroso que lo que viene del oeste. La corriente de Agulhas es la prolongación de la corriente ecuatorial del Sur, de agua caliente. Atraviesa el sector cálido del Índico, choca con Madagascar y Mozambique, y se desvía hacia el sur, invadiendo las costas sudafricanas hasta el cabo Agulhas, y, si puede, se cuela hasta el mismísimo cabo de Buena Esperanza. Estrechada por la costa y por la corriente contraria del oeste, forma como un río de diez, veinte, cuarenta kilómetros de anchura, que corre a diez o quince kilómetros por hora, y se convierte así en una de las corrientes marinas más rápidas del mundo. Tarde o temprano choca con la corriente en sentido contrario, la correspondiente al West Wind Drift, que tuvo que soportar desde Australia Juan Sebastián Elcano; esta corriente del oeste se refuerza en la punta sur de África con la que llega, fría, desde las aguas antárticas; y es justamente allí donde se forma un «totum revolutum» como en pocos lugares de la Tierra. Agua cálida contra agua fría, agua muy salada contra agua poco salada, este contra oeste. Las consecuencias del choque de dos enormes masas marinas de cualidades absolutamente contrapuestas, son espectaculares, a veces trágicas. Se forman vórtices, remolinos en que las aguas giran alocadamente, tempestades inesperadas, resacas que arrastran a los navíos en una y otra dirección. Lo más temible son las roghe waves u olas monstruosas (para otros «olas asesinas») que alcanzan alturas de más de veinte metros, en algunos casos hasta treinta, como en ningún otro océano del mundo pueden formarse. Se corresponden por lo general a la dirección contraria de vientos y corrientes. Si, como ya aprendieron a su propia costa los tripulantes de la Victoria, navegar contra corriente significa moverse con rapidez sobre las aguas y con lentitud respecto de un punto fijo, las olas formadas por un viento adquieren mucha más furia cuando chocan con aguas que corren en dirección contraria.
Y lo más terrible de todo es que son olas de pendiente casi vertical, como bóvedas de cañón, si vale el símil, que embisten como murallas, y pueden hundir de golpe cualquier embarcación. Incluso un gran navío puede partirse en dos cuando es levantado por una de esas olas gigantes, de suerte que tanto la proa como la popa quedan en el aire. Solo hay un tipo de ola que se le pueda comparar: la provocada por un tsunami. Durante un tiempo se confundió a las «roghe waves» con las propias de tsunamis; pero aunque su aspecto es muy similar, su naturaleza es completamente distinta. Efectivamente, la costa sudafricana no es de origen volcánico, y hay que buscar otra explicación a este fenómeno extraordinario. Se trata no solo de olas que chocan con corrientes contrarias, sino de olas confluentes, que suman su fuerza, y se encabritan hasta alcanzar una altura monstruosa. Sumemos otro detalle: la costa del cabo Agulhas —no tanto la del de Buena Esperanza— se asoma a aguas de poco fondo, y este factor contribuye, como en el caso de los tsunamis de verdad, a encajonar la energía en poco espacio de agua y por consiguiente a aumentar la altura de la ola.
A estos peligros desconocidos tuvieron que enfrentarse los portugueses que cruzaban a la altura del Cabo, y los españoles que iban camino de coronar la primera vuelta al mundo. Con una diferencia: los portugueses podían elegir libremente la ruta y la fecha; los españoles no, y tuvieron que doblar el Cabo a las puertas del invierno austral. La ruta portuguesa estaba bien estudiada: se buscaban las fechas de los monzones favorables, tanto a la ida como al regreso. El paso del Cabo, a la ida, se hacía con los vientos del Oeste, lejos de la costa, mientras que la vuelta se tomaba bordeando la costa misma, desde Mozambique o Madagascar, aprovechando la corriente favorable, y muy cerca siempre de tierra. Los de la Victoria no pudieron hacer lo mismo. Pigafetta exagera un tanto la duración de aquella lucha a vida o muerte: «para doblar el cabo de Buena Esperanza […] tuvimos que permanecer nueve semanas, con las velas recogidas, a causa de los vientos de occidente y del mistral [en este caso noroeste], que tuvimos constantemente, y que acabaron en una horrible tempestad». Más cerca de la verdad está Díaz Trechuelo, que se refiere a una lucha tremenda de once días. Todo depende, por supuesto, de lo que se quiera entender por travesía del Cabo.
A fines de abril nuestros navegantes iban bien al sur del Cabo, esperando pasar muy lejos de la zona vigilada por los portugueses; pero los fuertes vientos del suroeste los obligaron a buscar camino por el norte. El 2 de mayo, Albo se juzga a 57 leguas del Cabo: estaba más lejos sin duda alguna, pero se acercaban por fin a la costa africana. El 5 de mayo estaban ya 36º sur, y el día 7, a 35º, pensaban haber pasado ya la famosa punta… ¡Apenas empezaba entonces la aventura! El 8 de mayo vieron tierra por primera vez en tres meses, si descontamos el efímero e infructuoso encuentro de la isla Amsterdam. ¡Tierra al fin, tal vez ya en el Atlántico! En cuanto alguien reconoció aquella tierra vino la decepción. «Según el camino que hicimos —escribe Francisco Albo en la entrada correspondiente al 8 de mayo— pensábamos estar adelante del Cabo [es decir, que ya lo habían sobrepasado], y este día vimos tierra, una costa que iba de nordeste a suroeste, y así vimos que estábamos tras del Cabo [antes de llegar a él], obra de 160 leguas, en derecho del río del Infante». Todas las fuentes citan el Río del Infante; en realidad Bartolomeu Dias le puso Río de Infante, por el apellido del capitán de la otra carabela, Joâo Infante. Hoy se llama Groot Vishriver, o Great Fish River, a unos 750 kilómetros al este del Cabo de Buena Esperanza, entre Port Albert y Port Elisabeth. El Vishriver es un río que baja encajonado entre cañones al atravesar la cordillera de los montes Kongeberge, donde hoy existen hoteles y lugares de plácido reposo, amén de campos de golf. Nada de ameno existía allí entonces, la costa era alta, rocosa, batida por las olas y «sin arboleda ninguna». Buscaron algún refugio y no lo hallaron; fue imposible tomar tierra, y lo sintieron enormemente porque la mayoría de los tripulantes estaban enfermos y algunos a punto de morir. A veces el descubrimiento de tierra no supone ningún consuelo.
Hubieron de desistir, y siguieron adelante. Fue entonces cuando empeoró el tiempo, se desataron las tempestades, sintieron el empuje de las corrientes contrapuestas y vivieron los días más dramáticos desde que salieran de Timor. Durante tres días navegaron frente a un atemporalado viento del suroeste, sin avanzar prácticamente nada, puesto que el 12 de mayo comprobaron que «se hallaban en el mismo paraje que el día primero,» es decir, el 9. Los tripulantes se quejaban del frío, por más que en aquellas regiones la temperatura en mayo oscila entre los 10 y los 18 grados. Es preciso recordar una vez más que la mayor parte de aquellos marineros estaban más acostumbrados a mares tropicales que a aguas frescas. Iban mal equipados, y en aquellas jornadas de lucha contra los elementos «no podían encender fuego ni abrigarse con mantas húmedas». Avanzaron un poco ciñendo «a uno y otro bordo», en continuos zigzags; el 13 de mayo se vieron frente a río de la Laguna, pero tomar tierra en aquellas condiciones, en que la nao era zarandeada por las olas, y bastante hacía con mantenerse a flote, era impensable. El 15 creyeron reconocer el cabo Agulhas, el punto que señala —que no el de Buena Esperanza— el extremo sur de África. Contra lo que tal vez pudiéramos imaginar, el cabo Agulhas es mucho menos glorioso que la espléndida pirámide de roca viva que se encuentra unos 150 kilómetros más al oeste, y se lleva toda la fama. El cabo Agulhas, aunque rocoso, corona una costa baja, y, lo que es peor, una zona en que el agua es de poca profundidad: justo allí donde se juntan los dos océanos, chocan las corrientes y se forman las grandes olas.
Fue en medio de la tormenta y los bandazos de la nave cuando se rompió el mastelero del trinquete y parte de la verga. A duras penas pudo hacerse una reparación provisional, y el gobierno de la Victoria se hizo más difícil que nunca justo en el momento en que se hacía dramáticamente necesario controlar los movimientos de la nao. En aquellos momentos angustiosos, entre el silbido de los vientos, los pantocazos de las olas desatadas, los remolinos traidores, y los bandazos de una embarcación castigada desde hacía dos años y medio por tres océanos distintos, se tomó una decisión heroica: la Victoria iba cargada con unos seiscientos quintales de clavo. Si se arrojaba aquel precioso cargamento al mar, habría más probabilidades de salir de aquel infierno. No sabemos quién lo discutió, pero lo cierto es que se discutió, al parecer sin perder los nervios. Y al fin prevaleció el criterio de mantener la carga. Regresar sin haber cumplido la misión que la flota enviada por el rey de España tenía que haber realizado, era no solo la ruina, sino el deshonor, la vergüenza de haberlo sacrificado todo en aras de la seguridad personal. Y aquella decisión selló el triunfo que iba a ser definitivo.
Cierto que la batalla no se libró sin bajas. El 12 de mayo murió un marinero de Burdeos; el 13, otro marinero, este guipuzcoano; el 17, en plena tempestad, un grumete; el 18, un grumete francés; el 20, el marinero Juan de Ortega. Unos de escorbuto, otros de enfermedades propias de la malnutrición, de la humedad y el frío. Nunca se habían registrado tantas bajas desde los días nefastos de Cebú y Mactán, aunque la muerte acompaña siempre a las grandes expediciones por mar. También murieron varios de los moluqueños que habían embarcado en la Victoria. Al final, de los trece indígenas, solo tres o cuatro llegarían a la Península. Con todo, la Victoria seguía flotando y remontando a trancas y barrancas la difícil travesía. El 18 de mayo instalaron un mastelero provisional; el viento soplaba tan fuerte del suroeste, «que no pudimos andar adelante», y por si fuera poco, «el agua corría mucho» en dirección contraria. Con todo, Albo se hacía a ocho leguas del Cabo. El 19, cree haberlo ya superado, aunque con el mal tiempo era imposible distinguir la costa. El 20 puede navegar, con viento de través, hacia el noroeste, sin tropezar con tierra alguna, lo cual no podía ser menos que una buena señal. El 21 amainó un tanto el viento y el 22 hasta salió algún rato el sol, con un tiempo bonancible. Albo «tomó el sol», como hacía cada vez que las circunstancias lo permitían, y halló una latitud de 31º 57´. ¡Dos grados al norte del Cabo! No lo habían visto, pero tenían que haberlo rebasado, porque desde antes del Río del Infante no hay mar libre a esa latitud. No vieron —como a veces nos cuentan— la silueta espectacular del cabo de Buena Esperanza, como al final de la travesía del Estrecho no habían visto por la niebla el final de la retahíla de islas. Esta vez se hallaban sin duda alguna en el Atlántico y arrumbaron definitivamente el norte. La más dura batalla de la Victoria había terminado. La nao hacía honor a su nombre. Aún quedaban muchos miles de millas de periplo, pero los tripulantes se sintieron libres de una pesadilla. Al fin estaban camino de casa.